Un marinero corriente
Los tratantes de ganado permanecieron demasiado tiempo en Baena, donde le entregaron cinco caballos a un tratante gitano que ofreció un festín en su honor, y en Jaén, donde dejaron otra media docena de animales. Para cuando entregaron los últimos nueve caballos a un ganadero de Andújar, ya llevaban casi un día entero de retraso. Yonah y los hermanos se dirigieron a la orilla del río, totalmente convencidos de que el barco africano ya habría llegado y se habría ido, pero el barco aún estaba amarrado en el embarcadero. Macot fue efusivamente recibido por el capitán, un bereber de poblada barba cana. El capitán tomó el fardo de Macot y explicó que su barco también iba con retraso; había transportado un cargamento de cáñamo desde Tánger que había vendido río arriba y regresaría a Tánger tras haber cargado mercancías en Córdoba, Sevilla, los pequeños puertos del golfo de Cádiz y Gibraltar.
Macot habló seriamente con el marino señalándole a Yonah, y el capitán aceptó sin demasiado entusiasmo, tras haberle escuchado.
—Ya está todo arreglado —le anunció Macot a Yonah. Los hermanos lo abrazaron—. Ve con Dios —le dijo Macot.
—Qué Él os acompañe —contestó Yonah.
Yonah los contempló con nostalgia mientras se alejaban conduciendo por la brida el caballo que él había montado y deseó poder regresar a Granada con ellos.
El capitán le dio inmediatamente a entender con toda claridad que viajaría como tripulante y no como pasajero, por lo que lo puso a trabajar con la tripulación, cargando el aceite de oliva que el barco transportaría a África.
Aquella noche, mientras el capitán moro dejaba que la fuerte corriente empujara la embarcación de poco calado río abajo por el estrecho canal del alto Guadalquivir y él veía pasar las borrosas orillas del río, Yonah se sentó con la espalda apoyada en una gran tinaja de aceite y se puso a tocar la guitarra, procurando olvidar que no tenía la menor idea de adónde se dirigía su vida.
En el barco africano era el inferior de los inferiores, pues tenía que aprenderlo todo acerca de la vida a bordo, desde desplegar y recoger la única vela triangular, hasta la manera más segura de almacenar el cargamento en la cubierta de la embarcación para evitar que una canasta o un tonel resbalara durante una tormenta y provocara daños en la embarcación o incluso su hundimiento.
El capitán, que se llamaba Mahmuda, era un bruto que soltaba puñetazos cuando se enfadaba. La tripulación —dos negros, Jesús y Cristóbal, y dos árabes que se encargaban de cocinar, Yephet y Darb— dormía bajo las estrellas o la lluvia, siempre que podía encontrar algún hueco. Los cuatro tripulantes, naturales de Tánger, eran muy musculosos y Yonah se llevaba bien con ellos porque eran jóvenes y rebosaban de entusiasmo. A veces, por la noche, cuando él tocaba la guitarra, los que no estaban de guardia cantaban hasta que Mahmuda les gritaba que cerraran la boca y se fueran a dormir.
El trabajo no era excesivamente gravoso hasta que arribaban a un puerto. En las oscuras y primeras horas del séptimo día que Yonah llevaba a bordo, la embarcación amarró en Córdoba para recoger más carga. Yonah formó pareja con Cristóbal para acarrear las grandes y pesadas tinajas. Trabajaban a la luz de unas antorchas de brea que emitían un olor muy desagradable. Al otro lado del embarcadero, un grupo de abatidos prisioneros encadenados estaba subiendo a una embarcación.
Cristóbal miró sonriendo a uno de los guardias armados.
—Tenéis muchos criminales —comentó.
El guardia soltó un escupitajo.
—Conversos.
Yonah los observó mientras trabajaba. Parecían aturdidos. Algunos presentaban unas heridas que los obligaban a moverse muy despacio, arrastrando las cadenas como si fueran unos ancianos a los que les dolieran las articulaciones cuando se movían.
Casi todo el cargamento del barco eran cuerdas y cabos, cuchillos, dagas y aceite de oliva, cuyas existencias así como las de vino español, escaseaban. En los ocho días que tardaron en llegar a la larga y ancha desembocadura del Guadalquivir, el capitán había tratado por todos los medios de conseguir todo el aceite que los mercaderes de Tánger estaban aguardando con ansia. Pero, en Jerez de la Frontera, donde esperaba encontrar una abundante provisión de aceite, sólo encontró a un comerciante que se deshizo en disculpas.
—¿Qué no hay aceite? ¡Maldita sea!
—Dentro de tres días. Creedme que lo siento, pero debo rogaros que esperéis. Dentro de tres días habrá todo el que queráis comprar.
—¡Maldición!
Mahmuda encargó a la tripulación pequeñas tareas a bordo mientras esperaban. Estaba tan furioso que apaleó a Cristóbal porque no se movía con la suficiente rapidez.
Jerez de la Frontera era el lugar adonde habían sido conducidos los prisioneros que Yonah había visto en Córdoba con el fin de incorporarlos a un grupo de antiguos judíos y antiguos musulmanes que, en media docena de ciudades fluviales, habían sido declarados culpables de abandonar su fidelidad a Jesucristo. En la ciudad había un gran destacamento de soldados. Ya se había desplegado la bandera roja que anunciaba la inminencia del cumplimiento de las penas de muerte y la gente se estaba congregando en Jerez de la Frontera para asistir al gran auto de fe.
El barco ya llevaba dos días amarrado cuando el malhumorado Mahmuda se puso hecho una furia al ver que Yephet volcaba una tinaja de aceite mientras afianzaba el cargamento para dejar sitio a las esperadas provisiones. No se había derramado el aceite y la tinaja fue rápidamente enderezada, pero Mahmuda enloqueció de rabia.
—¡Desdichado! —gritó—. ¡Insensato! ¡Escoria de la tierra!
Golpeó a Yephet, lo derribó al suelo a puñetazos y, tomando un trozo de cuerda, empezó a azotarlo.
Yonah se sintió invadido por un súbito y amargo ataque de cólera. Se adelantó hacia ellos, pero Cristóbal lo sujetó y le impidió que se moviera hasta que terminaron los azotes.
Aquella tarde el capitán abandonó el barco para buscar en la orilla del río algún burdel que ofreciera una botella de vino y una mujer.
Los tripulantes frotaron el maltrecho cuerpo de Yephet con un poco de aceite de oliva.
—Creo que no debes temer a Mahmuda —le dijo Cristóbal a Yonah—. Sabe que estás bajo la protección de los romanís.
Pero Yonah pensaba que, cuando lo cegaba la rabia, Mahmuda era incapaz de razonar y no estaba muy seguro de poder presenciar sus palizas con los brazos cruzados. En cuanto cayó la noche, recogió sus escasas pertenencias, saltó sin hacer ruido al embarcadero, y se alejó del barco en medio de la oscuridad.
Se pasó cinco días caminando sin prisa, pues no tenía adónde ir. El camino bordeaba la costa y le permitía disfrutar de la contemplación del mar. En algunos tramos el camino se apartaba un poco de la costa, pero más adelante Yonah siempre podía volver a contemplar las azules aguas. En muchas aldeas había embarcaciones de pesca. Algunas de ellas estaban más cuarteadas por el sol y la sal que otras, pero todas se encontraban en muy buen estado gracias a los hombres que se ganaban la vida con ellas. Yonah vio a los hombres ocupados en sencillas tareas como el remiendo de las redes o el calafateo y el embreado de los fondos de las embarcaciones. A veces trataba de entablar conversación, pero ellos apenas tenían nada que decirle cuando les preguntaba si había algún trabajo para él. Los miembros de las tripulaciones de los barcos de pesca debían de estar unidos por lazos de sangre o por años de íntima amistad. No había trabajo para un forastero.
En la ciudad de Cádiz su fortuna cambió. Se encontraba en el puerto cuando uno de los hombres que estaba descargando un barco tuvo un descuido. Incapaz de ver nada a causa del gran tamaño del rollo de tejido que llevaba, dio un traspié, perdió el equilibrio y cayó de la pasarela. El rollo de tela cayó sobre la blanda arena mientras el hombre se golpeaba fuertemente la cabeza contra un amarre de hierro.
Yonah esperó a que se llevaran al herido a un médico y a que se dispersaran los mirones antes de acercarse al segundo de a bordo del barco, un marino de mediana edad y cabello entrecano con un rudo rostro lleno de cicatrices y un pañuelo anudado alrededor de la cabeza.
—Me llamo Ramón Callicó y puedo ayudaros a descargar —se ofreció.
El segundo de a bordo contempló su joven y musculoso cuerpo y asintió con la cabeza, ordenándole que subiera a bordo, donde los otros le indicaron lo que tenía que levantar y dónde lo tenía que depositar. Bajó el cargamento a la bodega, donde, a causa del calor, dos tripulantes llamados Joan y César trabajaban semidesnudos. Mientras estibaba el cargamento, Yonah podía entender casi todas sus órdenes, pero algunas veces se veía obligado a pedirles que le repitieran unas palabras que le sonaban castellanas, pero no lo eran.
—¿Acaso estás sordo? —le preguntó César en tono irritado.
—¿En qué lengua habláis? —preguntó Yonah.
Joan le miró sonriendo.
—Es catalán. Aquí en este barco todos somos catalanes.
Sin embargo, a partir de aquel momento le hablaron en castellano, lo cual fue un alivio para él.
Antes de que finalizara la carga, se presentó un mozo del médico para decir que el marinero accidentado estaba gravemente herido y tendría que quedarse en Cádiz hasta que se curara.
El capitán había subido a la cubierta. Era más joven que el segundo de a bordo, mantenía la espalda muy erguida y en su cabello y barba aún no se apreciaba ninguna hebra gris. El segundo de a bordo se acercó a él y Yonah, que estaba trabajando a escasa distancia, oyó su conversación.
—Josep se tiene que quedar aquí hasta que esté curado —dijo el segundo oficial.
—Mmmm. —El capitán frunció el ceño—. No me gusta reducir la tripulación.
—Lo comprendo. Este que ha ocupado su lugar en la carga… Parece un buen trabajador.
Yonah vio que el capitán lo estaba evaluando.
—Muy bien. Puedes hablar con él.
El segundo de a bordo se acercó a Yonah.
—¿Eres un experto marino, Ramón Callicó?
Yonah no quería mentir, pero se le estaba acabando el dinero y necesitaba comida y alojamiento.
—Tengo experiencia con barcos fluviales —contestó, diciendo una media verdad que también era una mentira, pues no añadió que había trabajado muy poco tiempo en el barco.
A pesar de todo, acabaron contratándolo, y él se unió a los demás en la tarea de tirar de unos cabos que izaron tres pequeñas velas triangulares. Cuando el barco se hubo apartado lo suficiente de la orilla, los marineros izaron la vela mayor, la cual emitió un fuerte chasquido cuando la desplegaron y después se hinchó con el viento y los condujo a alta mar.
Al cabo de unos días, Yonah aprendió a distinguir a sus seis compañeros de tripulación: Jaume, el carpintero; Carles, un experto en cabos que se pasaba el rato trabajando con ellos; Antoni, el cocinero al que le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda. Y Marià, César, Joan y Yonah, que hacía todo lo que le mandaban. El sobrecargo era un hombrecillo que conseguía conservar la palidez del rostro mientras todos los que le rodeaban estaban bronceados por el sol. Yonah siempre oía que lo llamaban señor Mezquida y nunca averiguó cuál era su nombre de pila. El capitán se llamaba Pau Roure y apenas se le veía el pelo, pues se pasaba los días en su camarote. Cuando subía a cubierta, jamás hablaba con la tripulación y prefería dar las órdenes a través del segundo de a bordo, llamado Gaspar Gatuelles. A veces Gatuelles daba las órdenes a gritos, pero nadie sufría latigazos a bordo.
El barco se llamaba La Lleona, la leona. Tenía dos mástiles y seis velas que Yonah aprendió muy pronto a identificar: una gran vela mayor cuadrada, una mesana algo más pequeña, dos gavias triangulares por encima de estas dos, y dos pequeños foques tensados sobre el bauprés, que era un rubio cuerpo de león con un rostro de mujer de alabastro. El palo mayor era más alto que el de mesana, tan alto que, en cuanto el barco empezó a surcar el agua impulsado por una fuerte brisa, Yonah temió que le ordenaran subir.
En su primera noche a bordo, cuando le correspondió el turno de dormir cuatro horas, en lugar de hacerlo, Yonah se dirigió a la escala de cuerda y subió por ella hasta llegar a medio camino del palo mayor. Abajo, la cubierta estaba a oscuras, exceptuando el débil resplandor de las luces de navegación. Alrededor del barco se extendía el ilimitado mar, tan oscuro como el vino tinto. No se atrevió a subir hasta más arriba y regresó a cubierta precipitadamente.
Le dijeron que el barco era pequeño para ser un bajel de agua salada, pero a él le parecía enorme comparado con el barco fluvial. Tenía una húmeda bodega con un pequeño camarote de seis literas destinadas a pasajeros y un camarote todavía más pequeño que compartían los tres oficiales. La tripulación dormía en la cubierta siempre que podía. Yonah encontró un sitio detrás del vástago del timón. Cuando se tendía allí, podía oír el silbido del agua pasando sobre el curvado casco y, cada vez que se modificaba el rumbo, percibía las vibraciones del timón de abajo.
El océano abierto no se parecía en nada al río. Yonah disfrutaba del frescor del aire y de su húmedo sabor salobre, pero, por regla general, el movimiento le provocaba una sensación de mareo. Algunas veces experimentaba náuseas y vomitaba para gran regocijo de los que lo veían. Todos los hombres del barco le llevaban más de diez años y hablaban catalán entre sí. Cuando se acordaban, cosa que no ocurría muy a menudo, se dirigían a Yonah en castellano. Desde el principio Yonah comprendió que iba a sentirse muy solo en el barco.
Tanto los oficiales como la tripulación se percataron enseguida de su falta de experiencia, y el segundo de a bordo pasó a encargarle las tareas más serviles. En su cuarto día a bordo, se desencadenó una tormenta que azotó violentamente el barco. Cuando Yonah se acerco tambaleándose a la banda de sotavento para vomitar, el segundo de a bordo le ordenó que subiera al mástil. Mientras se encaramaba por la escala de cuerda, el miedo le hizo olvidar las náuseas. Subió más arriba que la otra vez, por encima del extremo superior de la vela mayor. Los cabos que sujetaban la gavia se habían soltado en la cubierta, pero unas manos humanas tenían que tirar de la vela hacia abajo y sujetarla a su palo. Para poder hacerlo, los hombres tenían que abandonar la escala de cuerda y apoyar los pies en un angosto fragmento de cabo y sujetarse al palo. Un marino ya había empezado a avanzar por el cabo cuando Yonah alcanzó el palo. Al ver que titubeaba, los dos hombres que se encontraban situados por debajo de él en la escala de cuerda soltaron una maldición y entonces él pisó el oscilante cabo y se agarró al palo mientras deslizaba los pies por el frágil soporte. Los cuatro se sujetaron al palo con una mano y tiraron de la pesada vela con la otra mientras los mástiles se estremecían y balanceaban. El barco se escoraba hacia babor y estribor y cada vez que alcanzaba el vertiginoso final de un prolongado cabeceo, desde arriba los hombres distinguían la blanca espuma del mar embravecido.
Cuando al final consiguieron sujetar la vela, Yonah se agarró a la escala y bajó temblando para alcanzar la cubierta. No podía creer lo que había hecho. Nadie reparó en él durante un buen rato. Después el segundo de a bordo lo envió a la bodega para que comprobara el estado de las cuerdas que sujetaban la carga.
A veces, unos brillantes y oscuros delfines nadaban junto al costado del barco y en una ocasión avistaron un pez tan grande que Yonah se llenó de temor. Sabía nadar, de chico se había criado a la orilla de un río, pero sus aptitudes tenían un límite. No se veía tierra por ninguna parte, sólo agua en todas direcciones. Y, aunque hubiera podido alcanzar la tierra a nado, pensaba que su cuerpo sería una tentación para los monstruos marinos. Recordando la historia de su tocayo bíblico, se imaginó al Leviatán, bestia marina del Antiguo Testamento, subiendo poco a poco desde el abismo sin fondo, atraído a la superficie por los movimientos de sus brazos y sus piernas iluminados por la luz de las estrellas, tal como el cebo vivo de un anzuelo atrae a una trucha. La cubierta que oscilaba bajo sus pies se le antojaba frágil e inestable.
Le ordenaron subir otras cuatro veces, pero no consiguió que la experiencia le gustara ni logró convertirse plenamente en marinero, por lo que aprendió a vivir con distintos grados de náusea mientras el barco subía bordeando la costa y hacía escalas para descargar mercancías y recoger cargamentos y pasajeros en Málaga, Cartagena, Alicante, Denia, Valencia y Tarragona. Dieciséis días después de haber zarpado de Cádiz, llegaron a Barcelona, desde donde emprendieron de nuevo el viaje rumbo al sudeste, hacia la isla de Menorca.
Menorca allá lejos en el mar tenía una costa muy escarpada y era una isla de pescadores y campesinos. A Yonah le gustó la idea de vivir en un lugar de territorio tan accidentado. Se le ocurrió que la lejanía de la isla le permitiría escapar de las miradas vigilantes. Pero en el puerto menorquino de Ciudadela el barco recogió a tres frailes dominicos vestidos con sus hábitos negros. Uno de ellos se fue a sentar sobre un tonel de gran tamaño y se puso a leer el breviario mientras los otros dos permanecían un rato conversando junto a la barandilla. De pronto, uno de los frailes miró a Yonah y le hizo señas de que se acercara, curvando el dedo índice.
Yonah tuvo que hacer un esfuerzo para obedecer.
—¿Señor? —dijo.
Su propia voz le sonó como un graznido.
—¿Adónde irá este barco cuando abandone estas islas?
El fraile tenía unos ojillos castaños. No se parecían en nada a los ojos grises de Bonestruca, pero el hábito dominico que el fraile vestía bastó para aterrorizar a Yonah.
—No lo sé, señor.
Los otros frailes soltaron un bufido y lo miraron severamente.
—Éste es un ignorante. Va adonde lo lleva el barco. Tenéis que preguntar a un oficial.
Yonah señaló a Gaspar Gatuelles, que estaba en la proa, hablando con el carpintero.
—Él es el segundo de a bordo, señor.
Los dos frailes se encaminaron hacia la proa para hablar con Gatuelles.
La Lleona llevó a los dos frailes a la isla de Mallorca, más grande que Menorca. El tercer fraile dejó de leer el breviario justo a tiempo para desembarcar en la pequeña isla de Ibiza, situada más al sur.
Yonah comprendió que, para sobrevivir, tendría que seguir engañando, pues la Inquisición estaba en todas partes.