CAPÍTULO 12

El hombre de la azada

El Inefable y el pequeño asno guiaron toda la noche a Yonah hacia el sur bajo una redonda luna que les hizo compañía e iluminó el camino del asno. Yonah no se atrevió a detenerse. El sacerdote que había acudido a la casa con Benito habría informado inmediatamente a las autoridades de que un mozo judío no bautizado andaba suelto, amenazando a toda la cristiandad. Para salvar su vida, tenía que alejarse todo lo que pudiera de Toledo.

Había cabalgado a través de la campiña desde que dejara Toledo a su espalda.

De vez en cuando, distinguía a cierta distancia del sendero la borrosa silueta de una finca. Cada vez que ladraba un perro, lanzaba su montura al trote y pasaba por delante de las pocas casas con que se tropezaba cual si fuera un alma llevada por un asno.

Bajo las primeras y grisáceas nubes del alba, vio que se encontraba en un paisaje distinto, menos escarpado que el territorio de su casa y con alquerías más grandes.

La tierra debía de ser muy fértil, pues pasó por delante de una viña, de un gran olivar y de un campo de verdes cebollas. Se dio cuenta de que tenía el estómago vacío; desmontó, arrancó unas cuantas cebollas y se las comió con avidez. Al llegar a otra viña, tomó un racimo que aún no estaba maduro y tenía un zumo muy ácido. Con las monedas hubiera podido comprar pan, pero no se atrevía a hacerlo por temor a que le hicieran preguntas.

Se detuvo junto a una acequia que contenía un hilillo de agua para que el asno hozara un poco de hierba de la orilla y, cuando salió el sol, se sentó y pensó en su apurada situación. La prudencia le aconsejaba que eligiera un destino. Si tenía que marcharse, quizá fuera mejor que se dirigiera a Portugal, adonde se habían trasladado algunos judíos de Toledo.

Ya estaban saliendo los mozos del campo con azadas y cuchillos. Vio sus viviendas al fondo del campo y observó que unos hombres estaban cortando y amontonando maleza. Casi ninguno de ellos prestó atención al muchacho y al asno, por lo que Yonah dejó que el animal hozara a su antojo. Asombrado ante el buen carácter y la docilidad de la bestia, Yonah experimentó una oleada de gratitud. Llegó a la conclusión de que el asno se merecía un nombre y estudió la cuestión mientras volvía a montar y se alejaba de aquel lugar.

Cuando ya casi había perdido de vista el campo que tenía a su espalda, oyó el estremecedor retumbo de unos cascos al galope. Inmediatamente guió al asno hacia el borde del camino para poder mirar con tranquilidad. Para su gran consternación, los ocho soldados a caballo se acercaron a él con sus monturas en lugar de pasar de largo.

Eran una patrulla de siete soldados y un oficial, unos hombres de aspecto fiero, armados con picas y espadas cortas. Uno de los soldados desmontó y empezó a orinar ruidosamente en la acequia.

El oficial miró a Yonah.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

Yonah procuró no temblar. En su temor, echó mano de la identidad que le habían ofrecido y él había rechazado en Toledo.

—Soy Tomás Martín, señor.

—¿Dónde vives?

Estaba claro que los mozos del campo les habían informado de que habían visto a un forastero.

—Vengo de Cuenca —contestó.

—¿Has visto a algún judío por el camino?

—No, mi señor. No he visto a ninguno —contestó, disimulando su terror.

El oficial sonrío.

—Nosotros tampoco, a pesar de lo mucho que hemos buscado. Al final nos hemos librado de ellos. O se han largado para siempre, o se han convertido o están en prisión.

—Que otros se queden con ellos —dijo el soldado que había desmontado para orinar—. Que los malditos portugueses disfruten de ellos. Tienen tantos que ya los matan como sabandijas —añadió entre risas.

—¿Adónde te diriges? —preguntó con indiferencia el oficial.

—Voy a Guadalupe —contestó Yonah.

—Pues aún tienes un largo camino por delante. ¿Qué hay en Guadalupe?

—Voy allí…, para reunirme con el hermano de mi padre, Enrique Martín.

Comprobó que mentir no era difícil. Ya que estaba, añadió que abandonaba Cuenca porque su padre Benito había muerto el año anterior, combatiendo como soldado contra los moros.

El rostro del oficial se ablandó.

—El destino del soldado… Pareces muy fuerte. ¿Quieres trabajar para poder comprarte comida durante el viaje a Guadalupe?

—La comida no me vendría mal, mi señor.

—Necesitan espaldas jóvenes y fuertes en la hacienda de don Luis Carnero de Palma. Es la próxima hacienda. Di a José Galindo que te envía el capitán Astruells.

—¡Os doy las gracias, capitán!

El soldado que había desmontado para orinar montó de nuevo en su cabalgadura, la patrulla se alejó y Yonah se alegró de asfixiarse con la polvareda que ésta había levantado.

La hacienda de la que le había hablado el capitán era muy grande y, desde el camino, Yonah alcanzó a ver que tenía muchos braceros. Pensó que sería mejor no seguir adelante tal como tenía intención de hacer, pues los soldados de aquel lugar ya se habían dado por satisfechos con su historia mientras que otros que pudiera encontrar en otras regiones quizá no se convencieran tan fácilmente, por desgracia.

Enfiló con el asno el camino de la entrada.

José Galindo no le hizo ninguna pregunta en cuanto Yonah le mencionó al capitán Astruells y Yonah fue enviado de inmediato a un reseco rincón de un campo de cebollas para cortar la resistente maleza con una azada.

A media mañana, un anciano de delgados y fibrosos brazos situado entre las limoneras de un carretón del que tiraba cual si fuera un caballo, recorrió el campo y fue deteniéndose junto a los grupos de hombres para ofrecer a cada uno de ellos un cuenco de madera lleno de gachas de avena y un mendrugo.

Yonah comió tan rápido que apenas notó el sabor. La comida le alivió el hambre, pero le entraron ganas de orinar. De vez en cuando, alguien se acercaba a la acequia que bordeaba el campo para orinar o defecar, pero Yonah sabía muy bien que el hecho de estar circuncidado delataría su condición de judío. Se aguantó todo lo que pudo hasta que, temblando de dolor y temor, se acercó a la acequia y orinó, lanzando un suspiro de alivio. Mientras lo hacía, trató de cubrirse el extremo del miembro. De todos modos, nadie miraba y, en cuanto terminó, regresó junto a su azada.

El sol calentaba.

¿Dónde estaban todos los que él conocía?

¿Qué le estaba ocurriendo?

Trabajó con frenesí, procurando no pensar mientras blandía la azada como si ésta fuera la espada de David y las malas hierbas fueran los filisteos, los enemigos tradicionales de los judíos. O, mejor, como si las malas hierbas fueran los inquisidores que seguramente estaban muy ocupados buscándolo por toda España.

Cuando ya llevaba tres días trabajando en aquel lugar y estaba sucio y cansado del esfuerzo, reparó en que era el 2 de agosto. El día de la destrucción del Templo en Jerusalén, el último día de la partida de los judíos de España. El noveno día de ab. Se pasó el resto de la jornada rezando en silencio mientras trabajaba, suplicándole una y otra vez a Dios que Eleazar, Arón y Juana estuvieran a salvo en el mar, cada vez más lejos de allí.