CAPÍTULO 34

La casa del fraile

Fray Lorenzo de Bonestruca no había sido enviado a Zaragoza como recompensa o promoción, sino más bien como reprimenda y castigo. La fuente de sus males habían sido la difunta reina Isabel de España y el arzobispo Francisco Jiménez de Cisneros. Al ser nombrado arzobispo de Toledo en 1495, Cisneros había recabado la ayuda de la Reina para que ésta respaldara su campaña de reforma del clero español, que estaba hundido en el vicio y la corrupción. Los clérigos se habían acostumbrado a una vida de molicie y opulencia; eran dueños de vastas extensiones de tierra, tenían criados y amantes, y vivían rodeados de lujos.

Cisneros e Isabel se repartieron la tarea. Ella visitaba los conventos y utilizaba su rango y su poder para convencer y amenazar a las monjas, hasta que conseguía que regresaran al sencillo estilo de vida de la primitiva Iglesia cristiana. El arzobispo, vestido con un sencillo hábito pardo y montado en una mula, visitaba los monasterios, hacía inventario de sus riquezas, e instaba a los monjes a entregar a los pobres todo lo que no fuera esencial para su existencia cotidiana.

Fray Bonestruca había sido atrapado en la red de las reformas.

Bonestruca sólo había vivido cuatro años de celibato. En cuanto su cuerpo hubo experimentado la dulzura de la fusión con la carne femenina, sucumbió fácilmente y a menudo a la pasión sexual. A lo largo de los últimos diez años, su barragana había sido una mujer llamada María Juana Salazar, que le había dado tres hijos. Ésta era su mujer en todos los sentidos salvo en el nombre, y él no había tratado de mantener en secreto su presencia en su vida, pues se limitaba a imitar lo que hacían otros. Por esta razón, cuando la reforma empezó a dejar sentir su efecto, muchas personas conocían la situación de fray Bonestruca y María Juana Salazar. Primero le enviaron al anciano cura que había sido su confesor durante muchos años para que lo advirtiera de que los días de laxitud habían tocado a su fin y de que sólo podría sobrevivir por medio de la contrición y de un verdadero cambio de vida. Al ver que Bonestruca no prestaba atención a la advertencia, lo mandaron llamar a la Cancillería, donde Cisneros no se anduvo con rodeos.

—Tenéis que libraros de ella de inmediato, de lo contrario os haré sentir el peso de mi cólera.

Entonces Bonestruca decidió recurrir al sigilo y a los subterfugios. Envió a María y a sus hijos a un pueblo situado a medio camino entre Toledo y Tembleque, y no se lo comentó a nadie. Allí visitaba discretamente a su amante y a veces se pasaba varias semanas lejos de ella.

Pero un día la Cancillería lo volvió a llamar. En esta ocasión, cuando se presentó allí, lo recibió un fraile dominico, quien le comunicó que, por su desobediencia, lo iban a trasladar al oficio de la Inquisición de la ciudad de Zaragoza. Le ordenaban que partiera de inmediato hacia su nuevo destino.

—Y solo —le advirtió el clérigo con sorna.

Obedeció, pero, al finalizar su largo viaje, comprendió que lo que otros consideraban un castigo sería, en realidad, un medio para alcanzar la intimidad que necesitaba.

Casi un mes después de haberse tropezado con el inquisidor por la calle, un novicio vestido con un hábito pardo se presentó en casa de Yonah, diciéndole que fray Bonestruca deseaba que acudiera de inmediato a la plaza Mayor.

Al llegar, encontró a fray Bonestruca sentado a la sombra del único árbol que había en la plaza.

El fraile le hizo una seña al tiempo que se levantaba del banco.

—Os voy a conducir a un lugar. No digáis ni una sola palabra de lo que veáis o hagáis, so pena de incurrir en mi cólera. Y os aseguro que mi cólera puede ser terrible. ¿Habéis comprendido?

Yonah trató de tranquilizarse.

—Sí —contestó serenamente.

—Acompañadme.

El fraile iba a pie y Yonah lo seguía a caballo. Bonestruca volvió varias veces la cabeza para cerciorarse de que no los seguían. Al llegar a la orilla del río, el fraile se levantó el negro hábito para no mojarse al cruzar. Una vez vadeada la corriente, acompañó a Yonah a una pequeña finca muy bien cuidada, los marcos de cuyas ventanas demostraban bien a las claras que había sido sometida a recientes reformas. Bonestruca abrió la puerta y entró sin llamar. Yonah vio varias bolsas de tejido y de cuero, y una caja de madera sin abrir. Una mujer sostenía a un niño en brazos y otras dos criaturas se ocultaban a su espalda, sujetando su falda.

—Ésta es María Juana —dijo Bonestruca.

Yonah se quitó el sombrero.

—Señora.

Era una mujer regordeta y morena de cara en forma de corazón, grandes ojos oscuros y carnosos labios rojos. La leche de sus redondos pechos le había mojado la pechera del vestido.

—Es el médico Callicó —le dijo Bonestruca—. Visitará a Filomena.

El objeto de la preocupación del fraile era una niña que padecía fiebre y tenía la boca rodeada de llagas. Hortensia, la mayor, tenía siete años y su hermano de cinco años se llamaba Dionisio. Yonah se compadeció al verlos. Las piernas de las dos niñas estaban deformadas y los tres hermanos presentaban la característica de los dientes separados que Nuño le había enseñado a Yonah a identificar.

Bonestruca le dijo a Yonah que los tres niños habían llegado hacía apenas dos días y estaban agotados e indispuestos tras el largo viaje con su madre desde Toledo.

—Sé que las llagas de Filomena se curarán. Recuerdo que sus hermanos también las tuvieron.

—¿Vos sois el padre de estos niños, fray Bonestruca?

—Por supuesto que sí.

—Cuando erais un muchacho… ¿padecisteis alguna vez la sífilis, el malum venereum?

—¿Acaso muchos jóvenes no contraen la sífilis tarde o temprano? Yo estaba todo cubierto de llagas y escamas. Pero, al cabo de algún tiempo, me curé y jamás he vuelto a tener ningún síntoma.

Yonah asintió discretamente con la cabeza.

—Bien pues… le habéis contagiado la sífilis a vuestra… a María Juana.

—Naturalmente.

—Y ella se la ha transmitido a vuestros hijos en el parto. La sífilis ha torcido las piernas de las niñas.

—Pues entonces… ¿por qué las piernas de mi hijo no lo están?

—La enfermedad afecta a las personas de muy distintas maneras.

—¡O sea que fue la sífilis lo que les torció las piernas! Yo creía que era una herencia de mi monstruoso cuerpo, a pesar de que ninguno de mis hijos ha nacido jorobado.

Yonah tuvo la sensación de que el fraile casi se alegraba de que la culpa de todo la tuviera la enfermedad y no su deforme cuerpo.

—Las llagas se curarán —dijo jovialmente Bonestruca.

«Pero las piernas torcidas y los dientes separados no», pensó Yonah. Y quién sabía qué otras desgracias provocaría la sífilis en sus vidas.

Yonah terminó de examinar a los niños y recetó un ungüento para las llagas de la niña.

—Dentro de una semana volveré a visitarla —dijo.

Cuando Bonestruca le preguntó qué le debía, Yonah le indicó el precio que solía cobrar por las visitas, cuidando de mantener un tono distante. No quería entablar relaciones de amistad con fray Bonestruca.

Al día siguiente, un tal Evaristo Montalvo acudió al consultorio de Yonah en compañía de su anciana esposa Blasa de Gualda.

—Está ciega, señor.

—Permitidme que la examine —dijo Yonah, quien acompañó a la mujer a la luz de la ventana.

Vio una nube en ambos ojos. Las nubes eran más extensas que las que había visto recientemente en los ojos de doña Sancha Berga, la madre de don Berenguer Bartolomé, y su densidad era tal que los cristalinos habían adquirido un color blanco amarillento.

—¿Me podéis ayudar, señor?

—No os lo puedo prometer, señora. Pero sí puedo intentarlo, si eso es lo que queréis. Tendría que recurrir a la cirugía.

—¿Hacerme un corte en los ojos?

—Sí, practicar una incisión. Padecéis lo que se llaman cataratas en ambos ojos. Los cristalinos se han empañado y os impiden la visión, de la misma manera que un postigo impide que la luz penetre a través de una ventana.

—Yo quiero volver a ver, señor.

—No volveréis a ver como cuando erais joven —le advirtió amablemente Yonah—. Aunque tengamos suerte, no podréis ver los objetos distantes, sólo lo que tengáis cerca.

—Pero eso me permitirá cocinar y puede que incluso coser, ¿verdad?

—Es posible… pero, si fallamos, os quedaréis ciega para siempre.

—Ahora ya lo estoy, señor. Por consiguiente, os ruego que probéis a hacerme… esta cirugía.

Yonah les dijo que regresaran a primera hora del día siguiente. Por la tarde preparó la mesa de operaciones y todas las cosas que iba a necesitar y por la noche se sentó junto a la lámpara de aceite y leyó varias veces lo que había escrito Teodorico Borgognoni acerca de la operación de cataratas.

—Voy a necesitar tu ayuda —le dijo a Reyna.

Levantándole los párpados, le explicó cómo quería que mantuviera abiertos los ojos de la paciente para que ésta no parpadeara.

—No sé si tendré valor para ver cómo le cortáis los ojos —musitó la criada.

—Puedes volver la cabeza si quieres, pero procura mantenerle abiertos los párpados. ¿Lo harás?

Reyna asintió con expresión dubitativa, pero declaró que lo intentaría. A la mañana siguiente, cuando se presentó Evaristo Montalvo con Blasa de Gualda, Yonah le dijo al anciano que saliera a dar un largo paseo y después le administró a Blasa dos copas de un licor muy fuerte en el que habían disuelto unos polvos somníferos.

Él y Reyna ayudaron a la anciana a tenderse en la mesa y después la ataron con unas anchas correas de tejido resistente que le impedirían moverse, pero no se le clavarían en la carne, y le ataron las muñecas, los tobillos y la frente.

Yonah tomó el escalpelo más pequeño de la colección de Fierro y le hizo una seña a Reyna.

—Vamos allá.

Cuando Reyna levantó los párpados de la mujer, Yonah practicó unas minúsculas incisiones alrededor del cristalino del ojo izquierdo.

Blasa se estremeció.

—No tardaré mucho —la tranquilizó Yonah.

Utilizando la pequeña y afilada hoja a modo de punto de apoyo, inclinó el empañado cristalino y lo empujó hacia las regiones internas del globo ocular, donde no molestaría. Después repitió el mismo procedimiento con el ojo derecho.

Al terminar, le dio las gracias a Reyna y le dijo que ya podía soltar los párpados de la paciente. A continuación, desataron a Blasa y le cubrieron los ojos con apósitos mojados con agua fría.

Al cabo de un rato, Yonah retiró los apósitos y se inclinó sobre la paciente. Sus ojos cerrados estaban llorando, por lo que él le seco suavemente las mejillas.

—Abrid los ojos, señora Gualda.

Los párpados se abrieron. Parpadeando a la luz, la mujer levantó la vista.

—Tenéis un rostro muy hermoso, señor —dijo sonriendo.

Yonah confiaba en que Bonestruca no estuviera en la casa cuando acudió por segunda vez a la finca de la orilla del río, pero supo disimular su contrariedad cuando el fraile le abrió la puerta. Los tres niños, tras haber descansado de los rigores del viaje, ofrecían un aspecto más saludable y parecían más contentos. Yonah discutió la dieta con la madre, la cual comentó con indiferente orgullo que sus hijos estaban acostumbrados a comer carne y huevos en abundancia.

—Y yo estoy acostumbrado al buen vino —dijo alegremente Bonestruca— y ahora insisto en compartirlo con vos.

Estaba claro que no toleraría una negativa, por lo que Yonah lo acompañó a un estudio, donde tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la compostura, pues el lugar albergaba reliquias de la guerra del fraile contra los judíos: un par de filacterias, un casquete y —algo increíble para Yonah— un rollo de la Torá.

En efecto, el vino era muy bueno. Yonah tomó un sorbo procurando no mirar la Torá. Contempló en su lugar al anfitrión que era su enemigo y se preguntó cuándo podría huir de la casa de aquel hombre.

—¿Sabéis jugar a las damas turcas?

—No. Jamás he oído hablar de las damas turcas.

—Es un juego excelente en el que hay que utilizar la inteligencia. Yo os enseñaré —dijo el fraile y, para gran disgusto de Yonah, se levantó y sacó de un estante un tablero que colocó en la mesita junto con dos bolsas de paño.

El tablero estaba dividido en cuadrados claros y oscuros, sesenta y cuatro, según Bonestruca. Cada bolsa contenía doce suaves piedrecitas; las de una de las bolsas eran de color negro mientras que las de la otra eran gris claro.

Bonestruca le entregó a Yonah las piedrecitas negras y le indicó que las colocara en los cuadrados oscuros de las dos primeras hileras del tablero mientras él hacía lo mismo con las grises en su lado del tablero.

—¡De esta manera hemos formado cuatro hileras de soldados y ahora estamos en guerra, señor!

El fraile le explicó que el juego consistía en mover una piedra hacia delante en sentido diagonal hacia un cuadrado contiguo vacío.

—El negro mueve primero. Si mi soldado se encuentra en un cuadrado contiguo vacío y tiene un espacio más allá, lo tenéis que capturar y eliminar. Los soldados siempre se mueven hacia delante, pero, cuando un héroe alcanza la fila posterior del adversario, se le corona rey, colocando encima de él otra pieza del mismo color. Esta pieza doble puede moverse hacia delante o hacia atrás, porque a un rey nadie le puede prohibir ir adonde quiera.

—Se conquista un ejército cuando se han capturado todos los soldados del adversario o se les ha bloqueado de tal manera que no se pueden mover. —Bonestruca volvió a colocar las piezas en su sitio—. ¡Y ahora, mi señor médico, venid por mi!

Jugaron cinco partidas. Yonah perdió rápidamente las primeras dos batallas, pero aprendió que no convenía mover las piezas al azar. Varias veces Bonestruca lo atrajo con engaño para que hiciera una jugada errónea, sacrificando uno de sus soldados para apoderarse de varios de los suyos. Al final, Yonah identificó las trampas y logró zafarse de ellas.

—¡Qué rápido aprendéis! —dijo el fraile—. Ya veo que pronto seréis un digno adversario.

Lo que Yonah vio fue que el juego exigía estudiar constantemente el tablero para tratar de intuir el propósito de los movimientos del adversario y calibrar las posibilidades que pudieran surgir. Observó que Bonestruca trataba constantemente de tenderle trampas. Al finalizar la quinta partida, ya había aprendido algunas de las defensas que se podían poner en práctica.

—Ah, mi señor, sois tan astuto como una raposa o un general —lo halagó Bonestruca, a pesar de que la agilidad de su mente le había permitido derrotar a Yonah sin dificultad.

—Tengo que irme —dijo Yonah a regañadientes.

—Pero tenemos que volver a jugar. ¿Mañana por la tarde o pasado mañana os parece bien?

—Me temo que todas las tardes las paso con los pacientes.

—Lo comprendo, sois un médico muy ocupado. ¿Y si nos reuniéramos aquí el miércoles por la noche? Venid cuanto antes, yo ya estaré aquí.

«¿Por qué no?», pensó Yonah.

—Sí, vendré —aceptó.

Sería interesante analizar la mente de Bonestruca a través de su manera de jugar a las damas.

El miércoles por la noche Yonah regresó a la finca de la orilla del río, donde él y Bonestruca se sentaron en el estudio, cascando almendras y comiendo distintas variedades de carne mientras examinaban el tablero y hacían sus jugadas.

Yonah estudiaba el tablero y el rostro de su adversario, tratando de intuir los pensamientos del fraile, pero los rasgos de Bonestruca no le revelaban nada.

Cada partida que jugaba le permitía aprender un poco más acerca del juego de las damas y de Bonestruca. Aquella noche jugaron cinco partidas, como en la primera ocasión.

—Ahora las partidas duran más —observó Bonestruca.

Al sugerir que volvieran a reunirse el miércoles de la semana siguiente y ver que Yonah aceptaba de buen grado, el fraile esbozó una sonrisa.

—Vaya, veo que el juego ha seducido vuestra alma.

—Sólo mi mente, fray Bonestruca.

—En tal caso, me centraré en vuestra alma durante las partidas, señor —dijo Bonestruca.

Yonah tardó otras dos veladas de juego en ganar su primera partida, pero después se pasó varias semanas sin volver a ganar. Más adelante, consiguió ganar algunas veces pero las partidas eran cada vez más reñidas y largas a medida que él iba comprendiendo las estrategias de Bonestruca.

Yonah pensó que Bonestruca jugaba a las damas tal como jugaba en la vida: amagando, simulando y jugueteando con su adversario. El fraile solía saludarle con una cautivadora y risueña amabilidad, pero él jamás se relajaba en su presencia, consciente de la oscuridad que lo acechaba.

—Estoy viendo que no tenéis una inteligencia privilegiada, mi señor médico —dijo despectivamente Bonestruca, tras haberle ganado fácilmente una partida.

Sin embargo, cada vez que se reunía para jugar, insistía en que Yonah regresara al cabo de unos días.

Yonah se concentraba en el objetivo de aprender a ganarle. Sospechaba que Bonestruca era un fanfarrón a quien el temor inducía a mostrarse poderoso, pero que probablemente sería vulnerable a alguien que supiera plantarle cara.

—A pesar del poco tiempo que llevo en Zaragoza, ya he conseguido desenmascarar a un judío —le dijo el fraile un miércoles por la noche justo cuando le ganaba un soldado.

—¿De veras? —replicó Yonah con fingida indiferencia, moviendo una de sus piezas para repeler el ataque.

—Sí, un judío descarriado que finge ser un cristiano viejo.

¿Le habría descubierto Bonestruca? ¿Lo llevaría ahora a la ruina? Yonah mantuvo los ojos clavados en el tablero. Movió un soldado hacia el cuadrado en el que le habían capturado el otro y capturó dos piezas de Bonestruca.

—Vuestra alma se alegra de capturar a un judío. Os lo noto en la voz —dijo, sorprendiéndose de la frialdad de su propia voz.

—Pensadlo bien. ¿Acaso no está escrito que quien siembra vientos recoge tempestades?

Que se fuera al infierno, pensó Yonah, levantando los ojos del tablero para mirar fijamente al fraile.

—¿Acaso no está escrito también que bienaventurados serán los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia?

Bonestruca sonrió. Se estaba divirtiendo.

—Así lo escribe el evangelista Mateo. Pero… reparad en esto otro. «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y quienquiera que viva y crea en mí jamás morirá». ¿No es acaso un acto de misericordia salvar un alma inmortal del fuego del infierno? Porque eso es lo que hacemos cuando reconciliamos las almas judías con Cristo por medio de las llamas. Acabamos con unas vidas de error y les otorgamos la paz y la gloria de la eternidad.

—¿Y si alguien rechaza esta reconciliación?

—Mateo nos advierte, «Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y arrójalo lejos de ti. Pues más te vale que perezca uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al fuego del infierno».

Bonestruca esbozó una sonrisa y comunicó a Yonah que el judío que fingía ser un cristiano viejo estaba a punto de ser arrestado.

A lo largo de una noche de insomnio y de todo el día siguiente, Yonah se debatió en una agonía de inquietud. Estaba preparado para huir y salvar su vida, pero conocía lo suficiente la mentalidad de Bonestruca como para creer que tal vez el comentario acerca del falso cristiano viejo no era más que una trampa. ¿Y si Bonestruca hubiera arrojado el anzuelo para ver si él picaba y huía? Si el fraile sólo se basaba en sospechas, lo mejor que podía hacer él era seguir con su vida cotidiana.

Aquella mañana atendió como siempre a los pacientes en su consultorio. La tarde la dedicó a visitar a otros pacientes en sus casas. Acababa de regresar a casa y estaba desensillando el caballo cuando un par de soldados del alguacil bajaron con sus monturas por el camino que conducía a la casa.

Yonah esperaba el momento e iba armado. Hubiera sido absurdo rendirse ante los que querían prenderle para llevarlo ante el tribunal de la Inquisición. En caso de que intentaran detenerlo, quizá su espada tendría suerte con los soldados y, si éstos lo mataban, aquella muerte sería mejor que las llamas.

Sin embargo, uno de los jinetes se inclinó en un gesto de respeto.

—Señor Callicó, el alguacil os pide que nos acompañéis de inmediato a la prisión de Zaragoza, donde son necesarios los conocimientos de vuestro oficio.

—¿Y por qué razón son necesarios? —preguntó Yonah, no del todo convencido.

—Un judío ha tratado de cortarse el miembro —contestó el soldado sin andarse con rodeos mientras su compañero se reía por lo bajo.

—¿Cómo se llama el judío?

—Bartolomé.

Fue casi como si le hubieran descargado un mazazo en la cabeza. Recordó la hermosa casa, al noble caballero que le había hablado con tanta inteligencia en el acogedor estudio lleno a rebosar de mapas y cartas.

—¿Don Berenguer Bartolomé? ¿El cartógrafo?

El soldado se encogió de hombros, pero su compañero asintió con la cabeza y soltó un escupitajo.

—El mismo.

En la prisión, un joven cura con hábito negro permanecía sentado detrás de una mesa, encargado probablemente de anotar los nombres de los que pedían ver a los reclusos.

—Venimos con el médico —le dijo el soldado.

El sacerdote asintió con un gesto.

—Don Berenguer Bartolomé rompió la jarra de agua y utilizó un fragmento para circuncidarse —le explicó a Yonah, indicándole por señas al guardia que abriera la puerta exterior.

El guardia acompañó a Yonah por un pasillo hasta una celda, en la que Berenguer yacía en el suelo. El guardia abrió la puerta para que entrara Yonah y la cerró a su espalda.

—Cuando hayáis terminado, llamadme y os abriré —dijo el guardia antes de retirarse.

Los pantalones de Berenguer estaban empapados de sangre. Un caballero descendiente de caballeros, pensó Yonah, un hombre distinguido cuyo abuelo había trazado los mapas costeros de España, yacía en el suelo de la prisión, apestando a sangre y orines.

—Lo siento en el alma, don Berenguer.

Berenguer inclinó la cabeza y soltó un gruñido cuando Yonah le abrió los pantalones y se los bajó.

Yonah llevaba una botella de aguardiente en la bolsa. Berenguer la tomó con ansia y no hizo falta que el médico lo instara a bebes pues lo hizo a grandes tragos.

El miembro estaba destrozado. Yonah observó que Berenguer se había cortado casi todo el prepucio, pero aún quedaban unos restos y los cortes eran muy irregulares. Se sorprendió de que Berenguer hubiera logrado hacerlo él solo, utilizando un trozo de jarra afilado. Sabía que el dolor era muy intenso y lamentaba tener que causarle más sufrimiento, pero, tomando un escalpelo, recortó el tejido irregular y completó la circuncisión. El hombre tendido en el suelo soltó un gemido mientras apuraba el resto de la fuerte bebida como si fuera un chiquillo sediento.

Cuando todo terminó, el hombre siguió jadeando afanosamente mientras Yonah le aplicaba un ungüento calmante y un vendaje.

—No os pongáis los pantalones. Si tenéis frío, cubrios, pero sujetad la manta con las manos para que no os roce.

Los dos hombres se miraron.

—¿Por qué lo habéis hecho? ¿Qué ganabais con ello?

—Vos no lo comprenderíais —contestó Berenguer.

Yonah lanzó un suspiro y asintió con la cabeza.

—Regresaré mañana si me lo permiten. ¿Necesitáis algo?

—Si pudierais llevarle a mi madre un poco de fruta…

Yonah se escandalizó.

—¿Doña Sancha Berga está aquí?

Berenguer asintió con un gesto.

—Estamos todos. Mi madre. Mi hermana Mónica y su marido Andrés, y mi hermano Geraldo.

—Haré lo que pueda —musitó Yonah, y enseguida llamó al guardia.

En la entrada, antes de que pudiera preguntar por el estado de los restantes miembros de la familia de Bartolomé, el sacerdote le preguntó si podía examinar a doña Sancha.

—Necesita urgentemente a un médico —le explicó.

Parecía un joven honrado y estaba visiblemente turbado.

Cuando lo acompañaron al lugar donde se encontraba doña Sancha, la hermosa anciana parecía una flor tronchada. Miró a Yonah sin verle y éste observó que las cataratas habían madurado y ya estaban en condiciones de ser operadas, pero él sabía que jamás podría batirlas.

—Soy Callicó, el médico, señora —le dijo dulcemente.

—Me han hecho daño, señor.

—¿Y cómo os lo han hecho, señora?

—Me pusieron en el potro.

Yonah vio que el tormento le había descoyuntado el hombro derecho. Tuvo que llamar al guardia para que lo ayudara a colocárselo de nuevo en su sitio mientras ella trataba de reprimir los gritos de dolor. Después, la anciana rompió a llorar.

—¿No se os ha aliviado el dolor del hombro, señora?

—He condenado a mis hermosos hijos —sollozó ella en voz baja.

—¿Cómo está? —preguntó el sacerdote.

—Es vieja y tiene los huesos muy frágiles. Estoy seguro de que sufre múltiples fracturas. Creo que se está muriendo —contestó Yonah.

Cuando regresó a casa desde la prisión estaba desesperado.

Al regresar al día siguiente con unos racimos de uva, dátiles e higos, descubrió que a don Berenguer aún no se le habían aliviado los dolores.

—¿Cómo se encuentra mi madre?

—Hago todo lo que puedo por ella.

Berenguer asintió con la cabeza.

—Os lo agradezco.

—¿Cómo ocurrió todo?

—Somos cristianos viejos y siempre lo hemos dicho. Mi familia por parte de padre es católica desde muy antiguo. Los padres de mi madre eran judíos conversos y ella fue educada con ciertos rituales inofensivos que también se convirtieron en una costumbre en nuestra familia. Ella nos contaba historias de su infancia y siempre encendía unas velas al anochecer de cada viernes. No sé muy bien por qué razón, quizás en memoria de sus difuntos. Y todas las noches de los viernes reunía a sus hijos para celebrar una espléndida cena, en la que se pronunciaban acciones de gracias por la comida y el vino.

Yonah asintió con la cabeza.

—Alguien la denunció. No tenía enemigos, pero… Hace poco despidió a una criada porque se emborrachaba. Puede que esa moza de la cocina haya sido la causa de todos nuestros males.

—Tuve que oír los gritos de mi madre mientras la torturaban. ¿Os podéis imaginar el horror? Más tarde mis interrogadores me dijeron que, al final, nuestra madre nos había acusado a todos, a mis hermanos e incluso a muestro difunto padre, de haber participado en una conspiración judaizante.

—Entonces comprendí que estábamos perdidos. Mi familia, que siempre ha sido de cristianos viejos. Sin embargo, una parte de nosotros es judía, de tal manera nunca hemos sido plenamente católicos ni judíos, y siempre hemos ido navegando entre dos orillas. En mi desesperación, pensé que, si me iban a quemar en la hoguera como judío, tenía que presentarme ante mi Hacedor como judío, y entonces rompí la jarra y me corté.

—Sé muy bien que no lo podréis comprender —le dijo Bartolomé a Yonah, repitiendo lo que le había dicho la víspera.

—Os equivocáis, don Berenguer —le contestó Yonah—. Os comprendo muy bien.

Mientras abandonaba la prisión, Yonah oyó a un guardia que hablaba con el joven sacerdote:

—Sí, padre Espina —dijo el guardia.

Yonah volvió sobre sus pasos.

—Padre, ¿el guardia os ha llamado Espina?

—Éste es mi apellido.

—¿Os puedo preguntar vuestro nombre completo?

—Soy Francisco Espina.

—¿Vuestra madre no será, por casualidad, Estrella Duranda?

—Estrella Duranda era mi madre. Ha muerto. Rezo por su alma. —El joven sacerdote lo miró fijamente—. ¿Os conozco, señor médico?

—¿Nacisteis en Toledo?

—Sí —contestó el clérigo a regañadientes.

—Tengo algo que os pertenece —le dijo Yonah.