El pescador
Ya no era necesario que Yonah y Eleazar sacaran brillo a los objetos de plata. Comprendiendo que no podría venderlos a un buen precio, Helkias se los entregó todos a Benito Martín a cambio de una pequeña suma de dinero.
En el dedo medio de la mano derecha Yonah lucía un aro de plata que le había regalado su padre el día en que había sido llamado por primera vez a la Torá. Helkias había hecho un anillo idéntico para su primogénito, pero, cuando le llevaron el cuerpo de Meir, el anillo ya no estaba.
—Quítate el anillo del dedo —ordenó Helkias a su hijo. El muchacho lo hizo a regañadientes. El padre pasó el anillo por un trozo de cordel delgado pero muy fuerte y colgó el cordel alrededor del cuello de su hijo, de tal forma que el anillo quedara escondido en el interior de la camisa—. En caso de que no tengamos más remedio que vender tu anillo, te prometo que te haré otro lo antes posible. Pero puede que con la ayuda del Señor consigas llevar este anillo en otro lugar —añadió.
Helkias se fue con sus dos hijos al cementerio judío situado fuera de la ciudad. Era un lugar desolador, pues otras familias que se tenían que ir de España habían querido visitar los sepulcros de sus seres queridos para despedirse de ellos y sus gritos y sollozos impresionaron de tal modo a Eleazar que éste también rompió a llorar a pesar de que no recordaba en absoluto a su madre y apenas guardaba alguna vaga imagen de Meir.
Helkias había llorado durante muchos años a su esposa y a su primogénito. Aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, no emitió ningún lamento, sino que abrazó con fuerza a sus dos hijos, les enjugó las lágrimas y los besó antes de encomendarles la tarea de limpiar los sepulcros y colocar unas piedrecitas encima de ellos como signo de que los habían visitado.
—Es terrible abandonar los sepulcros —le dijo más tarde Helkias a Benito. Martín había llevado un odre de vino y ambos amigos permanecían sentados charlando, tal como tantas veces habían hecho en otros tiempos—. Pero peor todavía abandonar el sepulcro de mi hijo sin saber quién lo envió allí.
—Si consiguiéramos localizar el relicario, puede que el lugar donde se encuentra nos dijera muchas cosas —observó Martín.
Helkias hizo una mueca.
—No ha sido posible. A esta hora, los ladrones que manejan este tipo de materiales ya lo habrán vendido. Puede que se encuentre en una iglesia muy lejos de aquí —apuntó Helkias, al tiempo que tomaba un buen trago de vino.
—Pero… puede que no —dijo Benito—. Si yo hablara con los clérigos de las iglesias de la región, es posible que averiguara algo.
—Yo pensaba hacerlo —reconoció Helkias—, pero… soy judío. Me dan demasiado miedo las iglesias y los clérigos como para emprender semejante empresa.
—Permitidme que yo lo haga por vos —se ofreció Martín, y Helkias asintió con la cabeza, agradecido.
Después se acercó a su mesa de dibujo y tomó unos bocetos del ciborio para que Benito los pudiera mostrar a los clérigos. Martín estaba preocupado.
—Helkias, en la ciudad los ánimos están muy encrespados contra vos. Se murmura que os negáis a abandonar Toledo y que, sin embargo, no os queréis convertir. Esta casa en lo alto del peñasco está muy expuesta al peligro. Ya es demasiado tarde para buscar refugio entre la muchedumbre del otro lado de la muralla de la Judería, pues los demás judíos ya se han ido. Quizá convendría que vos y vuestros hijos os albergarais en mi casa, en la seguridad de un hogar cristiano.
Helkias sabía que la presencia de un adulto y dos muchachos en casa de Martín, aunque fuera por muy breve tiempo, causaría un gran revuelo. Le dio las gracias a Benito, pero sacudió la cabeza.
—Hasta el momento en que tengamos que irnos, disfrutaremos del hogar en el que nacieron mis vástagos —dijo.
Pero cuando Benito se fue, Helkias acompañó a sus dos hijos al sendero del peñasco. Tras apartarse del sendero, les mostró la boca de una angosta galería en forma de L que conducía a una pequeña cueva.
En caso de necesidad, les dijo a Yonah y Eleazar, la cueva sería un escondrijo seguro.
Yonah sabía muy bien que muchas cosas de las que estaban haciendo, las hacían en Toledo por última vez. Se había perdido la pesca primaveral. La primavera era la mejor época, pues aún hacia fresco, pero el primer calor del sol aceleraba la aparición de las efímeras y de otras minúsculas criaturas aladas que permanecían como en suspenso sobre la superficie del río.
Ahora ya hacia calor, pero él conocía una profunda poza al otro lado de una presa natural formada por grandes rocas y ramas, y sabía que los peces estarían casi inmóviles en el fondo, a la espera de que la comida se acercara a ellos por sí sola.
Tomó los pequeños anzuelos que le había hecho un padre muy experto en el arte de trabajar los metales y se dirigió a la parte de atrás del taller para tomar un corto palo de madera con un fuerte sedal enrollado a su alrededor.
Apenas había dado tres pasos cuando Eleazar apareció corriendo tras él.
—Yonah, ¿me llevas contigo?
—No.
—Quiero ir contigo, Yonah.
Si su padre estuviera presente, seguramente les prohibiría que se alejaran demasiado de la casa. Yonah contempló con inquietud la puerta del taller.
—Eleazar, no me lo eches a perder. Si armas alboroto, él lo oirá y saldrá.
Eleazar le miró entristecido.
—Cuando vuelva, me pasaré la tarde enseñándote a tocar la guitarra.
—¿Toda la tarde?
—Toda.
Un momento más y Yonah pudo subir libremente por el sendero que conducía al río.
Al llegar abajo, prendió un anzuelo y se pasó unos cuantos minutos removiendo las piedras de la orilla. Varios cangrejos de río se alejaron precipitadamente hasta que él encontró uno lo bastante pequeño como para satisfacer sus necesidades; entonces lo atrapó y lo aseguró para que sirviera de cebo.
Era su lugar de pesca preferido y lo había utilizado muchas veces a lo largo de los años. Era muy fácil alcanzar una roca de gran tamaño que se levantaba por encima de la poza, pues su aplanada cima se encontraba casi al mismo nivel que el sendero y cerca de allí había un árbol cuyas colgantes ramas proporcionaban sombra tanto a los peces de la poza como al pescador que se sentaba en la roca.
El anzuelo con el cebo penetró en el agua con un sordo rumor. Yonah esperó con emoción, pero, al ver que la pesca se resistía, se sentó en la roca lanzando un suspiro. Soplaba una ligera brisa, la roca estaba muy fresca y los suaves murmullos del río serenaban el ánimo. Corriente abajo dos hombres se estaban llamando el uno al otro y cerca de allí se oían los gorjeos de un pájaro.
No se percató de que estaba adormilado, sólo percibió una disminución de los sonidos y de la conciencia hasta que, al final, se quedó profundamente dormido. Se despertó sobresaltado cuando alguien tiró de la caña y él sintió que el extremo de ésta resbalaba por debajo de su pierna.
—Has pillado un pez —le dijo el hombre.
Yonah se asustó. El hombre, tan alto como abba, era un fraile o un monje con hábito negro y sandalias. Yonah jamás había visto a nadie con una espalda tan jorobada como la suya.
—Es un pez muy grande. ¿Quieres la caña?
—No, podéis pescarlo vos —contestó Yonah a regañadientes.
—Lorenzo —dijo alguien desde el sendero.
Yonah se volvió y vio a otro hombre vestido con hábito negro.
El pez se estaba agitando como si quisiera alcanzar la presa de arbustos que cerraba la poza, pero el desconocido levantó el extremo de la caña. Yonah observó que era un experto pescador. Tiró suavemente para evitar que la caña se estropeara y guió el pez recogiendo poco a poco el sedal con la mano izquierda hasta que la presa, una soberbia brema que se retorcía en el anzuelo, fue izada a lo alto de la roca.
El hombre sonrío.
—No es tan grande como parecía, ¿verdad? Todos parecen muy grandes al principio. ¿Lo quieres?
Por supuesto que Yonah lo quería, pero intuía que el hombre también.
—No, señor —contestó.
—Lorenzo —llamó el otro fraile—. Os lo ruego, no hay tiempo. Nos estará buscando.
—¡Muy bien! —contestó el más alto en tono irritado mientras deslizaba un dedo bajo una agalla para poder sujetar mejor el pez.
Unos bondadosos ojos tan profundos como la poza miraron a Yonah.
—Que Cristo te dé suerte —dijo.