CAPÍTULO 23

Santos y gladiadores

Cuando comprendió que su nuevo aprendiz era un mozo de fiar en todos los sentidos, Fierro encomendó a Yonah la tarea de labrar un adorno en la coraza de la armadura del conde Vasca. Para ello, el joven tuvo que hacer unas minúsculas hendiduras en el acero por medio de un martillo y un punzón, siguiendo las pautas apenas visibles que Fierro o Luis Planas habían ido marcando en la superficie. La plata es mucho más fácil de labrar que el acero, pero la mayor dureza de éste constituía una protección contra ciertos errores que hubieran sido un desastre en la plata. Al principio, Yonah dio un ligero golpe para asegurarse de que el punzón estuviera debidamente colocado y después golpeó con más fuerza para completar la hendidura; pero, a medida que trabajaba, iba cobrando seguridad. Los rápidos y fuertes golpes de su martillo no tardaron en demostrar la confianza que sentía en sí mismo.

—Manuel Fierro suele someter a prueba sus armaduras —le dijo Paco Parmiento a Yonah una mañana—. Por consiguiente, de vez en cuando participamos en unos juegos. El maestro quiere que sus trabajadores simulen ser caballeros para ver qué modificaciones tiene que introducir en sus diseños. Desea que tú también participes.

Por primera vez empezó a entender a qué venían las preguntas de Ángel Costa y ello le inquietó.

—Naturalmente, señor —asintió Yonah.

Así pues, al día siguiente el joven se vio de pronto en un gran foso redondo, vestido con una prenda interior de tejido acolchado, observando con inquietud cómo Paco Parmiento le ajustaba al cuerpo las distintas piezas de una armadura metálica ligeramente oxidada y maltrecha. Al otro lado del foso, Luis vestía a su amigo Ángel Costa, mientras que los demás trabajadores se habían congregado alrededor del foso cual si fueran los espectadores de una riña de gallos.

—¡Vicente, acércate a la casa y prepara el jergón del mozo, que muy pronto lo va a necesitar! —gritó Luis entre las risas y las burlas de los presentes.

—No le hagas caso —murmuró Paco, cuya calva estaba cubierta por unas gruesas gotas de sudor.

A Yonah le colocaron una coraza que le cubría el pecho y la espalda. Después le protegieron los brazos y las piernas con cota de malla. Le colocaron unas espalderas en los hombros, codales, guardabrazos, musleras y rodilleras y, finalmente, unas grebas en las pantorrillas. A continuación, se calzó unos escarpes de acero. Finalmente, Paco le colocó el yelmo y le bajó la visera.

—No veo nada, ni siquiera puedo respirar —farfulló Yonah, tratando de hablar en tono reposado.

—Los agujeros te permiten respirar —le dijo Parmiento.

—No es cierto.

Paco le levantó la visera con impaciencia.

—Déjala levantada —le dijo—. Todo el mundo lo hace.

Yonah comprendió el porqué.

Le dieron unos guanteletes de cuero con protecciones de acero en los dedos y un escudo redondo. Todo lo que le habían puesto encima pesaba tanto que apenas podía moverse.

—El filo y la punta de la espada se han redondeado y desafilado para tu seguridad durante el juego y, más que una espada, es un garrote —le dijo Parmiento, entregándosela.

Al tomar la espada Yonah tuvo una sensación extraña, pues su mano apenas tenía flexibilidad en el interior del rígido guantelete.

Ángel Costa llevaba una armadura muy similar. Llegó el momento en que ambos se acercaron muy despacio el uno al otro, arrastrando pesadamente los pies. Yonah aún estaba pensando en cuál sería la mejor manera de descargar el golpe cuando vio la espada de Costa bajando sobre el yelmo que le cubría la cabeza y apenas tuvo tiempo de levantar el escudo que sujetaba en el brazo.

El brazo le pesó enseguida como el plomo mientras Costa lo golpeaba repetidamente y con tal fuerza que él no pudo reaccionar cuando la espada descendió de repente y Costa le asestó un mandoble tan violento en las costillas que le hubiera partido el cuerpo por la mitad si la hoja hubiera estado afilada y su armadura hubiera sido más frágil. Pero, a pesar de que estaba protegido por la prenda interior acolchada y por el excelente acero de la armadura, Yonah percibió el golpe de la espada en los huesos. Éste fue el precursor de una terrible serie de mandobles que Costa le asestó a lo largo de muchos otros ataques.

Yonah consiguió golpear a Costa sólo un par de veces antes de que el maestro detuviera la contienda interponiendo una vara entre ellos; sin embargo, todos los presentes tuvieron muy claro que, si se hubiera tratado de un enfrentamiento real, Ángel hubiera matado a Yonah de inmediato. En cualquier momento, Costa le hubiera asestado el golpe definitivo.

Yonah se sentó en un banco, dolorido y sin resuello, mientras Paco le quitaba la pesada armadura.

El maestro se acercó a él y le hizo muchas preguntas. ¿La armadura le había impedido moverse? ¿Tenía alguna articulación descoyuntada? ¿Podía hacer alguna sugerencia para que la armadura protegiera mejor el cuerpo y no impidiera los movimientos? Yonah contestó con toda sinceridad que la experiencia le era tan desconocida que apenas había pensado en ninguna de aquellas cuestiones.

Al maestro le bastó con ver el rostro de Yonah para comprender su humillación.

—No puedes esperar vencer a Ángel Costa en estas actividades —le tranquilizó el armero—. Aquí nadie lo puede hacer. Costa se pasó dieciocho años saboreando sangre como sargento en constantes y amargos combates contra el moro y ahora, en estos juegos en los que probamos el acero, nuestro oficial de orden disfruta imaginando que participa en un combate a muerte.

Yonah tenía una enorme magulladura en el costado izquierdo y el dolor era tan intenso que no pudo por menos que preguntarse si sus costillas habrían sufrido unos daños permanentes. Se pasó varias noches durmiendo sólo boca arriba y en una ocasión en que el dolor no le permitió conciliar el sueño, oyó unos lamentos desde el otro lado de la cabaña.

Se levantó reprimiendo un gemido y descubrió que los quejidos procedían de Vicente Deza. Se acercó y se arrodilló junto al jergón del anciano en medio de la oscuridad.

—¿Vicente?

—Peregrino… San Peregrino…

Vicente lloraba con desconsuelo.

—¡El Compasivo! ¡San Peregrino el Compasivo!

San Peregrino el Compasivo. ¿Qué significaba aquello?

—Vicente —repitió Yonah, pero el viejo se había lanzado a un torrente de plegarias, invocando a Dios y al santo peregrino. Yonah alargó la mano y lanzó un suspiro al notar que el rostro del anciano estaba ardiendo.

Cuando se levantó, golpeó sin querer la jarra de agua de Vicente, la cual cayó ruidosamente.

—Pero ¿qué diablos ocurre? —preguntó Luis Planas, despertando a su vez a Paco Parmiento.

—¿Qué sucede? —preguntó Paco.

—Es Vicente. Tiene fiebre.

—Hazlo callar o sácalo para que se muera fuera —rezongó Luis.

Al principio, Yonah no supo qué hacer, pero después recordó lo que solía hacer abba cuando él o Meir tenían fiebre. Salió de la cabaña y se dirigió tropezando en plena noche a la fragua donde la lengua de dragón de un fuego tapado proyectaba un rojo resplandor sobre las mesas y las herramientas. Encendió una fina vela con los rescoldos, la utilizó para encender una lámpara de aceite y, bajo su luz, encontró un cuenco y lo llenó con el agua de una jarra. Después tomó unos trapos que se utilizaban para frotar y pulir el metal.

Una vez en la cabaña, depositó la lámpara en el suelo.

—Vicente —lo llamó.

El viejo se había acostado vestido y Yonah empezó a desnudarlo. Tal vez hizo demasiado ruido o quizás el parpadeo de la lámpara volvió a despertar a Luis Planas.

—¡Maldita sea tu estampa! —gritó Luis, incorporándose—. ¿No te he dicho que lo sacaras de aquí?

Malnacido despiadado. Yonah sintió que algo se disparaba en su interior.

—Mira… —dijo Luis.

Yonah se volvió y se acercó a él.

—Seguid durmiendo.

No quería faltarle al respeto, pero la cólera hizo que su voz trasluciera cierta aspereza.

Luis permaneció incorporado un buen rato, mirando enfurecido al aprendiz que estaba en el otro extremo de la estancia y que se había atrevido a hablarle con tanto descaro. Al final, se tendió y se volvió de cara a la pared.

Paco también se había despertado. Oyó el intercambio de palabras entre Luis y Yonah y se rió por lo bajo en su jergón.

El cuerpo de Vicente parecía estar compuesto de mugrienta piel y huesos, y sus pies estaban cubiertos de suciedad reseca, pero Yonah se tomó la molestia de lavarlo con esmero, cambiando dos veces el agua y secándole cuidadosamente el cuerpo con los trapos para que no se enfriara.

Por la mañana, a Vicente le había bajado la fiebre. Yonah se dirigió a la cocina y le pidió al otro Manuel que aclarara las gachas del desayuno con agua caliente, se llevó un cuenco a la cabaña y le dio las gachas al viejo a cucharadas, aunque esto significó que él se quedara sin desayunar. Mientras corría al cobertizo del taller de Luis para iniciar su jornada, el maestro le cerró el paso.

Yonah sabía que Luis debía de haberse quejado ante Fierro de su impertinencia y se preparó para lo peor, pero el maestro le habló con gran amabilidad.

—¿Cómo está Vicente?

—Creo que se repondrá. Ya le ha bajado la fiebre.

—Muy bien. Ya sé que a veces es difícil ser aprendiz. Recuerdo cuando yo era aprendiz de Abu Adal Khira en Vélez Málaga. Era uno de los más destacados armeros musulmanes. Ahora ya ha muerto y su armería ha desaparecido.

—Luis fue aprendiz conmigo y, cuando vine a Gibraltar y abrí mi armería, lo llevé conmigo. Es un hombre de carácter muy difícil, pero también es un extraordinario constructor de armaduras. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, maestro.

Fierro asintió con la cabeza.

—Cometí un error colocando a Vicente en la misma cabaña que Luis Planas.

—¿Conoces el pequeño cobertizo que hay más allá de la fragua?

Yonah asintió con la cabeza.

—Está muy bien construido. Aparta las herramientas; tú y Vicente viviréis en aquella cabaña. Vicente tiene suerte de que tú hayas estado dispuesto a ayudarle anoche, Ramón Callicó. Has hecho bien. Pero a un aprendiz le conviene recordar que en esta armería no se volverá a tolerar una segunda impertinencia a un maestro artesano. ¿Está claro?

—Sí, señor —contestó Yonah.

Molesto por el hecho de que Fierro no hubiera apaleado al aprendiz, Luis le ordenó que se fuera y durante varios días se mostró muy duro y severo con él, por lo que Yonah procuró no darle ningún motivo de queja mientras pulía incesantemente la armadura. La construcción del traje de acero para el conde de Tembleque ya se encontraba en las últimas fases y Yonah trabajó en las distintas piezas hasta conseguir que brillaran con un resplandor tan suave que hasta Luis tuvo que reconocer que nadie hubiera podido mejorar el resultado.

Yonah lanzó un suspiro de alivio cuando lo enviaron a buscar suministros a las tiendas y talleres de la localidad.

En el taller de suministros navales, mientras Tadeo Deza despachaba el pedido de Fierro, Yonah le comentó al anciano que su primo Vicente había sufrido unas fiebres muy graves.

Tadeo interrumpió su tarea.

—¿Se está acercando a su fin?

—No. La fiebre le bajó y le volvió a subir varias veces, pero ahora parece que ya se está recuperando.

Tadeo Deza soltó un bufido de desprecio.

—Éste es demasiado estúpido para morir —dijo.

Cuando ya se estaba marchando con las compras, Yonah recordó de pronto una cosa y se volvió.

—Tadeo, ¿sabéis algo de san Peregrino el Compasivo?

—Sí, es un santo local.

—Qué nombre tan extraño.

—Vivió en esta región hace varios cientos de años. Dicen que era un forastero, puede que de Francia o Alemania. En cualquier caso, había visitado Santiago de Compostela para venerar las santas reliquias. ¿Acaso tú también has hecho la peregrinación a Santiago de Compostela?

—No.

—Pues algún día tienes que ir. Santiago fue el tercer apóstol elegido por Nuestro Señor. Estuvo presente en la Transfiguración y por eso el emperador Carlomagno decretó que todos sus súbditos ofrecieran agua, cobijo y fuego a cuantos peregrinos viajaran para venerar las reliquias del santo.

—En cualquier caso, el peregrino extranjero de quien estamos hablando se transformó tras pasarse varios días rezando ante las reliquias del apóstol. En lugar de regresar a la vida que había llevado antes de la peregrinación, viajó hacia el sur y vino a parar a esta región. Y aquí pasó el resto de sus días, atendiendo las necesidades de los enfermos.

—¿Cómo se llamaba?

Tadeo se encogió de hombros.

—No se sabe. Por eso lo llaman san Peregrino el Compasivo. Tampoco sabemos dónde está enterrado. Un día, cuando ya era muy anciano, se alejó tal como había venido. Otros dicen que se fue a vivir solo y que murió cerca de aquí y, en todas las generaciones, los hombres han tratado infructuosamente de localizar su sepulcro. ¿Cómo supiste de la existencia de nuestro santo local? —preguntó Tadeo.

Yonah no quiso mencionar a Vicente para no dar ocasión a que su primo siguiera despotricando contra él.

—Oí que alguien hablaba de él y sentí curiosidad.

Tadeo esbozó una sonrisa.

—Alguien de la taberna, sin duda, pues el vino suele agudizar en los hombres la conciencia del pecado y despertar en ellos el deseo de la gracia salvadora de los ángeles.

Yonah se alegró mucho de que Fierro le encomendara la tarea de trabajar como ayudante en el cobertizo de Paco Parmiento, el espadero. Paco lo puso inmediatamente a trabajar, afilando y puliendo los cortos sables de caballería y las largas y preciosas espadas de doble filo que se ahusaban desde la empuñadura hasta la punta y que eran propias de los nobles y los caballeros. Tres veces Paco devolvió la primera espada que Yonah había afilado.

—El brazo del espadachín hace el trabajo, pero la espada lo tiene que ayudar. Cada filo tiene que estar todo lo pulido que permita el acero.

A pesar de lo exigente que era Paco, Yonah lo apreciaba. Si Luis le recordaba a una raposa, Paco más bien le parecía un oso bonachón. Lejos de su banco de trabajo, era un hombre torpe y olvidadizo, pero, en cuanto se sentaba a trabajar, sus movimientos eran seguros y precisos. El maestro le había dicho a Yonah que las hojas de Parmiento tenían mucha demanda.

En el cobertizo de Luis, Yonah trabajaba prácticamente en silencio mientras que en el de Paco, éste contestaba de buen grado a sus preguntas.

—¿Fuisteis aprendiz con el maestro y Luis? —le preguntó Yonah.

Paco sacudió la cabeza.

—Yo soy más viejo que ellos. Cuando ellos eran aprendices, yo ya era un oficial adelantado en Palma. El maestro se puso en contacto conmigo y me trajo aquí.

—¿Qué hace Ángel en este taller?

Paco se encogió de hombros.

—El maestro lo encontró cuando había abandonado el ejercicio de las armas y lo hizo venir aquí como oficial de orden, pues es un auténtico soldado y un experto en toda suerte de armas. Tratamos de enseñarle a moldear el acero, pero, como no tiene capacidad para el trabajo, el señor Fierro le encomendó el mantenimiento del orden entre los peones.

En el cobertizo ambos trabajaban muy a gusto. Cuando el maestro estaba presente, procuraban hablar menos. En una cercana mesa del cobertizo del espadero, Manuel Fierro trabajaba a menudo en un proyecto en el que tenía mucho empeño. Su hermano, Nuño Fierro, que trabajaba como médico en Zaragoza, le había enviado a través de unos mercaderes toda una serie de dibujos de instrumentos quirúrgicos.

El maestro utilizaba un acero muy duro procedente del minera1 especial que él y Yonah habían sacado de la cueva de Gibraltar y moldeaba con sus propias manos los distintos instrumentos: escalpelos, lancetas, sierras, raspadores, sondas y pinzas.

Cuando el maestro no estaba, Paco le mostraba a Yonah los instrumentos como ejemplo de excelencia en el trabajo del metal.

—Trabaja cada uno de los pequeños instrumentos con el mismo esmero que aplicaría a una espada o una lanza. Es una tarea muy grata. —Añadió con orgullo que él había ayudado a Fierro a forjar una espada de acero especial que éste se había hecho para su propio uso—. Tenía que ser una hoja singular, pues Manuel Fierro domina la espada mejor que nadie que yo jamás haya conocido.

Yonah se detuvo un instante en su tarea.

—¿Es mejor que Ángel Costa?

—La guerra ha enseñado a Ángel a matar de una forma insuperable. En el uso de todas las demás armas no tiene parangón. Pero en el manejo de la espada, el maestro lo supera.

Sus magulladas costillas apenas habían tenido tiempo de recuperarse, cuando Yonah recibió una vez más la orden de participar en un enfrentamiento contra Ángel Costa. Esta vez, nuevamente protegido con una armadura completa, tuvo que montar en un caballo árabe de batalla y, blandiendo una lanza con la punta envuelta en una bola de lana, galopar hacia Ángel, quien blandía una espada similar y estaba galopando hacia él a lomos de un lustroso caballo de batalla alazán.

Yonah no estaba acostumbrado a montar un caballo tan fogoso, por lo que centró todos sus esfuerzos en mantenerse en la silla. La bola de lana del extremo de su descontrolada lanza se movía hacia todos lados mientras él resbalaba y brincaba a lomos de su montura.

Los caballos estaban protegidos por un muro de madera tendido entre los contendientes, pero no así los jinetes.

No hubo tiempo para prepararse, sólo un breve retumbo de cascos antes de que ambos se enfrentaran. Yonah vio que la bola de la lanza de Costa aumentaba de tamaño hasta asumir el de una luna llena y, finalmente, el de una vida entera antes de estrellarse contra él, desarzonarlo y derribarlo al suelo en una estremecedora e ignominiosa derrota.

Costa no gozaba de muchas simpatías. Casi nadie lo vitoreó, pero Luis disfrutó enormemente. Mientras Paco y otros hombres liberaban al trastornado Yonah de su armadura, éste vio que Luis lo señalaba con el dedo y se reía hasta que las mejillas le quedaron humedecidas con las lágrimas de regocijo que se escapaban de sus ojos.

Aquella tarde, Yonah trató de disimular la ligera cojera que sufría. Se dirigió a la Casa del Humo y encontró a Ángel Costa, que estaba afilando las puntas de unas flechas en una rueda de piedra.

—Buenas tardes os dé Dios —le dijo, pero Costa siguió trabajando sin devolverle el saludo.

—No sé combatir.

Costa soltó una carcajada que parecía un ladrido.

—No —convino.

—Me gustaría aprender el manejo de las armas. ¿Estaríais vos dispuesto a adiestrarme, tal vez?

Costa le miró con los ojos entornados.

—Yo no adiestro a nadie. —Examinó cuidadosamente con el dedo la punta de una flecha—. Te diré lo que tienes que hacer para adquirir mis conocimientos. Tienes que convertirte en soldado y pasarte veinte años combatiendo contra el moro. Tienes que matar sin descanso, utilizando todo tipo de armas y a veces incluso las manos desnudas y, siempre que sea posible, deberás cortar la verga del muerto. Cuando te hayas cobrado de esta guisa más de cien vergas circuncidadas, podrás regresar y desafiarme, apostando tu colección de vergas contra la mía. Y entonces yo te mataré en un santiamén.

Cuando se tropezó con el maestro delante del establo, Fierro se mostró más amable con él.

—Menudo desastre, ¿verdad, Ramón? —le dijo jovialmente Fierro—. ¿Estás herido?

—Sólo en mi amor propio, maestro.

—Te daré un pequeño consejo. En cuanto empieces a cabalgar, tienes que sujetar la lanza con más firmeza y con ambas manos, apretarla fuertemente entre el codo y el cuerpo. Tienes que clavar inmediatamente los ojos en tu contrincante y no apartarlos de él en ningún momento, siguiéndolo con la punta de la lanza para que ésta se junte con su cuerpo como si el encuentro estuviera preordinado.

—Si, señor —dijo Yonah, pero en un tono tan resignado que Fierro no tuvo más remedio que sonreír.

—Tu caso no es desesperado, lo que ocurre es que cabalgas sin confianza. Tú y tu caballo tenéis que convertiros en un solo ser para que puedas soltar las riendas y centrar toda tu atención en la lanza. En los días en que no te necesiten demasiado en el taller, saca el caballo tordo de los establos y ejercítate con él, después almoházalo y dale de comer y beber. Creo que eso será beneficioso tanto para ti como para el animal.

Yonah estaba cansado y dolorido cuando regresó a la cabaña y se desplomó en el jergón.

Vicente le miró desde su jergón.

—Por lo menos, has sobrevivido. Ángel tiene un alma miserable.

Vicente hablaba con normalidad y aparente racionalidad.

—¿No os ha vuelto la fiebre?

—Parece ser que no.

—Muy bien, Vicente, me alegro.

—Te agradezco que me hayas cuidado en mi enfermedad, Ramón Callicó. —Vicente tosió y carraspeó—. Tuve unos sueños terribles bajo el efecto de la fiebre.

—¿Dije algún disparate?

Yonah le miró, sonriendo.

—Sólo alguna vez. A veces, le rezabais a san Peregrino.

—¿De veras le recé a san Peregrino?

Ambos guardaron silencio un instante. Después, Vicente trató de incorporarse.

—Hay algo que quisiera decirte, Ramón. Algo que desearía compartir contigo por haber sido el único que ha cuidado de mi.

Yonah le miró con inquietud, deduciendo por su nerviosismo y su agudo tono de voz que le había vuelto a subir la fiebre.

—¿Qué es, Vicente?

—Lo he descubierto.

—¿A quién…?

—A san Peregrino el Compasivo. He descubierto al santo de las peregrinaciones —dijo Vicente Deza.

—¿Qué estáis diciendo, Vicente? —preguntó Yonah, mirando tristemente al anciano.

Hacía sólo tres días que había sufrido el delirio nocturno.

—Crees que chocheo y no me extraña.

Vicente tenía razón. Yonah pensaba que el anciano era un loco inofensivo.

Las manos de Vicente rebuscaron bajo el jergón. Después, sosteniendo algo en su puño cerrado, se acercó a Yonah gateando como un bebé.

—Tómalo —le dijo.

Yonah se encontró de repente un objeto en la mano. Era pequeño y delgado. Lo sostuvo en alto, tratando de verlo en medio de la semipenumbra.

—¿Qué es?

—Es un hueso del dedo del santo. —Vicente asió el brazo de Yonah—. Tienes que acompañarme, Ramón, y verlo con tus propios ojos. Vamos el domingo por la mañana.

Maldición. Los domingos por la mañana los obreros disfrutaban de medio día libre para asistir a las funciones religiosas. Yonah lamentaba tener que malgastar aquellas pocas horas de asueto. Quería seguir el consejo del maestro y sacar al tordo árabe, pero mucho se temía que no podría disfrutar de un solo momento de paz si no cedía a los requerimientos de Vicente.

—Iremos el domingo si, para entonces, los dos estamos en condiciones de caminar —respondió, devolviéndole el hueso a Vicente.

Estaba muy preocupado por Vicente, que le seguía hablando en febriles susurros. En todos los demás sentidos, Vicente daba la impresión de haberse restablecido de su enfermedad. Se mostraba activo y vigoroso, y había recuperado prodigiosamente el apetito.

El domingo por la mañana, ambos recorrieron la estrecha lengua de tierra que unía Gibraltar con la península. Una vez allí, echaron a andar en dirección este y, al cabo de media hora, Vicente levantó la mano.

—Hemos llegado.

Yonah sólo veía un lugar arenoso y desierto, interrumpido por numerosas formaciones de granito. A pesar de que nada de todo aquello le parecía insólito, siguió a Vicente, quien ya había empezado a trepar por las rocas como si no hubiera estado ni un solo día enfermo.

Al poco rato, muy cerca del sendero, Vicente encontró las rocas que estaba buscando y Yonah observó que en el centro de la formación había una ancha grieta. Una rocosa rampa natural bajaba hacia la abertura, pero sólo resultaba visible si uno se situaba directamente por encima de ella.

Vicente llevaba un poco de carbón encendido en una cajita metálica y Yonah dedicó unos instantes a soplar sobre el carbón y encender un par de gruesas velas.

El agua de lluvia debía de penetrar a través de la abertura, bajando por la rampa rocosa que terminaba en el arenoso suelo de la cueva del interior, la cual estaba seca, tenía aproximadamente el mismo tamaño que el de la cueva de Mingo en el Sacromonte y terminaba en una estrecha grieta que debía de comunicar con la superficie, pues Yonah percibió un soplo de aire.

—Fíjate en eso —dijo Vicente.

Bajo la trémula luz, Yonah vio un esqueleto. Los huesos de la parte superior del cuerpo parecían intactos, pero tanto los de las piernas como los de los pies habían sido apartados a un lado y, cuando Yonah se inclinó sobre ellos con la vela en la mano, vio que habían sido mordisqueados por un animal. De las prendas que cubrían el cuerpo sólo quedaban algunos restos dispersos de tejido. Yonah pensó que los animales, atraídos por la sal del sudor, se las habrían comido mucho tiempo atrás.

—¡Y mira aquí!

Era un tosco altar, formado por tres ramas. Delante de él había tres cuencos de barro.

El contenido habría sido devorado tal vez por la misma criatura que había mordisqueado los huesos.

—Ofrendas —dijo Yonah—. Tal vez a un dios pagano.

—No —dijo Vicente.

Iluminó con la vela la pared del otro lado, contra la cual se apoyaba una cruz de gran tamaño.

Después iluminó la pared que había al lado de la cruz para que Yonah viera grabada en la roca el distintivo de los primitivos cristianos, el signo del pez.

—¿Cuándo lo descubristeis? —preguntó Yonah mientras ambos regresaban a la armería.

—Puede que un mes después de tu llegada. Ocurrió el día en que me encontré en posesión de una botella de vino.

—¿La encontrasteis en vuestra posesión?

—La robé en la taberna, aprovechando una distracción de Bernáldez. Pero lo debí de hacer por una inspiración de los ángeles, pues me llevé la botella para que nadie me molestara mientras bebía. Mis pies se dirigieron a aquel lugar.

—¿Qué pretendéis hacer con lo que habéis averiguado?

—Hay personas que pagarían un elevado precio a cambio de las sagradas reliquias. Quisiera que tú te encargaras de su venta y trataras de conseguir el mejor precio.

—No, Vicente.

—Te pagaré bien, naturalmente.

—No, Vicente.

Un destello de astucia se encendió en los ojos del anciano.

—Es por eso, por lo que te conviene negociar un buen precio. Te daré la mitad de todo.

—No quiero ningún trato con vos. Los hombres que compran y venden reliquias son unas víboras. Yo que vos iría a la iglesia de la aldea de Gibraltar y acompañaría al padre… ¿cómo se llama?

—El padre Vázquez.

—Sí. Acompañaría al padre Vázquez aquí para que fuera él quien estableciera si los restos pertenecen a un santo.

—¡No! —A Vicente se le arrebolaron las mejillas como si le hubiera vuelto a subir la fiebre, pero era la furia—. Dios ha dirigido mis pasos hacia un santo. Dios habrá pensado: «Aparte su afición a la bebida, Vicente no es mal hombre. Le daré suerte para que termine sus días con un poco de comodidad».

—La decisión es vuestra, Vicente. Pero yo no quiero tener la menor parte en ello.

—En tal caso, deberás mantener la boca cerrada acerca de lo que has visto esta mañana.

—Tendré sumo gusto en olvidarlo.

—Como se te ocurra vender las reliquias por tu cuenta y sin la participación de Vicente, me encargaré de que recibas tu merecido.

Yonah le miró, sorprendiéndose de que el anciano hubiera olvidado tan pronto quién le había cuidado durante su enfermedad.

—Haced lo que queráis con las reliquias y allá vos —replicó secamente.

Después ambos siguieron su camino hacia Gibraltar en un tenso silencio.