Los ojos vigilantes
Varias semanas después de que enviara a Lavera y a su acompañante a la cueva, una clara mañana dominical, Yonah montó en su caballo árabe para dirigirse al yermo rocoso y, una vez allí, ató el animal a un arbusto. Cualquier huella que hubiera habido en el pedregoso suelo había sido borrada por los fuertes vientos y la poca lluvia que había caído desde entonces.
El interior de la cueva estaba vacío.
Los huesos del santo habían desaparecido, al igual que la tosca cruz y las vasijas de barro. En su afán de llevarse todas las reliquias sagradas, los saqueadores habían roto el altar. Las ramas secas diseminadas por el suelo y el dibujo del pez en la pared de roca eran la única prueba de que el anterior aspecto de la cueva no era simplemente un sueño de Yonah.
En la pared, por debajo del pez, se veía una mancha que parecía de oscura herrumbre; cuando él se arrodilló con la vela, vio otros restos de herrumbre que no eran sino unos grandes charcos de sangre reseca en el suelo de piedra.
Los que habían tendido la emboscada y habían estado esperando y vigilando en aquel lugar no sólo se habían apoderado de un valioso trofeo sino que, además, habían eliminado a sus competidores en el sur de España.
Yonah sabía que, al entregar el mapa a Anselmo Lavera y su compañero, los había ejecutado con tanta certeza como si él mismo hubiera empuñado el arma. Regresó a Gibraltar sumido en una mezcla de aturdido alivio y hondo remordimiento, consciente de que era un asesino.
Desde que regresara de Tembleque, Ángel Costa se había ido convirtiendo poco a poco en un piadoso defensor de la Iglesia de Gibraltar.
—¿Por qué sales a cabalgar los domingos por la mañana? —le preguntó a Yonah.
—El maestro Fierro me ha dado permiso.
—Pero Dios no te lo ha dado. Los domingos por la mañana son para adorar a la Santísima Trinidad.
—Me paso casi todo el rato rezando —aseguró Yonah, simulando una devoción que no debió de impresionar a Costa, pues éste soltó un bufido.
—Entre los armeros, sólo tú y el maestro no adoráis respetuosamente a Dios. Tienes que ir a misa. ¡Procura enmendarte, señor mío!
Paco lo había visto y oído todo. Cuando Costa se fue, le dijo a Yonah:
—Ángel es un asesino y un pecador que arderá sin duda en el fuego del infierno; sin embargo, se preocupa por el alma inmortal de otros hombres mejores que él.
Costa también había hablado con Fierro.
—Mi amigo José Gripo me ha advertido de que mi ausencia de misa ha llamado peligrosamente la atención sobre mi persona —le dijo el maestro a Yonah—. Por consiguiente, tú y yo tendremos que cambiar de costumbres. Tú ya no saldrás a cabalgar los domingos por la mañana. Este rato lo dedicarás a la plegaria. Sería aconsejable que esta semana asistieras a los actos religiosos.
Así pues, la mañana del domingo siguiente Yonah se fue a la ciudad, se dirigió a la iglesia muy temprano y ocupó un lugar en la parte de atrás. Sintió que los ojos del oficial de orden se clavaban en él cuando éste entró en la iglesia. Al otro lado del templo, el maestro Fierro estaba conversando tranquilamente con unos conocidos.
Yonah se sentó y se relajó, contemplando a Jesús clavado en la cruz por encima del altar.
El padre Vázquez tenía una sonora voz semejante al zumbido de las abejas. A Yonah no le resultó difícil levantarse cuando los demás lo hacían, arrodillarse cuando se arrodillaban los demás y mover los labios como si rezara. Le gustó el sonoro latín de la misa, tal como siempre le había gustado el sonido del hebreo.
Una vez terminadas las oraciones, se formaron colas delante del confesionario y del sacerdote que estaba administrando las obleas de la Eucaristía. Yonah se llenó de angustia al ver las obleas, pues se había criado entre aterradoras historias de judíos acusados de robar y profanar hostias consagradas.
Abandonó subrepticiamente el templo, confiando en que nadie se diera cuenta.
Mientras se alejaba de la iglesia, vio muy por delante de él en la angosta callejuela la distante figura de Manuel Fierro.
Yonah fue a la iglesia cuatro domingos seguidos.
El maestro Fierro estuvo presente en cada ocasión. Una vez ambos regresaron a la armería juntos, conversando animadamente, como si fueran niños que volvieran a casa de la escuela.
—Háblame del judío que te enseñó a trabajar la plata —dijo Fierro.
Entonces él le habló de abba, pero como si hubiera sido su aprendiz y no su hijo. Sin embargo, no trató de disimular el orgullo y el afecto de su voz.
—Helkias Toledano era un hombre extraordinario y un artesano de los metales dotado de gran talento. Tuve suerte de ser aprendiz bajo sus órdenes.
Sabía que también tenía suerte de ser aprendiz bajo las de Fierro, pero la timidez le impidió expresar lo que pensaba.
—¿Tenía hijos?
—Dos —contestó Yonah—. Uno murió. El otro era un niño. Se llevó al pequeño cuando se fue de España.
Fierro asintió con la cabeza y pasó al tema de la pesca, pues los barcos que zarpaban de Gibraltar estaban teniendo una buena temporada.
A partir de aquel día, Fierro empezó a observar a Yonah con más detenimiento. Al principio, Yonah pensó que eran figuraciones suyas, pues el maestro siempre había sido un hombre muy amable, dispuesto a dirigir una palabra de aliento a todo el mundo. Sin embargo, se dio cuenta de que Fierro conversaba con él más a menudo que antes, y durante mucho rato. Era como si estuviera sopesando las posibilidades de un candidato a un trabajo especial y quisiera comprobar si el joven aprendiz era digno de confianza para asumir semejante responsabilidad.
Pero ¿digno para qué?, se preguntaba Yonah.
Ángel Costa también estudiaba detenidamente a Yonah. Este sentía a menudo sus ojos clavados en él y, cuando Costa no estaba, le parecía que otros lo vigilaban.
En una ocasión, estuvo seguro de que Luis lo siguió a la ciudad.
Más de una vez, al regresar a la cabaña, observaba que alguien había rebuscado entre sus escasas pertenencias. Sin embargo, no le robaban nada. Trató de examinar sus efectos personales con ojos hostiles, pero no vio nada que pudiera inculparle en sus escasas prendas de vestir, su guitarra, la copa de acero que había realizado y el breviario del difunto Bernardo Espina, que en paz descansara.
Manuel Fierro llevaba varias décadas siendo uno de los hombres más prósperos e influyentes de Gibraltar. Tenía un amplio círculo de amigos y conocidos y, en las insólitas noches en que entraba en la taberna del pueblo, casi nunca bebía solo.
El maestro no se extrañó de que José Gripo se sentara a su mesa a beber un vaso de vino sin apenas decir nada, pues conocía a Gripo desde su llegada a Gibraltar y el propietario del taller de efectos navales nunca había sido un hombre muy locuaz.
Cuando Gripo le dijo en un susurro que se reuniera de inmediato con él en el muelle y después se terminó el vino y se despidió de todo el mundo con un sonoro buenas noches, Fierro apuró el contenido de su vaso y, rechazando el ofrecimiento de otro, dio las buenas noches a la concurrencia.
Mientras se encaminaba hacia el muelle, el armero se pregunto por qué razón Gripo no habría querido que saliera de la taberna con él.
El artesano de efectos navales lo estaba esperando hacia el centro del oscuro muelle, detrás de un cobertizo de almacenamiento, y no perdió el tiempo en cumplidos.
—Estás perdido, Manuel. Hubieras hecho bien en despedir hace tiempo a este ingrato malnacido y enviarlo lejos de aquí con su arco y sus flechas.
—¿Ha sido Costa?
—¿Quién, si no? Es un hombre celoso y envidia las propiedades ajenas, aunque éstas hayan sido bien adquiridas —dijo amargamente Gripo.
En los autos de fe se formulaban acusaciones anónimas, pero Fierro no preguntó cómo conocía Gripo a su acusador. Gripo tenía entre sus parientes más próximos media docena de clérigos muy bien situados.
—¿Por qué razones estoy perdido?
—Costa les dijo a los inquisidores que fuiste aprendiz de un mago musulmán. Dijo que te ha visto lanzar una maldición de sangre contra todas las piezas de armadura que vendes a los buenos cristianos. Tal como ya te dije, alguien ha observado que no vas a misa.
—Últimamente he ido.
—Últimamente es demasiado tarde. Te han denunciado como siervo de Satanás y enemigo de la Santa Madre Iglesia —añadió Gripo, en cuya voz Fierro intuyó una profunda tristeza.
—Gracias, José —musitó Fierro.
Esperó en la oscuridad hasta que Gripo hubo abandonado el muelle y después regresó a la armería.
Al día siguiente, le contó a Yonah lo ocurrido mientras, en la clara y soñolienta tarde, ambos sacaban brillo a los instrumentos quirúrgicos que él había realizado para su hermano.
Habló en voz baja y sin la menor emoción, como si ambos estuvieran comentando la marcha del trabajo. No identificó a Gripo por su nombre y se limitó a decir que alguien le había advertido de que Ángel Costa lo había denunciado.
—Si ha advertido a los inquisidores contra mi, estoy seguro de que tú también serás denunciado y detenido —manifestó Fierro—. Por consiguiente, ambos tenemos que abandonar este lugar cuanto antes.
Yonah percibió su propia palidez.
—Sí, señor.
—¿Tienes algún refugio?
—No.
—¿Y qué me dices de tus parientes? Los dos hombres que te visitaron aquí.
—No eran parientes míos. Eran unos hombres malos. Ya se han marchado.
Fierro asintió con la cabeza.
—Pues entonces, te voy a pedir un favor, Ramón Callicó. Yo me iré junto a mi hermano Nuño Fierro, que es médico en Zaragoza. ¿Querrás acompañarme hasta que lleguemos a su casa?
Yonah trató de pensar y, al final, contestó:
—Siempre habéis sido bueno conmigo. Iré con vos y os serviré.
Fierro asintió en señal de gratitud.
—Tenemos que prepararnos de inmediato para abandonar Gibraltar —dijo.
En mitad de la noche y mientras los demás dormían, Yonah se dirigió a la casa del maestro siguiendo sus instrucciones y ambos reunieron lo preciso para el viaje: comida y otros elementos necesarios para el camino, unas recias botas, espuelas y cota de malla para cada uno. Una espada para Yonah, y para Fierro una espada que le cortó a Yonah la respiración. No llevaba incrustaciones de piedras preciosas ni adornos como las que se hacían para los nobles, pero estaba tan bien forjada y tenía un equilibrio tan extraordinario que su aspecto resultaba impresionante.
Fierro envolvió en lienzos cada uno de los instrumentos quirúrgicos que tan cuidadosamente le había hecho a su hermano y los guardó en un cofre pequeño.
Él y Yonah entraron en los establos y condujeron a un resistente mulo a uno de los cobertizos de suministros que había al fondo del recinto de la armería. Estaba cerrado, como todos los cobertizos de suministros, pero Fierro abrió la puerta con una llave. Dentro, la mitad del cobertizo estaba ocupada por piezas de acero, viejas y oxidadas armaduras, y otras escorias metálicas. En la otra mitad se almacenaba la leña que usaban como combustible en la fragua. El maestro le dijo a Yonah que apartara los zoquetes y él mismo lo ayudó en la tarea. Cuando ya habían retirado una considerable parte de la pila, apareció un cofrecito de cuero.
No era mayor que la cajita donde el armero había guardado los instrumentos quirúrgicos, pero, cuando fue a tomarlo, Yonah se llevó una sorpresa, pues pesaba mucho. Entonces comprendió la necesidad del mulo. Cargaron el cofre en la grupa del animal y cerraron el cobertizo.
—No quisiera que un relincho despertara a todo el mundo —dijo Fierro, por lo que, mientras Yonah conducía de nuevo a la bestia a la casa, el maestro dio unas palmadas al mulo y le habló con dulzura.
Una vez depositado el cofre en el suelo, el maestro le dijo a Yonah que devolviera el mulo al establo y que él regresara a la cabaña, y Yonah así lo hizo. El joven se acostó de inmediato en su jergón, pero aunque estaba muy cansado, permaneció tendido en la oscuridad sin poder conciliar el sueño, turbado por sus pensamientos.
Pese a todas las precauciones, a la mañana siguiente Costa comprendió que algo ocurría. Cuando se levantó al romper el alba para salir de caza, observó excremento reciente en el patio de los establos a pesar de que todos los animales estaban en su correspondiente cuadra.
—¿Quién ha utilizado un caballo o una acémila esta noche? —preguntó como sin darle importancia a cada uno, sin que nadie le diera una respuesta.
Paco se encogió de hombros.
—Un jinete se habrá extraviado esta noche y, al ver que esto es un callejón sin salida que termina en el estrecho, habrá desandado el camino —contestó, bostezando.
Costa asintió a regañadientes.
A Yonah le parecía que, cada vez que levantaba la vista, veía los ojos de Ángel clavados en él.
Estaba deseando marcharse, pero Fierro no quería irse hasta haber resuelto un último asunto. El maestro le dejó un bulto a un viejo amigo suyo que era el magistrado real del pueblo para que lo abriera pasadas dos semanas. Contenía una cantidad de dinero que debería repartirse entre los hombres que habían trabajado para él según el tiempo que llevaran a su servicio, y una carta, otorgándoles a todos la propiedad colectiva del taller y de la fundición, junto con su deseo de que, echando mano de los considerables conocimientos adquiridos, se ganaran la vida construyendo armaduras y otros objetos.
—Ya ha llegado la hora —dijo aquella noche Fierro, y Yonah lanzó un profundo suspiro de alivio. Esperaron a que transcurriera casi toda la noche, para que ya fuera de día cuando se encontraran en territorio desconocido. En los establos, Fierro sacó de su cuadra su montura de costumbre, una yegua negra que, según decían, era la mejor cabalgadura de allí.
—Toma el tordo árabe para ti —le dijo a Yonah y éste lo hizo con sumo agrado. Ensillaron los caballos, los volvieron a colocar en sus cuadras y volvieron a conducir por última vez el mulo a la casa de Fierro.
Se vistieron para el camino, se armaron y cargaron el mulo con todas las cosas que habían reunido. Después regresaron a los establos, recogieron las monturas y condujeron los tres animales a través del recinto de la fundición en medio de la grisácea luz de una nueva mañana.
No pronunciaron palabra.
Yonah lamentaba no haberse podido despedir de Paco.
Sabía lo que era abandonar el propio hogar y por esta razón podía imaginar lo que debía de sentir Fierro. Al oír un suave gemido, lo tomó por una pequeña manifestación de pesar, pero, cuando se volvió hacia el maestro, vio que una emplumada asta había florecido en la garganta de su amo justo por encima de la cota de malla. Una sangre intensamente roja bajó desde la garganta de Manuel Fierro y goteo desde la cota de malla al caballo.
Ángel Costa se encontraba a unos cuarenta pasos de distancia y el disparo que había efectuado bajo la escasa luz del amanecer le hubiera valido una moneda de oro por parte del maestro si lo hubiera realizado durante unas prácticas.
Yonah sabía que Ángel había atacado primero a Fierro porque temía la espada del maestro. En cambio, la pericia de Yonah no le inspiraba ningún temor, por lo que arrojó el arco al suelo y desenvainó la espada mientras corría hacia él.
El primer pensamiento de Yonah, tan aterrorizado que borró cualquier otra idea que tuviera en la mente, fue saltar a la grupa de su montura y alejarse al galope. Pero quizás aún podía hacer algo por Fierro…
No tuvo tiempo para pensar, sólo para desenvainar la espada y adelantarse. Costa se le echó encima y las armas se cruzaron y resonaron en el aire.
Yonah no abrigaba apenas esperanza alguna. Costa lo había vencido una y otra vez. La expresión del rostro de Ángel, absorta y despectiva, era la misma que él conocía tan bien. Costa estaba estudiando qué serie de golpes podrían acabar rápidamente con él, de entre la docena de movimientos que en otras ocasiones había utilizado con éxito contra el neófito.
Con una fuerza nacida de la desesperación, Yonah inmovilizó la espada de Costa, empuñadura contra empuñadura, mientras ambos forcejeaban. Fue como si oyera mentalmente la voz de Mingo, diciéndole exactamente lo que tenía que hacer.
Su mano izquierda se deslizó hacia la pequeña funda que llevaba colgada del cinto y desenvainó la daga. La clavó. Desgarró la carne, imprimiendo al arma un movimiento ascendente.
Ambos se miraron con la misma estupefacción, conscientes de que la contienda no hubiera tenido que terminar de aquella manera. Mientras, Costa se desplomó al suelo.
Fierro ya había muerto cuando Yonah regresó junto a él. Yonah trató de extraer la flecha, pero ésta se había clavado profundamente y la punta ofrecía resistencia, por lo que quebró el asta lo más cerca que pudo de la pobre garganta ensangrentada.
No podía permitir que encontraran el cadáver de Fierro, sabiendo que éste sería declarado culpable y, como indignidad final, sería quemado junto con los condenados vivos en el siguiente auto de fe que se celebrara.
Tomó el cuerpo del maestro, lo apartó a una considerable distancia del camino y utilizó la espada para cavar una tumba superficial en el suelo arenoso, sacando la tierra con las manos desnudas.
El terreno estaba lleno de piedras y la utilización de la espada como pala estropeó la hoja, hasta el punto que quedó convertida en un arma inservible. La cambió por la espléndida espada de Fierro. Dejó las espuelas de plata en las botas del maestro, pero tomó su bolsa y le quitó el cordel que llevaba alrededor del cuello, con las llaves de los cofres.
Tardó mucho rato y tuvo que hacer un gran esfuerzo para cubrir el cuerpo de Fierro con unas pesadas rocas para protegerlo de los animales; después tapó las rocas con un palmo de tierra y extendió por la superficie de la sepultura multitud de piedrecitas, ramas y una piedra de gran tamaño para que, desde el camino, la tierra no se viera removida.
Unas cuantas moscas ya estaban volando alrededor del cuerpo de Costa y no tardaría en haber todo un enjambre, pero, tras comprobar que estaba muerto, Yonah dejó a Ángel en el suelo.
Al final, se alejó de aquel lugar, lanzando al tordo árabe a un trote rápido mientras sujetaba las riendas de la acémila y de la yegua negra de Fierro. No aflojó las riendas de los animales tras haber cruzado el estrecho istmo que unía Gibraltar con la tierra firme mientras cabalgaba por delante del saqueado hogar del santo peregrino sin verlo tan siquiera. Cuando el sol ya se había elevado en el cielo, él se encontraba una vez más en la solitaria seguridad de las altas montañas, donde se pasó un buen rato llorando como un niño por Fierro, lleno de tristeza y de algo más. Había enviado a la muerte a dos hombres y ahora se había cobrado una vida humana con sus propias manos. La carga de todo lo que con ello había perdido le pesaba más que lo que llevaba la acémila sobre su grupa.
Cuando tuvo la certeza de que no lo perseguían, aflojó las riendas de los animales y a lo largo de cinco días los condujo hacia el este por senderos de montaña muy poco transitados. Después se desvió hacia el nordeste, sin apartarse de las colinas, hasta que ya estuvo muy cerca de Murcia.
Abrió el cofre de cuero sólo una vez. Por su peso, el cofre sólo podía contener una cosa, por lo que la contemplación de las monedas de oro fue una simple confirmación de que el contenido del cofre eran las ganancias del maestro a lo largo de dos décadas dedicadas a la construcción de unas armaduras extremadamente apreciadas por los ricos y poderosos. Eran unos recursos que a Yonah no le parecían verdaderos, por lo que no tocó las monedas antes de volver a cerrar el cofre y guardarlo de nuevo en la bolsa de tela. Fierro le había encomendado su custodia.
El cabello y la barba le crecieron rápidamente y se le enredaron una vez más, y tanto las espuelas como la cota de malla quedaron cubiertas por una fina capa de herrumbre a causa de la hierba mojada por el rocío, sobre la cual solía dormir. Se detuvo un par de veces para comprar provisiones en remotas aldeas que le parecieron seguras, pero, por lo demás, evitaba cualquier contacto humano. En realidad, casi todas las situaciones eran seguras, pues su temible aspecto era la viva imagen de un caballero bribón y asesino, cuya espléndida espada y cuyos caballos de guerrero no invitaban ni al ataque ni al trato social.
Después de Murcia, viró al norte, atravesando Valencia para entrar en Aragón.
Había dejado Gibraltar a finales de verano. Los días eran más frescos y las noches muy frías. Le compró a un pastor una manta de piel de oveja y durmió envuelto en ella. Hacía demasiado frío como para lavarse, y la mal curtida piel de oveja contribuía a intensificar el mal olor de su cuerpo.
La mañana en que llegó a Zaragoza estaba muerto de cansancio.
—¿Conocéis al médico de este lugar? ¿Un tal Fierro? —le preguntó a un hombre que estaba cargando leña en un carretón tirado por un asno en la plaza Mayor.
—Si, claro —contestó el hombre, mirándole con cierto recelo.
Después le dijo a Yonah que volviera sobre sus pasos y saliera de la ciudad y, una vez allí, se dirigiera a una pequeña y apartada hacienda, por delante de cuyo camino de entrada él había pasado sin darse cuenta. Junto a la casa había un establo, pero no se veía ningún animal, aparte de un caballo que estaba rozando la parda y mísera hierba invernal.
Respondiendo a su llamada, una mujer abrió la puerta, de la cual se escapaba el aroma del pan recién hecho. La mujer entornó la hoja apenas un resquicio, por lo que lo único que pudo ver Yonah de ella fue la mitad de un dulce rostro de campesina, la redondez de un hombro y el nacimiento de un seno.
—¿Queréis ver al médico?
—Sí.
Nuño Fierro resultó ser un hombre medio calvo de prominente barriga y apacibles ojos ensimismados. A pesar de que el día estaba nublado, entrecerró los ojos como si le deslumbrara el sol. Era mayor que el maestro, tenía una nariz recta y no se parecía casi en nada a su hermano, el cual rebosaba de vitalidad y era mucho más vigoroso que él. Pero, al cabo de un momento, cuando el hombre salió de la casa, Yonah vio un parecido en su forma de mantener la cabeza, su manera de andar y las distintas expresiones de su rostro.
El hombre encorvó los hombros y permaneció en silencio cuando Yonah le comunicó la noticia de la muerte de su hermano.
—¿Muerte natural? —preguntó finalmente.
—No. Lo abatieron.
—¿Queréis decir que lo mataron?
—Sí, lo mataron… y le robaron todo lo que tenía —contestó repentinamente Yonah.
La decisión de no entregarle a aquel hombre el dinero de su hermano no fue premeditada, sino el fruto del súbito impulso de no hacerlo. Yonah regresó junto a la acémila y desató el bulto que contenía el cofre del instrumental médico.
Nuño Fierro abrió la caja y acarició los escalpelos, las sondas y las pinzas.
—Los hizo uno por uno con sus propias manos. Me permitió pulir algunos, pero los hizo todos él.
El médico acarició suavemente los objetos realizados por su hermano, sumido en un terrible momento de angustia. Después miró a Yonah y, al ver en él las huellas del viaje y probablemente, pensó Yonah, al aspirar su olor, le dijo:
—Os ruego que entréis.
—No.
—Pero tendríais que…
—No, os lo agradezco. Os deseo mucha suerte —dijo Yonah en tono casi desabrido. Regresó junto a su tordo árabe y montó de inmediato en él.
Tuvo que hacer un esfuerzo para huir muy despacio de aquel lugar, con los animales caminando al paso mientras Nuño Fierro se quedaba allí en medio de la polvareda, mirándole perplejo.
Yonah decidió subir un poco más al norte, pero sin apenas saber adónde.
Pensó que el médico era un anciano visiblemente próspero que no necesitaba para nada la fortuna de su hermano.
Sin ser consciente de la tentación, ahora se daba cuenta de que llevaba mucho tiempo pensando en el dinero y comprendía lo que supondría para él disponer de unos recursos económicos ilimitados.
¿Por qué no? Estaba claro que Dios se los había enviado. El Inefable le había comunicado un mensaje celestial de esperanza.
Al cabo de un rato, sentado en la silla de montar que ya se había convertido en otra capa de piel de su trasero, experimentó una sensación de mareo de sólo pensar en la cantidad de oportunidades que se le ofrecerían gracias al oro y en los lugares a los que podría dirigirse para iniciar una nueva vida. Había llegado a unas estribaciones montañosas y se alegraba de poder viajar hacia el consolador refugio de las montañas, pero aquella noche no pudo conciliar el sueño. Brillaba en el cielo una delgada raja de luna y las mismas estrellas que iluminaban el firmamento cuando era un pastor. Encendió una hoguera en un claro de una boscosa cuesta y, mientras permanecía sentado contemplando las llamas, pensó en las muchas cosas que podría hacer.
El dinero era poder.
El dinero le permitiría disfrutar de una cierta seguridad. De un mínimo de seguridad.
Pero en la frialdad de las primeras luces del alba, se levantó y soltó por lo bajo una maldición de jornalero mientras cubría de tierra con las botas los rescoldos de la hoguera.
Regresó lentamente a Zaragoza.
Nuño Fierro abrió la puerta de la casa en el momento en que Yonah estaba sacando de la bolsa el cofre de las monedas. Yonah depositó el cofre delante de él, se quitó la espada del talabarte y la colocó encima del cofre.
—Esto también pertenecía a vuestro hermano, al igual que los animales.
Los inteligentes ojos de Fierro se clavaron en él, pues de inmediato comprendió lo ocurrido.
—¿Lo matasteis vos?
—¡No, no!
El médico se dio cuenta de que su horror era sincero.
—Yo lo quería. Era… ¡el maestro! Era un hombre bueno y justo. Muchos lo apreciaban.
El médico de Zaragoza abrió las puertas de su casa de par en par.
—Entrad —le invitó.