CAPÍTULO 18

El bufón

El invierno estaba en camino, por lo que Yonah dirigió a Moisés hacia el calor. Quería ver el mar del sur que quedaba al otro lado de Sierra Nevada, pero, cuando se acercó a Granada, las noches ya eran muy frescas. No quería desafiar las cumbres cubiertas de nieve de la alta sierra en invierno y prefirió entrar en la ciudad para gastarse parte de sus ganancias en algunas comodidades para sí mismo y para el asno.

Se inquietó cuando llegó a las murallas de Granada, pues por encima de la siniestra puerta colgaban las cabezas putrefactas de unos criminales ejecutados, pero estaba claro que aquella exhibición no servía para atemorizar a los forajidos, pues al entrar en una posada donde esperaba encontrar vino y comida, se tropezó con dos corpulentos sujetos que pretendían asaltar a un enano. El hombrecillo media la mitad que ellos y tenía la cabeza muy grande, el tronco fornido, los brazos muy largos y las piernecitas como palillos. Contempló cautelosamente a los asaltantes mientras éstos se acercaban a él desde direcciones contrarias, armados uno con un garrote y el otro con un cuchillo.

—Danos la bolsa si no quieres perder estos cojoncitos tan pequeños que tienes —amenazó el del cuchillo, haciendo ademán de abalanzarse sobre él.

Sin pensarlo dos veces, Yonah tomó la afilada azada y desmontó del asno. Por desgracia, antes de que pudiera intervenir, el ladrón del garrote le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Inmediatamente se desplomó al suelo, herido y aturdido, mientras el hombre se inclinaba sobre él con el garrote, a punto de rematarlo.

Medio inconsciente, Yonah vio que el enano se sacaba de debajo de la túnica un cuchillo de grandes dimensiones. Sus piernecitas brincaron y corretearon, sus largos brazos culebrearon con agilidad y la punta del cuchillo se movió con la misma rapidez que la lengua de una serpiente. En un instante, el enano consiguió vencer las precarias defensas del atacante armado, quien lanzó un aullido de dolor y soltó el cuchillo en cuanto la hoja del pequeño luchador lo hirió en un brazo.

Los dos atacantes dieron media vuelta y echaron a correr. Entonces el enano tomó una piedra y la arrojó con tanta fuerza, que alcanzó a uno de los dos fugitivos en la espalda. Después secó la hoja del cuchillo en sus calzones y se acercó para contemplar el rostro de Yonah.

—¿Estáis bien?

—Creo que lo estaré —contestó débilmente el joven, tratando de incorporarse— … cuando entre en la taberna y beba un poco de vino.

—Aquí no os van a dar buen vino. Tenéis que montar en vuestro asno y acompañarme —dijo el hombrecillo mientras Yonah tomaba la mano que éste le ofrecía y sentía que un brazo sorprendentemente fuerte lo levantaba.

—Me llamo Mingo Babar.

—Yo soy Ramón Callicó.

Mientras abandonaba con Moisés la ciudad y subía por un empinado sendero, Yonah temió que aquel extraño hombrecillo que había estado a punto de convertirse en víctima fuera un ladrón y un asesino. Se preparó para un posible ataque, pero no ocurrió nada. El enano caminaba por delante del asno con la rapidez de una araña, y las manos rozaban el suelo del sendero cual si fueran dos pies adicionales.

Al poco rato, un centinela desde lo alto de una roca preguntó en voz baja:

—¿Eres tú, Mingo?

—Sí, soy yo. Vengo con un amigo.

Algo más allá, pasaron por delante de un agujero abierto en la colina a través del cual la suave luz de una lámpara se derramaba al exterior. Después pasaron por delante de otro y de varios más. Del interior de las cuevas surgían gritos.

—¡Buenas tardes te dé Dios, Mingo!

—¡Bienvenido, Mingo!

El hombrecillo correspondía a todos los saludos. Al final, detuvo el asno delante de la entrada de otra cueva. Yonah desmontó, siguió al enano hacia la oscuridad y éste lo acompañó a una alfombra de dormir en el lugar más extraño que imaginar cupiera.

Cuando despertó a la mañana siguiente, Yonah se quedó asombrado. Se encontraba en una cueva distinta de cualquier otra que jamás en su vida hubiera visto. Era como si un señor de los bandidos se hubiera creado un refugio en una osera. La débil luz de las lámparas de aceite se mezclaba con el grisáceo resplandor de la entrada, y Yonah pudo distinguir las alfombras de vivos colores que cubrían la tierra y la roca desnuda. Había pesados muebles de madera ricamente labrada, gran cantidad de instrumentos musicales y unos relucientes utensilios de cobre.

Yonah había disfrutado de un largo y profundo sueño reparador. Recordó de inmediato los acontecimientos de la víspera y se alegró de sentir la cabeza de nuevo despejada.

Una gruesa mujer de estatura normal se encontraba sentada allí cerca, sacando plácidamente brillo a un recipiente de cobre. Yonah la saludó y ella le dedicó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes deslumbrantes de tan blancos.

Cuando se atrevió a salir de la cueva, vio a Mingo trabajando en un ronzal de cuero en presencia de dos niños, un varón y una hembra, casi de su misma estatura.

—Buenos días os dé Dios.

—Buenos días, Mingo.

Yonah vio que se encontraban en un lugar muy alto de la colina. Abajo se extendía la ciudad de Granada, un amasijo de casas que parecían cubos de color rosa y blanco, rodeado por un cinturón de árboles.

—Es una ciudad muy hermosa —comentó Yonah.

Mingo asintió con la cabeza.

—Si, lo es. La construyeron los moros, por eso las casas están ricamente decoradas por dentro, a pesar de la sencillez de su exterior.

Por encima de la ciudad, en la cumbre de un cerro de tamaño mucho más reducido que la colina donde estaban las cuevas, se levantaba un edificio de torres y almenas rosadas cuya gracia y majestad dejó a Yonah sin respiración.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalándolo.

Mingo sonrío.

—Es la ciudadela y palacio de la Alhambra —contestó.

Yonah comprendió que se encontraba entre un grupo de personas singulares. Hizo muchas preguntas a las que Mingo contestó de buen grado.

Las cuevas se encontraban en un cerro llamado Sacromonte.

—Así llamado —explicó Mingo—, porque en los primeros tiempos del cristianismo muchos fieles fueron martirizados en este lugar.

El enano añadió que su gente, unos gitanos de una tribu llamada de los romanís, llevaba viviendo en las cuevas desde su llegada a España cuando él era pequeño.

—¿Y de dónde vinieron los romanís? —preguntó Yonah.

—De allí —contestó Mingo, haciendo con la mano un gesto circular que abarcaba todo el orbe—. Hace mucho tiempo se desplazaron desde un lejano lugar del este, por el que discurre el sagrado río Ganges. En tiempos más recientes, antes de instalarse aquí, vagaron sin rumbo por Francia y España, pero, al llegar a Granada, decidieron instalarse y utilizar las cuevas como vivienda.

Las cuevas eran unos lugares muy secos y bien ventilados. Algunas eran una simple habitación, mientras que otras estaban formadas hasta por veinte habitaciones, una detrás de otra, en el interior de la colina. Hasta alguien tan poco experto en las artes militares como Yonah comprendió que el lugar se hubiera podido defender con facilidad en caso de que lo atacaran. Mingo explicó que muchas cuevas estaban unidas entre sí por grietas o pasadizos naturales, por lo que constituían unos lugares muy apropiados para esconderse o escapar en caso necesario.

La gruesa mujer de la cueva de Mingo era su esposa, Mana. Mientras ella les servía la comida, Mingo le dijo a Yonah con orgullo que él y Mana tenían cuatro hijos, dos de los cuales ya eran mayores y no vivían con ellos.

Adivinó la pregunta que Yonah no se atrevía a formular y añadió sonriendo:

—Todos mis hijos son de estatura normal.

Yonah se pasó todo el día saludando a los distintos miembros de la tribu de los romanís. Algunos de ellos subieron desde un prado donde tenían unos caballos. Yonah dedujo que eran criadores y tratantes de caballos.

Algunos más trabajaban en las inmediaciones y otros desempeñaban su oficio en el exterior de una de las cuevas, arreglando cacharros, utensilios de cocina y herramientas rotas de distintas casas y talleres artesanos de Granada. Yonah contempló con deleite su trabajo y los golpes de sus martillos le hicieron recordar el taller de Helkias Toledano.

Los romanís eran cordiales y acogedores, y aceptaron a Yonah de inmediato porque Mingo lo había llevado consigo. A lo largo del día los miembros de la tribu acudían al enano para que les resolviera los problemas. Cuando al mediodía Yonah se enteró de que Mingo era el jefe de los romanís, no se sorprendió.

—Y, cuando no os dedicáis a gobernar, ¿trabajáis con los caballos o bien arregláis cacharros rotos con los demás hombres?

—Aprendí muy pronto a hacer estas cosas, naturalmente, pero hasta hace muy poco tiempo trabajé allí abajo.

—¿En la ciudad? ¿Y a qué clase de trabajo os dedicabais?

—Trabajaba en la Alhambra. Era bufón.

—¿Erais bufón?

—Sí, en la corte del rey moro.

—¿De veras?

—Pues claro, he sido bufón del rey Boabdil, el último rey moro de Granada, que antes se llamaba Muhammad XII.

En cuanto uno se acostumbraba a su figura deforme, el jefe de los romanís resultaba un hombre de personalidad poderosa y semblante noble, a quien los hombres y las mujeres de la tribu respetaban y apreciaban. Yonah lamentó que un hombre tan gentil e inteligente hubiera tenido que ganarse el pan trabajando como bufón.

Mingo adivinó su desazón.

—Os aseguro que el trabajo me gustaba. Lo hacía muy bien. Mi cuerpo pequeño y deforme ayudó a mi gente a prosperar, pues en la corte me enteraba de los peligros que tenían que evitar los romanís y de las oportunidades de trabajo que podía haber para ellos.

—¿Qué clase de hombre es Boabdil? —preguntó Yonah.

—Muy cruel. Nadie lo apreciaba cuando era rey. Vive en un siglo equivocado, pues hoy en día el poder militar de los musulmanes ya no existe. Hace casi ochocientos años que los moros invadieron la península desde África y la convirtieron en territorio musulmán. Poco después los cristianos del norte lucharon con denuedo por recuperar su independencia y los francos detuvieron su avance al sur de su reino. Eso fue el principio. Después, a lo largo de varios siglos, los ejércitos cristianos han recuperado casi todo el territorio.

—El rey moro Muley Hacén se negó a pagar el tributo a los monarcas católicos y en 1481 inició una guerra contra los cristianos, apoderándose de la ciudad fortificada de Zahara. Boabdil, el hijo de Muley Hacén, se enfrentó a su padre. Durante algún tiempo, perseguido por las fuerzas de su progenitor, buscó refugio en la corte de los soberanos católicos. Pero, en 1485, Muley Hacén murió y, con la ayuda de los súbditos que le eran leales, Boabdil ocupó el trono.

—¡Pocos meses después —concluyó Mingo—, yo acudí a la Alhambra para ayudarlo a gobernar!

—¿Durante cuánto tiempo lo servisteis como bufón? —pregunto Yonah.

—Casi seis años. En 1491 sólo quedaba un lugar islámico en toda España. En los años anteriores Isabel y Fernando se habían apoderado de Ronda, Marbella, Loja y Málaga. No podían consentir que Boabdil, llamado el Chico, ocupara el trono mientras Mingo Babar permanecía sentado a sus pies, deleitándolos con sus ingeniosos consejos. Pusieron sitio a Granada y en la Alhambra empezamos a pasar hambre. Parte de la población combatió valerosamente con el estómago vacío, pero a finales del año comprendimos cuál iba a ser nuestro futuro.

—Recuerdo una fría noche de invierno en la que una gran luna plateada iluminaba el estanque de los peces. Sólo Boabdil y yo estábamos en el salón del trono.

—«Tú tienes que guiar mi vida, sabio Mingo. ¿Qué tengo que hacer ahora?» —me preguntó el rey.

—«Tenéis que deponer las armas e invitar a los Reyes Católicos a un gran banquete, sire, esperar en el patio de los Arrayanes, recibirlos gentilmente y acompañarlos al interior de la Alhambra».

Boabdil me miró sonriendo.

—«Has hablado como un auténtico bufón» —me dijo—, «pues ahora que los días de mi reinado están a punto de tocar a su fin, la majestad de mi persona me es más preciada que los rubíes. Tienen que encontrarme sentado aquí en el salón del Trono como un monarca y, en aquellos últimos momentos, me comportaré con todo el orgullo de un auténtico rey moro».

—Y eso fue lo que hizo cuando firmó las capitulaciones en el salón del Trono el 2 de enero de 1492. Cuando se fue a su exilio de África, de donde habían llegado sus antepasados bereberes tantos siglos atrás, yo y otros consideramos prudente abandonar también la Alhambra —explicó Mingo.

—¿Han cambiado mucho las cosas en Granada ahora que mandan los cristianos? —preguntó Yonah.

Mingo se encogió de hombros.

—Ahora las mezquitas se han convertido en iglesias. Los hombres de todas las religiones creen que Dios sólo los escucha a ellos. —El enano sonrió—. ¡Qué desconcertado debe de estar el Señor! —añadió.

Aquella noche Yonah vio que los romanís cenaban todos juntos, tanto los hombres como las mujeres, alrededor de las hogueras, cocinando y asando carne y aves aderezadas con sabrosas salsas cuyo aroma se esparcía por el aire. Comieron muy bien y se pasaron unos a otros unos odres llenos de unos exquisitos vinos almizcleños. Cuando terminaron de cenar, sacaron de las cuevas sus tambores, guitarras, dulcémeles, violas antiguas y laúdes, e interpretaron una briosa música que Yonah no conocía, de la misma manera que tampoco conocía la libre y sensual gracia con que danzaba aquel pueblo. El hecho de encontrarse de nuevo entre hombres y mujeres le hizo experimentar una repentina oleada de felicidad.

Los romanís eran muy bien parecidos, vestían prendas de vivos colores, tenían la tez aceitunada, unos bellos ojos oscuros y el cabello negro y ensortijado. Yonah se sintió atraído por los miembros de aquel extraño pueblo, capaz de saborear hasta el último de los placeres más simples.

Yonah le agradeció a Mingo su amabilidad y hospitalidad.

—Son buena gente y no temen a los gadje, que así llaman ellos a los forasteros —dijo Mingo—. Yo también era un gadje, pues no pertenecía a la tribu. ¿No habéis observado que mi aspecto es distinto del suyo?

Yonah asintió con un gesto. Sabía que Mingo se refería a su estatura. Tenía el cabello que le cubría la voluminosa cabeza parcialmente cano, pues no era joven, pero el resto era casi rubio, mucho más claro que el de los restantes romanís, y sus ojos eran del mismo color que el cielo.

—Fui entregado al Pueblo cuando éste acampó cerca de Reims. Un caballero les ofreció un niño que había nacido con los brazos muy largos y las piernas muy cortas. El forastero les entregó a los gitanos una bolsa repleta de monedas a cambio de que me aceptaran.

—Tuve suerte —añadió Mingo—. Tal como vos sabéis, es frecuente estrangular a los niños que nacen con defectos como el mío. Pero los romanís cumplieron el trato. Jamás me ocultaron los detalles de mi origen. Dicen que pertenezco sin lugar a dudas a un linaje muy alto y es posible que proceda incluso de la estirpe de los reyes de Francia. El hombre que me entregó a ellos iba muy bien vestido, con una armadura y unas armas espléndidas, y hablaba como los aristócratas.

Yonah pensó que el enano poseía en efecto unos rasgos muy nobles.

—¿Jamás habéis lamentado lo que pudo ser y no fue?

—Jamás —contestó Mingo—, pues, si bien es cierto que hubiera podido ser un barón o un duque, no lo es menos que me hubieran podido estrangular nada más nacer. —Sus bellos ojos azules se habían puesto muy serios—. No fui un gadje durante mucho tiempo. Bebí el alma de los romanís con la leche de la nodriza que se convirtió en mi madre. Aquí todos son parientes míos. Moriría para proteger a mis hermanos romanís de la misma manera que ellos morirían por mí.

Yonah se quedó muchos días con el Pueblo, envuelto por el calor de su amistad y durmiendo solo de noche en una cueva vacía.

Para corresponder a la hospitalidad de la tribu, se sentaba con los caldereros y colaboraba en su trabajo. Su padre le había enseñado los principios del trabajo de los metales cuando era pequeño y a los romanís les encantó aprender varios de los métodos utilizados por Helkias para soldar el metal con finas soldaduras. Yonah aprendió a su vez de los artesanos gitanos, estudiando las técnicas que éstos se habían transmitido de padres a hijos, de generación en generación, durante cientos de años.

Una noche, cuando terminaron las músicas y las danzas, Yonah tomó una guitarra por primera vez en más de tres años y se puso a tocar. Al principio, lo hizo con cierta vacilación, pero sus dedos no tardaron en adquirir seguridad. Tocó la música de piyyutim[19], los salmos cantados de la sinagoga: el yotzer[20] de la primera bendición antes de la shema de la mañana; el zulat,[21] que se cantaba después de la shema; la amidah;[22] y después el inquietante selilah,[23] cantado como acto de contrición en el Yom Kippur, el día de la Expiación.

Cuando terminó de tocar, Mana le acarició el brazo mientras los miembros de la tribu regresaban a sus cuevas. Observó que los sabios ojos de Mingo lo estaban estudiando con atención.

—Creo que eso son cantos judíos —observó el enano—. Interpretados con gran tristeza, por cierto.

—Sí.

Sin revelar que él no se había convertido, Yonah le habló a Mingo de su familia y del terrible final de su padre Helkias y su hermano Meir.

—La vida es maravillosa, pero no cabe duda de que también es cruel —declaró Mingo finalmente.

Yonah asintió con la cabeza.

—Quisiera arrebatarles el relicario de mi padre a los ladrones que lo robaron.

—Eso no será fácil, amigo mío. Por lo que me dices, se trata de una obra singular. Una obra de arte. No pueden venderla en Castilla, donde la gente debe de tener conocimiento del robo. Si se ha vuelto a vender, lo más seguro es que ya no se encuentre en España.

—¿Y quién maneja estos objetos?

—Es una modalidad especial de robo. Yo he podido averiguar a lo largo de los años que en España hay dos grupos que compran y venden reliquias robadas y mercancías por el estilo. Uno está en el norte, y no conozco a nadie de allí. El otro está en el sur, y lo manda un hombre llamado Anselmo Lavera.

—¿Y dónde podría yo encontrar a este tal Lavera?

Mingo sacudió gravemente la cabeza.

—Lo ignoro. Pero, si lo supiera, me guardaría mucho de decírtelo, pues es un hombre muy malo. —Se inclinó hacia delante y miró a Yonah a los ojos—. Tú también tienes que dar gracias de que no te estrangularan al nacer. Tienes que olvidar el amargo pasado y procurar que el futuro sea dulce.

—Os deseo un buen descanso, amigo mío.

Mingo dio por sentado que Yonah era un converso.

—Los romanís también pertenecen a una religión precristiana —dijo—, una religión que venera a los apóstoles de la luz que luchan contra los apóstoles de las tinieblas. Pero nos resulta más cómodo rezar al dios del país donde vivimos; por eso nos convertimos al cristianismo cuando llegamos a Europa. A decir verdad, cuando llegamos al territorio de los moros, casi todos nosotros nos convertimos al islamismo.

Mingo temía que Yonah no estuviera capacitado para defenderse en caso de que lo atacaran.

—Tu azada rota… es una azada rota, nada más. Tienes que aprender a luchar con un arma de hombre. Te enseñaré a utilizar el cuchillo.

Así pues, se iniciaron las lecciones. Mingo se burló de la pobre daga que Fernando Ruiz le había dado a Yonah cuando éste se había convertido en pastor.

—Utiliza esto. —Y le entregó un cuchillo moro de acero.

Después le enseñó a sostener el cuchillo con la palma hacia arriba en lugar de hacerlo con los nudillos hacia arriba. De este modo, podría apuñalar con una cuchillada en sentido ascendente. También le enseñó a atacar con rapidez, antes de que el adversario adivinara de dónde le llegaría el siguiente golpe.

Le enseñó a estudiar los ojos y el cuerpo de su oponente para adelantarse a sus movimientos, convertirse en un gato montés, no ofrecer un blanco fácil y evitar que el contrincante se le escapara. Yonah pensó que Mingo le transmitía sus conocimientos con la insistencia y la porfía de un rabino que estuviera enseñando las Sagradas Escrituras a un ilui, un prodigio en la Torá y el Talmud. Aprendió rápidamente gracias a las enseñanzas de su pequeño y deforme maestro, y no tardó en pensar y comportarse como un luchador nato.

El mutuo aprecio floreció hasta convertirse en una amistad que parecía de años, y no de pocos meses.

A Mingo le habían mandado decir que bajara a la Alhambra para hablar con el nuevo mayordomo cristiano, un tal don Ramón Rodríguez.

—¿Te gustaría ver la Alhambra de cerca? —le preguntó Mingo a Yonah.

—¡Vaya si me gustaría, señor!

A la mañana siguiente bajaron del Sacromonte juntos, un alto y musculoso joven cuyas largas piernas y cuyo considerable peso eran excesivos para el pobre asno, y un menudo hombrecillo encaramado a la grupa de un soberbio caballo tordo cual si fuera una ranita sobre el lomo de un perro.

Por el camino Mingo le contó a Yonah la historia de la Alhambra.

—Muhammad I, llamado Al Ahmar bin Nasr por su cabello pelirrojo, construyó aquí la primera fortaleza en el siglo XIII. Un siglo más tarde, Yusuf I construyó el patio de los Arrayanes. Los soberanos que le sucedieron ampliaron la ciudadela y el palacio. El patio de los Leones lo construyó Muhammad V, y la torre de las Infantas fue añadida por Muhammad VII.

Mingo detuvo las cabalgaduras cuando llegaron a la alta muralla rosada.

—Trece torres se elevan en el muro de esta muralla. Ésta es la puerta de la Justicia —explicó, al tiempo que señalaba la mano y la llave labradas en los dos arcos de la puerta—. Los cinco dedos representan la obligación de rezar a Alá cinco veces al día: al amanecer, al mediodía, por la tarde, al anochecer y por la noche.

—Sabéis muchas cosas sobre la religión musulmana —dijo Yonah.

Mingo sonrió sin decir nada.

En el momento en que cruzaban la puerta, alguien reconoció a Mingo y lo saludó, pero nadie más les prestó atención. La fortaleza era un hervidero de actividad en el que varios miles de personas se hallaban ocupadas en conservar la belleza y las defensas de sus catorce hectáreas. Dejaron el asno y el caballo en las cuadras y cruzaron a pie el vasto recinto real, bajando por un largo camino bordeado de glicinas.

Yonah estaba impresionado. La Alhambra era más deslumbrante por dentro que vista desde lejos, una fantasía aparentemente interminable de torres, arcos y bóvedas de vistosos colores, con tracerías que parecían de encaje, bóvedas como panales de abejas, brillantes mosaicos y delicados arabescos. En los patios y las salas interiores, unas molduras de yeso pintadas de rojo, azul y oro, simulando un follaje, cubrían las paredes y los techos. Los suelos eran de mármol y la parte inferior de las paredes estaba cubierta por arrimaderos de azulejos verdes y amarillos. En los patios y jardines interiores había flores, surtidores y ruiseñores que cantaban en los árboles.

Mingo le mostró a Yonah las preciosas vistas del Sacromonte y de las cuevas de los romanís de que se disfrutaba desde algunas ventanas. Otras ventanas daban a un boscoso desfiladero por el que discurría el agua.

—Los moros entienden el agua —dijo Mingo—. Canalizaron el Darro en lo alto de las colinas y lo encauzaron hacia este palacio por medio de unas prodigiosas obras hidráulicas que llenan los estanques y las fuentes y la trasladan a todos los dormitorios.

Tradujo una sentencia árabe de una de las paredes:

El que viene a mí torturado por la sed, encontrará agua fresca y pura, dulce y sin mezcla.

Sus pisadas resonaron cuando cruzaron la sala de Embajadores, en la que el rey Boabdil había firmado la rendición a Isabel y Fernando y en la que todavía se encontraba su trono. Mingo le mostró a Yonah los Baños Reales.

—Aquí se desnudaban las mujeres del harén y hacían sus abluciones mientras el rey las contemplaba desde un balcón de arriba y elegía a su compañera de lecho. Si reinara todavía Boabdil, nos matarían por haber entrado aquí. Su padre ejecutó a dieciséis miembros de la familia de los Abencerrajes y amontonó sus cabezas en la fuente del harén porque su jefe se atrevió a galantear a una de sus esposas. Yonah se sentó en un banco a escuchar el rumor de las fuentes mientras Mingo acudía a su cita con el mayordomo. El enano no tardó en regresar. Mientras ambos se dirigían a las cuadras, Mingo comentó que la reina Isabel y el rey Fernando pensaban trasladarse a la Alhambra junto con su corte.

—Últimamente se quejaban mucho de la tristeza de la corte. El jefe de los mayordomos ha averiguado que soy cristiano y por eso me llaman a la Alhambra para servir a los reyes conquistadores como bufón.

—¿Y os complace que os hayan llamado?

—Me complace que unos miembros de los romanís regresen a la Alhambra como criados, jardineros y peones. En cuanto a lo de ser bufón… Es muy difícil distraer la mente de los monarcas. Hay que caminar sobre una línea tan delgada como el filo de una espada. El bufón tiene que ser audaz y atrevido, y tiene que soltar insultos que provoquen la risa. Pero los insultos han de ser suaves e inteligentes. Si permaneces a un lado de la línea, te miman y te quieren. Si cruzas la línea e incurres en la ira real, te apalean e incluso pueden llegar a matarte. —Dio un ejemplo—. Al Rey le remordía la conciencia porque, cuando murió su padre Muley Hacén, ambos eran encarnizados enemigos. Un día Boabdil me oyó hablar de un hijo ingrato y dio por sentado que me refería a él. Dominado por la furia, tomó su espada y me acercó la punta a la ingle.

—Caí al suelo, pero la espada me siguió.

—«¡No me pinchéis, sire!» —le supliqué—, «¡pues el pequeño pincho que tengo es el único que necesito, mientras que el pincho más grande que vos me daríais sería en verdad un pincho muy malo!».

—Boabdil me dijo que todo mi cuerpo era, en efecto, un miserable pincho y, cuando le vi estremecerse de risa, comprendí que me había salvado. —Al ver la inquietud del rostro de Yonah, Mingo sonrió—. No te preocupes por mí, amigo —le tranquilizó—. Hace falta mucho esfuerzo y una gran sabiduría para ser bufón, pero yo soy el rey de los bufones.

Montaron de nuevo en sus cabalgaduras y pasaron por delante de unos capataces moros que estaban dirigiendo la construcción de un ala del palacio.

—Los moros no creen que algún día se les pueda expulsar de España, tal como los judíos no lo creían hasta el momento en que ocurrió —dijo Mingo—. Pero llegará la hora en que a los moros también les ordenarán que se vayan. Los cristianos no olvidan a los muchos católicos que murieron luchando contra los musulmanes. Los moros cometieron el error de blandir la espada contra los cristianos tal como los judíos cometieron el error de aceptar el poder sobre los cristianos y se comportaron como unos pájaros que volaban cada vez más alto hasta que el sol los quemó. —Al ver que Yonah guardaba silencio, Mingo añadió—: Hay judíos en Granada.

—Judíos que se han convertido en cristianos.

—Conversos como tú, naturalmente —asintió Mingo en tono hastiado—. Si quieres establecer contacto con ellos, los encontrarás en los puestos de los mercaderes de seda.