El cumplimiento de una obligación
Cuando Yonah llevó el breviario a la prisión, el joven sacerdote lo acompañó por un pasillo húmedo hasta una pequeña estancia para poder conversar con él sin que nadie los viera. Aceptó el breviario como si fuera un objeto de brujería. Yonah lo vio abrirlo y leer lo que figuraba escrito detrás de la tapa.
A mi hijo Francisco Espina, estas palabras de la oración diaria a Jesucristo, nuestro Salvador celestial, con el amor eterno de su padre en la tierra. Bernardo Espina.
—¡Qué extrañas reflexiones por parte de alguien que fue condenado por hereje!
—Vuestro padre no era un hereje.
—Mi padre era un hereje, señor, y fue quemado en la hoguera por ello. En Ciudad Real. Ocurrió cuando yo era chico, pero me lo contaron. Conozco su historia.
—En tal caso, os la contaron mal y no la conocéis, padre Espina. Yo estaba en Ciudad Real por aquel entonces. Vi a vuestro padre a diario en las jornadas que precedieron a su muerte. Cuando lo conocí, yo era un muchacho y él era un hombre adulto, un amable y excelente médico. Antes de morir y a falta de un amigo, me pidió que le hiciera llegar su breviario a su hijo. Os he estado buscando durante todos estos años.
—¿Estáis seguro de lo que me decís, señor?
—Totalmente seguro. Vuestro padre era inocente de las acusaciones por las que lo mataron.
—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —preguntó el sacerdote en un susurro.
—Lo sé con absoluta certeza, padre Espina. Rezó sus oraciones cotidianas con este devocionario casi hasta el momento en que lo mataron. Cuando os lo dedicó a vos, os dejó su fe.
El padre Espina parecía un hombre acostumbrado a dominar sus emociones; sin embargo, la palidez de su rostro lo traicionó.
—He sido educado por la Iglesia. Mi padre ha sido la vergüenza de mi familia. Me han frotado la nariz con su apostasía como se frota el hocico de un cachorro con su orina para que semejante infamia no vuelva a ocurrir.
Francisco no guardaba gran parecido con su padre, pensó Yonah, a excepción de los ojos, que eran idénticos a los de Bernardo Espina.
—Vuestro padre era uno de los cristianos más piadosos que jamás he conocido y uno de los mejores hombres que recuerdo —le aseguró Yonah.
Ambos se pasaron un buen rato conversando en voz baja. El padre Espina explicó que, tras la muerte de su padre en la hoguera, su madre Estrella de Aranda había ingresado en el convento de la Santa Cruz, encomendando a sus tres hijos a tres familias de primos de Escalona. Un año después había muerto de unas fiebres malignas y, cuando él cumplió diez años, sus parientes lo entregaron a los dominicos. Sus hermanas Marta y Domitila habían ingresado en religión. Los tres se habían perdido en el inmenso mundo de la Iglesia.
—Llevo sin ver a mis hermanas desde que dejamos de vivir con nuestros primos de Escalona. Ignoro el paradero de Domitila y ni siquiera sé si está viva o muerta. Hace dos años me enteré de que Marta se encontraba en un convento de Madrid. Sueño con visitarla algún día.
Yonah le contó algunos detalles de su vida. Le dijo que, tras haber trabajado como mozo de la limpieza en la prisión de Ciudad Real, había sido aprendiz, primero con un armero llamado Manuel Fierro y después con el médico Nuño Fierro, siendo éste el motivo de que se hubiera convertido en el médico de Zaragoza.
Si hubo algunos pasajes que no reveló al joven sacerdote, también intuyó que el padre Espina se había abstenido a su vez de contarle ciertos detalles de su vida, pero dedujo que el joven clérigo había sido asignado con carácter provisional al Oficio de la Inquisición y que dichas actividades no eran de su agrado.
Había sido ordenado sacerdote ocho meses atrás.
—Dentro de unos días me iré de aquí. Uno de mis maestros, el padre Enrique Sagasta, ha sido nombrado obispo auxiliar de Toledo y ha conseguido que me asignen el puesto de ayudante suyo. Es un conocido erudito e historiador católico, y me está animando a seguir su camino. Por consiguiente, estoy a punto de iniciar un aprendizaje, tal como hicisteis vos.
—Vuestro padre estaría orgulloso de vos, padre Espina.
—No sabéis cuánto os lo agradezco, señor. Me habéis devuelto a mi padre —dijo el sacerdote.
—¿Puedo regresar mañana a ver a mis pacientes?
El padre Espina se turbó visiblemente. Yonah sabía que no deseaba mostrarse desagradecido, pero tampoco podía mostrarse demasiado tolerante so pena de que ello le acarreara dificultades.
—Podéis regresar mañana. Pero os lo advierto: es posible que sea la última vez que os den la autorización.
Cuando se presentó al día siguiente, se enteró de que doña Sancha Berga había muerto durante la noche.
Don Berenguer recibió la noticia estoicamente.
—Me alegro de que ya esté libre —dijo.
Aquella mañana a cada uno de los miembros de la familia se les notificó que habían sido condenados oficialmente por herejía y serían ejecutados en un auto de fe en un futuro no muy lejano. Yonah sabía que no había ninguna manera delicada de plantear la cuestión que más lo angustiaba.
—Don Berenguer, el fuego es la peor manera de morir que existe.
Ambos se sintieron momentáneamente unidos por el conocimiento del horrible y prolongado dolor de la carne carbonizada y la sangre hirviendo.
—¿Por qué me hacéis este comentario tan cruel? ¿Acaso pensáis que no lo sé?
—Hay un medio de escapar de este final. Tenéis que reconciliaros con la Iglesia.
Berenguer le miró y vio en él a un severo católico en el que hasta entonces no había reparado.
—¿De veras lo creéis, señor médico? —replicó fríamente don Berenguer—. Ya es demasiado tarde. La sentencia ya es firme.
—Demasiado tarde para salvar vuestra vida, pero no demasiado para alcanzar un rápido final por medio del garrote.
—¿Creéis que me corté la carne por un capricho y me uní a la fe de mi madre para renunciar ahora a ella? ¿Acaso no os he manifestado mi intención de morir como judío?
—Podéis morir como judío en vuestro fuero interno. Decidles simplemente que os arrepentís y alcanzaréis la liberación. Vos sois judío para siempre, porque la ley de consagración judía a la fe se transmite de madre a hijo. Puesto que vuestra madre nació judía, vos también lo sois. Eso no lo puede cambiar ninguna declaración. Según la antigua ley de Moisés, sois judío. Sin embargo, proclamando lo que ellos están deseando escuchar, conseguiréis un rápido estrangulamiento y evitaréis la tortura de una muerte lenta y terrible.
Berenguer cerró los ojos.
—Pero eso es un acto de cobardía que me priva del único momento de nobleza, de la única satisfacción que me puede deparar la muerte.
—No es un acto de cobardía. Casi todos los rabinos coinciden en que no es un pecado aceptar la conversión a punta de espada.
—¿Qué sabéis vos de rabinos y de la ley de Moisés? —preguntó Berenguer, mirándolo fijamente.
Yonah vio aparecer un destello de comprensión en los ojos del otro hombre.
—Dios mío —musitó Berenguer.
—¿Podéis poneros en contacto con los otros miembros de vuestra familia?
—A veces nos conducen al patio a la misma hora para que hagamos ejercicio. Podemos intercambiar unas palabras.
—Debéis decirles que busquen a Jesús para alcanzar la misericordia de un final más rápido.
—Mi hermana Mónica y su esposo Andrés son cristianos piadosos. Pediré a Geraldo que haga lo que vos nos aconsejáis.
—No me concederán autorización para volver a veros —dijo Yonah.
Se acercó a Berenguer, lo abrazó y lo besó en ambas mejillas.
—Que podamos reunirnos en un lugar más feliz —deseó don Berenguer—. Id en paz.
—Que la paz os acompañe —respondió Yonah, y acto seguido llamó al guardia.
Aquel miércoles por la noche, interrumpiendo una partida de damas que Yonah estaba ganando, fray Bonestruca empezó a pegar brincos delante de sus hijos. Al principio, fue algo muy gracioso. Bonestruca hacía visajes y emitía suaves murmullos de alegría mientras saltaba de acá para allá. Los niños se reían y lo señalaban con el dedo, y el pequeño Dionisio llegó al extremo de acercarse corriendo a su juguetón progenitor y arrojarle una pelotita de madera.
El fraile seguía brincando. De pronto, su sonrisa se desvaneció y los sonidos que brotaban de su boca dejaron de ser alegres y adquirieron un tono gutural, pero él seguía saltando y haciendo cabriolas. El rostro se le arreboló a causa del esfuerzo, pero después se le ensombreció en una mueca de amargura, pese a lo cual la alta figura aún danzaba y daba vueltas, con el negro hábito revoloteando a su alrededor, la joroba moviéndose arriba y abajo, y el rostro contraído en un rictus de furia.
Los niños enmudecieron y se asustaron. Se apartaron de su padre con los ojos como platos y la pequeña Hortensia abrió la boca en un grito silencioso. Su madre María Juana les habló en susurros y los sacó de la estancia. Yonah también hubiera querido retirarse, pero no podía. Permaneció sentado junto a la mesa, contemplando cómo la terrible danza iba cesando poco a poco. Al final, terminó del todo y Bonestruca cayó de rodillas, agotado por el esfuerzo.
Poco después regresó María Juana. Secó el rostro del fraile con un lienzo húmedo, volvió a retirarse y regresó con una jarra de vino. Bonestruca bebió dos vasos y dejó que ella lo ayudara a sentarse.
El fraile tardó un rato en levantar los ojos.
—A veces, me dan ataques.
—Ya lo veo —dijo Yonah.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que veis?
—Nada, señor. Era una manera de decir.
—Ha ocurrido en presencia de los sacerdotes y los frailes con quienes cumplo mis deberes. Me están vigilando.
¿Serían figuraciones del clérigo?, se preguntó Yonah.
—Me han seguido hasta aquí. Saben lo de María Juana y los niños.
Probablemente era verdad, pensó Yonah.
—¿Y qué van a hacer?
Bonestruca se encogió de hombros.
—Creo que esperan a ver si remiten los ataques. —Bonestruca miró a Yonah frunciendo el ceño—. ¿Cuál creéis vos que es la causa?
Era una forma de locura. Yonah lo pensaba, pero no podía decirlo. Nuño le había dicho una vez, hablando de la locura, que había observado un detalle común en la historias de las personas a las que había tratado. Este detalle era el hecho de haber padecido el malum venereum en su juventud y haber enloquecido al cabo de los años. Nuño no había formulado ninguna teoría al respecto, pero la cuestión le había parecido lo bastante curiosa como para comentársela a su alumno y ahora Yonah la había recordado.
—No estoy muy seguro, pero… puede que esté relacionada con la sífilis.
—¡Claro, la sífilis! Estáis equivocado, médico, pues yo sólo la padecí durante muy breve tiempo. Creo que eso es cosa de Satanás, que quiere apoderarse de mi alma. Cuesta mucho luchar contra el demonio, pero yo he conseguido vencerlo en todas las ocasiones.
Yonah se quedó sin habla, pero Bonestruca salvó la situación y se concentró de nuevo en el tablero de las damas.
—¿Os toca a vos descargar un golpe con vuestros soldados, o me toca a mi?
—Os toca a vos, señor —contestó Yonah.
Estaba tan turbado que jugó muy mal durante todo el resto de la noche. En cambio, Bonestruca se mostró animado y despejado. Éste terminó enseguida la partida y se alegró de su victoria.
A pesar de lo que le había dicho el padre Espina, al día siguiente Yonah regresó a la prisión y pidió visitar a don Berenguer, pero el lugar de Espina lo ocupaba un sacerdote de más edad que se limitó a sacudir la cabeza y a despedirle sin más.
El auto de fe se celebró seis días más tarde. La víspera de las ejecuciones, el médico Callicó abandonó Zaragoza y se fue a visitar a unos pacientes de las zonas más alejadas de la comarca, en un viaje que lo obligó a permanecer varios días ausente de casa.
Temía haberse ido de la lengua y que, bajo tortura, Berenguer revelara la presencia y la identidad de otro cristiano judaizante, pero sus temores fueron infundados. Cuando regresó a Zaragoza, varios de sus pacientes se complacieron en facilitarle los detalles del acto de fe, que había estado tan concurrido como siempre. Cada miembro de la familia judía Bartolomé había muerto en gracia de Dios, besando la cruz que le acercaron a los labios y había sido estrangulado mediante rápidas rotaciones de la tuerca que apretaba el garrote de acero antes de ser arrojado a las llamas.