El aprendiz de medico
Cuando Yonah cabalgaba con Nuño para ir a atender a un paciente ya no esperaba mano sobre mano a que el médico terminara su tarea. En su lugar, permanecía de pie junto al lecho del enfermo mientras Nuño hacía comentarios en voz baja acerca del examen y del tratamiento.
—¿Ves la humedad de las sábanas? ¿Percibes la acidez de su aliento?
Yonah prestaba atención mientras Nuño le explicaba a la esposa del enfermo que su marido padecía unas fiebres y un cólico y le recetaba una ligera dieta sin especias y unas infusiones que el paciente debía tomar durante siete días. Cuando iban de casa en casa, cabalgaban a medio galope, pero, durante el lento recorrido de vuelta, Yonah solía hacer preguntas acerca de lo que había aprendido en el transcurso de la jornada.
—¿Varían mucho los síntomas del cólico?
—Algunas veces, el cólico se acompaña de fiebres y sudores, pero otras, no. Ello puede deberse a un fuerte estreñimiento que se cura con higos hervidos en aceite de oliva hasta formar una pasta espesa. O bien a la diarrea, que se puede combatir con arroz tostado hasta adquirir un tono marrón y después hervido y comido muy despacio.
Por su parte, Nuño también le hacía preguntas.
—¿Qué relación se puede establecer entre lo que hoy hemos visto y lo que dice Avicena a propósito de la identificación de una enfermedad?
—Según Avicena, la enfermedad se identifica a veces mediante lo que el cuerpo produce y expulsa, como, por ejemplo, esputos, heces, sudor y orina.
Yonah seguía trabajando en la traducción del libro de Avicena, el cual confirmaba las lecciones de Nuño:
Los síntomas se establecen mediante el examen físico del cuerpo. Algunos de ellos son visibles, como la ictericia y el edema; otros son perceptibles a través del oído, como los gorgoteos del vientre en la hidropesía; el mal olor se percibe a través del olfato, por ejemplo, el de las úlceras purulentas; otros son accesibles a través del gusto como, por ejemplo, la acidez de la boca; el tacto también permite identificar algunos; la firmeza de…
Cuando tropezaba con alguna palabra que no comprendía, tenía que recurrir a Nuño.
—Aquí dice «la firmeza de…»; la palabra hebrea es sartán. Lo siento, no sé qué significa.
Nuño leyó la página transcrita con una sonrisa en los labios.
—Estoy casi completamente seguro de que significa cáncer. El tacto identifica la firmeza del cáncer.
El solo proceso de traducción de semejante libro resultaba educativo de por sí, pero Yonah no podía dedicar mucho tiempo a Avicena, pues Nuño Fierro era un maestro muy exigente que le impuso inmediatamente la tarea de leer otros libros.
El médico poseía varios clásicos de la medicina en romance y Yonah tuvo que enfrentarse con los conocimientos de Teodorico Borgognoni sobre cirugía, las obras de Isaac acerca de las fiebres y las de Galeno acerca del pulso.
—No te limites a leerlas —le advirtió Nuño—. Apréndetelas. Apréndetelas tan a fondo que en el futuro ya no tengas que consultarías. Un libro se puede quemar o perder, pero, cuando uno se lo aprende, el libro ya forma parte de su persona y los conocimientos duran tanto como él.
Las oportunidades para nuevas disecciones en el establo eran poco frecuentes, pero ambos pudieron estudiar el cadáver de una mujer de la ciudad que se había arrojado al Ebro y había muerto ahogada. Cuando le abrieron el vientre, Nuño extrajo un feto no enteramente formado, tan pequeño como esos pececillos que los pescadores suelen arrojar de nuevo al agua.
—La vida la engendra el esperma que sale del pene —le explicó Nuño—. No se sabe qué ocurre en el cuerpo de la mujer para que se produzca semejante transformación. Algunos creen que las semillas del liquido expulsado por el hombre se desarrollan gracias al calor natural del canal femenino. Otros apuntan la posibilidad de que se deba al calor adicional de la fricción durante las repetidas embestidas del miembro viril.
Después disectaron un pecho y Nuño señaló que, a veces, en el esponjoso tejido interior se desarrollaban tumores.
—Aparte de su función en la lactancia de los niños, los pezones son unas áreas sexualmente sensibles. En realidad, se puede preparar a una mujer para el acto sexual con el estimulo de distintas zonas, ya sea con las manos o la boca del varón, pero muchos anatomistas ignoran el secreto de que la sede de la excitación de la mujer se encuentra aquí —dijo Nuño, mostrándole a Yonah un minúsculo órgano del tamaño de un guisante, oculto entre unos pliegues idénticos de piel cual si fuera una joya envuelta en la parte superior de la vagina. Ello le hizo recordar al médico otra lección que deseaba impartir—. En la ciudad hay un considerable número de mujeres, más que suficiente para satisfacer discretamente las necesidades de un hombre. Pero mantente apartado de las prostitutas, pues muchas de ellas están aquejadas de sífilis, una enfermedad que conviene evitar por sus terribles consecuencias.
Una semana más tarde, Nuño tuvo la oportunidad de grabar profundamente aquella lección en la mente de Yonah, obligándolo a acompañarlo a la casa de Lucía Porta, en el centro de la ciudad.
—Señora, soy el médico que viene a ver al pequeño José y a Fernando —dijo.
Inmediatamente se oyeron los pasos de la mujer que se estaba acercando a la puerta.
—Dios os guarde, señora —dijo Nuño.
Ella les miró sin responder al saludo, pero les franqueó el paso.
Un chiquillo de ojos empañados permanecía apoyado contra la pared.
—Dios te guarde, Fernando —dijo Nuño—. Fernando tiene ocho años —le explicó a Yonah mientras éste experimentada una oleada de compasión, pues el pequeño a duras penas aparentaba cuatro o cinco.
El niño tenía las piernas muy flacas y terriblemente arqueadas y, cuando bostezó con indiferencia, dejó al descubierto una extraña dentadura malformada.
—Y éste es José.
Yonah y Nuño se inclinaron sobre un camastro.
—Dios te guarde, José —musitó Nuño. El niño tenía la boca y la zona que rodeaba la nariz llenas de llagas y ampollas—. Fernando ya tiene en el escroto y en el ano varias erupciones oscuras en forma de pequeños racimos. El más pequeño no tardará en tenerlas.
—¿Os queda suficiente ungüento, señora?
—No, ya lo he gastado todo.
Nuño asintió con la cabeza.
—En tal caso, tenéis que ir a la botica de fray Medina. Le diré que os espere y os dé un poco más.
Yonah lanzó un suspiro de alivio cuando salieron a la soleada calle y se alejaron de aquel lugar.
—El ungüento les servirá de muy poco. Prácticamente no se puede hacer nada —suspiró Nuño—. Las llagas se curarán, pero los dientes se quedarán separados y puede que se produzcan otras complicaciones más graves. He sabido que varios de mis pacientes que han perdido la razón, dos hombres y una mujer, habían padecido la sífilis cuando eran más jóvenes. —Se encogió de hombros—. No puedo demostrar la relación entre ambas enfermedades, pero es curioso que se produzca semejante coincidencia —añadió.
Después el médico se pasó mucho tiempo sin enseñarle a Yonah nada más acerca de la sífilis.
Nuño decretó que su aprendiz tenía que ir a misa con regularidad, a pesar de que, al principio, Yonah se rebeló contra dicha norma. Una cosa era haber simulado ser un cristiano devoto en Gibraltar, donde se hallaba sometido a una severa vigilancia, y otra muy distinta tener que cumplir hipócritamente los preceptos del catolicismo en casa de Nuño Fierro, donde el corazón le decía que un incrédulo no corría ningún peligro.
Pero Nuño se mostró inflexible.
—Cuando hayas terminado tu aprendizaje, tendrás que presentarte ante las autoridades de la ciudad para que te concedan la licencia de médico. Yo deberé acompañarte. A menos que tengan la certeza de que eres un cristiano practicantes no te concederán la licencia. —Después, adujo un argumento decisivo—: Si te descubren y te destruyen, Reyna y yo seremos destruidos contigo.
—Sólo he ido a la iglesia algunas veces, obligado por la necesidad. Imité lo que hacían las personas que tenía a mi lado, me arrodillé cuando los demás se arrodillaban y permanecí sentado cuando los otros lo hacían. Pero ir a la iglesia es muy peligroso para mi, pues desconozco las sutilezas del comportamiento que allí se tiene que observar.
—Eso es muy fácil de aprender —replicó tranquilamente Nuño.
Durante algún tiempo, junto con las lecciones de medicina, el médico le facilitó a Yonah instrucción acerca de cuándo levantarse y arrodillarse, de qué forma recitar las plegarias en latín como si éstas le fueran tan familiares como la shema, e incluso cómo hacer la genuflexión al entrar en la iglesia como si lo hubiera hecho todos los domingos y fiestas de guardar de su vida.
La primavera llegó a Zaragoza más tarde que en Gibraltar, pero, al final, los días se hicieron más largos y más cálidos. Los árboles que Yonah había podado y abonado en el vergel florecieron prodigiosamente y éste contempló cómo caían los perfumados pétalos de color de rosa y eran sustituidos en cuestión de pocas semanas por los primeros y minúsculos frutos, duros y verdes, de los manzanos y los melocotoneros.
Un día en que caía una fina llovizna, una viuda llamada Loretta Cavaller acudió al consultorio, señalando que, desde hacía dos años, su flujo mensual había desaparecido casi por entero, siendo sustituido por unos fuertes calambres. La mujer, de baja estatura, piel clara y cabello de color pardo desvaído, describió sus problemas con voz entrecortada debido a la timidez y los ojos clavados en la pared, sin mirar ni una sola vez a Yonah o a Nuño. Había acudido a dos comadronas, dijo, y éstas le habían dado unos ungüentos y una panacea, pero todo había sido inútil.
—¿Hacéis de cuerpo con regularidad? —le preguntó Nuño.
—Casi nunca.
Cuando los intestinos estaban obstruidos, Nuño recetaba una bebida de semillas de lino en agua fría. Fuera del consultorio esperaban el carro y el caballo de la viuda, pero Nuño le dijo a ésta que durante algún tiempo debería dejar el carro en casa y salir a hacer sus recados montada en su caballo. Para aumentar el volumen del flujo, le dijo que hirviera en agua corteza de cerezo, verdolaga y hojas de frambuesa, y que se tomara la infusión resultante cuatro veces al día y prosiguiera el tratamiento hasta treinta días después de la normalización del flujo.
—No sé dónde voy a encontrar los ingredientes —dijo la mujer.
Nuño le contestó que los hallaría en la botica de Zaragoza.
Pero a la tarde del día siguiente, Yonah arrancó unas tiras de corteza de cerezo silvestre, recogió un poco de verdolaga y de hojas nuevas de frambueso y aquella misma noche lo llevó todo, junto con una botella de vino, a la casita de la mujer a orillas del Ebro. La mujer iba descalza cuando le abrió la puerta, pero, aun así, lo invitó a pasar y le agradeció la corteza y las hojas. Después le ofreció una jarra del vino de su casa, llenó otra para ella, y ambos se sentaron al amor de la lumbre en dos sillas bellamente labradas. Cuando Yonah alabó la belleza de los muebles, la mujer le explicó que las había hecho su difunto esposo, Fernando Reverte, que era maestro carpintero.
—¿Cuánto tiempo hace que murió vuestro esposo? —le preguntó Yonah.
La mujer contestó que hacía dos años y dos meses que las aftas se habían llevado a Fernando y que ella rezaba a diario por su alma inmortal.
Ambos mantuvieron una tímida charla, interrumpida por prolongados silencios. Yonah sabía muy bien lo que hubiera deseado que ocurriera, pero ignoraba qué clase de conversación hubiera podido favorecer sus planes. Al final, se levantó y la mujer hizo lo propio; sabía que, a no ser que emprendiera una acción decisiva, no tendría más remedio que irse, por lo que, de repente, la rodeó con sus brazos y se inclinó para rozarle la boca con sus labios.
Loretta Cavaller permaneció totalmente inmóvil entre sus brazos antes de apartarse, tomar la lámpara de aceite y acompañarlo al otro lado de la estancia, donde él siguió sus pies descalzos, subiendo por una angosta y empinada escalera. Una vez en la cámara, Yonah sólo tuvo un breve instante para observar que el lecho de madera de roble que había labrado Fernando, con toda una profusión de racimos, higos y granadas entrelazados, era mucho más hermoso que las sillas de abajo, pues ella se apresuró a sacar la lámpara de la cámara y la dejó en el suelo del pasillo. Cuando la mujer volvió a entrar, sólo se oyó el rápido crujido de las prendas contra la carne mientras ambos se desnudaban y arrojaban la ropa al suelo.
Cayeron el uno en brazos del otro como dos viajeros sedientos que, en un árido desierto, esperaran encontrar la dulzura del agua, pero la unión sólo le deparó a Yonah un momentáneo alivio, no el placer que él tanto ansiaba experimentar. Más tarde, tendido en la estancia a oscuras en medio de los efluvios del acto que habían llevado a cabo, Yonah exploró con las manos los fláccidos pechos, las afiladas caderas y las huesudas rodillas.
La mujer se puso la camisa antes de ir por la lámpara del pasillo, por lo que no tuvo ocasión de verla desnuda. Aunque el aprendiz de médico regresó a la casa para yacer con ella en otras tres ocasiones, la unión entre ambos carecía de pasión y Yonah se sintió como si estuviera cometiendo un acto de onanismo con el cuerpo prestado de la viuda. No tenían prácticamente nada que decirse; la embarazosa conversación era seguida por un desahogo en el hermoso lecho y, finalmente, por unas breves y torpes palabras cuando él se despedía. La cuarta vez que Yonah acudió a la casa, ella no lo invitó a entrar y Yonah pudo ver a su espalda a Roque Arrellano, el carnicero de Zaragoza, sentado descalzo junto a la mesa, bebiéndose el vino que él le había regalado a la viuda.
Varios domingos más tarde, estando Yonah en la iglesia, el sacerdote leyó las amonestaciones de Loretta Cavaller y Roque Arrellano. Una vez casada, Loretta Cavaller se puso a trabajar en la próspera carnicería de su esposo. Nuño criaba gallinas, pero no así cerdos o vacas, por lo que muchas veces Reyna le pedía a Yonah que fuera a la carnicería a comprar la carne o el pescado que Arrellano vendía algunas veces. Loretta había aprendido el oficio y Yonah admiraba el cuidado y la rapidez con que ésta cortaba la carne. Los precios de Arrellano eran muy altos, pero Loretta siempre saludaba afablemente a Yonah, lo miraba con una radiante expresión de felicidad y algunas veces le regalaba huesos con tuétano que Reyna utilizaba para hacer sopas o hervir aves de corral.
Tanto Nuño como Reyna habían entrado a vivir en la hacienda cuando el amo de la casa era todavía el médico judío Juan de Gabriel Montesa, el cual tenía por costumbre bañarse antes de la puesta de sol del viernes con vistas al día de descanso. Nuño y Reyna habían adquirido la costumbre de bañarse cada semana, Nuño los lunes y Reyna los miércoles, por lo que sólo se tenía que calentar el agua una vez en el transcurso de una noche. El baño lo hacían en una tina de cobre colocada delante de la chimenea, donde entre tanto ponían a calentar otra olla de agua.
Para Yonah era un lujo bañarse todos los viernes tal como hacia Montesa, a pesar de que tenía que encoger el cuerpo en el interior de la tina. A veces, los miércoles por la noche salía a dar un paseo mientras Reyna se bañaba, pero casi siempre se quedaba en su habitación, tocando la guitarra o trabajando en la traducción del libro de Avicena a la luz de la lámpara. Le costaba aprenderse de memoria los nombres de los medicamentos que tenían un efecto astringente en las llagas, o de los que calentaban el cuerpo y no purgaban mientras trataba de imaginarse el aspecto de Reyna.
Cuando el agua se enfriaba, oía que Nuño se acercaba a ella, retiraba la olla del fuego y añadía agua caliente a la tina tal como ella hacía por él los lunes.
Nuño le prestaba aquel mismo servicio a su aprendiz los viernes, moviéndose muy despacio y con gran esfuerzo mientras levantaba la olla, indicaba a Yonah que apartara las piernas a un lado para no quemarlo y vertía el agua caliente, resollando ruidosamente.
—Se esfuerza demasiado y ya no es joven —le dijo Reyna a Yonah una mañana en que Nuño estaba ocupado en el establo.
—Yo procuro aliviarle la carga —dijo Yonah con cierto remordimiento.
—Lo sé. Le pregunté por qué gastaba tanta energía en enseñaros —le confesó Reyna con toda sinceridad—. Me contestó: «Lo hago porque se lo merece» —añadió encogiéndose de hombros con un suspiro.
Yonah no pudo consolarla. Nuño se empeñaba en ir a visitar a sus pacientes incluso cuando los casos eran tan sencillos que el resto del tratamiento lo hubiera podido llevar a cabo su aprendiz. Nuño no se conformaba con que Yonah hubiera leído a Rhazes, el cual señalaba que los residuos y los venenos se eliminaban del cuerpo cada vez que el sujeto orinaba; el maestro tenía que mostrarle a Yonah junto al lecho el color amarillento del blanco del ojo del enfermo de fiebres, el color rosado de la orina al comienzo de unas fiebres palúdicas que se repetían cada setenta y dos horas, la blanca y espumosa orina que a veces acompañaba los forúnculos llenos de pus. También le enseñaba a identificar los distintos olores de las enfermedades a través de la orina.
Nuño era además un experto en el arte y la ciencia de la botica. Sabía secar y pulverizar hierbas, aparte de preparar ungüentos e infusiones, pero no se hacía él mismo las medicinas. En su lugar, solía requerir los servicios de un anciano franciscano, fray Luis Guerra Medina, un hábil boticario que ya preparaba las medicinas para Juan de Gabriel Montesa.
—Siempre hay sospecha de envenenamiento, sobre todo cuando muere algún personaje de la realeza. En ocasiones las sospechas tienen fundamento, pero las más de las veces, no —le dijo Nuño a Yonah—. Durante mucho tiempo, la Iglesia prohibió a los cristianos tomar medicamentos preparados por judíos por temor a que éstos los envenenaran. A pesar de todo, algunos médicos judíos siguieron preparando sus propios remedios, pero muchos médicos, tanto cristianos viejos como judíos, fueron acusados de intento de envenenamiento por parte de pacientes que no querían pagar sus deudas médicas. Juan de Gabriel Montesa se sentía más seguro utilizando los servicios de un fraile boticario y por eso yo también recurro a fray Guerra. He descubierto que conoce perfectamente la diferencia entre el eupatorio y el sen.
Yonah comprendió el peligro que había corrido facilitándole hierbas medicinales a Loretta Cavaller y decidió no volverlo a hacer nunca más. De esta manera aprendía las lecciones de su maestro y prestaba atención mientras Nuño Fierro trataba de prepararle para su vida de médico, tanto por medio de los conocimientos profesionales como de las cuestiones más sencillas que constituían la base de una práctica satisfactoria.
Un día, cuando ya llevaba algo más de un año como aprendiz, Yonah se percató de que, durante aquel período, habían muerto once de sus pacientes.
Había aprendido lo suficiente como para comprender que Nuño Fierro era un médico excepcional y sabía que su destino estaba en manos de un maestro extraordinario, pero le dolía entrar en una profesión en la que quien la ejercía tropezaba tantas veces con el fracaso.
Nuño Fierro observaba a su alumno tal como un buen adiestrador de caballos estudia un animal prometedor. Vio que Yonah luchaba amargamente contra la creciente oscuridad cuando un paciente yacía moribundo y observaba la tristeza de los ojos de su pupilo cada vez que alguien moría.
Esperó hasta una noche en que se sentó a descansar junto al fuego con su alumno, con una jarra de vino en la mano tras una dura jornada de trabajo.
—Tú mataste al hombre que asesinó a mi hermano. ¿Has quitado alguna otra vida, Ramón?
—Sí.
Nuño tomó un sorbo de vino y estudió a su aprendiz mientras éste le contaba de qué forma había organizado la muerte de los dos traficantes de reliquias.
—Si estas circunstancias volvieran a repetirse, ¿te comportarías de otra manera? —preguntó Nuño.
—No, porque aquellos tres hombres me hubieran matado. Pero la idea de haber arrebatado vidas humanas es una dura carga.
—¿Y deseas ejercer la medicina para expiar el pecado de haber quitado unas vidas por medio de la salvación de otras?
—No fue éste el motivo de haberos pedido que me enseñéis a ser médico. Pero puede que últimamente lo haya pensado un poco —admitió Yonah.
—En tal caso, conviene que comprendas con más claridad el poder del arte de la medicina. Un médico sólo puede aliviar el sufrimiento de un reducido número de personas. Combatimos sus enfermedades, vendamos sus heridas, reducimos las fracturas de sus huesos y ayudamos a nacer a sus hijos. Pero cada criatura viviente tiene que acabar muriendo. Por consiguiente, a pesar de nuestros conocimientos, habilidad y entusiasmo, algunos de los pacientes se nos mueren; no tenemos que afligimos en exceso ni sentirnos culpables por el hecho de no ser dioses y no poder regalar la eternidad. En su lugar, si los pacientes han aprovechado bien el tiempo, debemos alegrarnos de que hayan gozado de la bendición de la vida.
Yonah asintió con la cabeza.
—Lo comprendo.
—Así lo espero —dijo Nuño—. Porque, si te faltara esta comprensión, serías verdaderamente un mal médico y acabarías perdiendo la razón.