CAPÍTULO 24

Los elegidos

A la mañana del otro domingo Yonah sacó al caballo árabe tordo de los establos con las primeras luces del alba y salió del recinto de la armería antes de que se despertaran los demás trabajadores. Al principio, trató simplemente de acostumbrarse a la sensación de estar montado en la grupa del animal. Tardó más de tres semanas en armarse del valor necesario para soltar las riendas. El maestro le había dicho que no bastaba con mantenerse sentado en la silla de montar; tenía que aprender a dar instrucciones al caballo sin usar las riendas ni el bocado. Cuando quería que el caballo se lanzara al galope, un golpe con los talones. Y, para que el caballo se detuviera, una simple presión con ambas rodillas. Para que el caballo retrocediera, una serie de rápidas presiones con las rodillas. Para su gran deleite, Yonah descubrió que el caballo había sido adiestrado para que obedeciera aquellas instrucciones. El joven practicó una y otra vez, aprendió a seguir las subidas y bajadas del galope, a anticiparse a una rápida frenada y a cabalgar al paso.

Se sentía un escudero a punto de convertirse en un caballero.

Yonah trabajó como aprendiz a lo largo de la última parte del verano y de todo el otoño y el invierno. En aquella región tan meridional, la primavera llegaba muy pronto. Un día en que lucía el sol y el aire era templado, Manuel Fierro examinó todas las piezas de la armadura del conde Vasca y le ordenó a Luis Planas que la ensamblara.

La armadura resplandecía bajo los rayos del sol, junto a una espléndida espada forjada por Paco Parmiento. El maestro dijo que pensaba enviar una partida de hombres para la entrega de la armadura al noble de Tembleque, pero tal cosa no se podría hacer hasta que se terminaran otros encargos urgentes.

Así pues, en la armería resonaban los golpes y los tintineos metálicos provocados por la renovada energía de los trabajadores. El cumplimiento de los proyectos y la llegada de la primavera infundieron nuevos bríos a Fierro, quien anunció que, antes de la partida del grupo encargado de la entrega, se celebraría otro torneo.

En las mañanas de los dos domingos siguientes, Yonah cabalgó hasta un campo desierto y practicó el mantenimiento de la lanza en posición de ataque con la punta embolada dirigida hacia adelante mientras el caballo árabe galopaba hacia el arbusto que le servía de blanco.

Varias noches Vicente regresó muy tarde a la cabaña, donde se dejó caer en el jergón y empezó a roncar de inmediato, sumido en un sopor embriagado. En el taller de efectos navales, Tadeo Deza hablaba en tono despectivo de su primo Vicente.

—Se emborracha enseguida y de una manera muy desagradable, y recompensa a los que lo llenan de vino peleón con toda suerte de historias descabelladas.

—¿Qué clase de historias descabelladas? —preguntó Yonah.

—Asegura que es uno de los elegidos de Dios, que ha encontrado los huesos de un santo, que muy pronto hará una generosa donación a la Santa Madre Iglesia; pero nunca tiene dinero suficiente para pagarse el vino siquiera.

—Ah, bueno —dijo Yonah con cierta inquietud—. Con eso no hace daño a nadie más que a sí mismo tal vez.

—Yo creo que, al final, mi primo Vicente se matará con la bebida —suspiró Tadeo.

Manuel Fierro le preguntó a Yonah si quería participar en el nuevo juego, una vez más a caballo contra Ángel Costa. Mientras asentía con la cabeza, Yonah pensó que, a lo mejor, el maestro quería comprobar si había sabido sacar provecho de las prácticas con el caballo árabe.

Así pues, dos días más tarde, en medio de la frialdad de la mañana Paco Parmiento lo ayudó a colocarse de nuevo la maltrecha armadura de prueba y, en el otro extremo del palenque Luis, en su papel de escudero y mozo, se reía mientras ayudaba a Costa a prepararse.

—¡Oye, Luis! —gritó Costa, señalando a Yonah con fingido temor—. ¿Has visto? Es un gigante. ¡Ay de mí!, ¿qué voy a hacer? —añadió, estallando en una sonora carcajada al ver que Luis Planas juntaba las manos y las elevaba al cielo como si rezara pidiendo misericordia.

El rostro habitualmente sereno de Parmiento se encendió de rabia.

—Son una escoria —dijo.

Cada uno de los contendientes fue ayudado a montar en su cabalgadura. Costa lo había hecho muchas veces y, en pocos momentos, estuvo sentado en la silla. Yonah fue más torpe y tuvo dificultades para levantar la pierna por encima de la grupa del caballo árabe y tomó mentalmente nota de aquel hecho para comentárselo al maestro, aunque quizá no fuera necesario, pues Fierro lo estaba observando todo desde el lugar que ocupaba entre los trabajadores y, por regla general, no se le escapaba ningún detalle.

Una vez montados, los dos contendientes hicieron girar sus caballos para situarlos el uno de cara al otro. Yonah cuidó de aparentar nerviosismo, asiendo las riendas con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba flojamente la lanza, con la punta embolada oscilando junto a su costado.

Sin embargo, cuando el maestro dejó caer el pañuelo para señalar el comienzo del juego, Yonah soltó las riendas y sujetó con firmeza la lanza mientras el caballo árabe se lanzaba a la carrera. Se había acostumbrado a cabalgar contra un blanco y le molestó que el blanco se abalanzara contra él, pero consiguió apuntar con la lanza al jinete que se acercaba. La punta embolada se estrelló exactamente en el centro del peto de Ángel. La lanza de Costa le rozó inofensivamente el hombro y, por un breve instante, Yonah creyó haber ganado la contienda, pero entonces su lanza se dobló y se partió y Costa consiguió mantenerse en la silla mientras ambos pasaban de largo al galope.

Al llegar al final, los contendientes dieron la vuelta con sus monturas. El maestro no dio la menor indicación de querer dar por finalizado el torneo, por lo que Yonah arrojó la lanza rota y cabalgó desarmado al encuentro de Ángel.

La punta de la lanza de Costa era cada vez más grande, pero, cuando éste se encontraba a dos pasos de su cabalgadura, Yonah comprimió los flancos del tordo árabe con las rodillas y el caballo se detuvo en seco.

La lanza no alcanzó a Yonah por un palmo, distancia suficiente para que éste la agarrara y tirara de ella con fuerza mientras sus rodillas comprimían los flancos de su dócil montura para que retrocediera. Faltó poco para que Ángel Costa cayera de la silla y sólo consiguió mantenerse en ella porque soltó la lanza y dejó que su montura siguiera adelante. Yonah sujetó con fuerza el arma que acababa de arrebatar mientras se alejaba. Ahora, cuando ambos se volvieron el uno de cara al otro, el que estaba armado era él mientras que Ángel se había quedado indefenso.

Los vítores de los trabajadores sonaron como música a los oídos de Yonah, pero su júbilo duró muy poco, pues el maestro señaló el término del torneo.

—Lo has hecho muy bien. ¡Casi perfecto! —le dijo Paco mientras lo ayudaba a quitarse la armadura—. Creo que el maestro ha puesto fin a la contienda para evitarle una humillación a su paladín.

Yonah miró hacia el otro lado del palenque, donde Luis estaba ayudando a Ángel a quitarse la armadura. Costa ya no se reía. Luis fue a protestar ante el maestro, quien le miró con absoluta frialdad.

—Es un mal día para nuestro oficial de orden —comentó Paco en un susurro.

—¿Por qué? No ha sido desarzonado. El juego ha terminado sin vencedor.

—Precisamente por eso está tan enojado, Ramón Callicó. Para un salvaje malnacido como Ángel Costa, no ganar es perder. No te tendrá el menor aprecio por lo que ha ocurrido hoy —le advirtió el espadero.

No había nadie en la cabaña de Yonah cuando éste regresó. El joven sufrió una decepción, pues no había visto a Vicente entre los espectadores del torneo y estaba deseando comentar todos los detalles de las incidencias con alguien.

El peso de la armadura y la tensión del combate lo habían dejado exhausto, por lo que el cansancio hizo que se quedara dormido en cuanto se tendió en su jergón. No despertó hasta la mañana del día siguiente. Aún estaba solo y tuvo la impresión de que Vicente no había dormido allí.

Paco y Manuel Fierro ya estaban trabajando cuando él entró en el cobertizo del espadero.

—Ayer lo hiciste muy bien —dijo el maestro, mirándole con una sonrisa.

—Gracias, señor —contestó Yonah, complacido.

Le encomendaron la tarea de afilar dagas.

—¿Habéis visto a Vicente? —pregunto.

Ambos hombres sacudieron la cabeza.

—Anoche no durmió en nuestra cabaña.

—Es un bebedor y seguramente estará durmiendo la borrachera detrás de algún árbol o arbusto —dijo Paco.

Pero inmediatamente se calló, al recordar que Fierro le tenía aprecio al viejo.

—Espero que no haya vuelto a caer enfermo y le haya ocurrido algún percance —dijo Fierro.

Yonah asintió con la cabeza, presa de una profunda desazón.

—En cuanto lo veáis, debéis comunicármelo —dijo el maestro.

Yonah y Paco le aseguraron que así lo harían.

Si Fierro no se hubiera quedado sin polvos de tinta mientras trabajaba en las cuentas de la armería, Yonah no hubiera estado en el pueblo cuando encontraron a Vicente. Se estaba acercando al taller de efectos navales cuando oyó un tumulto y un enorme griterío procedente del muelle situado bajo la calle principal.

—¡Un hombre ahogado! ¡Un hombre ahogado!

Yonah se unió a íos que corrían en dirección al muelle y llegó en el momento en que sacaban a Vicente del agua.

El ralo cabello pegado al cráneo permitía ver el cuero cabelludo y una herida en la parte lateral de la cabeza. Sus ojos miraban sin ver, vidriosos.

—Tiene el rostro totalmente magullado —dijo Yonah.

—Las olas lo habrán golpeado contra las rocas y el muelle —apuntó José Gripo.

Tadeo Deza salió del taller para ver qué alboroto era aquél. Cayó de rodillas junto al cuerpo y acunó la mojada cabeza de Vicente contra su pecho.

—Mi primo… mí primo…

—¿Adónde lo llevaremos? —preguntó Yonah.

—El maestro Fierro lo apreciaba —observó Gripo—. A lo mejor permitirá que den sepultura a Vicente en las tierras que hay detrás de la armería.

Yonah echó a andar con Gripo y Tadeo detrás de los que portaban el cuerpo de Vicente. Tadeo estaba trastornado.

—Fuimos compañeros de juegos en nuestra infancia. Éramos amigos inseparables… Como hombre, tenía sus defectos, pero su corazón era bueno.

El primo de Vicente, que tan mal solía hablar de él en vida, rompió en sollozos. Gripo había acertado al suponer que, en atención al afecto que Fierro profesaba a Vicente, el maestro accedería a hacer por él una última obra de caridad. Vicente fue enterrado en un herboso trozo de tierra detrás del cobertizo del espadero. Los trabajadores fueron autorizados a interrumpir sus tareas para congregarse bajo el ardiente sol, asistir al entierro del cuerpo y oír las bendiciones fúnebres del padre Vázquez. Después, todo el mundo regresó al trabajo.

La muerte lo cubrió todo con su manto. En ausencia de Vicente, la cabaña donde dormía Yonah estaba vacía y silenciosa. Yonah se pasó varias noches desvelado, despertándose en la oscuridad mientras los ratones correteaban por el suelo.

En la armería todo el mundo trabajaba sin descanso, en un intento de terminar todos los encargos antes de la partida del grupo que iba a llevar la espada y la armadura nuevas al conde Vasca de Tembleque. Por eso Manuel Fierro frunció el ceño cuando se presentó un mozo con un mensaje, según el cual un pariente de Ramón Callicó había llegado a Gibraltar y deseaba que el señor Callicó acudiera a la taberna del pueblo.

—Tienes que ir, naturalmente —le dijo Fierro a Yonah, que en aquel momento estaba ocupado en la tarea de afilar unas espadas—. Pero regresa en cuanto lo hayas visto.

Yonah le dio las gracias aturdido y se fue. Se dirigió al pueblo muy despacio, pues estaba confuso. El hombre que lo esperaba no era su tío Arón, eso estaba claro. Ramón Callicó era un nombre que Yonah se había inventado para salir del apuro.

¿Sería posible que hubiera por allí cerca un Ramón Callicó y que él, Yonah Toledano, estuviera a punto de reunirse con el pariente de aquel hombre?

Dos desconocidos esperaban delante de la taberna en compañía del mozo que había transmitido el mensaje. Yonah vio que el muchacho lo señalaba a los hombres, aceptaba una moneda y se alejaba corriendo.

Cuando estuvo un poco más cerca, observó que uno de ellos iba vestido como un caballero, con cota de malla y prendas de calidad. Lucía una barbita muy bien cuidada. El otro llevaba una alborotada barba y prendas más toscas, pero también iba armado con espada. Dos espléndidos caballos permanecían atados al postigo de la entrada.

—¿Señor Callicó? —dijo el hombre de la barbita.

—Sí.

—Vamos a pasear conversando, pues estamos muy cansados de la silla de montar.

—¿Cómo os llamáis, caballeros? ¿Y cuál de vosotros es mi pariente?

El hombre esbozó una sonrisa.

—Todos los hijos de Dios son parientes, ¿no os parece?

Yonah los estudió.

—Me llamo Anselmo Lavera.

Yonah recordó el nombre. Mingo le había dicho que Lavera era el hombre que controlaba la venta de reliquias robadas en el sur de España.

Lavera no presentó al otro hombre, quien permaneció en silencio.

—El señor Vicente Deza nos dijo que viniéramos a veros.

—Vicente Deza ha muerto.

—Qué lástima. ¿Un accidente acaso?

—Se ahogó y lo acaban de enterrar.

—Una lástima. Nos dijo que vos conocéis la ubicación de cierta cueva.

Yonah tuvo la absoluta certeza de que ellos habían matado a Vicente.

—¿Buscáis una de las cuevas del peñón de Gibraltar?

—No está en el peñón. De eso estamos seguros, porque Deza nos dijo que se encuentra en un lugar un poco apartado de Gibraltar.

—Yo no conozco esta cueva, señor.

—Ah, ya entiendo; a veces es difícil recordar, pero nosotros os refrescaremos la memoria. Y os recompensaremos muy bien el recuerdo.

—… Si Vicente os dio mi nombre, ¿por qué no os comunicó también las señas que buscáis?

—Tal como ya he dicho, su muerte fue muy lamentable. Le estábamos refrescando la memoria, pero lo hicimos con torpeza y con excesivo entusiasmo.

Yonah se estremeció ante el hecho de que Lavera pudiera hacer semejante confesión con tanta frialdad.

—Yo no estaba allí, ¿comprendéis? Yo lo hubiera hecho mejor. Cuando Vicente ya estaba dispuesto a dar las indicaciones necesarias, no pudo hacerlo. Sin embargo, cuando le invitaron a decir qué otra persona nos podría ayudar, pronunció inmediatamente vuestro nombre.

—Preguntaré si alguien sabe algo acerca de una cueva que Vicente conocía —dijo Yonah.

El hombre de la barbita asintió con un gesto.

—¿Tuvisteis ocasión de ver a Vicente antes de que lo enterraran?

—Sí.

—El pobre se ahogó. ¿Se encontraba en muy malas condiciones?

—Si.

—Terrible. El mar no tiene piedad. —Anselmo Lavera miró fijamente a Yonah—. Tenemos que trasladarnos urgentemente a otro lugar, pero volveremos a pasar por aquí dentro de diez días. Pensad en la recompensa y en lo que el pobre Vicente hubiera deseado que vos hicierais.

Yonah comprendió que tendría que estar muy lejos de Gibraltar cuando ellos regresaran. Sabía que, si no revelaba la situación de la cueva del santo, aquellos hombres lo matarían y, si la revelaba, lo harían igualmente para que no pudiera declarar contra ellos.

Lo sintió mucho porque, por primera vez desde que dejara Toledo, le gustaba su trabajo y el lugar en el que se encontraba. Fierro era un hombre amable y bondadoso, un amo muy poco frecuente.

—Queremos que lo penséis bien para que podáis recordar lo que nosotros tenemos que averiguar. ¿De acuerdo, amigo mío?

Lavera le había hablado en todo momento en un tono extremadamente cordial, pero Yonah recordó la herida de la cabeza de Vicente y el terrible estado de su rostro y su cuerpo.

—Haré todo lo posible por recordarlo, señor —contestó cortésmente.

—¿Te has reunido con tu pariente? —le preguntó Fierro a la vuelta.

—Sí, maestro. Era un pariente lejano por parte de madre.

—La familia es muy importante. Es una suerte que haya venido en este momento, pues dentro de unos días tú tendrás que irte de aquí. —Fierro añadió que había decidido enviarle a entregar la armadura del conde Vasca en compañía de Paco Parmiento, Luis Planas y Ángel Costa—. Paco y Luis se encargarán de hacer los retoques necesarios una vez entregada la armadura. Ángel será el jefe de vuestra pequeña caravana. —El maestro quería que él se encargara de hacer la presentación de la armadura al conde—. Porque tú hablas un castellano más puro que el de ellos, y además sabes leer y escribir. Quiero una confirmación por escrito de la recepción de la armadura por parte del conde de Tembleque. ¿Entendido?

Yonah tardó un momento en contestar porque estaba recitando una plegaria de acción de gracias.

—Si, señor, entendido —asintió.

A pesar del alivio que sentía tras haberse enterado de que estaría lejos de Gibraltar cuando regresara Anselmo Lavera, a Yonah le preocupaba su vuelta a la zona de Toledo, pero pensaba que había abandonado la ciudad siendo un mozo mientras que ahora era un hombre corpulento con los rasgos alterados por la madurez y la nariz rota, la poblada barba y el largo cabello y su nueva y ya consolidada identidad.

Fierro reunió a los cuatro miembros de la expedición para darles instrucciones.

—Es peligroso viajar a lugares desconocidos, por lo que os ordeno que actuéis de común acuerdo y sin oposición. Ángel es el jefe de la expedición, estará a cargo de la defensa y será responsable ante mi de la seguridad de cada uno de vosotros. Luis y Paco son los responsables del estado de la armadura y la espada. Ramón Callicó entregará la pieza al conde Vasca, se cerciorará de que el conde quede satisfecho antes de que os vayáis de allí y será el depositario y el responsable de devolverme un recibo por escrito de la entrega.

Después, Fierro les preguntó uno por uno si habían comprendido sus instrucciones y todos contestaron que sí.

El maestro supervisó todos los cuidadosos preparativos del viaje. Para comer, sólo se llevarían unos cuantos sacos de guisantes secos y galletas.

—Ángel deberá cazar por el camino para proporcionaros carne fresca —explicó.

A cada uno de los cuatro hombres de la expedición se le asignó un caballo. La armadura del conde Vasca sería transportada por cuatro acémilas. Para no avergonzar a su amo con su aspecto, los cuatro trabajadores recibieron ropa nueva, con la severa orden de no ponérsela hasta que estuvieran cerca de Tembleque. A los cuatro se les facilitaron espadas, y a Costa y Ramón les entregaron unas cotas de malla. Costa ajustó unas grandes y oxidadas espuelas a sus botas y cargó en su equipaje un arco y varios haces de flechas.

Paco esbozó una sonrisa.

—Ángel pone el permanente ceño que le distingue como jefe —le dijo en un susurro a Yonah, quien se alegraba de que éste le acompañara en el viaje junto con los otros dos.

Cuando todo estuvo a punto, los cuatro viajeros subieron con sus monturas por la plancha del primer barco costero que arribaba a Gibraltar y que, para gran sorpresa de Yonah, resultó ser La Lleona. El capitán del barco saludó a cada uno de los pasajeros con unas cordiales palabras.

—¡Vaya! Sois vos —le dijo el capitán a Yonah. A pesar de que jamás le había dirigido la palabra cuando éste formaba parte de la tripulación, ahora se inclinó ante él con una sonrisa en los labios—. Bienvenido a La Lleona, señor.

Paco, Ángel y Luis contemplaron con asombro cómo los tripulantes saludaban a Yonah.

Los animales fueron atados a la barandilla de la cubierta de popa. En su calidad de aprendiz, a Yonah se le encomendó la tarea de subirles cada día heno de la bodega para alimentarlos.

A los dos días de haber zarpado de Gibraltar, el mar se agitó y Luis empezó a marearse y a vomitar. Los movimientos del barco no les causaron a Ángel y Paco la menor molestia y, para su sorpresa y deleite, a Yonah tampoco. Cuando el capitán dio la orden de plegar la vela, Yonah corrió impulsivamente a la escala de cuerda del palo mayor y se encaramó para ayudar a los marineros a recoger y asegurar la vela. Cuando bajó de nuevo a cubierta, el tripulante Josep cuya enfermedad había dado a Yonah la oportunidad de incorporarse a la tripulación, le miró con una sonrisa y le dio una palmada en la espalda. Pero, cuando más tarde lo pensó, Yonah comprendió que, si hubiera caído al mar, la cota de malla lo hubiera arrastrado al fondo, por lo que, durante el resto de la travesía, recordó que era un simple pasajero.

Para los cuatro viajeros, los días de navegación constituyeron un período muy aburrido. A primera hora de la mañana del quinto día, Ángel sacó su arco y un haz de flechas para disparar contra las aves.

Los demás se dispusieron a contemplar el espectáculo.

—Ángel es tan hábil con el arco como un inglés —le dijo Paco a Yonah—. Es natural de una pequeña aldea de Andalucía famosa por sus arqueros y combatió por primera vez como arquero en el ejército.

Sin embargo, Gaspar Gatuelles se acercó corriendo a Costa.

—¿Qué vais a hacer señor?

—Voy a matar unas cuantas aves marinas —contestó tranquilamente Ángel, colocando una flecha en la correspondiente muesca del arco.

El maestro lo miró, consternado.

—No, señor. No, no vais a matar ninguna ave marina en La Lleona, pues, si lo hicierais, atraeríais con toda certeza la desgracia sobre el barco y sobre nosotros.

Costa miró enfurecido a Gatuelles, pero Paco corrió a calmarlo.

—Pronto estaremos en tierra, Ángel, y entonces podrás cazar cuanto se te antoje. Necesitaremos tus dotes de cazador para conseguir carne.

Para alivio de todo el mundo, Costa destensó el arco y lo guardó.

Los pasajeros se sentaron a contemplar el cielo y el mar.

—Cuéntanos cosas de la guerra, Ángel —dijo Luis.

Costa aún estaba enfurruñado, pero Luis siguió insistiendo hasta que lo convenció. Al principio, los otros tres escucharon con atención sus recuerdos de soldado, pues ninguno de ellos había participado jamás en ninguna batalla. Sin embargo, muy pronto se cansaron de los relatos de derramamientos de sangre y matanzas, aldeas incendiadas, ganado sacrificado y mujeres violadas. Se cansaron mucho antes de que Ángel hubiera terminado de hablar.

Los cuatro pasajeros permanecieron nueve días a bordo de La Lleona. La monotonía de las jornadas influía en su estado de ánimo y, a veces, perdían los estribos y discutían. Obedeciendo a un acuerdo tácito, cada uno de los hombres procuró mantenerse apartado de los demás a lo largo de varias horas seguidas. Yonah le daba incesantes vueltas a un problema. Si regresaba a Gibraltar, no cabía la menor duda de que Anselmo Lavera lo mataría. Sin embargo, el enfrentamiento de Costa con Gaspar Gatuelles le había permitido ver su problema de otra manera. La autoridad de Ángel había sido vencida por la autoridad superior que ejercía el capitán a bordo del barco. Una fuerza había sido refrenada por una fuerza superior.

Yonah pensó que tendría que encontrar una fuerza superior a la de Anselmo Lavera, una fuerza capaz de librarle de la amenaza del ladrón de reliquias. Al principio, le pareció absurdo, pero, mientras permanecía sentado hora tras hora contemplando el mar, su mente empezó a forjar un plan.

Cada vez que el barco tocaba puerto y era amarrado al muelle, los cuatro hombres bajaban a tierra con sus animales para que éstos hicieran ejercicio, por lo que, cuando La Lleona arribó finalmente al puerto de Valencia, tanto los caballos como las acémilas gozaban de un excelente estado de salud.

Yonah había oído contar terribles historias sobre el puerto de Valencia durante los días de la expulsión. Le habían dicho que el puerto estaba lleno de barcos, algunos de ellos en muy mal estado y con unas velas que les habían colocado con el exclusivo propósito de aprovechar el lucrativo negocio de los pasajes de los judíos desplazados. Que los hombres, las mujeres y los niños se hacinaban en las bodegas. Y que, en cuanto perdían de vista tierra firme, algunas tripulaciones mataban a los pasajeros y arrojaban sus cuerpos al mar.

Pero el día en que Ángel encabezó el cortejo que desembarcó de La Lleona, el sol brillaba en el cielo y el puerto de Valencia estaba muy tranquilo y sosegado.

Yonah sabía que sus tíos y su hermano menor se habrían dirigido a alguna aldea costera cercana en busca de pasaje. Tal vez hubieran logrado zarpar y en aquellos momentos se encontraban ya en tierra extranjera. Sabía en lo más hondo de su corazón que jamás volvería a verlos, pero cada vez que pasaba junto a un muchacho de una edad apropiada, lo miraba, buscando en su rostro los conocidos rasgos de Eleazar. Su hermano tendría trece años en aquellos momentos. En caso de que estuviera vivo y siguiera siendo judío, ya podría formar parte de los hombres del minyan.

Pero sólo veía rostros extraños.

Los viajeros emprendieron su camino hacia el oeste y dejaron Valencia a sus espaldas. Ninguno de los caballos se podía comparar con el semental árabe que Yonah utilizaba en los torneos. Su montura era una yegua parda de gran tamaño, orejas aplanadas y una delgada cola caída entre sus enormes nalgas equinas. La yegua no le permitía lucirse como jinete, pero se mostraba dócil e incansable, virtudes que Yonah le agradecía. Ángel cabalgaba en cabeza, seguido por Paco con dos de las acémilas y Luis con las otras dos. Yonah cerraba la comitiva, encantado de que así fuera. Cada uno de ellos tenía su propia manera de viajar. De vez en cuando, Ángel se ponía a cantar y lo mismo podía entonar un himno religioso que una canción obscena. Paco se unía a los himnos con su sonora voz de bajo. Luis dormitaba en la silla y Yonah se pasaba el rato pensando en infinidad de cosas. A veces rumiaba lo que tendría que hacer para llevar a efecto su plan contra Anselmo Lavera. Cerca de Toledo había unos hombres que traficaban con reliquias sagradas y le hacían la competencia a Lavera en aquella actividad ilícita. Pensaba que, si lograba convencerles de que eliminaran a Lavera, él estaría a salvo.

A menudo se pasaba largas horas tratando de recordar pasajes hebreos que había olvidado, el bello idioma que se había alejado de su mente, las palabras y las melodías que lo habían abandonado al cabo de tan pocos años.

Recordaba algunos fragmentos y los repetía en imperfecto silencio una y otra vez. Recordaba con singular precisión un breve pasaje del capitulo 22 del Génesis, pues era él el que había cantado cuando le habían permitido leer por primera vez la Torá como hombre adulto. «Llegados al lugar que le dijo Dios, levantó Abraham el altar, ató a Isaac su hijo y lo colocó en el altar, encima de la leña. Y Abraham levantó el brazo y sacó el cuchillo para matar a su hijo». Aquel pasaje lo atemorizó entonces y seguía atemorizándolo ahora. ¿Cómo había podido Abraham ordenarle a su hijo que cortara leña para ofrecer un sacrificio y prepararse después para matar a Isaac y quemar su cuerpo? ¿Por qué Abraham no le había preguntado nada a Dios y ni siquiera había discutido con él? Abba no hubiera sacrificado a un hijo suyo; abba se había sacrificado él para que su hijo pudiera seguir vivo.

Pero a Yonah lo angustiaba otra idea. Si Dios era un Dios justo, ¿por qué estaba sacrificando a los judíos de España?

Sabía lo que su padre y el rabino Ortega hubieran contestado a aquella pregunta. Le hubieran dicho que el hombre no podía discutir los motivos de Dios porque el hombre no podía ver el más vasto designio divino. Pero, si en el designio figuraban unos seres humanos utilizados como ofrendas quemadas, él discutía a Dios. No era por aquel Dios por quien él había interpretado el peligroso papel de Ramón Callicó día tras día. Era por abba y los demás, por las cosas buenas que había aprendido en la Torá, por las visiones de un Dios misericordioso y consolador, un Dios que había obligado a su pueblo a vagar en su exilio, pero al que había entregado finalmente la Tierra Prometida.

Si cerraba los ojos, podía imaginarse formando parte de la caravana del desierto; un judío entre muchos, en una multitud de judíos. Viéndolos detenerse cada noche en el desierto para levantar las tiendas, oyéndolos rezar juntos delante del tabernáculo del arca de la Alianza y del sagrado juramento…

Las ensoñaciones de Yonah quedaron interrumpidas cuando las alargadas sombras le dijeron a Ángel que ya había llegado el momento de detenerse. Ataron los ocho animales bajo unos árboles y los cuatro aprovecharon para hacer sus necesidades, soltar ventosidades y pasear para librarse del anquilosamiento de la silla de montar. Después buscaron leña para encender una hoguera y, mientras las gachas de la cena empezaban a borbotar, Ángel cayó de rodillas y ordenó a los demás hacer lo propio para rezar el padrenuestro y el avemaría.

Yonah fue el último en hacerlo. Bajo la fiera mirada del oficial de orden, el joven se arrodilló sobre el polvo y añadió sus murmullos a las cansadas palabras murmuradas por Paco y Luis y las sonoras y bruscas plegarias de Ángel Costa. Con las primeras luces del alba, Costa se levantó y tomó el arco. Cuando los demás ya habían cargado las acémilas, él regresó con cuatro palomas y dos perdices que desplumaron mientras cabalgaban muy despacio, dejando en pos de sí un rastro de plumas antes de detenerse para destripar las aves y asarlas sobre una hoguera de ramas verdes.

Costa cazaba todas las mañanas por el camino y a veces llevaba un par de liebres, aparte de aves de distintas especies, por cuyo motivo jamás les faltó comida. Viajaban sin descanso y, cuando se detenían, procuraban no discutir, acatando la orden que les había dado Fierro.

Ya llevaban once días cabalgando cuando una noche, mientras se disponían a acampar, vislumbraron a lo lejos la borrosa imagen de las murallas de Tembleque en medio de la oscuridad. A la mañana siguiente, antes del alba, Yonah se apartó de la hoguera y se bañó en un pequeño arroyo antes de ponerse las prendas nuevas que les había proporcionado Fierro, pensando sombríamente que jamás doncella alguna había protegido de la vista sus partes pudendas con más cuidado que él. Cuando los demás se despertaron, le echaron en cara su ansia por engalanarse.

Yonah recordó su viaje a aquel castillo en compañía de su padre. En ese momento, cuando se acercaron a la puerta, Ángel contestó a la desafiante voz del centinela con la misma seguridad y confianza de que había hecho gala su padre.

—Somos unos artesanos de la armería de Gibraltar de Manuel Fierro y venimos con la espada y la armadura nuevas del conde Fernán Vasca.

Cuando les franquearon la entrada, Yonah vio que el mayordomo no era el mismo de años atrás, pero la respuesta que éste dio le resultó familiar.

—El conde Vasca se ha ido a cazar a los bosques del norte.

—¿Cuándo regresará?

—El conde regresará cuando regrese —contestó el hombre con aspereza. Al ver la mirada de Ángel, levantó rápidamente la vista hacia la tranquilizadora presencia de los soldados armados de la muralla—. No creo que tarde muchos días —añadió a regañadientes.

Costa se retiró para conferenciar con los hombres de Gibraltar.

—Ahora saben que nuestras acémilas transportan unos objetos muy valiosos. Si nos vamos, puede que estos malnacidos u otros como ellos nos asalten y nos maten y se queden con la espada y la armadura.

Los demás se mostraron de acuerdo y Yonah regresó al lugar donde estaba el mayordomo.

—Hemos recibido la orden de que, en caso de que el conde Vasca estuviera ausente, dejáramos la espada y la armadura en su tesoro y nos entregaran un recibo por escrito en el que se hiciera constar la entrega —dijo.

El mayordomo frunció el ceño, pues le molestaba recibir órdenes de unos desconocidos.

—Estoy seguro de que el conde habrá estado esperando con impaciencia la armadura que le ha hecho el maestro Fierro —añadió Yonah.

No fue necesario que añadiera: «Si se perdieran por vuestra culpa…»

El mayordomo los acompañó a una fortaleza, abrió la pesada puerta cuyos goznes chirriaron por falta de aceite y les indicó dónde colocar la armadura y dónde la espada. Yonah escribió el recibo, pero el mayordomo era casi analfabeto y Yonah tardó un buen rato en ayudarle a leer la nota. Paco y Luis le miraron impresionados mientras Ángel desviaba la mirada.

—Vamos, date prisa —musitó, envidiando los conocimientos de Yonah.

Al final, el mayordomo garabateó su marca.

Los hombres de Gibraltar encontraron posada y se alegraron de que su responsabilidad hubiera pasado al castillo de Tembleque.

—Gracias a Dios, hemos conseguido entregarlo todo sin problemas —dijo Paco, expresando el sentir de todos ellos.

—Ahora quiero dormir cómodamente —dijo Luis.

—¡Pues yo quiero beber! —anunció Costa, golpeando con la mano la mesa en torno a la cual se habían sentado a beber un amargo y áspero vino servido por una gruesa mujer de baja estatura y ojos cansados. Mientras ésta les llenaba las copas, Ángel rozó con el dorso de la mano el delantal manchado que le cubría los generosos muslos y las nalgas y, al ver que la mujer no protestaba, se envalentonó.

—Qué hermosa eres —masculló mientras ella sonreía.

La mujer estaba acostumbrada a los hombres que llegaban a la posada tras largas semanas de viaje sin mujeres. Al poco rato, ella y Ángel se apartaron de los demás, se pusieron a deliberar y, a continuación, se produjo un febril regateo, seguido de un asentimiento de la cabeza.

Antes de retirarse con ella, Ángel regresó junto a sus tres compañeros.

—Nos reuniremos dentro de tres días en esta posada para averiguar si el conde ya ha regresado —les dijo, antes de volver a toda prisa junto a la mujer.