CAPÍTULO 4

El interrogatorio

Espina comprendió rápidamente que sólo podría obtener una información muy exigua acerca del asesinato del mozo judío y el robo del ciborio. Casi todo lo que sabia lo había averiguado a través del examen del cadáver, su conversación con el viejo pastor y su inspección del lugar del delito. Lo más evidente, tras una semana de infructuosos paseos por la ciudad haciendo preguntas, era el abandono en que había tenido a sus pacientes. Ahora volvió a entregarse al seguro y consolador trabajo de su práctica cotidiana.

Nueve días después de haber sido llamado al priorato de la Asunción, decidió ir a ver aquella tarde al padre Sebastián para comunicarle lo poco que había conseguido averiguar y anunciarle su deseo de no apartarse de aquel feo asunto.

El último paciente del día fue un anciano con dificultades respiratorias a pesar de la pureza del refrescante aire de aquel insólito día de alivio en plena temporada de calor. El frágil cuerpo que tenía delante estaba agotado y reseco, y sus problemas obedecían a algo más que el clima. La piel del pecho era como de pergamino; por dentro, la cavidad estaba llena y obstruida. Cuando Espina acercó el oído al pecho, percibió un irregular estertor. Tenía la razonable certeza de que el viejo se estaba muriendo, aunque tardaría un poco en dejar el mundo de los vivos. Estaba buscando en su farmacopea una infusión capaz de hacerle menos penosos los últimos días cuando dos desaliñados hombres armados entraron en su sala de consultas como si fueran los nuevos amos. Se identificaron como soldados del alguacil de Toledo.

Uno de ellos era bajito, tenía el pecho abombado y miraba a su alrededor con insolencia.

—Bernardo Espina, tenéis que acompañarnos ahora mismo.

—¿Qué deseáis de mí, señor?

—El Oficio de la Inquisición requiere vuestra presencia.

—¿La Inquisición? —Espina procuró no perder la calma.

Muy bien. Os ruego que esperéis fuera. Enseguida termino con este hombre.

—No, tenéis que acompañarnos ahora mismo —repitió el más alto de los dos, hablando en tono comedido, pero más autoritario.

Espina sabía que Juan Pablo, su criado, estaba charlando con el hijo del anciano a la sombra del cobertizo de su sala de consulta. Se acercó a la puerta y lo llamó.

—Ve a la casa y dile a la señora que quiero un refrigerio para nuestros visitantes. Pan con aceite y miel, y también vino fresco.

Los hombres del alguacil se miraron. El más bajito asintió con un gesto. Su compañero le miró impasible, pero no puso ningún reparo.

Espina introdujo las hierbas de la infusión para el viejo en un recipiente de barro y le colocó un tapón. Estaba terminando de darle las instrucciones al paciente cuando Estrella se acercó presurosa, seguida de una criada con el pan y el vino.

El rostro de su mujer se quedó petrificado cuando él le explicó lo que ocurría.

—¿Qué puede querer de vos la Inquisición, mi querido Bernardo?

—Seguramente les hace falta un médico —aventuró, y la idea sirvió para tranquilizarlos tanto a él como a su mujer.

Mientras los hombres comían y bebían, Juan Pablo ensilló el caballo de Espina.

Los hijos del médico estaban en la casa de un vecino, donde un monje enseñaba semanalmente el catecismo a un grupo de muchachos. Se alegró de que no estuvieran presentes cuando él se alejó flanqueado por los caballos de los dos hombres.

Unos clérigos envueltos en negros ropajes recorrían el pasillo, donde Espina esperaba sentado en un banco de madera. Había otros que también esperaban. De vez en cuando, un guardia acompañaba a una mujer o un hombre con el rostro más blanco que la cera y los obligaba a sentarse, o bien alguien abandonaba el pasillo escoltado por un guardia y se perdía en el interior del edificio. Ninguna de las personas que se levantaba de los bancos volvía a salir.

Espina estuvo esperando hasta que encendieron unas teas para disipar la oscuridad del crepúsculo.

Un guardia permanecía sentado detrás de una mesita. Bernardo se acercó a él y le preguntó a quién tenía que ver, pero el hombre le miró con semblante inexpresivo y le indicó por señas que regresara al banco.

Al cabo de un rato apareció otro guardia, se dirigió al que estaba sentado detrás de la mesa y le hizo unas preguntas acerca de algunas de las personas que estaban esperando. Espina vio que le miraban a él.

—Éste es para fray Bonestruca —le oyó decir Bernardo al guardia de la mesa. Toledo se estaba convirtiendo en una populosa ciudad, pero Espina había nacido y vivido allí toda su vida y tal como había señalado el padre Sebastián—, como médico que era conocía muy bien no sólo a la población laica, sino también a los miembros de las comunidades religiosas. Sin embargo, no recordaba a ningún fraile llamado Bonestruca.

Al final, un guardia acudió a buscarlo. Subieron por una escalera de piedra y recorrieron varios pasillos tan mal iluminados como aquel en el que Bernardo había esperado. Finalmente llegaron a una pequeña celda, donde un fraile permanecía sentado bajo una antorcha.

El fraile era nuevo en Toledo, pues, si Espina lo hubiera visto aunque sólo fuera una vez por la calle, lo hubiera recordado con toda seguridad.

Se trataba de un hombre de elevada estatura con una terrible joroba que se proyectaba desde la nuca y la parte superior de la espalda. Espina reprimió el impulso de observar la joroba. Su rápida mirada identificó una masa de altura irregular con una joroba más grande en el lado derecho de la espalda y la parte inferior de la nuca y otra más pequeña en el lado izquierdo.

Espina sólo había visto un caso parecido cuando trabajaba como aprendiz y había ayudado a su maestro en el examen anatómico del cadáver de un hombre que presentaba un defecto similar. Ambos habían descubierto que la joroba era de tejido blanco y cubría una retorcida y entretejida masa ósea. Aparte la joroba dorsal, el hombre presentaba una acusada deformación del esternón y tenía los dedos de las manos y los pies más largos de lo normal.

El pecho del fraile quedaba oculto bajo los pliegues de su negro hábito, pero sus dedos eran como los que el aprendiz Espina había visto mucho tiempo atrás: largos y en forma de espátula.

El rostro…

El semblante del fraile no se parecía en absoluto al rostro del Salvador que Espina había visto en las imágenes y los cuadros. Era un rostro de carácter femenino formado por unos rasgos de belleza masculina, por cuyo motivo la reacción inicial de Espina fue de asombro, casi como si se encontrara en presencia de algo sagrado.

—Habéis recorrido la ciudad haciendo preguntas sobre un relicario recientemente robado al judío Helkias. ¿Qué interés tenéis vos en este asunto?

—Yo… es decir, el padre prior Sebastián Álvarez… —Espina hubiera deseado posar la mirada en otra cosa que no fueran los serenos ojos de aquel extraño fraile, pero no halló nada—. Me pidió que investigara la pérdida del relicario y la… muerte del muchacho que lo llevaba.

—¿Y qué habéis averiguado?

En cuanto vio a fray Bonestruca, Espina recordó las palabras del viejo pastor Diego Díaz. Éste le había dicho que dos soldados habían cabalgado en pos del muchacho y que uno de ellos era tan jorobado, que parecía que llevara una roca en la espalda. Comprendió con terrible certeza que sólo uno de los hombres era un soldado. El otro había sido sin lugar a dudas aquel fraile.

—El muchacho era judío, hijo de un platero.

—Si, eso ya lo he oído decir.

La voz del fraile resultaba amable y alentadora, casi amistosa, pensó Espina, esperanzado.

—¿Qué más?

—Nada más, reverendo padre.

—¿Cuánto tiempo hace que sois médico?

—Once años.

—¿Aprendisteis en este lugar?

—Sí, aquí mismo, en Toledo.

—¿Quién os enseñó?

Espina tenía la boca seca.

—Con el maestro Samuel Provo.

—Ah, Samuel Provo. Hasta yo he oído hablar de él —asintió benévolamente el fraile—. Un excelente médico, ¿verdad?

—Sí, un médico de gran renombre.

—Era judío.

—Sí.

—¿A cuántos niños calculáis que circuncidó?

Espina miró al fraile, parpadeando.

—Él no se dedicaba a circuncidar.

—¿A cuántos niños circuncidáis vos en un año?

—Yo tampoco circuncido.

—Vamos, vamos —dijo pacientemente el fraile—. ¿Cuántas operaciones de ésas habéis llevado a cabo? No sólo a judíos, sino quizá también a moros.

—Jamás… A lo largo de los años he operado algunas veces… Cuando el prepucio no se lava regularmente como es debido, se puede inflamar, ¿sabéis? A menudo se acumula pus y, para solventar… ellos… tanto los moros como los judíos tienen a unos santos varones que se encargan de hacerlo y celebran unos ritos religiosos.

—Cuando realizabais las operaciones, ¿rezabais alguna oración?

—No.

—¿Ni siquiera un padrenuestro?

—Yo rezo cada día para no causar ningún daño a mis pacientes sino sólo bien, reverendo padre.

—¿Estáis casado, señor?

—Sí.

—El nombre de vuestra esposa.

—Es doña Estrella de Aranda.

—¿Hijos?

—Tres. Dos niñas y un varón.

—¿Vuestra esposa y vuestros hijos son cristianos?

—Sí.

—Vos sois judío, ¿no es cierto?

—¡No! Soy cristiano desde hace once años. ¡Un fiel seguidor de Jesucristo!

El rostro del hombre era de una extraordinaria hermosura. Por eso los ojos que se clavaron en los de Espina resultaban todavía más estremecedores. Eran unos cínicos ojos que parecían conocer todas las flaquezas humanas de la historia de Espina y hasta el último de sus pecados.

Aquella mirada penetró hasta lo más profundo de su alma. Después Espina se sobresaltó al ver que el fraile daba inesperadamente una palmada para llamar al guardia que esperaba al otro lado de la puerta.

Bonestruca hizo un leve gesto con la mano: «llévatelo».

Mientras se volvía para retirarse, Bernardo vio que los pies calzados con sandalias bajo la mesa tenían unos dedos muy largos y finos.

El guardia recorrió con él varios pasillos y bajó por los empinados peldaños de una escalera.

«Mi dulce Jesús, tú sabes que lo he intentado. Tú lo sabes…»

Espina sabía que en lo más profundo del edificio estaban las celdas y los lugares donde se interrogaba a los prisioneros. Sabía con toda certeza que allí había un potro de tormento, una estructura triangular en la que se amarraba a los prisioneros. Cada vez que se hacía girar un torno, se descoyuntaban las articulaciones del cuerpo. Y también había un aparato llamado «tormento de toca», que se utilizaba para torturar con el agua. Colocaban al prisionero con la cabeza en un hueco y se le introducía un lienzo en la garganta. A continuación, se echaba agua a través del lienzo y entonces la garganta y las ventanas de la nariz quedaban obstruidas y la asfixia provocaba la confesión o la muerte.

«Jesús, te suplico, te imploro…»

Puede que su oración fuera escuchada. Cuando llegaron a la salida, el guardia le indicó por señas que siguiera adelante y Espina se encaminó solo hacia el lugar donde había dejado atada su montura.

Se alejó de allí cabalgando al paso para serenarse de tal forma que, al llegar a casa, pudiera tranquilizar a Estrella sin echarse a llorar.