CAPÍTULO 31

Una dura jornada de trabajo

Pocas semanas después del examen, Nuño le traspasó a Yonah vanos de sus pacientes. Día a día, Yonah se iba sintiendo cada vez más seguro.

A finales de febrero, Nuño le dijo que estaba a punto de celebrarse en Zaragoza la reunión anual de los médicos de Aragón.

—Conviene que asistas a la reunión; tienes que conocer a tus colegas —le dijo a Yonah.

Ambos organizaron sus actividades de tal forma que pudieran asistir a la reunión.

Cuando llegaron a la posada, encontraron a siete médicos bebiendo vino y comiendo pato asado aderezado con ajo. Pedro de Calca y Miguel de Montenegro los saludaron cordialmente, y Nuño se alegró de poder presentar a Yonah a los otros cinco médicos de la zona. Cuando terminaron de comer, Calca disertó acerca del papel del pulso en la enfermedad. A Yonah le pareció que la disertación no estaba muy bien preparada y le preocupó que uno de los hombres que lo había examinado pronunciara una conferencia tan deficiente. Pero, cuando Calca terminó, los demás médicos patearon el suelo aparentemente complacidos y, al preguntar éste si alguien tenía alguna pregunta, nadie se atrevió a levantarse.

Yonah se había quedado de una pieza al oír que Calca decía que había tres clases de pulso: el fuerte, el débil y el irregular. ¿Y silo contradigo?, se preguntó, dolorosamente consciente de su falta de experiencia. Aun así, no pudo resistir la tentación y levantó la mano.

—¿Sí, señor Callicó? —dijo Calca con expresión burlona.

—Quisiera añadir, mejor dicho, señalar… que, según Avicena, existen nueve clases de pulso. El primero de ellos, es un pulso pausado y regular, que es señal de un saludable equilibrio. Otro pulso regular todavía más fuerte que es señal de un corazón pujante. Un pulso débil que es justo lo contrario y denota falta de fuerza. Y distintas variedades de debilidad, uno largo y otro corto, uno angosto y otro ancho, uno superficial y otro profundo.

Al terminar, observó consternado que Calca lo estaba mirando con rabia. Después advirtió que Nuño, sentado a su lado, trataba de levantarse con gran esfuerzo.

—Cuánto me alegro de que, en nuestra reunión, tengamos a un nuevo médico recién salido del estudio de los libros y a un curtido profesional que sabe muy bien que, en el tratamiento cotidiano de los pacientes, la experiencia y la sabiduría duramente adquirida simplifican las reglas de nuestro arte.

Se oyeron unas risas y unos renovados pateos mientras Calca, ablandado por las palabras de Nuño, esbozaba una sonrisa. Yonah sintió que la sangre le encendía las mejillas mientras volvía a sentarse.

Al llegar a casa, protestó sin poder contenerse.

—¿Cómo habéis podido hablar así, sabiendo que Calca estaba equivocado y yo tenía razón?

—Porque Calca es justo la suerte de hombre capaz de acudir a la Inquisición y acusar a un compañero de herejía en caso de que éste le provoque en demasía, cosa que todos los médicos presentes en la reunión han comprendido de inmediato —contestó Nuño—. Rezo para que llegue el día en que en nuestra España un médico pueda discutir y discrepar públicamente de otro con impunidad y seguridad, pero este día aún no ha llegado y no ha de llegar mañana.

Yonah comprendió que había sido un necio y se disculpó en voz baja con su maestro, dándole las gracias. Nuño no se había tomado el incidente a la ligera.

—Viniste a mí sabiendo los peligros que corrías por causa de tu religión. Tienes que andarte con cuidado con ciertos aspectos de nuestro oficio que podrían provocar un desastre. —De repente, el anciano médico miró con una sonrisa a Yonah—. Además, no fuiste enteramente preciso en tus observaciones. En las páginas traducidas del Canon que me has dado, Avicena dice que hay diez clases de pulso distintas… ¡pero después sólo enumera nueve! También escribe que las sutiles diferencias entre los pulsos sólo son útiles para los médicos expertos. Muy pronto descubrirás que esta descripción sólo se puede aplicar a muy pocos de los hombres con quienes hoy hemos compartido el pan.

Tres semanas más tarde, Nuño sufrió un grave ataque. Estaba subiendo a su habitación cuando un intenso y repentino dolor en el pecho lo dejó debilitado y jadeando, de tal forma que tuvo que sentarse para no sufrir una peligrosa caída. Yonah había salido a visitar a unos pacientes y se encontraba en el establo, desensillando el tordo árabe, cuando una alterada Reyna abrió la puerta.

—Está muy grave —le dijo Reyna, y Yonah corrió a la casa con ella.

Entre los dos consiguieron acostar a Nuño en la cama, donde éste, empapado en sudor, empezó a enumerar los síntomas con la voz entrecortada por el esfuerzo, como si estuviera examinando a un paciente y le estuviera dando una lección a Yonah.

—El dolor es… sordo, no… agudo. Pero intenso. Muy intenso…

Cuando Yonah le tomó el pulso, lo percibió tan irregular que se asustó. Las pulsaciones parecían producirse como a borbotones y sin un ritmo determinado. Le dio a Nuño un poco de alcanfor con licor de manzana para mitigar el dolor, pero éste tardó casi cuatro horas en desaparecer. Por la noche acabó desapareciendo y dejó a Nuño muy debilitado.

Pero estaba tranquilo y podía hablar. Le dijo a Reyna que matara una gallina y le preparara un caldo para la cena, y después se sumió en un profundo sueño. Yonah se pasó un buen rato observándolo y lamentó las limitaciones de su profesión, pues hubiera deseado hacer todo lo posible con tal de curar a Nuño, pero no tenía ni la más remota idea de lo que hubiera podido hacer.

Al cabo de tres días Nuño pudo bajar lentamente los peldaños de la escalera con la ayuda de Yonah para sentarse en su silla durante el día. Yonah abrigó esperanzas durante diez días, pero, al finalizar la segunda semana, comprendió que la situación era grave. Nuño tenía el pecho congestionado y las piernas hinchadas. Al principio, Yonah trató de levantarle la cabeza y el tórax durante la noche, colocándole varias almohadas en la espalda. Pero muy pronto la hinchazón de las piernas y las dificultades respiratorias se intensificaron y Nuño no quiso moverse de su silla junto al fuego. Por la noche, Yonah se tendía en el suelo junto a él, prestando atención a su afanosa respiración.

Al llegar la tercera semana, los síntomas de la enfermedad terminal ya eran inequívocos. El liquido que borbotaba en sus pulmones parecía haberse extendido a todos los tejidos del cuerpo hasta conferirle la apariencia de un hombre obeso, con unas piernas que parecían postes y un vientre colgante que se doblaba bajo su propio peso. Nuño procuraba no hablar, pues el simple hecho de respirar le suponía un esfuerzo, pero, al final, le dio unas instrucciones a Yonah con la voz quebrada por los jadeos.

Deseaba que lo enterraran en la cumbre de la colina de su hacienda. Y no quería que se colocara ninguna lápida.

Yonah se limitó a asentir con la cabeza.

—Mi testamento. Quiero que… lo escribas.

Yonah fue por tinta, pluma y papel y Nuño le fue dictando las cláusulas.

A Reyna Fadique le dejaba los ahorros de su carrera de médico.

A Ramón Callicó le dejaba sus tierras y hacienda, sus libros de medicina, sus instrumentos quirúrgicos y el cofre de cuero con las pertenencias de su difunto hermano Manuel Fierro.

Yonah fue incapaz de oírlo sin protestar.

—Eso es demasiado. Yo no necesito…

Nuño cerró los ojos.

—No tengo parientes… —dijo y, con un gesto de su débil mano, dio por zanjado el asunto. Tomó la pluma que Yonah le ofrecía y firmó con un garabato.

—Otra cosa. Tienes… que examinarme.

Yonah sabía lo que Nuño quería decir, pero no se creía capaz de hacerlo. Una cosa era cortar la carne de unos desconocidos mientras su maestro lo iniciaba en los secretos de la anatomía, y otra muy distinta profanar el cuerpo de Nuño.

Un destello se encendió en los ojos de Nuño.

—¿Quieres ser como Calca… o más bien como yo?

Lo que él quería era poder cumplir la voluntad de aquel moribundo.

—Como vos. Os amo y os doy las gracias. Os lo prometo.

Nuño murió sentado en su silla entre la lluviosa oscuridad del 17 de enero de 1507 y el grisáceo amanecer del 18.

Sentado en su catre, Yonah se pasó un buen rato contemplándolo. Después se levantó, besó la todavía cálida frente de su maestro y le cerro los ojos.

A pesar de su fuerza y su estatura, Yonah se tambaleó bajo el peso que llevaba cuando trasladó el cuerpo al establo, donde cumplió los deseos del difunto como sí estuviera oyendo su voz.

Primero tomó la pluma y el papel para anotar todo lo que había observado antes del fallecimiento. Describió la tos y los esputos sanguinolentos; las venas del cuello, hinchadas y palpitantes; la piel, que a veces adquiría un tinte violáceo; el corazón, que latía con tanta irregularidad y rapidez como un ratón cuando corre; la rápida, ruidosa y afanosa respiración, y la blanda hinchazón de la piel.

Tras haber terminado de escribir, tomó uno de los escalpelos que había hecho Manuel Fierro y, por un breve instante, estudió el rostro de Nuño, tendido sobre la mesa.

Cuando le abrió el pecho, observó que el aspecto del corazón era distinto del de los restantes corazones que él y Nuño habían examinado. Presentaba una zona ennegrecida en la superficie exterior, como si el tejido estuviera quemado. Cuando lo cortó, observó el extraño aspecto de las cuatro cámaras. En el lado izquierdo, una parte de una de las cámaras estaba ennegrecida y corroída, justamente la parte de la zona dañada que se extendía hasta el exterior. Para poder estudiarla, tuvo que eliminar la sangre con unos lienzos. Dedujo que el corazón no podía bombear debidamente la sangre porque, al parecer, ésta se había quedado atascada en las dos cámaras de la izquierda y en algunas venas adyacentes. Sabía por el Canon de Avicena que, para mantener la vida, el corazón necesitaba bombear la sangre de tal forma que ésta llegara a todo el cuerpo a través de unas grandes arterias y de toda una red de venas que se hacían cada vez más finas hasta que finalmente se convertían en unos delgadísimos canales llamados «capilares». El maltrecho corazón de Nuño había destruido aquel sistema de distribución de la sangre y ello le había costado la vida.

Cuando cortó el hinchado tejido del vientre, descubrió que estaba húmedo, al igual que los pulmones. Nuño se había ahogado en sus propios líquidos. Pero ¿de dónde habían salido todos aquellos líquidos?

Yonah no tenía la menor idea.

Siguió todo el procedimiento que había aprendido a hacer: pesó los órganos y anotó los datos antes de volver a colocarlo todo en su sitio y coser a Nuño. Después lo limpió con jabón y con el agua del cubo que tenía al lado de la mesa, tal como su maestro le había enseñado a hacer, y añadió otras observaciones a su escrito. Sólo cuando hubo terminado del todo, volvió a entrar en la casa.

Reyna estaba preparando tranquilamente unas gachas, pero había comprendido que Nuño había muerto cuando vio la silla vacía.

—¿Dónde está?

—En el establo.

—¿Creéis que es mejor que vaya a verle?

—No —contestó Yonah.

Entonces ella lanzó un profundo suspiro y se santiguó, pero no protestó. Nuño le había dicho a Yonah que sus tres décadas de servicio a los médicos en aquella hacienda habían convertido a Reyna en una persona de absoluta confianza que sabía muy bien lo que ocurría allí dentro. Pero Yonah no la conocía demasiado y temía que lo denunciara.

—Os serviré unas gachas.

—No. No tengo apetito.

—Hoy vais a tener muchas cosas que hacer —advirtió Reyna con serenidad, al tiempo que llenaba dos cuencos.

Ambos se sentaron juntos y comieron en silencio. Cuando terminó, Yonah le preguntó a Reyna si había alguna otra persona cuya presencia Nuño hubiera deseado en su entierro y ella sacudió la cabeza.

—Sólo nosotros dos —contestó.

Yonah salió fuera y se puso a trabajar.

En una de las cuadras había unas tablas de madera aserradas bastante antiguas, pero todavía en buen estado. Yonah midió el cuerpo de Nuño con un trozo de cuerda y cortó la madera a la medida. Tardó casi toda la mañana en hacer el ataúd. Le preguntó a Reyna si había clavos en algún sitio y ella fue a buscarlos.

Después tomó una pala y una azada, subió a la cumbre de la colina y cayó un hoyo. El invierno ya había llegado a Zaragoza, pero la tierra no estaba helada y la tumba fue adquiriendo forma gracias a su esfuerzo. Habían transcurrido muchos años desde sus tiempos de peón y sabía que al día siguiente su cuerpo se lo recordaría. Trabajó despacio y con cuidado, alisó los lados y cayó tan hondo que tuvo que hacer un esfuerzo para salir, arrojando al interior del hoyo una lluvia de tierra y piedrecillas.

En el establo dobló los trapos ensangrentados, los guardó en un lienzo limpio y los colocó en el interior del ataúd, al lado de Nuño. Era la manera más segura de librarse de ellos. Mientras clavaba la tapa del ataúd, comprendió que era exactamente lo que Nuño hubiera querido que hiciera. Pero, a pesar de haber eliminado los trapos, tendría mucho trabajo para borrar todas las huellas de la disección.

El trabajo le llevó todo el día. Al anochecer, enganchó el caballo alazán de Nuño y el tordo árabe a la carreta de la granja. Reyna tuvo que ayudarlo a trasladar la pesada carga desde el establo.

Ambos hicieron un esfuerzo sobrehumano para bajar el ataúd a la fosa. Yonah tendió dos cuerdas a través del hoyo y ató los extremos para formar unos lazos que pasaban por unas recias estacas clavadas en el suelo. Cuando colocaron el ataúd sobre el hoyo, las cuerdas aguantaron, pero ellos tuvieron que soltar los lazos de las estacas y mantener las cuerdas en tensión desde ambos lados de la tumba para poder bajar poco a poco el ataúd. Reyna sujetaba uno de los lazos. Era fuerte y estaba acostumbrada al trabajo duro, pero, cuando el lazo se soltó finalmente de la estaca, perdió ligeramente el control de la otra cuerda y una esquina del ataúd se ladeó y se clavó en la parte lateral del hoyo.

—Tira con fuerza de la cuerda —indicó Yonah, hablando con más serenidad de la que sentía.

Pero ella ya había empezado a hacerlo antes de que él se lo dijera. El ataúd aún no estaba bien nivelado, pero no se produjo ningún desastre.

—Da un paso al frente —dijo Yonah, y ambos lo hicieron.

De esta manera, paso a paso, fueron avanzando para bajar el ataúd hasta que éste alcanzó el fondo.

Yonah consiguió sacar una de las cuerdas, pero la otra quedó enganchada debajo de la caja. Quizás el lazo había quedado prendido en una raíz; tras tirar con fuerza varias veces, arrojó el extremo de la cuerda al interior del hoyo.

Reyna rezó un padrenuestro y un avemaría y lloró muy quedo, como si se avergonzara de su dolor.

—Lleva los caballos al establo —le dijo dulcemente Yonah—. Después, regresa a la casa. Yo terminaré.

Reyna era una mujer del campo que sabía manejar los caballos, pero Yonah esperó a que el carro se encontrara a media ladera antes de tomar la pala. Recogió la primera tierra con la pala al revés, siguiendo la costumbre judía que simbolizaba el dolor de enterrar a alguien a quien se echará amargamente de menos. Después tomó la pala con la concavidad hacia arriba y la hundió en el montón de tierra, soltando un gruñido. Al principio, la lluvia de tierra producía un sonido hueco sobre la madera, pero muy pronto el sonido se amortiguó cuando la tierra empezó a caer sobre más tierra.

El hoyo aún estaba a medio llenar cuando cayó la noche, pero la blanca luna que brillaba en el cielo le permitió ver lo suficiente como para poder seguir trabajando, con alguna que otra pausa para descansar.

Ya casi había terminado cuando Reyna volvió a subir a la cumbre de la colina. Se detuvo antes de llegar al lugar donde él se encontraba.

—¿Cuánto vais a tardar? —le preguntó.

—Ya falta poco —contestó Yonah.

Sin decir nada, Reyna dio media vuelta y regreso a la casa.

Tras haber cubierto la tumba con un montículo, Yonah se apoyó la mano en la cabeza descubierta y rezó el kaddish de los difuntos. Después llevó de nuevo la azada y la pala al establo. Al entrar en la casa, vio que Reyna ya se había retirado a su dormitorio. Había colocado la bañera de cobre delante del fuego de la chimenea. El agua que contenía aún estaba caliente y había otras dos ollas sobre el fuego. En la mesa había dejado vino, pan, queso y aceitunas.

Yonah se desnudó junto al fuego, dejó la ropa, sucia y sudada, amontonada en el suelo y se sentó en cuclillas en la bañera con un trozo de jabón en la mano. Pensaba en Nuño, en su sabiduría y tolerancia, en su amor por la gente a la que atendía y en su entrega a la práctica de la medicina; en su amabilidad para con el maltrecho joven que había entrado en su vida; en el cambio que Nuño Fierro había operado en la vida de Yonah Toledano. Muchos, muchos pensamientos… hasta que se dio cuenta de que el agua se estaba enfriando y entonces empezó a lavarse.