CAPÍTULO 38

Pradogrande

Antes de que los braceros del campo pudieran darles alcance, un sujeto enjuto y fornido salió de una casa de las inmediaciones. Había envejecido, pero no hasta el extremo de que Yonah no reconociera en él de inmediato a Micah Benzaquen, el amigo y vecino de los Saadi en Granada. Benzaquen era un hombre de mediana edad cuando Yonah lo había conocido; en ese momento seguía conservando las fuerzas, pero era un anciano. Miró momentáneamente a Yonah y sonrió, por lo que Yonah comprendió que Benzaquen también lo había reconocido a él.

—Los años os han tratado bien, señor —le dijo Benzaquen—. La última vez que os vi, erais un pastor robusto y andrajoso, todo cabello y barba, como si tuvierais la cabeza enmarcada por un arbusto. Pero ¿cuál es vuestro apellido? Es como el nombre de una hermosa ciudad…

Yonah comprendió que, durante su estancia en aquel remoto lugar, le sería imposible empeñarse en decir que se llamaba Ramón Callicó.

—Toledano.

—¡Sí, Toledano, a fe mía!

—Yonah Toledano. Me alegro mucho de volver a veros, señor Benzaquen.

—¿Dónde vivís ahora, señor Toledano?

—En Guadalajara —contestó Yonah, sin atreverse a asociar el apellido Toledano con Zaragoza.

Lamentó que, mientras él y Benzaquen se intercambiaban un saludo, la mujer hubiera tomado el cubo de agua y se hubiera alejado a toda prisa. Los hombres que lo perseguían corriendo habían aminorado la marcha al percatarse de que el forastero no había desenvainado la espada ni la daga. Cuando le dieron alcance, sosteniendo todavía los aperos de labranza con los cuales lo hubieran podido ensartar y despedazar, él y Benzaquen ya estaban conversando afablemente.

Benzaquen le presentó a Pedro Abulafin, David Vidal y Durante Chazán Halevi y después a un segundo grupo formado por Joaquín Chacón, Asher de Segarra, José Díaz y Fineas ben Sagan.

Varios hombres se hicieron cargo de su caballo mientras lo acompañaban a la hospitalidad de la finca de Benzaquen. Leah Chazán, la esposa de Benzaquen, era una afectuosa mujer de cabello canoso, con todas las virtudes propias de una madre española. Le ofreció un cuenco de agua caliente y un lienzo y lo acompañó a la intimidad del establo. Para cuando se hubo lavado y refrescado, la casita estaba empezando a llenarse con los efluvios de un cordero lechal asado. Su anfitrión lo esperaba con una jarra de bebida y dos copas.

—Nuestro pequeño valle apenas recibe visitas, por consiguiente, tenemos que celebrarlo —dijo Benzaquen, escanciando aguardiente.

Ambos brindaron el uno por la salud del otro.

Benzaquen había reparado en el caballo árabe de Yonah y en la excelente calidad de su ropa y de sus armas.

—Ya no sois un andrajoso pastor —dijo sonriendo.

—Soy médico.

—¿Médico? ¡Cuánto me alegro!

Mientras saboreaban la excelente comida que su esposa se apresuró a servirles, Benzaquen explicó a Yonah qué había sido de los conversos cuando éstos y Yonah se habían separado para seguir cada cual su camino.

—Abandonamos Granada en una caravana, treinta y ocho carros todos con destino a Pamplona, la principal ciudad de Navarra, adonde llegamos tras un viaje dolorosamente lento y difícil.

En Pamplona se habían quedado dos años.

—Algunos de los nuestros se casaron allí. Entre ellos, Inés Denia. Se casó con un carpintero llamado Isidoro Sabino —dijo cautelosamente Benzaquen, pues ambos guardaban un desagradable recuerdo de su discusión acerca de la muchacha la última vez que se habían visto.

—Por desgracia para nosotros los de Granada —añadió Benzaquen—, nuestra feliz estancia en Pamplona se vio ensombrecida por la tragedia.

Uno de cada cinco cristianos nuevos de Granada murió en Pamplona a causa de las fiebres y la disentería. Cuatro miembros de la familia Saadi se contaron entre los que murieron cruelmente en aquel desgraciado mes de nisan. Más adelante, su hija Felipa enfermó y murió, y lo mismo les ocurrió a Inés Denia y a su esposo Isidoro Sabino, con quien llevaba menos de tres meses casada.

—Los habitantes de Pamplona culparon a los recién llegados de haber llevado la muerte a su ciudad y, cuando terminó las peste, los que habíamos sobrevivido, comprendimos que tendríamos que echarnos de nuevo al camino.

—Tras muchas discusiones, decidimos cruzar la frontera de Francia y tratar de establecernos en Toulouse, a pesar de que sabíamos muy bien que era una decisión arriesgada. Yo, por ejemplo, no estaba de acuerdo ni con el itinerario ni con el destino —dijo Benzaquen—. Señalé que, durante muchos siglos, en Toulouse se habían tolerado tradicionalmente los actos de violencia contra los judíos y que, para pasar a Francia, teníamos que cruzar las elevadas cumbres de los Pirineos con los carros, lo cual me parecía una hazaña imposible.

Pero algunos de sus compañeros conversos se burlaron de sus temores, señalando que llegarían a Francia como católicos y no como judíos. En cuanto a las montañas, sabían que en el pueblo de Jaca, situado más adelante, podrían contratar los servicios de unos guías, también conversos, que los conducirían a través de los pasos. En caso de que los carros no pudieran atravesar las montañas, dijeron, transportarían sus posesiones más preciadas a Francia a lomos de acémilas. Así pues la caravana emprendió la marcha por el camino de Jaca.

—¿Cómo localizasteis el valle? —preguntó Yonah.

Benzaquen esbozó una sonrisa.

—Por pura casualidad.

En las largas y boscosas laderas de las montañas, no había muchos lugares apropiados de acampada para un grupo de personas tan numeroso. A menudo los viajeros dormían en los carros, colocados en fila al borde del camino. Una noche, cuando estaban dormidos, uno de los caballos de tiro de Benzaquen, un valioso animal que le era muy necesario, rompió la cuerda con la que estaba atado y se alejó.

—En cuanto descubrí su ausencia al romper el alba, yo y otros cuatro hombres nos pusimos a buscar a la dichosa bestia.

Siguiendo unos arbustos aplastados y unas ramas quebradas, alguna que otra huella de cascos y excrementos, llegaron a una especie de sendero natural de piedra que bajaba por la pendiente siguiendo el curso de un arroyo. Al final, salieron del bosque y descubrieron al caballo rozando en el verde prado de un pequeño y recóndito valle.

—Nos llamaron inmediatamente la atención la calidad del agua y de la hierba. Regresamos a la caravana y guiamos a los demás al valle, pues éste constituía un lugar de descanso seguro y protegido. Sólo tuvimos que ensanchar un poco el camino natural en dos lugares y apartar varias rocas de gran tamaño para poder bajar con los carros.

—Al principio, pensábamos quedarnos sólo cuatro o cinco días para que hombres y animales descansaran y recuperaran las fuerzas.

Pero la belleza del valle y la evidente fertilidad de la tierra les causaron a todos una grata impresión, dijo. Sabían que el lugar se encontraba extremadamente apartado. Jaca, el pueblo más próximo al este, quedaba a dos días de difícil camino y era una comunidad muy aislada que atraía a muy pocos viajeros. Y al sudeste, Huesca, la ciudad más próxima, se encontraba también a tres días de viaje. Algunos cristianos nuevos pensaron que allí podrían vivir en paz sin ver jamás a un inquisidor o un soldado. Pensaron que les convenía no seguir adelante, quedarse en aquel valle y convertirlo en su hogar.

—Sin embargo, no todos estaban de acuerdo —añadió Benzaquen. Tras muchas disputas, diecisiete de las veintiséis familias que habían abandonado Pamplona decidieron quedarse en el valle—. Pero todos echaron una mano a las nueve familias que habían optado por trasladarse a Toulouse. Tardaron toda una mañana y casi toda la tarde en conseguir que sus carros volvieran a subir por el camino. Tras los abrazos y las lágrimas de rigor, los viajeros desaparecieron en la montaña y los que no quisimos acompañarlos bajamos de nuevo al valle.

Entre los pobladores había cuatro familias cuyos miembros se habían ganado previamente la vida trabajando el campo. Durante la preparación de los viajes de Granada a Pamplona y desde esta última ciudad a Toulouse, los campesinos se habían avergonzado de su condición de hombres del campo y habían dejado todos los preparativos y las decisiones en manos de los mercaderes cuya experiencia y conocimientos habían resultado extremadamente útiles.

Ahora, en cambio, los campesinos se convirtieron en los líderes del asentamiento, estudiaron y examinaron los distintos parajes del valle y establecieron qué habían de sembrar y dónde. Por todo el valle creció un abundante y saludable forraje y, desde un principio, decidieron llamar al lugar Pradogrande.

Los hombres trabajaron juntos para dividir el valle en diecisiete fincas de aproximadamente la misma extensión, luego numeraron cada parcela y fueron sacando los números de un sombrero para repartirse las propiedades. Los hombres acordaron trabajar en régimen de cooperativa tanto en la siembra como en la recolección, y establecieron turnos rotativos para que ningún propietario tuviera una ventaja permanente sobre los demás. Los cuatro campesinos indicaron dónde debían levantar las casas para aprovechar mejor el sol y la sombra y resistir las inclemencias del tiempo. Y trabajaron codo con codo, construyendo las fincas una a una. En las laderas de la montaña abundaba la piedra y las estructuras eran unos edificios sólidos, con los establos y los graneros en el nivel inferior o bien adosados a las viviendas.

Durante su primer verano en el valle construyeron tres caseríos, en los que durante el invierno se apretujaron las mujeres y los niños mientras los hombres vivían en los carros. Durante los cinco veranos siguientes fueron construyendo las demás casas y la iglesia.

Los cuatro expertos campesinos se convirtieron en el comité de compras de la comunidad.

—Primero viajaron a Jaca —explicó Benzaquen—, donde adquirieron unas cuantas ovejas y algunas semillas, pero Jaca era demasiado pequeña para satisfacer sus necesidades, por lo que, en su siguiente viaje, se trasladaron a la más distante Huesca, donde encontraron una mayor variedad de cabezas de ganado a la venta. Trajeron consigo varios sacos de buenas semillas, gran número de aperos de labranza, plantones de árboles frutales, más ovejas y cabras, cerdos, gallinas y gansos.

Uno de los hombres sabía trabajar el cuero y otro era carpintero, por lo que sus conocimientos resultaron muy útiles para la nueva comunidad.

—Pero casi todos nosotros éramos mercaderes. Cuando decidimos quedarnos en Pradogrande, comprendimos que tendríamos que cambiar de vida y de actividad. Al principio fue muy difícil y desalentador acostumbrar los cuerpos de unos comerciantes a las duras exigencias de las tareas agrícolas, pero estábamos emocionados con las posibilidades que nos ofrecía el futuro y ansiosos de aprender. Poco a poco, nos fortalecimos.

—Llevamos once años aquí y hemos removido la tierra para crear campos de labranza, hemos obtenido cosechas y hemos plantado vergeles —dijo Benzaquen.

—Lo habéis hecho muy bien —les alabó Yonah, sinceramente admirado.

—Ya está a punto de oscurecer, pero mañana os acompañaré en un recorrido por el valle para que lo veáis con vuestros propios ojos.

Yonah asintió con la cabeza con aire ausente.

—Esta mujer, Adriana… ¿está casada con un campesino?

—Bueno, en Pradogrande todos son campesinos. Pero el marido de Adriana Chacón ha muerto. Ella es viuda —contestó Benzaquen, cortando otro trozo de cordero e invitando a su huésped a aprovechar la oportunidad de saborear carne de excelente calidad.

—Dice que me recuerda de cuando era pequeña —le dijo Adriana Chacón a su padre aquella noche—. Es curioso porque yo no le recuerdo. ¿Tú lo recuerdas?

Joaquín Chacón sacudió la cabeza.

—No. Pero es posible que lo conociera. Tu abuelo Isaac conocía a mucha gente.

A Adriana le resultaba extraño que aquel recién llegado al valle evocara recuerdos que ella no compartía. Cuando pensaba en su infancia era como tratar de contemplar un vasto paisaje desde la cumbre de una montaña: los objetos más próximos se veían con toda nitidez y claridad, mientras que los más lejanos se perdían en la remota distancia hasta convenirse en invisibles. No recordaba nada de Granada y sólo conservaba unas vagas remembranzas de Pamplona. Recordaba haber viajado durante mucho tiempo en la parte posterior de un carro. Los carros estaban cubiertos para protegerse de las inclemencias del tiempo, pero el sol calentaba tanto que la caravana solía viajar a primera hora de la mañana y a última hora de la tarde mientras que, al mediodía, cuando llegaban a una zona de sombra, los carreteros detenían sus caballos. La muchacha no podía olvidar el constante traqueteo de los carros por los pedregosos caminos, el chirrido de los arneses de cuero, el sonido de los cascos de los caballos, el grisáceo polvo que a veces rechinaba entre sus dientes. El olor a hierba de las redondas bostas que caían detrás de los caballos y los asnos y que posteriormente eran aplastadas por los carros que las seguían.

Adriana contaba por aquel entonces ocho años, se sentía desesperadamente triste mientras viajaba sola, echando de menos a sus seres queridos recientemente fallecidos. Su padre Joaquín Chacón la trataba con ternura cuando se acordaba, pero, en general, permanecía sentado delante, conduciendo los caballos en silencio, casi ciego de dolor. Los recuerdos que conservaba Adriana de lo que había ocurrido tras penetrar la caravana en las montañas eran muy confusos; sólo sabía que un día habían llegado al valle y que ella se había alegrado de no tener que seguir viajando.

Su padre, que en el pasado se había dedicado a comprar y vender lienzos de seda, se afanaba ahora en las tareas del campo, pero en sus primeros años de estancia en Pradogrande había trabajado también en la construcción de las Casas. Se había convertido en un respetado albañil y había aprendido a ensamblar las piedras y a levantar sólidas paredes. Las casas, construidas con piedra de río y madera, se asignaron por turnos a las familias más numerosas. De esta manera, Adriana y su padre tuvieron que compartir durante cinco años las casas con otras familias, pues la suya fue la última que construyó la comunidad. Era también la más pequeña, pero estaba tan bien construida como las demás y a ella le pareció de lo más acogedora cuando finalmente se mudaron a vivir allí. Aquella temporada, que coincidió con el momento en que cumplió trece años, fue su período más feliz en Pradogrande. Era la dueña de la casa de su padre y estaba tan enamorada del valle como todos los demás. Cocinaba y limpiaba, cantaba día y noche y se consideraba feliz con su suerte. Fue el año en que le empezaron a crecer los pechos, cosa que la asustó un poco, pero le pareció natural, pues a su alrededor la naturaleza también se desarrollaba y florecía. Había tenido su primera menstruación a los once años y Leona Patras, la anciana esposa de Abram Montelbán, fue muy buena con ella y le enseñó a cuidarse durante aquellos días del mes.

Al año siguiente la comunidad sufrió su primera pérdida cuando Carlos ben Sagan falleció a causa de una enfermedad pulmonar. Tres meses después del entierro de Sagan, su padre le dijo a Adriana que se iba a casar con Sancha Portal, la viuda de Carlos. Joaquín le explicó a su hija que los hombres que tan duramente trabajaban en Pradogrande, temiendo verse obligados a aceptar inmigrantes del exterior, sabían que en los años venideros necesitarían la mayor cantidad de manos posible. Y también sabían que las familias numerosas eran la clave del futuro, por lo que a los adultos solteros se los animaba a casarse cuanto antes. Sancha Portal había accedido a contraer matrimonio con Joaquín; seguía siendo una mujer fuerte y hermosa, y él estaba decidido a cumplir con su obligación. Le dijo a Adriana que se iría a vivir a la casona de Sancha, pero, como ésta tenía cinco hijos y en su casa ya no cabía nadie más, ella tendría que quedarse en la casita de su padre y sólo se reuniría con su nueva familia para las comidas de los domingos y las fiestas de guardar.

Tras la construcción de una pequeña iglesia y una casa para el cura en el centro del valle, Joaquín había formado parte de la delegación que había viajado a Huesca para pedir la asignación de un sacerdote a la nueva comunidad. El padre Pedro Serafino, un reposado y receloso hombre vestido de negro, los acompañó a Pradogrande y se quedó allí apenas el tiempo suficiente para casar a Joaquín y Sancha. Al regresar a Huesca, el clérigo les comentó a sus superiores la existencia de la nueva iglesia y de la acogedora pero vacía casa parroquial y, varios meses más tarde, emergió del bosque y anunció a los colonos su nombramiento permanente como párroco.

Los aldeanos se alegraron de poder ir a misa, pues se sentían católicos hasta la médula.

—Ahora, si unos ojos hostiles examinan alguna vez nuestra comunidad —le dijo Joaquín a su hija—, hasta la Inquisición no podrá por menos que reparar en el lugar destacado que ocupan nuestra iglesia y la casa parroquial. Y, al ver cómo nuestro párroco recorre constantemente el valle con su pequeño asno, no tendrán más remedio que llegar a la conclusión de que Pradogrande es una comunidad de verdaderos cristianos.

Fue una época en que Adriana se alegró de vivir sola. Era fácil mantener la casa pulcra y ordenada habiendo sólo una persona. La joven ocupaba los días cociendo el pan, cultivando hortalizas en el huerto para contribuir a la manutención de la numerosa familia de su padre e hilando la lana de sus ovejas. Al principio, todo el mundo sonreía al verla, tanto las mujeres como los hombres. Su cuerpo experimentó el último cambio de la adolescencia; sus pechos estaban muy bien formados y su joven figura era alta y delgada, pero muy femenina. Muy pronto las esposas de la aldea repararon en la forma en que la miraban los hombres y algunas empezaron a mostrarse frías y distantes con ella. A la muchacha le faltaba experiencia, pero no conocimientos; una vez había visto aparearse a unos caballos y había contemplado cómo el semental relinchaba mientras saltaba a la grupa de la yegua, con una yerga tan grande como un garrote. Había visto lo que hacían los carneros con las ovejas. Sabía que el apareamiento humano se hacía de otra manera y sentía curiosidad por conocer los detalles del acto.

Le dolió mucho que Leona Patras enfermara aquella primavera. La visitaba a menudo y trataba de pagarle su amabilidad preparando la comida para su anciano esposo Abram Montelbán, poniendo agua a hervir para que el vapor aliviara las molestias respiratorias de la mujer y untándole el pecho con grasa de ganso y alcanfor. Pero la tos iba en aumento y, poco antes del verano, Leona falleció. Adriana lloró durante su entierro, pues le parecía que la muerte se llevaba a todas las mujeres que le mostraban afecto.

Ayudó a lavar el cuerpo de Leona antes de depositario en la tierra, limpió la casa de la difunta, preparó varias comidas para el viudo Abram Montelbán y se las dejó sobre la mesa.

Aquel verano el valle se inundé de belleza y tanto los frondosos árboles como las altas hierbas se llenaron de pájaros cantores de vistoso plumaje y en el aire se aspiraba el perfume de las flores recién abiertas. A veces Adriana se sentía casi embriagada de hermosura y su mente se perdía incluso cuando conversaba con sus vecinos. Por eso, cuando su padre le comunicó que debía casarse con Abram Montelbán, creyó que no le había oído bien.

Antes de que a ella y a su padre les asignaran la última casa construida en Pradogrande, ambos se habían albergado en los hogares de distintas familias, entre ellas la de Abram Montelbán y Leona Patras. Su padre sabía que Abram era un hombre huraño, un viejo maloliente de ojos saltones y muy mal genio. Pero Joaquín no se anduvo con rodeos.

—Abram está dispuesto a aceptarte y no hay nadie más para ti. Somos sólo diecisiete familias. Sin contarnos a mí y al difunto Carlos Sagan, cuya familia es ahora la mía, sólo quedan quince familias en las que podrías encontrar marido. Pero esos hombres ya son esposos y padres. Tendrías que esperar a que muriera la mujer de otro hombre.

—Esperaré —dijo Adriana con obstinación, pero Joaquín sacudió la cabeza.

—Tienes que cumplir con tu deber para con la comunidad —replicó con firmeza, añadiendo que, si no obedecía, lo llenaría de oprobio. Al final, Adriana accedió a casarse con el viejo.

Abram Montelbán se mostró muy distante durante la boda. En el transcurso de la misa de esponsales en la iglesia no habló con ella ni la miró. Una vez finalizada la ceremonia, la fiesta se celebró en tres casas y estuvo muy animada, pues se sirvieron tres clases de carne —cordero, cabrito y pollo— y los invitados bailaron hasta altas horas de la madrugada. Adriana y su esposo pasaron parte de la velada en los tres caseríos y terminaron los festejos en la casa de Sancha Portal, donde el padre Serafino, con un vaso de vino en la mano, les habló de la santidad del matrimonio.

Abram estaba achispado cuando abandonaron la casa de Sancha Portal entre los vítores y las risas de los invitados. El anciano tropezó varias veces en su intento de subir al carro que lo tenía que trasladar a su casa junto con su flamante esposa bajo la fría luz de la luna. Desnuda en el dormitorio de su marido y acostada en el lecho en el que había muerto su amiga Leona Patras, Adriana se moría de miedo, pero estaba resignada. El cuerpo de Abram era sumamente desagradable, tenía el estómago caído y los brazos esqueléticos. Le pidió que separara las piernas y acercó la lámpara de aceite para contemplar mejor su desnudez. Pero estaba claro que el apareamiento de los humanos era más complicado que el de los caballos y las ovejas que ella había visto. Cuando él la montó, el fláccido miembro de su reciente esposo no pudo penetrar en su cuerpo a pesar de las violentas sacudidas y de las maldiciones que le soltó, salpicándola de saliva. Al final, el viejo se apartó de ella y se quedó dormido, por lo que Adriana tuvo que levantarse para apagar la lámpara. Cuando volvió a acostarse, se colocó en el borde de la cama, lo más lejos que pudo de él, y no pudo conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, el viejo lo volvió a intentar gruñendo a causa del esfuerzo, pero sólo consiguió soltar una rociada de líquido que quedó adherido al fino vello del pubis de Adriana. Finalmente él salió de casa y ella se lavó para eliminar todos sus vestigios.

Abram resultó ser un esposo malhumorado y temible. El primer día de su matrimonio, la golpeó gritando: «¿A eso lo llamas tú budín de huevo?» Por la tarde le ordenó que al día siguiente preparara una buena comida para todos. Adriana mató dos gallinas, las desplumó y las cocinó, coció pan y fue a por agua fresca para beber. Los invitados fueron su padre y su madrastra; Anselmo, el hijo de Abram, y su esposa Azucena Aluza, con sus tres hijos, de quienes Adriana se había convertido en abuela a los catorce años: dos niñas, Clara y Leonor, y un chiquillo llamado José. Nadie le dirigió la palabra mientras servía, ni siquiera su padre, que se estaba mondando de risa con los comentarios de Anselmo acerca de las travesuras de sus cabras. Para su desgracia, su esposo siguió intentándolo en la cama hasta que unas tres semanas después de la boda, Abram consiguió una erección lo bastante firme como para penetrarla. Adriana gimió muy quedo al sentir el dolor de la desfloración y escuchó con rabia el graznido de triunfo del viejo cuando éste retiró casi de inmediato el pegajoso miembro y se apresuró a recoger en un trapo la manchita de sangre que era el testimonio de su hazaña.

Después la dejó en paz durante algún tiempo como si, tras haber escalado la montaña, ya no considerara necesario volver a intentarlo. Pero muchas mañanas ella se despertaba al sentir su odiosa mano bajo la camisa de dormir, tanteando entre sus piernas con algo que lo era todo menos una caricia. Su esposo apenas le prestaba la menor atención, pero había adquirido la costumbre de golpearla sin reserva y a menudo.

Las manchadas manos de Abram se cerraban en unos poderosos puños. Una vez en que a ella se le quemó el pan, le azotó las piernas con un látigo.

—¡Os lo ruego, Abram! ¡No, por favor! ¡No! ¡No! —gritaba ella llorando, pero él no contestaba y respiraba hondo cada vez que la golpeaba.

Abram le explicó a su padre que se veía obligado a pegarla por sus fallos y entonces su padre se presentó en la casa para hablar con ella.

—Tienes que dejar de ser una niña caprichosa y aprender a comportarte como una buena esposa, tal como lo era tu madre —le advirtió.

Ella no se atrevió a mirarlo a los ojos, pero le dijo que intentaría hacerlo mejor.

En cuanto aprendió a hacer las cosas tal como Abram deseaba, las palizas fueron menos frecuentes, pero siguieron produciéndose y, a cada mes que pasaba, el mal humor del viejo iba en aumento. Le dolía todo el cuerpo cuando se acostaba. Caminaba muy envarado y jadeaba de dolor y, si antes ya tenía poca paciencia, luego ya no tuvo ninguna.

Una noche, cuando ya llevaban más de un año casados, la vida de Adriana cambió. Había preparado la cena, pero no la sirvió, pues derramó el agua sobre la mesa mientras le llenaba la copa y entonces él se levantó y le propinó un puñetazo en el pecho. A pesar de que jamás se le había pasado por la cabeza hacer semejante cosa, ahora la joven se revolvió contra él y le abofeteó dos veces con tal fuerza que Abram hubiera caído al suelo si no hubiera conseguido hundirse de nuevo en su asiento.

Entonces ella se inclinó hacia él.

—Ya no vais a tocarme, señor. Nunca jamás.

Abram la miró asombrado y rompió a llorar de cólera y humillación.

—¿Lo habéis entendido? —preguntó Adriana, pero el viejo no contestó.

Cuando le miró a través de sus propias lágrimas, la joven vio que era un viejo despreciable, pero también débil e insensato, no una criatura capaz de inspirar temor. Le dejó sentado en su asiento y subió al piso de arriba. Al cabo de un rato, Abram también subió, se desnudó muy despacio y se acostó. Esta vez fue él quien se tendió en el borde de la cama, lo más lejos posible de ella.

Adriana estaba segura de que su esposo acudiría al cura o a su padre y ya esperaba con resignación el castigo que le iban a imponer, quizás unos azotes o algo peor. Sin embargo, no oyó ninguna palabra de condena y con el tiempo comprendió que su esposo no formularía ninguna queja contra ella, pues temía el ridículo que pudiera producirse y prefería que los demás hombres lo consideraran un poderoso león capaz de meter en cintura a una esposa tan joven.

A partir de aquel momento, Adriana decidió extender cada noche una manta en la sala de la planta baja y dormir en el suelo. Cada día trabajaba en el huerto y le preparaba la comida a su esposo, le lavaba la ropa y llevaba la casa. Cuando faltaban pocos días para que se cumplieran sus dos años de casados, él empezó a sufrir unos fuertes ataques de tos y se acostó para no volver a levantarse nunca más del lecho. Ella le cuidó durante nueve semanas: le calentaba vino y leche de cabra, le daba la comida, le llevaba el orinal, le limpiaba el trasero y le aseaba todo el cuerpo.

Cuando Abram murió, Adriana se sintió invadida por una profunda gratitud y experimentó su primera sensación adulta de paz.

Durante algún tiempo, la dejaron discretamente tranquila, cosa que ella agradeció. Pero, menos de un año después de la muerte de Abram, su padre volvió a plantearle el tema de su situación de viuda en Pradogrande.

—Los hombres han decidido que las propiedades sólo pueden estar a nombre de un varón que participe en las tareas del campo.

Ella reflexionó.

—Yo participaré.

Su padre la miró con una sonrisa.

—Tú no podrás trabajar lo suficiente.

—Puedo aprender a realizar los trabajos del campo tan bien como un mercader de seda. Sé cuidar muy bien un huerto. Trabajaré con más ahínco de lo que jamás hubiera podido hacer Abram Montelbán.

Sin dejar de sonreír, su padre le contesto:

—Aun así, no está permitido. Para conservar la propiedad tendrías que volver a comprometerte en matrimonio. De lo contrario, la propiedad de tus tierras se la repartirán los demás campesinos.

—No quiero volver a casarme jamás.

—Anselmo, el hijo de Abram, quiere que tu propiedad se conserve intacta dentro de la familia.

—¿Y qué se propone? ¿Quiere tomarme como segunda esposa?

Su padre frunció el ceño al oír su tono de voz, pero prefirió no perder la paciencia.

—Propone que te comprometas en matrimonio con su hijo mayor, José.

—¡Con su hijo mayor! ¡Pero si José es sólo un niño de siete años!

—Aun así, el compromiso servirá para conservar las tierras intactas. No hay nadie más para ti —le dijo su padre, tal como le había dicho cuando le ordenó que se casara con Abram. Joaquín se encogió de hombros—. Dices que no quieres volver a casarte. Puede que José se muera en la infancia, O, si llega a la edad adulta, tardará años en crecer. Puede que al final las cosas resulten a gusto de todos. Cuando se convierta en un hombre, acaso sea de tu agrado.

Adriana jamás había reparado en lo mucho que aborrecía a su padre. Le vio rebuscar en su cesto de hortalizas y sacar las cebollas tiernas que ella había arrancado para su propio consumo aquella mañana.

—Me las llevaré a casa, pues a Sancha le gustan tus cebollas más que las otras —le dijo con una radiante sonrisa en los labios.

El segundo compromiso le deparó un periodo de sosiego. Tres estaciones de siembra y tres cosechas habían ido y venido desde la muerte de Abram Montelbán. Los fértiles campos se habían sembrado cada primavera, el heno se había segado y almacenado cada verano, el barbado trigo se había cosechado cada otoño y los hombres no habían tenido más remedio que aceptarlo, murmurando por lo bajo.

Algunas mujeres del valle volvían a mirar a Adriana con hostilidad. Algunos hombres casados habían ido más allá de las palabras y le habían insinuado su interés con dulces palabras, pero el lecho matrimonial aún estaba desagradablemente reciente en sus pensamientos y ella no quería saber nada de los hombres. Aprendió a quitárselos de encima y a rechazar su necedad con un comentario burlón o una leve sonrisa.

Las veces que salía a dar un paseo, veía al varón al que estaba prometida. José Montelbán era bajito para su edad y tenía una espesa mata de ensortijado cabello negro. Parecía un chiquillo jugando en los campos. Pero por entonces el niño ya tenía diez años. ¿A qué edad lo considerarían lo bastante crecido para el matrimonio? Un chico tenía que haber cumplido los catorce o quince años, suponía ella, para que lo dedicaran a semental.

Una vez pasó por su lado y vio que le caían los mocos de la nariz.

Impulsivamente, se sacó un trapo del bolsillo y limpió la nariz del sorprendido chiquillo.

—Nunca tienes que irte a la cama con mocos, señor. Me lo tienes que prometer —le dijo, y se rió como una loca mientras él se alejaba corriendo como un conejo asustado.

En su interior se estaba desarrollando un pequeño bulto de frialdad semejante a un hijo no deseado. No tenía ninguna posibilidad de escapar, pero empezó a acariciar la idea de alejarse de aquel lugar, subiendo por la ladera de la montaña hasta que ya no pudiera seguir caminando.

No temía la muerte, pero no soportaba la idea de que la devoraran las fieras.

Había llegado a la conclusión de que era una locura esperar algo bueno del mundo. La tarde en que el forastero surgió del bosque como un caballero con su oxidada cota de malla y su espléndido caballo tordo, hubiera huido de él de haber podido. De ahí que no le hiciera la menor gracia que Benzaquen llamara a su puerta a la mañana siguiente y le pidiera humildemente que ocupara su lugar y le mostrara el valle al visitante.

—Mis ovejas han empezado a parir prodigiosamente corderos y hoy algunas precisaran de mis cuidados —le dijo sin ofrecerle ninguna alternativa.

Le reveló lo único que sabía de aquel hombre: que era un médico de Guadalajara.