CAPÍTULO 3

Un judío cristiano

El padre Sebastián era el tipo de persona más peligrosa que existe: un hombre prudente y necio al mismo tiempo, pensó Bernardo, alejándose a lomos de su montura. Bernardo Espina sabia que él era el hombre menos indicado para obtener información de los judíos o de los cristianos, pues ambas comunidades lo despreciaban por igual.

Bernardo conocía muy bien la historia de la familia Espina. Contaba la leyenda que el primer antepasado suyo que se había asentado en la península ibérica era un sacerdote del templo de Salomón. Los Espina y otros judíos habían sobrevivido bajo los reyes visigodos, los musulmanes y los cristianos de la Reconquista. Siempre habían obedecido escrupulosamente las leyes de la monarquía y de la nación, siguiendo las indicaciones de sus rabinos.

Los judíos habían alcanzado las más altas posiciones en la sociedad hispana. Habían servido a los reyes y a los emires por igual, y habían prosperado como médicos, diplomáticos, prestamistas y financieros, cobradores de impuestos y mercaderes, campesinos y artesanos. Al mismo tiempo, casi en todas las generaciones habían sido victimas de matanzas a manos de muchedumbres alentadas directa o indirectamente por la Iglesia.

—Los judíos son peligrosos e influyentes y siembran la duda entre los buenos cristianos —le había advertido severamente el sacerdote que lo había convertido.

Durante siglos, los dominicos y los franciscanos habían incitado a las clases bajas —a las que llamaban el pueblo menudo—, provocando en ellas un odio implacable contra los hebreos. Desde las matanzas del año 1391, en las que habían muerto nada menos que cincuenta mil judíos, en la única conversión en masa de la historia judía, centenares de miles habían aceptado a Cristo, algunos para salvar la vida y otros para prosperar en sus oficios en una sociedad que aborrecía a los de su religión.

Algunos, como Espina, habían acogido a Jesús en su corazón, pero muchos cristianos sólo de nombre habían seguido adorando en privado al Dios del Antiguo Testamento. Éstos eran tan numerosos que, en 1478, el papa Sixto IV había aprobado el establecimiento de la Santa Inquisición para el descubrimiento y la destrucción de los cristianos descarriados.

Espina había oído a algunos judíos llamar «marranos» a los conversos y señalar que éstos serían condenados por toda la eternidad y no resucitarían en el Juicio Final.

Con más caridad, otros llamaban a los apóstatas, anusim[1], los obligados, y señalaban que Dios perdonaba a los que habían sido forzados a convertirse y comprendía su necesidad de sobrevivir.

Espina no figuraba entre los obligados. El personaje de Jesús lo había intrigado en su infancia desde que entreviera fugazmente a través del pórtico abierto de la catedral la figura de la cruz, a la que su padre y otros judíos llamaban a veces «el hombre colgado». Cuando estaba aprendiendo el oficio de médico y trataba de aliviar el sufrimiento humano, se había sentido atraído por los sufrimientos de Cristo y poco a poco su inicial interés había madurado en una ardiente fe y convicción que, finalmente, había desembocado en un deseo de alcanzar la pureza cristiana y el estado de gracia.

Una vez sellado el compromiso, se enamoró de una divinidad y le pareció que su devoción era mucho más fuerte que la de alguien que ya fuera cristiano desde su nacimiento. El ardiente amor hacia Jesús de Saulo de Tarso[2] no podía haber sido más fuerte que el suyo, inamovible y seguro, más intenso que cualquier anhelo que sintiera un hombre por una mujer.

Se había convertido al cristianismo al cumplir los veintidós, un año después de haber alcanzado el titulo de médico. Su familia se había puesto de luto por él y había rezado un kaddish[3] como si hubiera muerto. Cuando su padre, Jacobo Espina, antaño tan lleno de orgullo y de amor, se cruzaba con él en la plaza, le negaba el saludo y no daba la menor señal de reconocimiento. Por aquel entonces Jacobo Espina estaba viviendo el último año de su vida. Llevaba una semana enterrado cuando Bernardo se enteró de su muerte. Bernardo rezó una novena por su alma, pero no pudo resistir el impulso de rezar también un kaddish, llorando solo en su dormitorio mientras recitaba la oración por el difunto sin la consoladora presencia del minyan[4], el grupo de nueve hombres necesario para que se pudieran celebrar las funciones religiosas.

La nobleza y la burguesía aceptaba a los conversos acaudalados o prósperos, y muchos de éstos se casaban con cristianas viejas. El propio Bernardo Espina había contraído matrimonio con Estrella de Aranda, hija de una aristocrática familia. En medio del primer revuelo de la aceptación familiar y del nuevo arrebato religioso, había abrigado la irracional esperanza de que sus pacientes lo aceptaran como a un correligionario, un «judío completo» que había aceptado a su Mesías; sin embargo, no se extrañó de que lo siguieran despreciando como judío.

Durante la juventud del padre de Espina, los magistrados de Toledo habían aprobado un estatuto:

«Declaramos que los llamados conversos, vástagos de perversos antepasados judíos, deben ser considerados por ley infames e ignominiosos, ineptos e indignos de ostentar cargos públicos o beneficios en la ciudad de Toledo o en el territorio de su jurisdicción, o actuar como testigos de juramentos o en representación de notarios, o ejercer cualquier autoridad sobre los verdaderos cristianos de la Santa Iglesia Católica».

Bernardo pasó por delante de otras comunidades religiosas, algunas casi tan pequeñas como el priorato de la Asunción y otras tan grandes como una pequeña aldea. Bajo la monarquía católica se había popularizado el servicio en la Iglesia. Los segundones de las familias de la nobleza, excluidos de la herencia en virtud de la ley del mayorazgo, se entregaban a la vida religiosa, en la que la influencia de su familia les aseguraba un rápido ascenso. Las hijas menores de las mismas familias, debido a las cuantiosas dotes que exigía el casamiento de las primogénitas, eran enviadas a menudo a un convento. La vida religiosa atraía también a los campesinos más pobres, para quienes las prebendas y los beneficios constituían la única oportunidad de escapar de la miseria y la servidumbre.

El creciente número de comunidades religiosas había dado lugar a unas encarnizadas luchas por el apoyo económico. La reliquia de santa Ana sería la fortuna del priorato de la Asunción, pero el prior le había dicho a Bernardo que tanto los poderosos benedictinos como los astutos franciscanos, además de otros enérgicos representantes de la propia orden de los jerónimos y Dios sabía cuántos más, estaban forjando planes y tejiendo intrigas para arrebatarles la posesión de la reliquia de la Sagrada Familia. Espina temía verse atrapado entre poderosos bandos y ser aplastado con la misma facilidad con que Meir Toledano había sido asesinado.

Bernardo inició sus pesquisas, tratando de reconstruir los movimientos del joven antes de que lo mataran.

La vivienda de Helkias el platero formaba parte de un grupo de casas construidas entre dos sinagogas. La principal sinagoga había pasado desde hacía mucho tiempo a manos de la Iglesia y por entonces los judíos celebraban sus funciones religiosas en la sinagoga de Samuel ha-Levi, cuya magnificencia constituía el reflejo de una época en que la vida era más plácida para ellos.

La comunidad judía era lo bastante reducida como para que todo el mundo supiera quién había abandonado la fe, quién fingía haberlo hecho y quién seguía observando la religión de sus mayores, y evitaba al máximo el trato con los cristianos nuevos. Pese a ello, cuatro años atrás, el desesperado Helkias había acudido a la consulta del médico.

Su esposa Esther, una caritativa mujer perteneciente a la familia de los grandes rabinos Saloman, había empezado a consumirse, y el platero deseaba por todos los medios salvar a la madre de sus tres hijos. Bernardo había hecho todos los esfuerzos imaginables, había probado todos los remedios que conocía y había rezado a Cristo por su vida tal como Helkias había orado a Jehová, pero no había podido salvarla, que el Señor tuviera misericordia de su alma inmortal.

En ese momento pasó por delante de la casa de Helkias sin detenerse, sabiendo que muy pronto los frailes del priorato de la Asunción trasladarían hasta allí a lomos de un asno el cuerpo sin vida del primogénito del desventurado platero.

Siglos atrás otras generaciones de judíos habían construido las sinagogas, obedeciendo un antiguo precepto según el cual se tenía que construir una casa de oración en el punto más elevado posible de la comunidad. Por eso habían elegido emplazamientos situados en lo alto de los escarpados peñascos que bordeaban el Tajo.

La yegua de Bernardo dio un nervioso respingo cuando éste la acercó demasiado al borde del precipicio.

«¡Madre de Dios!», pensó Bernardo, tirando de las riendas; después, cuando el animal se tranquilizó, Bernardo no tuvo más remedio que sonreír ante aquella ironía.

—¡Abuela del Salvador! —exclamó con asombro.

Se imaginó a Meir ben Helkias allí, esperando con impaciencia la llegada del protector manto de la oscuridad. Seguramente el joven no tenía miedo de acercarse al borde de los peñascos. Él mismo recordaba haber estado al anochecer en lo alto de aquellos riscos con su padre Jacobo Espina, escudriñando el cielo en busca del resplandor de las primeras tres estrellas que señalaban el inicio del Sabbath[5].

Apartó aquel pensamiento de su mente, tal como solía hacer con todos los inquietantes recuerdos de su pasado judío.

Comprendió la prudencia de Helkias al haber utilizado a su hijo de quince años para la entrega del relicario. Una escolta armada hubiera anunciado a los bandidos la existencia de un tesoro. En cambio, un mozo que caminara de noche con un inofensivo bulto tenía que haber corrido mejor suerte.

Pero la suerte no había sido suficiente, tal como Espina había tenido ocasión de comprobar.

Desmontó y condujo al animal hacia el sendero del peñasco. Justo en su borde se levantaba un edificio de piedra construido siglos atrás por los soldados romanos; desde allí arrojaban al vacío a los prisioneros condenados.

Abajo, la inocente belleza del río serpeaba entre los peñascos y la colina de granito del otro lado. Los muchachos de Toledo evitaban aquel paraje por la noche, pues decían que en el lugar se oían los lamentos de los muertos.

Bajó con su yegua por el sendero del peñasco hasta que la empinada pendiente se convirtió en una suave ladera, y entonces se apartó y siguió un camino que bajaba hasta la orilla del agua. Pero allí no tomó el puente de Alcántara, tal como tampoco lo había hecho Meir ben Helkias. Bernardo siguió hasta los bajíos donde el muchacho debía de haber vadeado la corriente, y volvió a montar en la yegua. Al llegar a la otra orilla se adentró por el camino que conducía al priorato de la Asunción. No lejos de allí había unas ricas y fértiles tierras de cultivo, pero en aquel lugar el terreno era pobre y reseco, y sólo servía para que pastara un poco el ganado. No tardó en oír los cencerros de las ovejas y en tropezarse con un gran rebaño al cuidado de Diego Díaz, un anciano a quien conocía. El pastor tenía una familia casi tan numerosa como su rebaño y él había atendido a varios de sus miembros.

—Muy buenas tardes, mi señor Bernardo.

—Buenas tardes os dé Dios, Diego —contestó Espina, desmontando. Dejó que su caballo hozara un poco con las ovejas y se pasó unos minutos charlando con el pastor. Después preguntó—: Diego, ¿vos conocéis a un joven llamado Meir, hijo de Helkias el Judío?

—Sí, señor. ¿El sobrino de Arón Toledano, a ese mozo os referís?

—Sí. ¿Cuándo lo visteis por última vez?

—Anoche temprano. Había salido a repartir los quesos de su tío y por sólo un sueldo me vendió un queso de cabra que ha sido mi comida de esta mañana. Era tan bueno que ojalá me hubiera vendido dos. —El pastor miró a Espina—. ¿Por qué lo buscáis? ¿Ha hecho algo malo?

—No, en absoluto.

—Ya me lo suponía, no es malo este joven judío.

—¿Visteis a alguien más por aquí anoche? —preguntó Espina.

El pastor le contestó que, poco después de la partida del joven, habían pasado dos soldados que habían estado a punto de aplastarlo bajo los cascos de sus monturas, pero a los que él no había saludado ni ellos lo habían saludado a él.

—¿Decís que eran dos?

Bernardo sabía que podía fiarse de la información que le diera el viejo. El pastor los debía de haber estudiado con detenimiento y se habría alegrado de que unos jinetes nocturnos armados hubieran pasado de largo sin arrebatarle uno o dos corderos.

—Eran dos jinetes, pero no formaban buena pareja. Uno de ellos era tan jorobado que su espalda semejaba una pesada roca que sólo dos hombres hubieran podido acarrear.

Diego soltó un gruñido y corrió para dirigir a su perro hacia cuatro ovejas que se estaban apartando del rebaño.

Bernardo tomó su yegua y volvió a montar en ella.

—Id con Dios, Diego.

El viejo le dirigió una socarrona mirada.

—Que él os acompañe, señor Espina.

Algo más allá del mísero pastizal de las ovejas, la tierra era más rica y fértil. Bernardo cabalgó entre varios viñedos y campos de cultivo.

Al llegar al que lindaba con el olivar del priorato, se detuvo y desmontó, tras lo cual ató las riendas a un arbusto.

La hierba estaba aplastada por los cascos de unas monturas. El número de caballos que había visto el pastor, dos, encajaba con los destrozos.

Alguien se había enterado del encargo del platero. Sabían que Helkias estaba a punto de terminar su trabajo y debían de estar vigilando su casa en busca de algún indicio de la entrega.

Allí se había producido el encuentro.

Nadie debió de oír los gritos de Meir. El olivar que tenía arrendado el priorato estaba en un terreno deshabitado y a una considerable distancia del edificio de la comunidad.

Sangre. Allí el muchacho había sufrido la herida en el costado causada por una de las lanzas.

Por aquella lengua de hierba aplastada, por la que ahora Bernardo caminaba muy despacio, los jinetes habían obligado a Meir ben Helkias a correr delante de sus caballos como un zorro acosado, provocándole las heridas en la espalda.

Allí se habían apoderado de la bolsa de cuero y de su contenido. Muy cerca de aquel lugar, cubiertos de hormigas, había dos pálidos quesos como el que Diego había descrito, el pretexto del joven para salir de noche. Uno de los quesos estaba intacto mientras que el otro aparecía roto y aplanado, como si lo hubiera pisado el casco de un caballo.

Allí habían retirado al mozo del sendero y lo habían llevado al refugio de los olivos. Y uno de ellos había acabado con él.

Al final, lo habían degollado.

Bernardo se sintió aturdido y experimentó una sensación como de mareo.

No estaba tan lejos de su juventud judía como para haber olvidado el temor y la inquietud que solían producirle los desconocidos armados y el terror que sentía al pensar en las muchas iniquidades que tantas veces se habían producido. No estaba tan lejos de su virilidad judía como para haber dejado de sentir todas aquellas maldades.

Durante un prolongado instante, se convirtió mentalmente en un mozo. Los oyó. Aspiró su olor. Intuyó las gigantescas y siniestras siluetas nocturnas, los enormes caballos acercándose a él en medio de la oscuridad.

La cruel acometida de las afiladas lanzas. La violación.

Convertido de nuevo en médico, Bernardo vaciló bajo el sol poniente y se volvió aturdido hacia la yegua para escapar de allí. No creía que fuera a oír los lamentos del alma de Meir ben Helkias, pero de todos modos no deseaba encontrarse en aquel lugar cuando cayera la noche.