El prisionero
Yonah era un muchacho criado en la ciudad. Estaba familiarizado con las granjas de Toledo y algunas veces había ordeñado las cabras de su tío Arón, había alimentado y pastoreado el rebaño, había cortado heno y había ayudado en la matanza o en la elaboración del queso. Era fuerte y muy alto para su edad, y casi parecía un adulto. Sin embargo, jamás había conocido los duros ciclos cotidianos del esfuerzo incesante que constituyen la principal característica de la vida en el campo, por lo que, durante sus primeras semanas de trabajo en la hacienda de Carnero de Palma, notó que sus entumecidos miembros se quejaban. Los hombres más jóvenes trabajaban como bueyes y se encargaban de las tareas que eran demasiado duras para los que ya tenían el cuerpo debilitado por los muchos años de agotador esfuerzo. Sus músculos no tardaron en endurecerse y desarrollarse y, con el rostro bronceado por el sol, su aspecto ya no se distinguía del de cualquier otro.
Recelaba de todo el mundo, cualquier detalle nimio lo asustaba, sabía que era muy vulnerable y temía que alguien le robara el asno. Durante el día lo ataba en algún lugar en el que pudiera verlo mientras trabajaba. Por la noche, dormía con el asno en un rincón del espacioso establo y experimentaba la extraña sensación de que el animal lo protegía como si fuera un perro guardián.
Los peones parecían aceptar sin más el duro esfuerzo de sus jornadas. Había muchachos de su edad, fornidos hombres de mediana edad y ancianos que gastaban las pocas fuerzas que les quedaban. Yonah era un extraño. No hablaba con nadie y nadie hablaba con él, como no fuera para indicarle dónde tenía que trabajar. En los campos se acostumbró a los extraños sonidos de las azadas que mordían la tierra, las hojas que golpeaban las piedras y los gruñidos de los hombres. Si le llamaban a otra parte del campo, acudía de inmediato; si necesitaba algún apero, lo pedía amablemente, pero sin gastar más palabras de las imprescindibles. Sabía que algunos de sus compañeros lo miraban con inquisitiva animadversión y sabía que tarde o temprano alguien se enzarzaría en una pelea con él. Dejó que lo observaran mientras afilaba una azada desechada hasta conseguir que tuviera un filo cortante. El mango se había roto y él la conservaba a su lado por la noche como si fuera su hacha de guerra.
La hacienda no era un refugio muy cómodo. El duro esfuerzo sólo reportaba unos miserables sueldos y ocupaba todas las horas del día. Pero les daban pan y cebollas y, de vez en cuando, unas aguadas gachas de avena o un caldo muy flojo. Por la noche soñaba a veces con Lucía Martín, pero más a menudo con las carnes que solía comer en casa de su padre: cordero y cabrito asado, además de pollo aderezado y cocido a fuego lento todas las vísperas del sábado judío. Su cuerpo pedía a gritos un poco de grasa.
Cuando empezó a refrescar, en la hacienda se procedió a la matanza de los cerdos. Las sobras y los recortes más bastos se dieron en alimento a los mozos, los cuales se abalanzaron sobre ellos con entusiasmo. Yonah comprendió que no tendría más remedio que comer carne de cerdo; el hecho de no hacerlo sería su perdición. Descubrió para su horror que los rosados recortes de carne eran una delicia y un placer. Rezó en silencio la bendición de la carne y se preguntó qué estaba haciendo, en la certeza de que estaba condenado para siempre.
La idea acentuó su aislamiento y aumentó su desesperación. Ansiaba escuchar una voz humana que hablara en ladino o hebreo. Cada mañana y cada noche rezaba mentalmente la oración de difuntos del kaddish, recreándose en la plegaria. A veces, mientras trabajaba, entonaba en silencio fragmentos de las Escrituras o las bendiciones y plegarias que en aquellos momentos constituían toda su vida.
Llevaba siete semanas en la hacienda cuando regresaron los soldados. Ya había oído hablar de ellos y sabía que pertenecían a la Santa Hermandad, la institución fundada por la Corona para el mantenimiento del orden en todo el Reino.
Estaba cortando maleza a primera hora de la tarde cuando levantó la vista y vio al capitán Astruells.
—¿Cómo? ¿Todavía estás aquí? —preguntó el capitán.
Yonah asintió con la cabeza.
Poco después vio que Astruells y el administrador de la finca José Galindo conversaban sin quitarle ojo.
Se le heló la sangre en las venas. En caso de que el oficial hiciera averiguaciones, no le cabía la menor duda de lo que iba a ocurrir.
Terminó la jornada presa de una profunda inquietud. Al caer la noche tomó su asno y se perdió en la oscuridad. Le debían unas cuantas monedas, pero decidió darlas por perdidas y llevarse en su lugar la azada rota.
En cuanto se sintió a salvo, montó en el asno y se alejó.
Gracias a la dieta de hierba, la digestión del asno había mejorado considerablemente. El animal era tan dócil e incansable que Yonah no pudo por menos que cobrarle gran afecto.
—Te tengo que dar un nombre —dijo, dándole una palmada en el cuello.
Tras haberlo pensado mucho a lo largo de un buen trecho de camino recorrido al trote, Yonah eligió dos nombres. En su mente y en la oscuridad de la noche, llamaría al fiel y bondadoso asno Moisés. Era el nombre más bello que jamás se le hubiera podido ocurrir, en honor del hombre que había sacado a los esclavos hebreos de Egipto y de Moisés ben Maimón, el gran médico-filósofo.
—Y, en presencia de la gente, te llamaré Pedro —le dijo al asno.
Eran nombres muy apropiados para el compañero de un amo que también tenía varios nombres.
Actuando con la misma cautela que al principio, se pasó dos días viajando de noche y buscando escondrijos de día donde poder ocultarse con Moisés. Las uvas de las viñas del borde del camino estaban maduras y cada noche se comía varios racimos que le sabían muy bien, pero ahora era él quien tenía ventosidades y no el asno. Sus tripas gruñían pidiendo comida. A la tercera mañana, el letrero de una encrucijada indicó Guadalupe al oeste y Ciudad Real al sur. Puesto que le había dicho al capitán Astruells que su destino era Guadalupe, no se atrevió a ir allí y se dirigió con su asno hacia el sur.
Era día de mercado y en Ciudad Real reinaba un gran ajetreo. Había tanta gente que nadie se extrañaría de la presencia de un forastero, pensó Yonah, aunque varias personas que lo vieron esbozaron una sonrisa ante aquel joven tan larguirucho que montaba en un asno y cuyos pies colgaban tan bajo que casi rozaban el suelo.
Al pasar por delante del tenderete de un quesero en la plaza Mayor, no pudo resistir la tentación de gastarse una moneda en un pequeño queso que devoró con fruición, a pesar de no ser tan sabroso como los que elaboraba su tío Arón.
—Busco trabajo, señor —le dijo esperanzado al quesero.
Pero el hombre sacudió la cabeza.
—Y a mí, ¿qué? No puedo darle trabajo a nadie. —Sin embargo, llamó a otro que se encontraba allí cerca—. Señor alguacil, este mozo busca trabajo.
Un hombre bajito y barrigudo se acercó pavoneándose. Llevaba el escaso y grasiento cabello que le quedaba pegado al cráneo.
—Soy Isidoro Álvarez, alguacil de esta ciudad.
—Me llamo Tomás Martín y busco trabajo, señor.
—Pues yo puedo ofrecer trabajo, vaya si puedo. ¿Qué sabes hacer?
—He sido peón en una hacienda de las inmediaciones de Toledo.
—¿Qué cultivaban en aquella hacienda?
—Cebollas y trigo. También tenían un rebaño de cabras.
—Mi cosecha es distinta. Yo cultivo criminales y me gano el pan protegiéndolos del sol y de la lluvia —explicó mientras el quesero soltaba una risotada—. Necesito a alguien que limpie la cárcel, vacíe los cubos de la perfumada mierda de mis bribones y les arroje un poco de comida para conservarles la vida mientras estén bajo mi responsabilidad. ¿Lo podrás hacer tú, joven peón?
No era una perspectiva demasiado halagüeña, pero los ojillos castaños del alguacil parecían tan risueños como peligrosos. Cerca de allí, alguien se rió con disimulo. Yonah adivinó que la gente estaba esperando una ocasión de divertirse y comprendió que no podría rechazar amablemente el ofrecimiento y alejarse de allí como si tal cosa.
—Si, mi señor. Lo puedo hacer.
—Muy bien pues, tendrás que acompañarme a la cárcel y ponerte a trabajar enseguida —advirtió el alguacil.
Mientras abandonaba la plaza siguiendo al hombre, Yonah sintió que se le erizaban los pelos de la nuca, pues había oído que el quesero le decía a un compañero que Isidoro había encontrado a alguien para cuidar a los judíos.
La cárcel era un edificio angosto y alargado. En un extremo del mismo se encontraba el estudio del alguacil y en el otro una sala de interrogatorios. A ambos lados del pasillo que unía las dos estancias se abrían unas celdas diminutas. Casi todas las celdas tenían un ocupante acurrucado en el suelo o sentado con la espalda contra la pared.
Isidoro Álvarez le dijo a Yonah que entre los prisioneros había tres ladrones, un asesino, un borracho, dos salteadores de caminos y once cristianos nuevos acusados de seguir siendo judíos en secreto.
Un guardia armado con una espada y un garrote dormitaba en una silla del pasillo.
—Este es Paco —le dijo el alguacil a Yonah. Dirigiéndose al guardia, añadió en un susurro—. Este es Tomás.
Después se fue a su estudio y cerró la puerta para librarse del intenso hedor.
Yonah comprendió con resignación que el primer intento de limpieza tendría que empezar por los cubos llenos a rebosar de porquería, por lo que le pidió a Paco que le abriera la primera celda, en la que una mujer de mirada extraviada contempló con indiferencia cómo él retiraba su cubo.
Cuando había atado a Moisés en la parte posterior de la cárcel había observado la presencia de una pala colgada en la pared; la tomó, buscó un lugar arenoso y cavó un hoyo muy profundo. Vació el maloliente contenido en el hoyo, llenó dos veces el cubo con arena y lo yació. Cerca de allí había un árbol de grandes hojas en forma de corazón que utilizó para retirar la arena del interior del cubo; después enjuagó el cubo en el agua de una acequia cercana y lo llevó de nuevo a la celda.
De esta manera limpió los cubos de cinco celdas y se compadeció con toda su alma de la terrible situación de sus ocupantes. Cuando el guardia le abrió la puerta de la sexta celda, entró y se quedó un instante inmóvil antes de tomar el cubo. El prisionero era un hombre muy flaco. Como a todos los varones de la cárcel, le había crecido el cabello y la barba, pero a Yonah le pareció que algo en su rostro le resultaba vagamente familiar.
El guardia soltó un gruñido, molesto por el hecho de tener que permanecer de pie junto a la puerta abierta de la celda. Yonah tomó el cubo y se lo llevó.
Sólo cuando regresó a la celda con el cubo limpio, tratando de imaginarse el rostro del prisionero tal como debía de ser con el cabello corto y la barba cuidadosamente recortada, le vino un recuerdo a la memoria. Era la imagen de su madre moribunda y del hombre que había acudido a su casa todos los días durante largas semanas para inclinarse sobre Esther Toledano y administrarle las medicinas.
El prisionero era Bernardo Espina, el antiguo médico de Toledo.