Los libros
A pesar del esfuerzo que ello le exigió, antes de descansar o de lavarse, Yonah le contó a Nuño Fierro con todo detalle los acontecimientos de la mañana en que Manuel Fierro había muerto a causa de la flecha que Ángel Costa le disparó a la garganta, la misma en que él había matado a Ángel. Nuño Fierro le escuchó con los ojos cerrados. Fue una historia muy dolorosa de escuchar y, cuando Yonah terminó, Nuño inclinó la cabeza y se retiró para estar solo.
El ama de llaves de Nuño Fierro era una mujer fornida, reposada y recelosa de unos cuarenta años, más madura de lo que Yonah había imaginado al entrever fugazmente su figura a través del resquicio de la puerta. Se llamaba Reyna Fadique. Guisaba muy bien y le calentó el agua del baño sin una protesta. Yonah se pasó un día y medio durmiendo y sólo despertó para hacer sus necesidades, comer algo y volver a dormirse.
Cuando se levantó de su jergón a la tarde del segundo día, se encontró toda la ropa lavada y planchada. Se vistió y se aventuró a salir. Poco después Nuño Fierro lo encontró arrodillado a la orilla del arroyo, contemplando las cabriolas de una pequeña trucha en el agua.
Yonah le agradeció su hospitalidad.
—Ya estoy descansado y listo para regresar al camino —anunció, esperando con cierta turbación.
No tenía dinero suficiente para hacer una oferta por el caballo tordo, pero pensaba que quizá podría comprar la acémila. Aborrecía la idea de ir a pie.
—He abierto el cofre de cuero —declaró el médico.
Yonah percibió en su voz algo que lo indujo a levantar bruscamente los ojos.
—¿Acaso parece que falta algo?
—Muy al contrario. Había algo que yo no esperaba encontrar. —Nuño Fierro sostenía en la mano un trozo de papel arrancado irregularmente de una hoja más grande. En él, en una tinta que todavía conservaba adheridos algunos granos de la arena secante, figuraba escrita una frase: «Creo que el portador es un cristiano nuevo».
Yonah se quedó de una pieza. ¡O sea que había habido por lo menos un hombre que no se había dejado engañar por su falsa identidad y sus modales corteses! El maestro le creía un converso, naturalmente, pero sabía que era judío. La nota demostraba que confiaba en que Yonah le entregara sus riquezas a su hermano en caso de que él falleciera. Un homenaje desde la tumba a su honradez, que él casi no se merecía.
Pese a todo, sufrió una decepción por el hecho de que Manuel Fierro hubiera considerado necesario advertir a su hermano de que tenía en casa a un judío.
Nuño Fierro reparó en la desconcertada expresión de su rostro.
—Os ruego que me acompañéis.
Una vez en la casa y en su estudio, Nuño apartó de la pared una colgadura que cubría una hornacina del muro de piedra. En el interior de la hornacina había dos objetos envueltos en unos lienzos cuidadosamente atados con tiras de tela. Una vez desenvueltos, los objetos resultaron ser dos libros.
—Aprendí mi oficio con Juan de Gabriel Montesa, uno de los más afamados médicos de España, y más tarde tuve el honor de ejercer la medicina con él. Era judío. La Inquisición se llevó a su hermano. Por la misericordia de Dios, él pudo morir por causas naturales en su lecho cuando ya era muy anciano, dos meses antes de que se promulgara el edicto de expulsión.
—En el momento de la expulsión, sus dos hijos y su hermana no disponían de medios para viajar con seguridad. Yo les compré esta casa y las tierras, y también los libros.
—Me dicen que uno de ellos es el Comentario a los aforismos médicos de Hipócrates, de Moisés ben Maimon, a quien vuestro pueblo llama Maimónides; una de las mas grandes figuras judías de todos los tiempos, filósofo y medico real del sultán Saladino; y que el otro es el Canon de la medicina de Avicena, a quien los moros conocen como Ibn Sina. Le había comunicado por escrito a mi hermano Manuel que yo estaba en posesión de estos libros y ansiaba descubrir sus secretos. Y ahora él me ha enviado a un cristiano nuevo.
Yonah tomó uno de los libros y sus ojos se posaron en las letras que tanto tiempo llevaba sin ver. Se le antojaron extrañas y desconocidas y, en su nerviosa alegría, parecieron convertirse en unas retorcidas serpientes.
—¿Tenéis otros libros de Maimónides? —preguntó con la voz ronca a causa de la emoción.
Qué no hubiera dado por un ejemplar de la Mishneh Torah, pensó; abba tenía aquel libro en el que Maimónides comentaba toda la práctica judía y describía con detalle lo que él había perdido.
Por desgracia, Nuño Fierro sacudió la cabeza.
—No. Había otros libros, pero los hijos de Gabriel Montesa se los llevaron al marcharse. —Miró con inquietud a Yonah—. ¿Podríais vos traducir estos dos?
Yonah contempló la página. Las serpientes ya volvían a ser simplemente unas letras muy queridas, pero…
—No lo sé —contestó en tono dubitativo—. Antes dominaba sin esfuerzo el idioma hebreo, pero llevo mucho tiempo sin practicar.
Nueve largos años.
—¿Estaríais dispuesto a quedaros aquí conmigo e intentarlo? Yonah se sorprendió de que lo hubieran vuelto a reunir con la lengua de su padre.
—Me quedaré durante algún tiempo —contestó.
De haber podido elegir, hubiera intentado traducir primero el libro de Maimónides, pues el ejemplar era muy antiguo y las secas páginas se estaban desintegrando, pero Nuño Fierro estaba deseando leer a Avicena, por lo que Yonah empezó por la obra de éste.
No estaba seguro de saber traducir. Avanzaba muy despacio, de una palabra en una y de un pensamiento en uno, hasta que las letras que antaño le fueran tan familiares lo volvieron a ser.
—¿Y bien? ¿Qué os parece? —le preguntó el médico al término del primer día.
Yonah se encogió de hombros.
Las letras hebreas despertaban en él los recuerdos de su padre, enseñándole, discutiendo el significado de las palabras y su aplicación a las relaciones del hombre con los demás hombres y a sus relaciones con Dios y con el mundo.
Recordó el sonido de las cascadas y viejas voces, y de las fuertes y jóvenes voces cantando juntas, el gozo de los cantos y la tristeza del kaddish. Algunos fragmentos de rezos y versos que creía perdidos para siempre empezaron a aflorar vertiginosamente desde las profundidades de su memoria como capullos azotados por el viento. Las palabras hebreas que traducía hablaban de tétanos y pleuresía, temblores febriles y pócimas para aliviar el dolor, pero a él le evocaban los cantos, las poesías y el fervor que había perdido en medio de la crueldad que había rodeado su llegada a la mayoría de edad.
Algunas palabras no las conocía y no tenía más remedio que conservar la palabra original judía en la frase castellana. Pero en otros tiempos, él conocía muy bien el idioma y, poco a poco, lo fue recordando.
Nuño Fierro rondaba ansiosamente por la habitación donde trabajaba.
—¿Qué tal va? —le preguntaba al término de cada jornada.
—Estoy empezando a hacer algunos progresos —pudo contestarle finalmente Yonah.
Nuño Fierro era un hombre honrado y no tardó en advertir a Yonah de que en el pasado Zaragoza había sido un lugar muy peligroso para los judíos.
—La Inquisición vino aquí muy pronto y su azote fue muy severo —dijo.
Torquemada nombró dos inquisidores para Zaragoza en mayo de 1484. Tan ansiosos estaban aquellos clérigos de acabar con los recalcitrantes judíos, que celebraron su primer auto de fe sin tomarse la molestia de promulgar primero el Edicto de Gracia, el cual permitía a los cristianos nuevos descarriados confesar voluntariamente su error y pedir clemencia. El 3 de junio ejecutaron a los dos primeros conversos y el cadáver de una mujer fue exhumado y quemado en la hoguera.
—Había en Zaragoza varios hombres buenos, miembros de la Diputación de Aragón y del Consejo de los Estados, que se escandalizaron e indignaron. Se presentaron ante el Rey para señalarle que los nombramientos y las ejecuciones de Torquemada eran ilegales y que sus confiscaciones de propiedades violaban los fueros del Reino de Aragón. No se oponían a los juicios por herejía —dijo Nuño Fierro—, pero pedían que la Inquisición se dedicara a la tarea de devolver a los pecadores al seno de la Santa Madre Iglesia mediante la instrucción y la admonición, e impusiera castigos más leves. Decían que no se tenían que lanzar calumnias contra hombres buenos y piadosos y añadieron que en Aragón no había herejes notorios.
Fernando despidió bruscamente a los consejeros.
—Les dijo que, si había efectivamente tan pocos herejes en Aragón, ¿por qué le molestaban con su temor de la Inquisición?
La noche del 16 de septiembre de 1485, Pedro Arbués, uno de los inquisidores, fue asesinado mientras rezaba en la catedral. No hubo testigos del crimen, pero las autoridades dieron inmediatamente por sentado que los asesinos eran unos cristianos nuevos. Tal como se había hecho en el caso de otras imaginarias insurrecciones de conversos, detuvieron de inmediato al jefe de la población de cristianos nuevos, un distinguido y anciano jurista llamado Jaime Montesa, representante de la justicia mayor del reino.
Con él fueron detenidos varios amigos suyos, hombres profundamente cristianos, padres y hermanos de monjes cuyos antepasados habían sido conversos. Entre ellos figuraban hombres que ocupaban elevadas posiciones en el gobierno y el comercio, muchos de los cuales habían sido nombrados caballeros por su valor. Uno a uno fueron declarados «judío mamas», judíos auténticos. Las terribles torturas dieron lugar a confesiones de una conjura. En diciembre de 1485, otros dos conversos fueron quemados en la hoguera y, a principios de enero de 1486, cada mes se celebraron autos de fe en Zaragoza.
—Por consiguiente, conviene que tengáis cuidado. Mucho cuidado —le advirtió Fierro a Yonah—. ¿Ramón Callicó es vuestro verdadero nombre?
—No. Me buscan como judío bajo mi verdadero nombre.
Nuño Fierro hizo una mueca.
—No me lo reveléis —se apresuró a decir—. Si nos preguntan, diremos simplemente que sois Ramón Callicó, un cristiano viejo de Gibraltar, sobrino de la esposa de mi difunto hermano.
No fue difícil. Yonah no vio a ningún soldado ni clérigo. No se apartaba demasiado de la hacienda que el médico judío Juan de Gabriel Montesa, haciendo gala de una gran inteligencia, había mandado levantar lo bastante cerca de la ciudad y lo bastante apartada del camino como para que sólo los que precisaran de atención médica se tomaran la molestia de ir.
La propiedad de Fierro cubría tres lados de la larga e inclinada pendiente de una colina y conservaba vestigios de su antiguo esplendor, pero estaba claro que Nuño Fierro no era un buen agricultor. La hacienda tenía un olivar y un pequeño vergel, ambos en buenas condiciones, pero desesperadamente necesitados de una buena poda. Recordando sus tiempos de peón, Yonah encontró una pequeña sierra en el granero y podó varios árboles, tras lo cual amontonó las ramas cortadas y las quemó tal como había visto hacer en las fincas donde antaño había trabajado. Detrás del granero había un montón de estiércol de caballo y paja de las cuadras, a lo que añadió la ceniza de las hogueras, extendiendo la mezcla bajo media docena de árboles.
En lo alto de la colina y en su lado norte había un abandonado campo que Reyna llamaba el lugar de los perdidos. Era un cementerio sin ninguna indicación, reservado a los desventurados que se quitaban la vida, pues según la doctrina de la Iglesia, los suicidas estaban condenados y no podían ser sepultados en tierra consagrada.
Justo por encima de la casa se levantaba la ladera sur de la colina, la mejor parte de la propiedad, con una tierra muy fértil, plenamente expuesta al sol. Reyna tenía un pequeño huerto para el propio consumo, pero buena parte de él estaba invadido por los hierbajos y los arbustos. Yonah comprendió que, si alguien hubiera querido trabajar en serio aquella tierra, las posibilidades hubieran sido muchas. No estaba seguro del tiempo que se iba a quedar allí, pero se sentía atrapado por el redescubrimiento de la lengua hebrea y, a medida que iban transcurriendo las semanas, el hecho de vivir allí le parecía cada vez más normal. Era una casa llena de aromas de guisos y asados y del calor de una gran chimenea. Yonah mantenía la leñera bien abastecida, cosa que Reyna le agradecía, pues ésa solía ser una de sus obligaciones. La planta baja estaba formada por una sola estancia muy espaciosa que se utilizaba pata guisar y comer, y en la que había dos cómodos sillones junto al fuego. Arriba, el jergón de Yonah ocupaba un pequeño cuarto de almacenamiento situado entre el gran dormitorio principal y el cuarto más pequeño de Reyna, cada uno de ellos con una cama.
Las paredes eran muy delgadas. Yonah jamás había oído rezar al ama de llaves, pero todos sabían que los demás lo podían oír a uno cuando se levantaban para hacer sus necesidades en el orinal. Una vez Yonah oyó el leve gemido que emitió Reyna mientras bostezaba y se la imaginó desperezándose y disfrutando del lujo de unas pocas horas de descanso. Durante el día la miraba a hurtadillas procurando que no se dieran cuenta, pues desde un principio supo que Reyna tenía dueño.
Varias veces, acostado en su cama en medio de la oscuridad de la noche, la oía abrir la puerta de su habitación, entrar en la de Nuño y cerrar la puerta a su espalda. Y a veces oía los sonidos amortiguados del amor.
¡Bien por ti, médico!, pensaba, atrapado en la prisión de sus ansias reprimidas. Observó que en su comportamiento diurno Nuño y Reyna eran amo y criada, amables el uno con el otro, pero sin la menor manifestación de intimidad.
Sus encuentros amorosos no eran tan frecuentes como Yonah hubiera esperado. Al parecer, las necesidades de Nuño Fierro ya no eran muy urgentes. Yonah era un hombre muy perspicaz y había observado ya desde un principio que algunas veces, después de cenar, Nuño le decía a Reyna que al día siguiente quería que le preparara un pollo hervido condimentado con especias y entonces ella inclinaba la cabeza. Y, por la noche, ella siempre acudía al dormitorio de Nuño. Cada vez que los veía utilizar su código privado, Yonah no podía dormir hasta que oía entrar a Reyna en la habitación del otro hombre.
Yonah se dio cuenta por vez primera de que Nuño estaba indispuesto una tarde en que se levantó de la mesita en la que hacía sus traducciones y vio al médico sentado en silencio en los peldaños inferiores de la escalera. Fierro estaba pálido y respiraba con dificultad.
—¿Os puedo ayudar, señor? —le preguntó, acercándose presuroso a él, pero Nuño Fierro sacudió la cabeza y levantó la mano.
—Dejadme en paz.
Yonah asintió con la cabeza y regresó a su escritorio. Poco después oyó que Fierro se levantaba y subía a su habitación.
Varias noches más tarde hubo unos fuertes vientos y una persistente lluvia que acabó con una prolongada sequía. En la oscuridad que precede al amanecer, los tres fueron despertados por unos golpes en la puerta y una sonora voz de hombre, llamando al señor Fierro.
Reyna bajó corriendo y contestó a gritos a través de la puerta cerrada.
—Sí, si. ¿Qué ocurre?
—Soy Ricardo Cabrera. Por favor, necesitamos al médico. Mi padre ha sufrido una grave caída.
—Ya voy —gritó Nuño desde lo alto de la escalera.
Reyna abrió sólo un resquicio, pues iba en camisa de dormir.
—¿Dónde está vuestra alquería?
—A dos pasos del camino de Tauste.
—¡Pero eso está en la otra orilla del Ebro!
—Yo lo he cruzado sin ninguna dificultad —adujo el hombre en tono de súplica.
En ese momento Yonah oyó por vez primera la voz de la criada discutiendo con Nuño como si fuera su mujer.
—¡No pongáis los instrumentos y las medicinas en la bolsa! Está demasiado lejos y hay que cruzar el río. No podéis salir en una noche como ésta.
Inmediatamente después se produjo otra llamada, esta vez a la puerta de Yonah. Reyna entró y se acercó a él en la oscuridad.
—No es un hombre fuerte. Acompañadle y ayudadle. Cuidad de que regrese sano y salvo.
Nuño tenía menos confianza de la que aparentaba y lanzó un suspiro de alivio cuando Yonah se vistió y bajó.
—¿Por qué no tomáis uno de los caballos de vuestro hermano? —le preguntó Yonah, pero el médico sacudió la cabeza.
—Ya tengo mis propios caballos, que han cruzado el Ebro muchas veces.
Así pues, Yonah ensilló el caballo alazán de Nuño y el tordo árabe y ambos siguieron a la peluda jaca del hijo del campesino bajo una lluvia torrencial. El arroyo se había convertido en una caudalosa corriente y los jinetes se vieron rodeados de agua por todas partes mientras avanzaban entre el barro del camino. Yonah llevaba la bolsa de Nuño para que éste pudiera sujetar las riendas con ambas manos.
Ya estaban completamente empapados cuando llegaron a la orilla del río. Bajo aquel aguacero no había ningún vado somero y tranquilo. La corriente bajaba impetuosa y les llegaba a la altura de los estribos cuando atravesaron el caudaloso río, pero hasta la pequeña y resistente jaca consiguió cruzar la corriente sin sufrir ningún percance. Llegaron a la alquería chorreando agua y muertos de frío, pero no tuvieron tiempo de buscar un poco de comodidad.
Pascual Cabrera yacía en el suelo del establo mientras cerca de allí su mujer echaba heno con la horca a los animales. El hombre emitió un quejido cuando Nuño se inclinó sobre él.
—Me he caído de las rocas del campo —musito.
Respiraba afanosamente, por lo que su mujer prosiguió el relato.
—Hay un lobo merodeando por estos parajes y hace un par de semanas se llevó a un cordero recién parido. Ricardo ha puesto trampas y matará a la bestia, pero, hasta que lo haga, recogemos a nuestras ovejas y cabras en el establo. Mi esposo las recogió a todas menos a esta maldita —dijo, señalando una cabra negra que estaba pastando allí cerca—. Se subió a unas rocas muy altas que hay en lo más alejado de nuestro campo. A las cabras les gusta trepar allí arriba y ésta no quiso bajar. El esposo murmuró algo y Nuño le pidió que lo repitiera.
—Ésta…, es la que nos da más leche.
—Es verdad —dijo la mujer—. Subió a las rocas para recogerla, pero la cabra bajó y regresó ella sola al establo. Las rocas están muy resbaladizas a causa de la lluvia y él resbaló y cayó hasta el fondo. Permaneció un buen rato allí hasta que consiguió levantarse y volver al establo. Yo le quité la ropa y lo cubrí con una manta, pero él estaba tan dolorido que no dejó que lo secara.
Yonah vio a un Nuño muy distinto del que solía ver en casa. El médico actuó con rapidez y seguridad. Apartó la manta y le pidió a Yonah que acercara una de las dos linternas. Sus manos se movieron con delicadeza por el cuerpo del hombre para establecer la gravedad de los daños bajo la mirada de un par de bueyes que estaban en sus correspondientes establos.
—Os habéis roto varias costillas. Y puede que tengáis un hueso astillado en el brazo —declaró Nuño finalmente.
Acto seguido, vendó fuertemente el tronco del hombre con unos lienzos e inmediatamente el señor Cabrera lanzó un suspiro y sintió alivio en su dolor.
—Ah, así me encuentro mejor —susurró el hombre.
—Tenemos que arreglaros también el brazo —advirtió Nuño y, mientras vendaba la extremidad, les dijo a Yonah y Ricardo que ataran la manta entre dos largas y delgadas estacas que había en un rincón del establo.
En cuanto éstos lo hubieron hecho, colocaron a Cabrera en las parihuelas y lo trasladaron a su cama.
Se fueron no sin que antes Nuño le hubiera entregado a la mujer unos polvos con los que ésta debería preparar unas infusiones que ayudarían a su esposo a dormir. Aún estaba lloviznando cuando emprendieron el camino de regreso, pero la tormenta ya había cesado y el río estaba más tranquilo. Dejó de llover antes de que ellos llegaran a casa mientras un soleado amanecer iluminaba el cielo. En la casa, Reyna ya había encendido la chimenea y los esperaba con vino caliente. Inmediatamente calentó agua para el baño del médico.
En la oscuridad de su pequeño cuarto, Yonah se estremeció mientras se frotaba el frío cuerpo con un áspero trozo de arpillera. Prestó atención y oyó los preocupados reproches de la mujer, tan dulces y apremiantes como los arrullos de una paloma. Yonah accedió de buena gana a los requerimientos de Nuño cuando varios días más tarde éste le pidió que volviera a acompañarlo. A la semana siguiente hicieron varias visitas a enfermos y heridos, y muy pronto el médico adquirió la costumbre de hacerse acompañar por Yonah cada vez que tenía que salir.
Mientras visitaban a una mujer aquejada de altas fiebres y temblores paroxísticos, Yonah tuvo ocasión de averiguar que les había ocurrido a los judíos españoles que habían huido a Portugal. Mientras Nuño atendía a la mujer enferma de fiebres palúdicas, su esposo, un mercader de tejidos que solía viajar a Lisboa, se sentó a charlar con Yonah, cantando las excelencias de la comida y el vino portugueses.
—Como sucede en todas partes, Portugal también tiene dificultades con sus malditos judíos —dijo.
—Tengo entendido que los han convertido en esclavos.
—Eran esclavos hasta que Manuel ascendió al trono y los declaró libres. Pero, cuando intentó casarse con la joven Isabel, hija de nuestros reyes Fernando e Isabel, los monarcas españoles le reprocharon su exceso de compasión y entonces él decidió actuar con más firmeza. Su problema era que quería acabar con la presencia judía en su reino, pero no podía permitirse el lujo de perder a los judíos cuyas dotes mercantiles son lamentablemente extraordinarias.
—Eso dicen —asintió Yonah—. Entonces, ¿es cierto?
—Vaya silo es. Yo lo sé en mi propio negocio, el comercio de tejidos, al igual que en otros muchos. Sea como fuere, por orden de Manuel, todos los niños judíos con edades comprendidas entre los cuatro y los catorce años, fueron bautizados en masa. En una fallida experiencia, unos setecientos de los recién bautizados fueron enviados a vivir como cristianos a la isla de Santo Tomé, frente a la costa de África, donde casi todos ellos murieron rápidamente a causa de unas fiebres. Sin embargo, casi todos los niños fueron autorizados a vivir con sus familias y a los judíos adultos se les dio a elegir entre convertirse al cristianismo o abandonar el país. Tal como ocurrió en España, algunos se convirtieron, aunque, a juzgar por nuestra experiencia, cabe dudar de que un hombre que haya sido judío mama pueda llegar a ser un buen cristiano, ¿no os parece?
—¿Adónde se fueron los demás? —preguntó Yonah.
—Ni lo sé ni me importa, con tal de que jamás regresen a nuestro país —contestó el mercader.
Los refunfuños de su mujer lo obligaron a apartarse de Yonah y regresar junto a ella.
Un día, un par de sepultureros subieron por el camino de Nuño llevando por la brida un asno cargado con una forma reclinada. Cuando se detuvieron en la casa para pedir agua, Reyna les preguntó si necesitaban las servicios del médico y ellos le contestaron entre risas que ya era demasiado tarde. El cuerpo echado sobre la grupa del asno era el de un desconocido de piel negra, un vagabundo que, en pleno día, se había cortado la garganta en la plaza Mayor.
Aquella noche Nuño despertó a Yonah de su profundo sueño.
—Necesito tu ayuda.
—Ya la tenéis, señor Fierro. ¿Qué puedo hacer?
—Debéis saber que se trata de una práctica que la Iglesia considera de brujería y pecado mortal. Si me ayudáis y nos descubren, arderéis en la hoguera lo mismo que yo.
Yonah ya había llegado desde hacía tiempo a la conclusión de que Nuño Fierro era un hombre digno de su confianza.
—Ya me buscan para quemarme, mi señor médico. No me pueden quemar más de una vez.
—Pues entonces, ve por una azada y embrida un asno.
La noche era despejada, pero Yonah percibió su frialdad. Juntos condujeron el asno al cementerio de los suicidas. Nuño había subido allí antes del anochecer para localizar la sepultura y ahora mostró el camino hasta ella bajo la clara luz de la luna.
Inmediatamente puso a Yonah a cavar.
—La sepultura es superficial porque los enterradores son unos holgazanes y ya estaban medio borrachos cuando Reyna habló con ellos.
Yonah no tuvo que hacer apenas ningún esfuerzo para sacar del hoyo el cuerpo envuelto en un sudario. Con la ayuda del asno trasladaron el cadáver desde lo alto de la colina al establo, donde le quitaron el sudario y depositaron el cuerpo desnudo sobre una mesa rodeada de lámparas de aceite.
La figura y el rostro correspondían a un hombre de mediana edad con unos apretados rizos de cabello negro, las extremidades muy delgadas, las espinillas cubiertas de magulladuras, varias cicatrices de antiguas heridas y la terrible herida del cuello que le había provocado la muerte.
—El color de su piel no es tema de conjeturas —explicó Nuño Fierro—. En los climas muy calurosos como el de África, los hombres han ido adquiriendo a lo largo de los siglos una piel oscura que los protege de los ardientes rayos del sol. En lugares septentrionales como el país de los eslavos, el clima frío ha dado lugar a unas pieles de una blancura absoluta. —Tomó uno de los finos escalpelos que su hermano le había hecho—. Esto es algo que se viene haciendo desde que existen las artes curativas —dijo, al tiempo que practicaba una incisión recta e ininterrumpida que abrió el cuerpo desde el esternón hasta el pubis—. Tanto en el caso de las pieles oscuras como en el de las claras, el organismo contiene distintas clases de glándulas que son como los gestores de las funciones corporales.
Yonah respiró hondo y apartó el rostro para no aspirar el hedor de la corrupción.
—Ya sé lo que sientes —dijo Nuño—, porque es lo mismo que yo sentí la primera vez que vi hacer lo mismo a Montesa. —Sus manos trabajaban con destreza—. Yo soy un simple médico, no un sacerdote o un demonio. No sé qué ocurre con el alma. Pero sé con toda certeza que no se queda encerrada en esta casa de carne, esta casa que, después de la muerte, trata inmediatamente de convertirse en tierra.
Explicó lo que sabía acerca de los órganos que extrajo e indicó a Yonah que anotara las dimensiones y el peso en un libro con tapas de cuero.
—Esto es el hígado. La nutrición del cuerpo depende de él. Creo que aquí es donde nace la sangre.
—Esto es el bazo… esto, la vesícula biliar, regula el temperamento.
El corazón… ¡cuándo el médico lo extrajo, Yonah lo sostuvo en las palmas de sus manos!
—El corazón atrae la sangre hacia si y la vuelve a enviar a otros lugares. La naturaleza de la sangre es muy desconcertante, pero está claro que el corazón da vida. Sin él, el hombre sería una planta. —Nuño le mostró que el corazón era como una casa con cuatro estancias—. Es posible que en una de estas estancias esté mi propio destino. Creo que Dios se equivocó aquí cuando me hizo. Pero, a lo mejor, el mal lo tengo en el fuelle de los pulmones.
—Entonces, ¿os causa molestias? —Yonah no pudo por menos que preguntar.
—A veces, sí. Tengo dificultades para respirar, es algo que va y viene.
Nuño le mostró de qué manera los huesos, las membranas y los ligamentos sostenían y protegían el cuerpo. Cortó con la sierra la parte superior de la cabeza del escuálido difunto y le mostró a Yonah el cerebro y su conexión con la médula espinal y otros nervios.
Ya había oscurecido cuando lo guardaron todo y el médico cosió las incisiones con la precisión de una costurera. Después volvieron a cubrir el cadáver con el sudario y subieron de nuevo con el asno a la cumbre de la colina.
Yonah enterró al hombre, esta vez más profundamente, y ambos le rindieron el tributo de una oración cristiana y una oración hebrea. Cuando la luz del día se elevó por encima de la colina, ya estaban cada uno en su cama.
Durante la siguiente semana, Yonah se sintió dominado por un extraño desasosiego. Tradujo las palabras de Avicena: «La medicina es la conservación de la salud y la curación de la enfermedad que surge de causas concretas que existen en el interior del cuerpo». Y, cuando iba a ver a los pacientes con Nuño, los miraba de una manera distinta, pues imaginaba en cada uno de ellos el esqueleto y los órganos que había visto en el cuerpo del negro.
Tardó una semana en armarse de valor para hacerle al médico una propuesta.
—Quisiera unirme a vos como aprendiz de médico.
Nuño le miró serenamente.
—¿Es un deseo repentino que puede disiparse como la niebla empujada por el viento?
—No, lo he estado pensando mucho. Creo que estáis haciendo una obra de Dios.
—¿Una obra de Dios? Permíteme que te diga una cosa, Ramón. A menudo creo en Dios. Pero hay ocasiones en que pierdo la fe.
Yonah guardó silencio, sin saber qué contestar.
—¿Tienes algún otro motivo para haberme hecho esta petición?
—Un médico ayuda a los demás a lo largo de toda su vida.
—En efecto. ¿Crees que beneficiarias a la humanidad?
Yonah se percató de que Nuño lo estaba aguijoneando y se molestó.
—Sí, lo creo.
—¿Sabes cuánto puede durar el aprendizaje?
—No.
—Cuatro años. Seria tu tercer aprendizaje, y yo no podría darte la seguridad de que pudieras terminarlo. No sé si Dios me concederá otros cuatro años más de vida para cumplir su obra.
La sinceridad indujo a Yonah a hacer otra confesión.
—Necesito formar parte de algo. Formar parte de algo que sea bueno.
Nuño le miró, frunciendo los labios.
—Os prometo que me esforzaré mucho.
—Ya te estás esforzando mucho para mí —le dijo cariñosamente Nuño. Pero, tras una pausa, añadió—: Bueno. Lo intentaremos.