CAPÍTULO 19

Inés Denia

Yonah había evitado a los conversos, porque no creía que el hecho de tratar con ellos pudiera reportarle beneficio alguno. Pero ansiaba el contacto con los judíos y pensaba que no habría nada de malo en posar los ojos en aquellos que en otros tiempos habían cumplido el precepto del Sabbath, aunque ahora ya no lo cumplieran.

Una tranquila mañana se dirigió con Moisés al mercado. Mingo le había dicho que el mercado de Granada había renacido gracias a la fiebre de construcciones y reformas de la Alhambra. El mercado era un inmenso bazar, por el que Yonah paseó encantado con su asno, fascinado por el espectáculo, los aromas y los sonidos de los tenderetes que ofrecían hogazas de pan y dulces; grandes peces sin cabeza y pececitos frescos de brillantes ojos; lechones enteros y jamones, trozos de carne y cabezas de enormes cerdos; corderos y carneros cocidos y crudos; bolsas de vellones; y toda suerte de aves de corral colgadas boca abajo cuyas vistosas colas llamaban la atención de los compradores; albaricoques, ciruelas, rojas granadas, amarillos melones…

De pronto, Yonah descubrió a dos tratantes de seda.

En uno de los tenderetes un sujeto de rostro avinagrado estaba mostrando unos rollos de tela a dos hombres que acariciaban la seda con expresión dubitativa.

En el otro puesto un hombre con un turbante estaba atendiendo a una docena de clientes interesados, pero fue otro rostro el que atrajo la atención de Yonah. La mujer se encontraba de pie junto a una mesa, cortando retales de un tejido de seda que un muchacho estaba desenrollando. Yonah había visto sin duda rasgos mucho más agradables y atrayentes que aquéllos, pero no recordaba cuándo ni dónde. El hombre del turbante estaba explicando que la diferencia entre las sedas dependía del tipo de hojas que hubieran comido los gusanos.

—Las hojas que comen los gusanos de la región donde se teje esta nacarada seda dan un brillo muy particular al hilo. ¿No lo veis? La seda terminada tiene unos delicados reflejos dorados.

—Pero es muy cara, Isaac —objetó el cliente.

—Es verdad —reconoció el comerciante—. Pero eso se debe a que se trata de un tejido especial creado por unos miserables gusanos y unos tejedores bendecidos por la mano de Dios.

Yonah no prestaba atención. Trató de confundirse con los cuerpos que pasaban, pero se había quedado petrificado contemplando con deleite a la mujer. Era joven, pero ya adulta, de porte erguido y cuerpo esbelto, redondeado y firme. Tenía una larga y espesa mata de cabello color bronce. Sus ojos no eran oscuros; a Yonah le pareció que tampoco eran azules, pero no estaba lo bastante cerca como para distinguir su color exacto. Su rostro, concentrado en la tarea, estaba bronceado por el sol, pero, cuando la mujer midió la seda utilizando la distancia entre el codo y los nudillos de la mano cerrada en puño, la manga del vestido le subió un poco por el brazo y Yonah observó que allí donde había estado protegida del sol, la piel era más pálida que la seda.

La mujer levantó los ojos y lo sorprendió contemplándola. Por un breve instante, sus miradas se cruzaron en un involuntario contacto, pero ella la apartó de inmediato y entonces Yonah contempló con incredulidad el seductor oscurecimiento de su hermoso cuello.

Entre cacareos y cloqueos, entre el hedor de excrementos y el revuelo de plumas, Yonah se enteró a través de un vendedor de aves de corral que el mercader de seda se llamaba Isaac Saadi.

Permaneció un buen rato en las inmediaciones del tenderete del comerciante de sedas antes de que se fueran los clientes. Sólo unos cuantos compraron, pero a la gente le gustaba contemplar la seda y acariciarla. Al final, todos los posibles clientes se retiraron y Yonah se acercó al hombre. ¿Cómo se dirigiría a él? Yonah decidió combinar elementos de ambas culturas.

—La paz sea con vos, señor Saadi.

El hombre contestó amablemente a su respetuoso saludo:

—Y con vos también, señor.

Detrás del hombre —que seguramente era su padre—, la joven no los miró, pues estaba ocupada con los rollos de tejido. Yonah comprendió instintivamente que no era el momento de ocultar su identidad.

—Soy Yonah Toledano. Quería preguntaros si sabéis de alguien que pueda ofrecerme trabajo.

El señor Saadi frunció el ceño. Miró recelosamente a Yonah y reparó en su mísera ropa, su nariz rota, su poblado cabello y la barba sin recortar.

—No conozco a nadie que necesite a un obrero. ¿Cómo habéis averiguado mi nombre?

—Se lo pregunté al vendedor de aves de corral. Siento un gran respeto por los comerciantes de sedas —explicó Yonah, quien esbozó una sonrisa como para disculpar la necedad de su comentario—. En Toledo, el mercader de sedas Zadoq de Paternina era un íntimo amigo de mi padre Helkias Toledano, que en paz descanse.

—¿Conocéis a Zadoq de Paternina?

—No, pero conozco su fama. ¿Cómo está?

Yonah se encogió de hombros.

—Fue de los que abandonaron España.

—¿Acaso vuestro padre se dedicaba al comercio?

—Mi padre era un hábil platero. Por desgracia, lo mataron en el transcurso de una… desagradable situación.

—Ah, ya. Que Dios lo tenga en su gloria —dijo Saadi, lanzando un suspiro.

Uno de los principios más férreos del mundo en el que ambos habían crecido era el de que, cuando se conocía a un forastero judío, se le tenía que ofrecer hospitalidad. Pero Yonah sabía que aquel hombre pensaba que él también era converso y, en los tiempos que corrían, invitar a un forastero podía significar invitar a un confidente de la Inquisición.

—Os deseo buena suerte. Id con Dios —dijo Saadi un tanto inseguro.

—Lo mismo os deseo a vos.

Yonah dio media vuelta, pero, antes de que hubiera dado dos pasos, el anciano fue tras él.

—¿Tenéis cobijo?

—Sí, tengo un lugar donde dormir.

Isaac asintió con la cabeza.

—Me gustaría invitaros a comer a mi casa. —Yonah oyó las tácitas palabras: Al fin y al cabo, es alguien que conoce a Zadoq de Paternina—. El viernes, mucho antes de que se ponga el sol.

Ahora la muchacha levantó la vista de la seda y Yonah vio que estaba sonriendo.

Se remendó la ropa, fue a lavarla a un arroyo y después se lavó el cuerpo, el rostro y la barba con el mismo rigor. Mana le cortó el cabello y la barba mientras Mingo, que ya estaba viviendo de nuevo entre los esplendores de la Alhambra, contemplaba los preparativos con expresión divertida.

—Y todo eso para cenar con un mercader de trapos —se burló el enano—. ¡Yo no armo tanto revuelo cuando ceno con los reyes!

En otra vida, Yonah hubiera llevado una ofrenda de vino kosher[24] elaborado según los preceptos judíos. El viernes por la tarde fue al mercado. La estación estaba demasiado avanzada como para encontrar uva, pero compró unos soberbios dátiles, endulzados con su propio jugo.

Pensó que tal vez la muchacha no estaría presente. A lo mejor era una moza del taller, y no la hija del comerciante, meditó Yonah mientras se dirigía a la casa, siguiendo las indicaciones que le había facilitado el señor Saadi. Resultó que era una casita del Albaicín, el antiguo barrio árabe abandonado por los que habían huido tras la derrota de los moros a manos de los soberanos católicos. Yonah fue amablemente acogido por el señor Saadi, el cual le agradeció el regalo de los dátiles.

La muchacha estaba presente. Era la hija y se llamaba Inés. Su madre, Zulaika Denia, era una delgada y taciturna mujer de ojos tímidos. La hermana mayor, bastante gruesa y dotada de un exuberante busto, se llamaba Felipa y tenía una preciosa hijita de seis años de nombre Adriana. Saadi explicó que Joaquín Chacón, el esposo de Felipa, se había ido a comprar seda a los puertos del sur.

Los cuatro adultos lo miraron con inquietud; sólo la niña sonreía.

Zulaika les sirvió a los hombres los dátiles y después se fue a preparar la comida junto con las demás mujeres.

—Vuestro padre, que en paz descanse… ¿Dijisteis que era platero? —preguntó Isaac Saadi, escupiendo los huesos de los dátiles en la palma de su mano.

—Si, señor.

—¿Dijisteis que en Toledo?

—Sí.

—Estáis buscando trabajo. ¿No quisisteis seguir con el taller de vuestro padre cuando él murió?

—No —contestó Yonah sin dar más explicaciones, pero Saadi no era tímido e insistió.

—¿Acaso no era un buen negocio?

—Mi padre era un platero extraordinario y muy apreciado. Su nombre es famoso en el gremio.

—Ah.

Zulaika Denia sopló sobre unos carbones que había en un recipiente de metal y prendió fuego con ellos a una astilla de leña que utilizó para encender tres lámparas de aceite antes de que cayera la oscuridad. ¿Velas del Sabbath tal vez? Cualquiera sabía, Zulaika Denia se encontraba de espaldas a Yonah y éste no oyó ninguna oración. Al principio, no supo decir si la mujer estaba renovando la alianza o mejorando la iluminación de la estancia, pero, de pronto, vio un balanceo casi imperceptible.

¡La mujer estaba rezando sobre las velitas del Sabbath!

Saadi sorprendió a Yonah observando a su mujer. Su enjuto y anguloso rostro estaba en tensión. Ambos permanecieron sentados, conversando a la defensiva. Mientras los efluvios de las verduras cocidas al horno y del pollo aderezado con especias y cocido a fuego lento llenaban la casita, las habitaciones se fueron quedando a oscuras y las lámparas y las velas tomaron el relevo. Isaac Saadi acompañó a Yonah a la mesa mientras Inés servía pan y vino.

Cuando se sentaron a la mesa, Yonah comprendió que su anfitrión aún estaba inquieto.

—Que nuestro invitado y nuevo amigo ofrezca la invocación —dijo astutamente Saadi, pasándole la responsabilidad a Yonah.

Yonah sabía que, si Saadi hubiera sido un cristiano sincero, hubiera podido dirigir una acción de gracias a Jesucristo por los alimentos que estaban a punto de tomar. La conducta más segura, que Yonah tenía intención de observar, era la de limitarse a agradecerle a Dios los alimentos. En su lugar, cuando abrió la boca, siguió casi involuntariamente otro camino y respondió a la mujer que no había conseguido disimular debidamente sus plegarias. Levantando el vaso de vino, empezó a entonar con ronca voz un canto hebreo, celebrando el Sabbath, el rey de los días, y dando gracias a Dios por el fruto de la viña.

Mientras los tres adultos restantes de la mesa lo miraban en silencio, tomó un sorbo de vino y le pasó la hogaza a Saadi. El hombre vaciló, pero después partió el pan y empezó a entonar su acción de gracias por el fruto de la tierra.

Las palabras y las melodías desataron los recuerdos de Yonah y le hicieron experimentar una mezcla de placer y dolor. No era a Dios a quien invocaba en su berachot[25], sino a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos… a todos los que se habían ido.

Cuando terminaron las bendiciones, sólo Felipa puso cara de hastío, molesta por algo que su hijita le había preguntado en voz baja. El receloso rostro de Isaac Saadi estaba triste pero más sereno y a Zulaika se le habían humedecido los ojos mientras Yonah observaba que Inés lo miraba con interés y curiosidad.

Saadi acababa de tomar una decisión. Colocó una lámpara de aceite delante de la ventana mientras las tres mujeres servían los platos con los que Yonah estaba soñando: el tierno pollo estofado con verduras, un budín de arroz con pasas y azafrán, y unos granos de granada remojados en vino. Antes de que terminara la cena se presentó la primera persona convocada por la luz de la ventana. Era un hombre muy alto y bien parecido, con un antojo de color rojizo que parecía una fresa aplastada justo en la línea de la mandíbula.

—Es nuestro buen vecino Micah Benzaquen —le dijo Saadi a Yonah—. Este joven es Yonah ben Helkias Toledano, un amigo de Toledo.

Benzaquen le dio la bienvenida a Yonah.

Después aparecieron un hombre y una mujer que Saadi presentó a Yonah como Fineas ben Sagan y su mujer Sancha Portal, a los que siguieron Abram Montelbán y su mujer Leona Patras y otros dos hombres llamados Nachman Redondo y Pedro Serrano. La puerta fue abriéndose más a menudo hasta que otros nueve hombres y seis mujeres entraron en la casita. Yonah observó que todos vestían prendas oscuras para no llamar la atención, cosa que hubiera ocurrido si se hubieran vestido más de ceremonia para la celebración del Sabbath.

Saadi presentó a Yonah a todo el mundo como un amigo que estaba de visita.

Uno de los chicos de los vecinos montó guardia en el exterior de la casa cual si fuera un centinela, mientras en el interior la gente empezaba a rezar las plegarias judías.

No tenían ninguna Torá. Micah Benzaquen dirigió las oraciones de memoria y los demás se unieron a ellas con temerosa emoción. Las oraciones se rezaban prácticamente en voz baja para que los sonidos de la liturgia no salieran de la casa y los delataran.

Recitaron las dieciocho bendiciones de la shema. Después, en una orgía de cánticos, entonaron himnos, oraciones y el tradicional canto sin palabras conocido como niggun.

El compañerismo y la experiencia de la oración en común, antaño tan habituales para Yonah y ahora tan proscritos y preciados, ejerció un profundo efecto en él. Todo terminó con demasiada rapidez. Los presentes se abrazaron y se desearon en voz baja un feliz Sabbath. En sus deseos incluyeron al forastero del que Isaac Saadi había sido fiador.

—La semana que viene en mi casa —le murmuró Micah Benzaquen a Yonah, y éste asintió encantado.

Isaac Saadi estropeó el momento. Miró con una sonrisa a Yonah mientras los presentes abandonaban la casa de dos en dos.

—El domingo por la mañana —le dijo—, ¿querréis acompañarnos a la iglesia?

—No, no puedo.

—Pues entonces el otro domingo. —Saadi miró a Yonah—. Es importante.

Hay personas que nos observan muy de cerca, ¿sabéis?

En los días sucesivos Yonah sometió el tenderete del comerciante de seda a una estrecha vigilancia. Transcurrió una eternidad antes de que Isaac Saadi dejara a su hija sola en el puesto.

Yonah se acercó a ella como por casualidad.

—Buenos días, señora.

—Buenos días, señor. Mi padre no está…

—Ya, eso veo. No importa. Pasaba simplemente para agradecerle una vez más la hospitalidad de vuestra familia. ¿Tendréis la bondad de transmitirle mi gratitud?

—Sí, señor —contestó la joven—. Nosotros… Fue un placer recibiros en nuestra casa.

La muchacha se ruborizó intensamente, pues él no había dejado de mirarla desde el momento en que se había acercado al tenderete. Tenía los ojos muy grandes, la nariz recta y unos labios que, a pesar de no ser muy carnosos, expresaban todas sus emociones gracias a la extremada sensibilidad de las comisuras. Yonah no se había atrevido a observarla demasiado en casa de su padre por temor a que su familia se molestara. A la luz de las lámparas de la casa le había parecido que tenía los ojos grises. Viéndola ahora en pleno día, le pareció que eran azules, pero tal vez fuera un efecto de las sombras de la tienda.

—Gracias, señora.

—No hay de qué, señor Toledano.

Al otro viernes, Yonah volvió a participar en las ceremonias del Sabbath del pequeño grupo de conversos, esta vez en casa de Micah Benzaquen. Y allí se pasó el rato mirando furtivamente a Inés Denia, que se encontraba entre las mujeres. Su porte era admirable, incluso estando sentada. Y su rostro poseía un encanto singular.

Yonah se pasó toda la semana yendo al mercado para contemplarla de lejos, pero sabia que su furtivo comportamiento tendría que terminar, pues algunos mercaderes lo miraban con malos ojos, temiendo tal vez que estuviera planeando un robo.

Un día decidió ir al mercado a última hora de la tarde en lugar de por la mañana y, para su gran fortuna, llegó justo en el momento en que Felipa sustituía a su hermana en la tienda de sedas. Inés dio una vuelta por el mercado con su sobrinita Adriana para comprar comida, y Yonah se las ingenió para cruzarse en su camino.

—¡Buenas tardes os dé Dios, señora!

—Que Él os las dé a vos, señor.

Los sensibles labios esbozaron una dulce sonrisa. Intercambiaron unas palabras y Yonah se apartó mientras ella compraba lentejas, arroz, pasas, dátiles y una granada.

A continuación, la acompañó al tenderete de un verdulero, donde ella adquirió dos repollos.

Para entonces, la cesta ya pesaba lo suyo.

—Permitidme, os lo ruego.

—No, no…

—Sí, faltaría más —insistió Yonah jovialmente.

Así pues, la acompañó a casa para llevar la pesada cesta. Por el camino, ambos conversaron animadamente, pero más tarde él no pudo recordar de qué habían hablado.

Sólo deseaba estar con ella.

Como ya sabía a qué hora del día tenía que ir al mercado, le resultaba más fácil ingeniárselas para verla. Dos días más tarde volvió a tropezarse con ella y la niña en el mercado.

—Buenas tardes os dé Dios —le decía con la cara muy seria cada vez que la veía, y ella le contestaba con la misma seriedad:

—Qué Él os las dé a vos, señor.

A pesar de las pocas veces que lo había visto, la pequeña Adriana enseguida se familiarizó con él, lo llamaba por su nombre y corría a su encuentro.

Yonah creía que Inés sentía interés por él. La inteligencia que denotaba su rostro lo asombraba, su tímido encanto lo emocionaba y los pensamientos sobre su joven cuerpo bajo el modesto vestido lo atormentaban. Una tarde llegaron a la plaza Mayor, donde un gaitero estaba tocando con la espalda apoyada contra un muro de piedra iluminado por el sol.

Yonah empezó a moverse al compás de la música tal como había visto hacer a los romanís y descubrió de repente que podía expresar sentimientos con los hombros, las caderas y los pies de la misma manera que lo hacían los gitanos. Unos sentimientos que jamás había expresado anteriormente. Sorprendida, ella le miró con una media sonrisa en los labios, pero, cuando él le tendió la mano, no la tomó. Aun así, Yonah pensó que, si la sobrinita no hubiera estado presente, si ambos hubieran estado a solas en privado en lugar de estar en una plaza pública…. Si…

Tomó a la niña en brazos y Adriana lanzó gritos de alegría mientras él giraba una y otra vez con ella.

Más tarde, ambos se sentaron cerca del gaitero y hablaron un rato mientras Adriana jugaba con un guijarro rojo. Inés dijo que había nacido en Madrid, donde su familia se había convertido al cristianismo cinco años atrás.

Jamás había estado en Toledo. Cuando él le contó que todos sus seres queridos habían muerto o se habían ido de España, los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas y la compasión la indujo a rozarle el brazo. Fue la única vez que lo hizo. Yonah permaneció sentado sin moverse, pero ella apartó rápidamente la mano.

A la tarde siguiente, Yonah acudió al mercado como de costumbre y se puso a pasear entre los puestos, a la espera de que Felipa sustituyera a Inés en la tienda de sedas. Pero, al pasar por delante del vendedor de aves de corral, vio a Zulaika Denia conversando con el hombre. Éste miró a Yonah y le dijo algo a Zulaika. La madre de Inés se volvió y miró severamente a Yonah como si no lo conociera. Le hizo una pregunta al vendedor de aves y, tras haber escuchado su respuesta, se volvió de nuevo y se encaminó directamente a la tienda de sedas de su esposo Isaac Saadi.

Salió casi de inmediato, esta vez acompañada de su hija. Entonces Yonah comprendió la verdad que se había negado a reconocer, concentrado tan sólo en el orgulloso porte de Inés, en el misterio de sus grandes ojos y en el encanto de sus sensibles labios.

La joven era extremadamente hermosa.

Yonah las vio alejarse presurosas, la madre sujetando el brazo de su hija cual si fuera un alguacil que acompañara a un prisionero a su celda.

Dudaba que Inés hubiera comentado sus encuentros con él a su familia. Cada vez que Yonah la acompañaba, la muchacha le pedía la cesta antes de llegar a la vista de la casa, y allí se despedían. Puede que alguien del mercado hubiera sido indiscreto. O puede que algún inocente comentario de la pequeña Adriana los hubiera delatado.

Pero él no le había hecho nada deshonroso a Inés. No era tan terrible que su madre se hubiera enterado de que ambos paseaban juntos, pensó.

Sin embargo, cuando regresó al mercado dos días seguidos, la joven ya no estaba en la tienda de sedas. Felipa ocupaba el lugar de su hermana.

Aquella noche no pudo dormir y se encendió de deseo al imaginar lo que sentiría si se pudiera acostar con una mujer amada, si Inés fuera su esposa y los cuerpos de ambos se unieran para cumplir el precepto de crecer y multiplicarse. ¡Qué extraño, qué hermoso sería!

Trató de hacer acopio de valor para hablar con su padre.

Sin embargo, cuando fue al mercado para hablar con Isaac, Micah Benzaquen, el vecino de la familia de Isaac Saadi, lo estaba esperando.

A instancias de Micah, ambos se dirigieron a la plaza Mayor.

—Yonah Toledano, mi amigo Isaac Saadi cree que has puesto los ojos en su hija menor —le dijo delicadamente Benzaquen.

—Inés. Sí, es cierto.

—En efecto, Inés. Una joya de valor incalculable, ¿verdad?

Yonah asintió con la cabeza y esperó.

—Agraciada y muy hacendosa en la tienda y en la casa. Su padre se siente honrado de que el hijo de Helkias, el platero de Toledo que en paz descanse, lo haya honrado con su amistad. Pero Isaac Saadi te tiene que hacer unas preguntas. ¿Te parece bien?

—Por supuesto que sí.

—Por ejemplo. ¿Familia?

—Desciendo de rabinos y estudiosos, tanto por parte de madre como de padre. Mi abuelo materno…

—Claro, claro. Antepasados distinguidos. Pero ¿qué me dices de los parientes vivos, quizá con algún negocio en el que tú pudieras entrar?

—Tengo un tío. Se fue cuando se produjo la expulsión. No sé dónde…

—Qué lástima.

Pero Yonah le había comentado al señor Saadi, dijo Benzaquen, un oficio que le había enseñado su padre el platero.

—¿Eres maestro platero?

—Cuando murió mi padre, estaba a punto de terminar mi aprendizaje.

—Oh… un simple aprendiz. Qué lástima, qué lástima…

—Soy buen alumno. Podría aprender el negocio de la seda.

—No me cabe la menor duda. Pero es que Isaac Saadi ya tiene un yerno en su negocio de la seda —puntualizó Benzaquen con un hilillo de voz.

Yonah sabía que unos cuantos años atrás hubiera sido un buen partido para una hija de la familia Saadi. Todo el mundo lo hubiera aprobado, e Isaac Saadi más que nadie, pero la realidad era que en esas circunstancias no era un pretendiente apropiado. Y eso que ellos no sabían que era un fugitivo y no estaba bautizado.

Benzaquen estudió su nariz rota.

—¿Por qué no vas a la iglesia? —preguntó como si le hubiera leído el pensamiento.

—He estado…, muy ocupado.

Benzaquen se encogió de hombros. Echando un vistazo a las raídas prendas del joven, ni siquiera se tomó la molestia de preguntarle con qué recursos contaba.

—De ahora en adelante, cuando pasees y converses con una joven núbil, tienes que dejarla llevar su cesta del mercado —le dijo severamente—. De otro modo, otros pretendientes más… idóneos… podrían creer que la joven es demasiado débil para cumplir los arduos deberes de una esposa.

Dicho lo cual, Benzaquen le dio los buenos días y se fue.