CAPÍTULO 6

Los cambios

Abraham Seneor tenía ochenta años y, aunque conservaba una mente preclara y perspicaz, su cuerpo ya estaba muy cansado. Su historia de duros y peligrosos servicios a los monarcas había comenzado con la concertación de las nupcias secretas que el 19 de octubre de 1469 habían unido en matrimonio a dos primos: Isabel de Castilla, de dieciocho años, y Fernando de Aragón, de diecisiete.

La ceremonia había sido clandestina porque contravenía los deseos del rey Enrique IV de Castilla, quien deseaba que su hermanastra Isabel se casara con el rey Alfonso de Portugal. La infanta se había negado a obedecer y le había pedido que la nombrara heredera de los tronos de Castilla y León, prometiéndole que sólo se casaría con su consentimiento.

Enrique IV de Castilla no tenía hijos varones (sus súbditos se burlaban de él llamándole Enrique el Impotente), pero tenía una hija llamada Juana que, según se creía, no era suya y de su esposa Juana de Portugal, sino fruto de los amores de ésta con Beltrán de la Cueva. Cuando el Rey quiso nombrar heredera a Juana, estalló el conflicto. Los nobles retiraron su apoyo a Enrique y reconocieron como soberano a Alfonso, que por entonces tenía doce años y era el único hermano de Isabel. El muchacho fue encontrado muerto en su cama, presuntamente envenenado, dos años más tarde.

Isabel no había sido criada ni educada como futura reina, pero poco después de la muerte de su hermano, le pidió a Abraham Seneor que pusiera en marcha unas negociaciones secretas con unos influyentes cortesanos aragoneses, las cuales desembocaron en su boda con Fernando, príncipe de Aragón. El 11 de diciembre de 1474 Enrique IV murió repentinamente en Madrid, estando Isabel en Segovia. En cuanto la infanta se enteró de la noticia, ésta se proclamó de inmediato reina de Castilla. Dos días más tarde, rodeada por una muchedumbre que la vitoreaba, desenvainó su espada, la sostuvo en alto por encima de su cabeza y se dirigió a la catedral de Segovia, al frente de un cortejo. Las Cortes de Castilla le juraron inmediatamente lealtad.

En 1479 murió el rey Juan II de Aragón y su hijo Fernando le sucedió en el trono. En los diez años que siguieron a su boda secreta, los regios esposos libraron constantes batallas, luchando contra las invasiones de Portugal y Francia y aplastando las revueltas internas. Tras haber vencido en todas aquellas campañas, decidieron concentrar sus esfuerzos en los moros.

Durante todos los años de luchas, Abraham Seneor había trabajado fielmente a sus órdenes, reuniendo fondos para el costoso negocio de la guerra, desarrollando un sistema de tributos y guiándolos a través de los escollos políticos y económicos que se interponían a la unión entre Castilla y Aragón.

Los soberanos lo habían recompensado generosamente, nombrándolo rabino y juez supremo de los judíos de Castilla y asesor sobre impuestos judíos en todo el Reino. Desde el año 1488 era tesorero de la Santa Hermandad, una institución que Fernando había creado para el mantenimiento del orden y la seguridad en España.

Sin embargo, antes de que los judíos de muchas zonas del Reino le encargaran a Seneor la presentación de una petición a Fernando, el ilustre judío ya había actuado por su cuenta. Su primer encuentro con los monarcas estuvo presidido por el mutuo afecto y la amistad, pero su petición de revocación del edicto de expulsión recibió una fría negativa que lo dejó consternado.

Varias semanas después solicitó otra audiencia, esta vez en compañía de su yerno el rabí Meir Melamed, que había sido secretario de Fernando y era el principal administrador de las recaudaciones de impuestos del Reino. Ambos hombres habían sido nombrados rabinos por el rey y no por sus propios correligionarios, pero habían sido unos eficaces defensores de los judíos en la Corte. Los acompañaba Isaac ben Judah Abravanel, el responsable de la recaudación de impuestos en el centro y el sur del país, que había prestado ingentes sumas de dinero al Tesoro real, incluyendo un millón y medio de ducados de oro para asegurar la victoria en la guerra contra Granada.

Los tres judíos volvieron a presentar su petición y esta vez se ofrecieron a recaudar fondos para el Tesoro. Abravanel declaró que él y sus hermanos estarían dispuestos a condonar las elevadas deudas de la Corona a cambio de que se revocara el edicto de expulsión.

Fernando no pudo disimular su interés cuando se habló de las sumas que se le ofrecían. Los tres peticionarios esperaban un decreto inmediato de tal forma que Torquemada y otros clérigos que llevaban años tratando de expulsar a los judíos no tuvieran la oportunidad de influir en la decisión del soberano. Sin embargo, Fernando quiso tomarse las cosas con calma y cuando una semana más tarde los tres volvieron a comparecer ante su presencia, el Rey les informó de que su petición había sido rechazada: había decidido que se llevara a efecto el edicto de expulsión.

Al lado de su marido estaba Isabel, una severa y regordeta mujer de mediana estatura, pero porte extremadamente regio. Tenía unos grandes y autoritarios ojos de un azul verdoso y la boca pequeña y perennemente fruncida. Su cabello rubio rojizo, el rasgo más bello de su persona, estaba empezando a mostrar alguna que otra hebra de plata.

La Reina les hizo más amargo el momento, citando un texto del Libro de los Proverbios de Salomón, 21, I:

—«Como el agua que fluye es el corazón del rey en mano de Yavé, que Él dirige a donde quiere».

—¿Creéis que eso os viene de nosotros? Es el Señor el que lo ha puesto en el corazón del Rey —les dijo desdeñosamente a los tres judíos. Con estas palabras dio por finalizada la audiencia.

En su desesperación, los judíos convocaron consejos en todo el reino.

En Toledo, el Consejo de Treinta trató de elaborar un plan.

—Estimo esta tierra. ¡Si tengo que abandonar el amado lugar en el que descansan mis antepasados —dijo finalmente David Mendoza—, quiero ir a un lugar donde jamás se me acuse de haber matado a un niño para hacer matzos[8] con su tierno cuerpo, o de haber apuñalado una forma consagrada o de insultar a la Virgen o de burlarme de la misa!

—Tenemos que ir a un lugar en el que el pueblo inocente no se encienda como una mecha —intervino el rabí Ortega.

Se oyó un murmullo de aprobación.

—¿Y dónde está este lugar? —preguntó el padre de Yonah.

Se produjo un prolongado silencio mientras todos se intercambiaban miradas. Pero a algún sitio se tendrían que ir, por lo que la gente empezó a forjar planes.

Arón Toledano, un hombre corpulento y de hablar pausado, se presentó en casa de su hermano Helkias y ambos se pasaron varias horas proponiendo y descartando destinos mientras Yonah prestaba atención, tratando de comprender.

Tras haber discutido largo y tendido, llegaron a la conclusión de que sólo había tres posibles destinos. Al norte, el Reino de Navarra. Al oeste, Portugal. Al este, la costa, donde unos barcos los podrían trasladar a tierras más lejanas.

No obstante, unos días más tarde averiguaron nuevos datos que redujeron sus posibilidades de elección. Arón regresó con su rostro de campesino ensombrecido por la preocupación.

—Tenemos que descartar Navarra: sólo aceptará a los conversos.

Menos de una semana después se enteraron de que don Vidal ben Benveniste de la Cavallería, que había acuñado las monedas de oro de Aragón y Castilla, había visitado Portugal y había recibido permiso para que los judíos españoles se trasladaran allí. El rey Juan II de Portugal vio en ello una buena oportunidad y decretó que su Tesoro impondría un tributo de un ducado por cada inmigrante judío, más una cuarta parte de las mercaderías que éstos llevaran a su reino. A cambio, los judíos serían autorizados a permanecer seis meses en el país.

Arón sacudió la cabeza en gesto de hastío.

—No me fío de ése. Al final, creo que seríamos tratados con menos justicia de la que hemos recibido de la Corona española.

Helkias se mostró de acuerdo. Sólo les quedaba la costa, donde podrían embarcar.

Helkias era un hombre de elevada estatura y amables y pausados modales. Meir era más bajo y corpulento, como su tío Arón, y Eleazar ya empezaba a dar muestras de una complexión parecida. Yonah era alto como su padre, a quien miraba con respeto y afecto.

—Así pues, ¿qué rumbo tomaremos, abba?

—No lo sé. Iremos a un lugar donde haya muchas naves, probablemente al puerto de Valencia. Después veremos qué embarcaciones hay disponibles y a qué destinos se dirigen. Tenemos que confiar en que el Todopoderoso nos guíe en nuestro camino y nos ayude a tomar una sabia decisión. ¿Tienes miedo, hijo mío? —preguntó Helkías, mirando a Yonah.

Éste trató de contestar, pero no se le ocurrió ninguna respuesta.

—No hay que avergonzarse de tener miedo. Es prudente reconocer que las travesías por mar están plagadas de peligros. Pero seremos tres hombres altos y fuertes, Arón, tú y yo. Los tres podremos velar por la seguridad de Eleazar y de tu tía Juana.

Yonah se alegró de que su padre lo considerara un hombre.

Fue como si Helkias le hubiera leído el pensamiento.

—Sé que durante los últimos años has asumido responsabilidades propias de hombre —dijo éste en voz baja—. Quiero que sepas que otros han reparado también en tu carácter. Me han hecho proposiciones varios padres de hijas casaderas.

—¿Has hablado de boda? —preguntó Yonah.

—Todavía no. Ahora no. Pero cuando lleguemos a nuestro nuevo hogar, habrá tiempo para que nos reunamos con los judíos de allí y concertemos una buena boda, cosa que sospecho será de tu agrado.

—Lo será —reconoció Yonah mientras su padre se echaba a reír.

—¿Crees acaso que no he sido joven en otros tiempos? Recuerdo muy bien lo que es eso.

—Eleazar se pondrá muy celoso. Él también quiere una esposa —dijo Yonah, y ahora ambos se rieron juntos—. Abba, no tengo miedo de ir a ningún sitio mientras tú estés conmigo.

—Yo tampoco tengo miedo estando contigo, Yonah. Contigo no tengo miedo, pues el Señor estará con nosotros.

La idea del matrimonio era un nuevo elemento en la vida de Yonah. Entre todo aquel tumulto, su mente estaba confusa y su cuerpo había cambiado. Por la noche soñaba con mujeres y, en medio de todos los trastornos, soñaba despierto con su amiga de toda la vida, Lucía Martín. Cuando ambos eran unos chiquillos curiosos, en varias ocasiones se habían explorado el uno al otro. Ahora se veía que, bajo la ropa, la joven había adquirido la madurez de la feminidad y una nueva turbación presidía el trato que ambos mantenían.

Todo estaba cambiando y, a pesar de sus temores y recelos, Yonah experimentaba una extraña emoción ante la perspectiva de viajar finalmente a lejanas tierras. Se imaginaba la vida en un nuevo lugar, la clase de vida que los judíos no habían conocido en España en el transcurso de los últimos cien años.

En un libro que había encontrado entre los tratados religiosos de la casa de estudios, escrito por un autor árabe llamado Khordabbek, había leído un comentario sobre los mercaderes judíos:

Se embarcan en la tierra de los francos, en el mar Occidental, y zarpan rumbo a Farama. Allí cargan sus mercancías a lomos de camellos y se dirigen por tierra a Kolzum, que se encuentra a cinco días de viaje a lo largo de una distancia de veinticinco farsakhs. Embarcan en el mar Rojo y zarpan de Kolzum rumbo a Eltar y Jeddah. Después viajan a Sind en la India, y a China.

Le hubiera gustado ser mercader. Si fuera cristiano, preferiría ser un caballero, pero de los que no mataban a los judíos, claro. Semejantes vidas debían de estar llenas de prodigios.

Pero, en momentos más realistas, Yonah comprendía que su padre tenía razón. De nada servía perderse en los sueños. Había muchas cosas que haces pues los cimientos de su mundo se estaban derrumbando.