CAPÍTULO 7

La fecha de la partida

Yonah conocía a mucha gente que ya se estaba marchando. En el camino que salía de Toledo se vieron en un primer tiempo unos pocos viajeros, después hubo un paulatino goteo y, al final, se produjo una auténtica inundación de judíos que lo recorrían día y noche, una multitud de forasteros de lugares muy lejanos que iban al oeste, hacia Portugal, o bien al este, hacia los barcos. El rumor de su paso se oía desde dentro de las murallas de la ciudad. Viajaban a lomos de caballos y asnos, permanecían sentados sobre los sacos donde guardaban sus pertenencias en carros tirados por vacas, caminaban bajo el ardiente sol llevando sobre sus espaldas pesadas cargas, algunos tropezaban y otros caían. A veces, para animarse y acompañar sus pasos, las mujeres y los niños cantaban y tocaban el tambor y las panderetas.

Las mujeres daban a luz al borde del camino y la gente moría. El Consejo de Treinta de Toledo permitía que los viajeros enterraran a sus muertos en el cementerio judío, pero a menudo no podía ofrecer otra ayuda a los viajeros, ni siquiera un minyan para rezar el kaddish. En otras ocasiones, a los viajeros en apuros se les hubiera ofrecido ayuda y hospitalidad, pero en esas circunstancias los judíos de Toledo se estaban marchando o preparándose para marcharse y ya tenían sus propios problemas.

Las órdenes franciscana y dominica, complacidas ante aquella expulsión por la que tanto habían luchado y predicado, se entregaron con toda su alma a la tarea de cosechar el mayor número de almas judías posible. Algunos hebreos de Toledo que eran amigos de la familia de Yonah desde hacia mucho tiempo entraban en las iglesias de la ciudad y se declaraban cristianos… Eran hijos, padres y abuelos con quienes los Toledano habían partido el pan, habían rezado en la sinagoga y habían maldecido la necesidad de llevar la señal amarilla de un pueblo al que todo el mundo rehuía. Casi un tercio de los judíos se convirtió por temor a los terribles peligros del viaje, por amor a algún cristiano, porque habían alcanzado una elevada posición social a la que no podían renunciar o porque ya estaban hartos de ser despreciados.

Los judíos acomodados eran objeto de presión y de coacción para que se convirtieran. Una noche el tío de Yonah, Arón, acudió a Helkias con una escandalosa noticia.

—El rabino Abraham Seneor, su yerno el rabí Meir Melamed y sus familias se han convertido.

Isabel no había podido soportar la perspectiva de prescindir de aquellos dos hombres que tanto habían hecho por ella e incluso corrían rumores de que los había amenazado con tomar represalias contra los judíos en caso de que se negaran a convertirse. Era bien sabido que los soberanos habían preparado personalmente y asistido a las ceremonias públicas de conversión y habían actuado como padrinos en el bautismo.

El rabino Seneor había tomado el nombre de Fernando Núñez Coronel y el rabino Melamed había tomado el de Fernando Pérez Coronel.

Unos días después, Seneor fue nombrado gobernador de Segovia, miembro del consejo real y principal administrador económico del príncipe heredero. Melamed fue nombrado principal contador real y miembro permanente del consejo real.

Isaac Abravanel se negó a convertirse. Él y sus hermanos, Joseph y Jacob, condonaron al Rey y a la Reina sus cuantiosas deudas y, a cambio, fueron autorizados a abandonar el país, llevando consigo mil ducados de oro y algunos valiosos objetos de plata y oro.

Helkias y Arón no tuvieron tanta suerte, y lo mismo cupo decir de la inmensa mayoría de judíos que estaban luchando contra aquella calamidad y a quienes se comunicó que nadie sería autorizado a sacar del Reino plata, oro, dinero o piedras preciosas. La Corona les aconsejó que vendieran todas sus pertenencias y compraran con las ganancias «bienes corrientes» que pudieran vender al llegar a su nueva patria. Pero casi inmediatamente el rey Fernando declaró que ciertas tierras, residencias y propiedades de los judíos en Aragón deberían ser confiscadas para pagar las rentas que se «adeudaban» a la Corona.

Los judíos de Toledo se apresuraron a vender sus propiedades antes de que alguna disposición de los monarcas les impidiera hacerlo, pero todo fue una farsa. Sus vecinos cristianos, sabiendo que las propiedades se tendrían que abandonar o que los judíos tendrían que morir, rebajaron los precios sin piedad, ofreciendo unos pocos sueldos por unos inmuebles que se hubieran podido vender por muchos maravedíes e incluso muchos reales. Un asno o una viña cambiaban de manos por un simple pedazo de tejido.

Arón Toledano, a quien le habían ofrecido una miseria por una granja de cabras, pidió consejo a su hermano mayor.

—No sé qué hacer —dijo con impotencia.

Helkias había sido a lo largo de toda su vida un próspero y apreciado artesano, pero los malos tiempos lo habían dejado en una apurada situación económica. Sólo le habían pagado un depósito a cuenta del relicario. Puesto que la pieza había sido robada antes de su entrega, no había cobrado nada más a pesar de la elevada suma de dinero que había invertido en la compra de oro y plata purísimos para la realización del ciborio. Varios acaudalados clientes no le habían pagado los objetos entregados, intuyendo que quizás el curso de los acontecimientos haría innecesario el pago de las deudas.

—Yo tampoco sé qué hacer —confesó Helkias.

Su situación era desesperada, pero se pudo salvar gracias a los esfuerzos y al tierno corazón de un viejo y fiel amigo.

El orfebre Benito Martín era un cristiano viejo carente del genio creador que había merecido la fama de platero de Helkias. Casi todo el trabajo de Martín consistía en simples doraduras y algunas reparaciones.

Ambos eran jóvenes cuando Benito descubrió que en la misma ciudad de Toledo un judío creaba prodigiosos objetos con metales preciosos.

Buscó al artesano en cuestión y pasó con él todo el tiempo que le fue posible, procurando no ser un estorbo, aprendió nuevas maneras de diseñar objetos de plata y oro, y trató de ampliar su visión de la obra de sus propias manos. Y, mientras aprendía el oficio, Benito Martín descubrió al hombre.

Helkias lo había recibido con los brazos abiertos y lo había invitado a compartir sus conocimientos y sus experiencias humanas. La admiración de Benito fue aumentando poco a poco hasta convertirse en una auténtica y sincera amistad de carácter tan profundo que, en tiempos mejores, Martín incluso acompañaba a sus hijos a la sinagoga para visitar a la familia Toledano en ocasión de la Pascua Judía[9] y del Succoth[10], la Fiesta de los Tabernáculos, que conmemoraba los cuarenta años pasados por los judíos en el desierto. Su hija Lucía se había convertido en la mejor amiga de Yonah y su hijo Enrique era el compañero de juegos más habitual de Eleazar.

Benito se avergonzaba de la injusticia que imperaba en Toledo y un anochecer se presentó en casa de Helkias para dar un paseo con él, por la cima del peñasco y saludar la llegada de la noche.

—Vuestra casa se levanta en un lugar tan espléndido y vuestro taller está tan bien trazado que no es de extrañar que obtengáis tan buenos resultados. Hace mucho tiempo que os los envidio.

Helkias no dijo nada.

Cuando Benito le hizo su oferta, Helkias se detuvo en seco.

—Ya sé que es un precio muy bajo, pero…

Hubiera sido una oferta muy baja en tiempos normales, pero las circunstancias habían cambiado. Helkias sabía que era todo lo que Benito podía permitirse pagar, una cantidad muy superior a la que le habían ofrecido los voraces especuladores.

Se acercó a su amigo, le besó la rasurada mejilla cristiana, y le dio un prolongado abrazo.

Yonah observó que los ojos de su padre ya no estaban empañados. Helkias se sentó con Arón para estudiar juntos la manera de salvar a la familia. Tenían que actuar de inmediato y Helkias reaccionó afrontando la situación con toda la energía y la atención de que era capaz.

—Por regla general, el viaje a Valencia dura diez días, pero ahora que los caminos están llenos de gente que desea llegar cuanto antes, el mismo viaje nos llevará el doble, exigirá otro tanto de comida y multiplicará los peligros. Por consiguiente, abandonaremos Toledo lo más tarde posible, cuando en los caminos vuelva a haber menos viajeros.

En su granja Arón tenía dos acémilas y un par de espléndidos caballos en los que él y su esposa Juana cabalgarían. Benito Martín había actuado en nombre de Helkias y había comprado dos caballos más y un par de asnos por un precio muy inferior al que le hubieran cobrado a un judío, y ahora Helkias le estaba pagando a su vecino Marcelo Troca una cantidad exorbitante para que tuviera a los cuatro animales en un campo cercano.

Helkias le dijo a su hermano que tenían que buscar la manera de conseguir más capital.

—Cuando lleguemos al puerto, los capitanes no se mostrarán compasivos con nosotros. Necesitaremos mucho dinero para pagar el pasaje. Y, cuando lleguemos a la tierra que ha de acogernos, necesitaremos dinero para mantenernos hasta que podamos volvernos a ganar el pan con nuestro trabajo.

La única fuente posible de dinero eran las deudas no pagadas de los clientes de Helkias. Yonah se sentó con su padre y elaboró una cuidadosa lista de los clientes y de la cantidad que cada uno de ellos les adeudaba.

La suma más elevada eran los sesenta y nueve reales y dieciséis maravedíes que les debía el conde Fernán Vasca de Tembleque.

—Es un conde arrogante que me mandaba llamar como si fuera un rey y me describía con todo detalle las cosas que quería que yo le hiciera, pero que no me ha pagado ni un solo sueldo de su deuda. Si ahora pudiera cobrarla, tendríamos más que suficiente.

Un claro día de julio, Yonah acompañó a su padre a Tembleque, una aldea muy próxima a Toledo. No estaba acostumbrado a cabalgar, pero las monturas eran muy dóciles y él permaneció sentado en una maltrecha silla con tanto orgullo como un rey. La campiña estaba preciosa y, a pesar de los siniestros pensamientos que lo abrumaban, Helkias estalló en un jubiloso canto mientras cabalgaban. Era un canto de paz.

El lobo habitará con la oveja,

y el leopardo se acostará con el niño,

y la vaca y el oso comerán juntos,

mientras el león come paja como el buey…

A Yonah le encantaba oír aquella profunda voz entonando los sonoros versos. Así será cuando lleguemos a Valencia, pensó con regocijo.

Más tarde, mientras cabalgaban, Helkias le contó a su hijo que, cuando el conde Vasca lo había llamado por primera vez a Tembleque, él había consultado el asunto con su amigo, el rabino Ortega, quien le refirió una anécdota.

El rabí Ortega tenía un sobrino, un joven muy estudioso llamado Asher ben Yair, versado en distintas lenguas y también en la Torá.

—A un estudioso le cuesta mucho ganarse la vida —añadió Helkias— y un día Asher se enteró de que un noble de Tembleque estaba buscando secretario, y allí se dirigió para ofrecerle sus servicios.

El conde de Tembleque se enorgullecía de sus habilidades marciales, siguió contando Helkias. Había luchado contra los moros y había viajado por todas partes para participar en torneos, muchos de los cuales había ganado. Pero siempre estaba al corriente de las novedades y, en la primavera del año 1486, se enteró de la existencia de una nueva modalidad de contienda: unas justas literarias en las cuales los participantes luchaban con poemas en lugar de hacerlo con lanzas y espadas.

La contienda eran los Juegos Florales que se habían iniciado en Francia en el siglo XIV, cuando unos jóvenes nobles de Toulouse decidieron invitar a unos trovadores para que recitaran sus obras. El ganador recibiría como premio una violeta de oro.

El certamen se celebró periódicamente en Francia hasta que Violante de Bar, reina de Cataluña y Aragón y esposa del rey Juan I, llevó el certamen poético junto con algunos de sus jueces franceses a Barcelona en el año 1388. Muy pronto la corte española adoptó oficialmente los Juegos Florales y cada año los organizaba con gran pompa. En el momento en que el conde Vasca se enteró de su existencia, los concursos poéticos anuales eran juzgados por la corte real. Con el tiempo el tercer premio pasó a ser una violeta de plata; el segundo, una rosa de oro. Y el primer premio, en un rasgo típicamente catalán, fue una sola rosa natural, según la teoría de que nada creado por la mano del hombre podía superar una flor creada por Dios.

Vasca pensó que sería maravilloso que lo llamaran a la corte para recibir semejante honor y empezó a forjar planes para participar en los Juegos Florales. El hecho de ser iletrado no lo preocupaba en absoluto, pues su riqueza le permitía contratar a alguien que supiera escribir, por cuyo motivo decidió contratar los servicios de Asher ben Yair, a quien le encomendó que compusiera un poema acerca de la figura de un ilustre y noble soldado. El conde y el secretario no tardaron en llegar a la conclusión de que el protagonista más indicado de semejante poema no podía ser otro que el propio conde Fernán Vasca.

Cuando el secretario terminó el poema y lo leyó, el conde no se ofendió. Le bastaba con que su valentía y sus dotes de guerrero fueran tratadas con reverencia y una cierta exageración. Así pues, el conde Vasca envió una copia a Barcelona.

El poema en cuestión no impresionó favorablemente a los jueces de la corte. Cuando el conde se enteró de que otros tres participantes habían ganado los premios, Asher ben Yair ya se había despedido de su tío, el rabí Ortega, y se había trasladado prudentemente a Sicilia, donde esperaba ganarse la vida como preceptor de jóvenes judíos.

El conde Vasca mandó llamar a Helkias Toledano, un judío famoso por sus obras en metales preciosos. Cuando llegó a Tembleque, Helkias descubrió que Vasca aún estaba furioso por la humillación sufrida a manos de un grupo de ineptos versificadores. Le habló a Helkias de los Juegos Florales y de sus originales premios, y le reveló que había decidido apadrinar un certamen más viril, un verdadero torneo con un primer premio mucho más impresionante y soberbio que el que se otorgaba en Barcelona.

—Quiero que me hagáis una rosa de oro con tallo de plata.

El padre de Yonah asintió con aire pensativo.

—Prestadme mucha atención: tiene que ser tan bella como una rosa natural.

Helkias le miró sonriendo.

—Bueno, pero…

El conde levantó la mano y entonces Helkias pensó que el aristócrata no deseaba perder el tiempo discutiendo con un judío. Vasca dio media vuelta para retirarse.

—Idos y haced lo que os digo. Tendrá que estar terminado para después de Pascua.

Tras lo cual, Helkias fue despedido.

El platero estaba acostumbrado a las absurdas exigencias de ciertos clientes difíciles, pero en aquel caso en particular la situación era especialmente delicada, pues el conde Vasca tenía fama de maltratar a los que incurrían en su cólera. Helkias puso manos a la obra y permaneció sentado largas horas delante de unos rosales, haciendo esbozos. Cuando logró obtener un dibujo de su agrado, empezó a batir el oro y la plata con un martillo. Cuatro días después logró crear un objeto parecido a una rosa, pero el resultado lo decepcionó. Decidió por ello volver a fundir el metal.

Lo intentó repetidamente, y cada vez obtenía pequeñas victorias, pero el efecto del conjunto no era de su agrado. A los dos meses de la reunión con Vasca, aún no había conseguido terminar el encargo.

No obstante él seguía intentándolo y estudiaba la rosa cual si fuera el Talmud:[11] bebía su perfume y su belleza, descomponía las rosas pétalo a pétalo para observar la construcción del conjunto, observaba la forma en que los tallos se volvían, se curvaban y crecían en la dirección del sol, estudiaba la forma en que nacían, maduraban, se desplegaban suavemente y se abrían los capullos. Cada vez que intentaba reproducir la sencilla y sorprendente belleza de la flor, percibía la esencia y el espíritu de la rosa y, a través de los intentos y los fracasos, poco a poco el artesano fue convirtiéndose en artista.

Al final, consiguió crear una flor de metal resplandeciente. Los pétalos se curvaban en una dulce suavidad que era percibida por la vista más que por el tacto. Era una flor tan verosímil, que parecía una rosa natural de oro creada por un jardinero. Por debajo de la flor había un solitario capullo de oro. El tallo, las ramitas, las espinas y las hojas eran de una plata tan reluciente que estropeaba el efecto, pero aún faltaban cinco meses para la fecha de la entrega fijada por el conde Vasca, por lo que Helkias dejó que el tiempo cumpliera su cometido. El oro conservó su color, pero la plata se oscureció hasta adquirir unas características cromáticas que hicieron más verosímil la flor.

El conde Vasca quedó visiblemente sorprendido y complacido al ver la obra de Helkias.

—No quiero entregar esta rosa como premio. Se me ocurre un destino mejor para ella —declaró.

En lugar de pagarle a Helkias el precio convenido, le hizo un segundo e importante encargo de otros objetos, y posteriormente un terceto. Al final, se convirtió en el principal deudor de Helkias y, cuando los judíos recibieron la orden de abandonar España, la deuda de Vasca ascendía a tanto que era la causa de las graves dificultades por las que estaba pasando la familia en aquellos momentos.

Cuando estuvieron más cerca, Helkias y Yonah vieron la impresionante y siniestra fortaleza. El enorme rastrillo de la puerta de la torre del homenaje estaba cerrada y en lo alto de la muralla de piedra se distinguía el puesto del centinela.

—¡Ah de la guardia! —gritó Helkias.

Inmediatamente vio asomar una cabeza protegida por un yelmo.

—Soy el platero Helkias Toledano. Quiero hablar con el muy noble conde de Vasca.

La cabeza se retiró, pero, al cabo de un momento, volvió a asomarse.

—Mi señor conde no está. Tenéis que iros.

Yonah reprimió un gemido, pero su padre insistió.

—Vengo por un asunto muy importante. Si el conde no está, solicito hablar con su mayordomo.

El centinela se volvió a retirar. Yonah y su padre esperaron sentados en sus caballos. Al final, oyeron un chirrido y un gruñido, el rastrillo se levantó y ambos entraron en el patio del castillo.

El mayordomo era un hombre de complexión delgada que estaba dando de comer tiras de carne a un halcón enjaulado. Carne de gato. Yonah vio el rabo, todavía entero. El hombre apenas se dignó mirarles.

—Está cazando en el norte —les informó en tono irritado.

—Necesito que me pague las piezas que le hice por encargo y que le entregué en su día —explicó Helkias.

El mayordomo le miró brevemente.

—Yo no le pago nada a nadie a no ser que él me lo ordene.

—¿Cuándo regresará?

—Cuando quiera. —Quizá para librarse de ellos, el hombre se ablandó un poco—. Tal vez dentro de seis días.

Mientras daban media vuelta con sus monturas para regresar a Toledo, Helkias permaneció en silencio, perdido en sus agitados pensamientos. Yonah trató de recuperar en parte el gozoso estado de ánimo del viaje de ida.

—«El lobo habitará con la oveja…» —cantó, pero su padre no le prestó atención y ambos se pasaron casi todo el viaje sin decir nada.

Seis días más tarde, Helkias volvió a hacer el viaje solo. En esta ocasión el mayordomo le dijo que el conde tardaría catorce días en regresar, el día veintiséis del mes.

—Es demasiado tarde —comentó Arón desesperado cuando Helkias le contó lo ocurrido.

—Si, demasiado tarde —convino Helkias.

Pero al día siguiente se enteraron de que los soberanos, en su clemencia, habían otorgado un día más de plazo para que los judíos abandonaran España, desplazando la fecha final del uno al 2 de agosto.

—¿Tú crees…? —preguntó Arón.

—¡Sí, podremos hacerlo! Yo estaré esperando en el castillo cuando llegue el conde. Nos iremos inmediatamente después de que me haya pagado —dijo Helkias.

—¡Pero el viaje a Valencia dura siete días!

—No nos queda más remedio, Arón —dijo Helkias—. Sin dinero, estamos perdidos.

Arón lanzó un suspiro y Helkias apoyó la mano en el brazo de su hermano.

—Lo conseguiremos. Haremos un esfuerzo nosotros y las bestias, y sin duda encontraremos el camino.

Pero, mientras hablaba, pensó con inquietud que el 2 de agosto era el noveno día del mes judío de ab[12], una fecha aciaga y quizás un mal presagio, pues el 9 de ab era la fecha de la destrucción del Templo de Jerusalén, una fecha en la que un considerable número de judíos se había visto obligado a ir errante por el mundo.