Lo que Mingo averiguó
Mingo cada vez pasaba más tiempo en la Alhambra y sólo regresaba a las cuevas del Sacromonte dos noches a la semana. Una noche le comunicó a Yonah una noticia preocupante.
—Puesto que los Reyes no tardarán en ocupar la Alhambra, la Inquisición tiene el propósito de vigilar muy de cerca a todos los marranos y moriscos de las inmediaciones de la fortaleza para evitar que alguna señal de cristianos descarriados ofenda los regios ojos.
Yonah escuchó en silencio.
—Buscarán herejes por todas partes hasta que consigan reunir a unos cuantos. Y no cabe duda de que celebrarán un auto de fe, y puede que más de uno, para demostrar su celo y diligencia, en presencia de los cortesanos y quizá de los Reyes.
—Lo que estoy intentando decirte, mi buen amigo Yonah —prosiguió delicadamente Mingo—, es que sería prudente que te fueras cuanto antes a otro lugar, donde la necesidad de examinar todos los padrenuestros de tu vida no fuera tan apremiante.
Por simple honradez, Yonah no podía por menos que tratar de avisar a aquellos con quienes recientemente había rezado. Puede que, en el fondo, abrigara la esperanza de que la familia de Isaac Saadi lo considerara un salvador y lo mirara con ojos más favorables.
Sin embargo, cuando llegó a la casita del Albaicín, la encontró vacía.
También lo estaba la casa de la familia Benzaquen y la de los restantes cristianos nuevos. Las familias conversas se habían enterado de la inminente llegada de Fernando e Isabel y habían comprendido el peligro que suponía para ellos, por lo que todos habían huido.
Solo delante de las casas abandonadas, Yonah se sentó a la sombra de un plátano. Trazó distraídamente cuatro puntos en la tierra: uno representaba a los cristianos viejos de España, otro a los moros y el tercero a los cristianos nuevos. El cuarto punto representaba a Yonah ben Helkias Toledano. Sabía que no era un judío como su padre ni como las generaciones que lo habían precedido. En lo más hondo de su corazón hubiera deseado ser como ellos, pero ya se había convertido en otra cosa. Ahora su verdadera religión era la de ser un judío de simple supervivencia. Se había dedicado a vivir en solitario y se había mantenido siempre al margen de todo.
A pocos codos de la casa abandonada encontró el guijarro con el que siempre jugaba Adriana. Lo tomó y se lo guardó en la bolsa como recuerdo de la tía de la niña que sin duda lo obsesionaría en sus sueños.
Mingo regresó a toda prisa a las cuevas desde la Alhambra para comunicar a Yonah otra noticia.
—Están a punto de emprender una acción contra los cristianos nuevos. Hoy mismo tienes que abandonar este lugar, Yonah.
—¿Y vuestros romanís? —le preguntó Yonah—. ¿Estarán a salvo del peligro?
—Los representantes de mi pueblo son criados y jardineros. No tenemos entre nosotros a nadie tan encumbrado como los arquitectos y constructores moros, o como los banqueros y médicos judíos. Los gadje no se molestan en envidiarnos. En realidad, la mayoría de ellos apenas nos ve. Cuando la Inquisición nos examina, sólo ve a unos peones que son buenos cristianos.
Mingo le hizo a Yonah otra sugerencia que le causó un gran pesar.
—Tienes que dejar tu asno aquí. A este animal le queda muy poca vida; si se cansara por el camino, no tardaría en enfermar y morir.
Yonah sabía en su fuero interno que era cierto.
—Os regalo el asno a vos —dijo finalmente.
Mingo asintió con la cabeza.
Yonah se fue con una manzana a la dehesa, se la dio a Moisés y le acarició suavemente la testuz. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartarse de él.
El enano le prestó un último servicio, disponiendo que cabalgara con dos romanís, los hermanos Ramón y Macot Manigo, que tenían que entregar unos caballos a unos tratantes de Baena, Jaén y Andújar.
—Macot Manigo tiene que enviar un fardo a Tánger por medio de una nave en la que embarcará en Andújar. El barco es propiedad de unos contrabandistas moros, con quienes nosotros los romanís llevamos muchos años comerciando. Macot intentará colocarte en este barco para que bajes con él por el río Guadalquivir.
Apenas había tiempo para los adioses. Mana le ofreció pan y queso envueltos en un lienzo. Mingo le entregó dos soberbios regalos de despedida: una afilada daga de acero moruno labrado y la guitarra que Yonah tocaba y tanto admiraba.
—Mingo —le dijo Yonah al enano—, os suplico que tengáis mucho cuidado y no hagáis enfadar demasiado a los monarcas católicos.
—Y yo te suplico que no te preocupes por mi. Que tengas una vida dichosa, amigo mío.
Yonah cayó de hinojos y abrazó al jefe de los romanís.
Los tratantes de caballos eran unos hombres muy amables de piel aceitunada y tan expertos en el manejo de los animales que el hecho de conducir y entregar veinte caballos no les suponía el menor esfuerzo.
Yonah se había familiarizado con ellos en el Sacromonte y en el trayecto descubrió que eran para él unos compañeros de viaje extremadamente agradables.
Macot era un cocinero excelente y, además, llevaban una buena provisión de vino.
Ramón tenía un laúd y todas las noches él y Yonah tocaban juntos y se solazaban con la música para librarse del cansancio de la silla de montar.
Durante las largas horas de viaje a caballo bajo el ardiente sol, Yonah comparaba mentalmente a los dos hombres a quienes la naturaleza había otorgado una forma tan extraña. Se sorprendía de que el alto y jorobado fraile Bonestruca fuera tan perverso y de que el gitano enano Mingo encerrara tanta bondad en su menudo cuerpo. Su propio cuerpo, a pesar de lo vigoroso que era, le dolía de tanto permanecer sentado en la silla y el alma le dolía de soledad. Tras haber saboreado la cálida acogida de unos hombres buenos, se le partía el alma por tener que regresar a la desolación de la vida errante.
Pensó en Inés Saadi Denia y se vio obligado a aceptar que el camino que ella seguiría en la vida sería muy distinto del suyo, por lo que prefirió concentrarse en otra pérdida. La bestia de carga había sido su único y constante compañero durante más de tres años, siempre dispuesto a cumplir su voluntad sin jamás exigirle nada. Tardaría mucho tiempo en dejar de lamentar amargamente la ausencia de su asno Moisés.