CAPÍTULO 2

El don de Dios

El padre Sebastián sabía que fray Julio Pérez era un hombre de fe intachable que hubiera sido elegido sin duda para gobernar el priorato de la Asunción en caso de que él tuviera que abandonarlo debido a la muerte o a la necesidad. Pero el sacristán de la capilla tenía un defecto: era demasiado ingenuo y confiado. El padre Sebastián estaba preocupado porque, de entre los seis soldados que fray Julio había contratado para que vigilaran el perímetro del priorato, sólo tres eran conocidos suyos o del propio fray Julio.

El clérigo sabía muy bien que el futuro del priorato, por no mencionar el suyo propio, dependía del pequeño estuche de madera que se conservaba en la capilla. La presencia de aquella reliquia lo llenaba de gratitud y de renovado asombro, pero acrecentaba al mismo tiempo su inquietud, pues el hecho de tenerla bajo su custodia era un alto honor que acarreaba una terrible responsabilidad.

Cuando era un muchacho de apenas doce años en Valencia, Sebastián Álvarez había visto algo en la reluciente superficie de una negra jarra de loza. La visión —pues eso lo había considerado él a lo largo de toda su vida— se le había presentado en mitad de una aterradora noche, cuando despertó en el dormitorio que compartía con sus hermanos Agustín y Juan Antonio. Contemplando la negra jarra de loza en estancia iluminada por la luz de la luna, vio a Nuestro Señor Jesucristo en la cruz. Pero tanto la figura del Señor como la cruz eran amorfas y vagas. Tras haber contemplado la visión, volvió a sumirse en un cálido y placentero sueño; cuando despertó a la mañana siguiente, la visión había desaparecido, pero el recuerdo perduraba incólume en su mente.

Jamás había revelado a nadie que Dios lo había elegido para recibir aquella visión. Sus hermanos mayores se hubieran burlado y le hubieran dicho que había visto la luna llena reflejada en la jarra. Su padre, un barón que, por la extensión de sus tierras y la altura de su linaje, se consideraba con derecho a comportarse como un bruto, lo hubiera molido a palos por su necedad. Por otra parte, su madre era una figura sumisa que vivía atemorizada por su esposo y raras veces hablaba con sus hijos.

Sin embargo, a partir de la noche de aquella visión, Sebastián tuvo muy claro cuál iba a ser su misión en la vida y puso de manifiesto una devoción tan grande que su familia no tuvo más remedio que entregarlo al servicio de la Iglesia.

Tras la ordenación, había aceptado cumplir humildemente distintas tareas de poca monta. Seis años después de su ordenación, la creciente prosperidad de su hermano Juan Antonio le fue muy beneficiosa. Su hermano Agustín había heredado el titulo y las tierras de Valencia, pero Juan Antonio había contraído unas ventajosas nupcias en Toledo y la familia de su esposa, los poderosos Borgia, se había encargado de que Sebastián fuera asignado a la sede de Toledo.

Sebastián fue nombrado capellán de un nuevo priorato de jerónimos y ayudante del prior, el padre Jerónimo Degas. El priorato de la Asunción era extremadamente pobre. No poseía más tierras que el minúsculo terreno en el que se levantaba su edificio, pero tenía arrendado un olivar y Juan Antonio permitía por caridad que los frailes plantaran vides en las estrechas franjas de los confines de sus tierras. El priorato recibía muy poco dinero en donaciones por parte de Juan Antonio o de otros, y no atraía a la vida del sagrado ministerio a ningún novicio de familia acaudalada.

Sin embargo, a la muerte del padre Jerónimo Degas, Sebastián Álvarez había sucumbido al pecado de orgullo al ser elegido prior por los frailes, por más que él sospechara que semejante honor se le había otorgado por ser hermano de quien era.

Los primeros cinco años de gobierno del priorato rebajaron su orgullo y minaron su espíritu. No obstante, a pesar de las opresivas penurias, el sacerdote se atrevía a soñar. La gigantesca orden cisterciense había recibido el impulso de un puñado de fervorosos hombres más pobres que sus propios frailes. Cuando una comunidad contaba con sesenta monjes cistercienses de blanco hábito, doce de ellos eran enviados a fundar un nuevo monasterio y, de esta manera, habían logrado extenderse por toda Europa en nombre de Jesús. El padre Sebastián pensaba que su modesto priorato podría hacer lo mismo si Dios se dignara mostrarle el camino.

En el año del Señor de 1488, un visitante de Roma llenó de entusiasmo al padre Sebastián e infundió nuevo vigor a la comunidad religiosa de Castilla. El cardenal Rodrigo Lancol tenía raíces españolas, pues su verdadero nombre era el de Rodrigo Borgia y había nacido en Játiva. De joven había sido adoptado por su tío el papa Calixto III y, al llegar a la edad adulta, se había convertido en un hombre temible que ostentaba un inmenso poder dentro de la Iglesia.

La familia Álvarez era desde hacía mucho tiempo amiga y aliada de los Borgia y los fuertes lazos entre ambas estirpes se habían reforzado con el matrimonio de Leonor Borgia con Juan Antonio. Gracias a su relación con los Borgia, Juan Antonio se había convertido en una figura popular en la corte y decían que era un favorito de la Reina.

Leonor era prima hermana del cardenal Lancol.

—Una reliquia —le había dicho Sebastián a Leonor. No soportaba tener que pedirle nada a su cuñada, a la que aborrecía por su vanidad, su hipocresía y su temperamento rencoroso cuando se enojaba—. Si su Eminencia pudiera ayudar al priorato a conseguir tan preciada prenda, sería nuestra fortuna. Estoy seguro de que acudirá en nuestra ayuda si vos se lo pedís.

—Pero yo no puedo hacer tal cosa —protestó Leonor.

Sin embargo, a medida que se acercaba la visita del cardenal, el servilismo y la insistencia de Sebastián fueron aumentando, y ella acabó por ablandarse. Al final, para librarse de aquella molestia y sólo por su marido, Leonor prometió al hermano de Juan Antonio que haría todo lo humanamente posible en favor de su causa. Era bien sabido que el cardenal sería agasajado en la finca que poseía en Cuenca el hermano de su padre, Garci Borgia Júnez.

—Hablaré con el tío y le pediré que lo haga —le prometió a Sebastián.

Antes de su partida de España, el cardenal ofició en la catedral de Toledo una misa a la que asistieron todos los frailes, sacerdotes y prelados de la región. Una vez finalizada la ceremonia, los presentes se congregaron alrededor del cardenal que, con la cabeza cubierta por la mitra, permanecía de pie sosteniendo el báculo en la mano, con el cuello rodeado por el palio que le había entregado el Papa. Sebastián le vio de lejos como si contemplara otra visión. Después de la misa, no hizo el menor intento de acercarse al cardenal. Leonor le había dicho que Garci Borgia Júnez ya le había presentado la petición. Su tío había señalado que los caballeros y los soldados de todos los países de Europa habían pasado por España después de cada una de las grandes cruzadas. Pero, antes de regresar a casa, habían despojado al país de sus sagradas reliquias, desenterrando los huesos de los mártires y los santos, y saqueando a su gusto las reliquias de todas las iglesias y catedrales que encontraron a su paso. Su tío le había dicho amablemente al cardenal Lancol que, si le enviaba una reliquia al clérigo español que era pariente suyo por matrimonio, se ganaría el reconocimiento de Castilla.

Sebastián sabía que la cuestión la dirimirían Dios y los servidores que éste tenía designados en Roma.

Los días fueron transcurriendo muy despacio para él. Al principio, se atrevió a imaginar que le enviarían una reliquia capaz de atender las súplicas de los cristianos, sanar a los enfermos y atraer devotos y donaciones desde lejanas tierras. El pequeño priorato se convertiría en un próspero monasterio y el prior sería…

Cuando los días se transformaron en semanas y meses, Sebastián hizo un esfuerzo para apartar a un lado su sueño. Ya casi había perdido las esperanzas cuando fue llamado a la sede de Toledo. Acababa de llegar la valija de Roma que se enviaba a Toledo dos veces al año. Entre otras cosas, la valija contenía un mensaje sellado para el padre Sebastián Álvarez, del priorato de la Asunción.

Era insólito que un humilde sacerdote recibiera un paquete sellado de la Santa Sede. El obispo auxiliar Guillermo Ramero que se lo entregó a Sebastián sentía curiosidad y aguardó expectante a que el prior abriera el paquete y revelara su contenido, tal como cualquier sacerdote obediente hubiera hecho. Se puso furioso al ver que el padre Álvarez se limitaba a aceptar el paquete y se retiraba precipitadamente.

Sólo cuando estuvo a solas en el priorato Sebastián rompió el sello de cera con trémulos dedos.

El paquete contenía un documento titulado Translatio Sanctae Annae. El padre Sebastián se sentó en una silla, empezó a leer y comprendió que se trataba de la historia de los restos de la madre de la madre de la Bienaventurada Virgen María. La madre de la Virgen, Chana la Judía, esposa de Joaquín, había muerto en Nazareth y estaba enterrada en un sepulcro de allí. Era venerada por los cristianos desde los primeros tiempos. Poco después de su muerte, dos de sus primas, ambas llamadas María, en compañía de un pariente más lejano llamado Maximino, abandonaron Tierra Santa para difundir el evangelio de Jesús. Su misión se sancionó con la entrega de un cofre de madera que contenía varias reliquias de la madre de la Bienaventurada Virgen María. Los tres cruzaron el Mediterráneo, llegaron a Marsella y las dos mujeres se instalaron en una cercana aldea de pescadores para proclamar el evangelio. Puesto que la región estaba sometida a frecuentes invasiones, Maximino recibió el encargo de llevar las sagradas reliquias a un lugar más seguro, y el hombre se trasladó a la ciudad de Apt, donde las depositó en un sepulcro.

Los huesos descansaron durante varios cientos de años en Apt. En el siglo VIII fueron visitados por un hombre a quien sus soldados llamaban Carolus Magnus, Carlos el Grande, rey de los francos, el cual se quedó sorprendido al leer la inscripción del sepulcro:

El rey guerrero sacó los huesos del enmohecido sudario que los envolvía, sintió la presencia de Dios, y se impresionó al sostener en sus manos algo que era un eslabón físico con Jesucristo.

Donó varias reliquias a sus amigos más íntimos, se quedó unas cuantas para él y las envió a Aquisgrán. Ordenó que se realizara un inventario de los huesos, envió una copia del mismo al Papa y dejó las restantes reliquias al cuidado del obispo de Apt y de sus sucesores.

En el año 800 del Señor, varias décadas después de que su genio militar hubiera conquistado el oeste de Europa, cuando él fue coronado con el nombre de Carlomagno, emperador de los romanos, la efigie bordada de santa Ana destacaba con toda claridad en las vestiduras de su coronación.

Varias décadas atrás, las restantes reliquias de la santa habían sido sacadas de su sepulcro de Nazareth y algunas se habían repartido entre varias iglesias de distintos países. Los tres huesos que quedaban se habían encomendado a la custodia del Santo Padre y llevaban más de un siglo conservadas en las catacumbas romanas. En el año 830, un ladrón de reliquias, un diácono de la Iglesia llamado Duesdona, llevó a cabo un expolio de las catacumbas con el fin de abastecer a dos monasterios alemanes: Fulda y Mühlheim. Vendió los restos de los santos Sebastián, Fabián, Alejandro, Emerenciana, Felicidad, Felicísimo y Urbano entre otros, pero, en su saqueo, se le pasaron por alto los pocos huesos que quedaban de santa Ana. Cuando las autoridades de la Iglesia se percataron de la depravación que se había producido, trasladaron los huesos de santa Ana a un almacén, donde las reliquias se pasaron varios siglos acumulando polvo en la seguridad de su refugio.

Ahora se notificaba al padre Sebastián que le sería enviado uno de aquellos preciados restos.

Sebastián se pasó veinticuatro horas dando gracias de rodillas en la capilla, de maitines a maitines, sin tomar bebida ni alimento alguno. Cuando intentó levantarse, había perdido la sensibilidad de las piernas y los preocupados frailes tuvieron que llevarlo en brazos a su celda. Pero, al final, Dios le devolvió las fuerzas y él llevó la Translatio a Juan Antonio y Garci Borgia. Comprensiblemente impresionados, éstos accedieron a sufragar la confección de un relicario para la conservación de la reliquia de santa Ana, hasta que se pudiera construir una capilla apropiada. Estudiaron los nombres de varios destacados artesanos a quienes se pudiera encomendar la tarea y Juan Antonio sugirió que Sebastián le encargara la realización del relicario a Helkias Toledano, un platero judío, famoso por los originales diseños y la belleza de sus obras.

El platero y Sebastián hablaron de la composición del relicario, negociaron el precio y llegaron a un acuerdo. Al clérigo se le ocurrió pensar cuánto le agradaría ganar el alma del judío para Cristo como consecuencia de aquella obra que exigía el Señor.

Los esbozos que Helkias había presentado revelaban que éste no sólo era un artesano sino también un artista. La copa interior, la base cuadrada y la tapa tendrían que ser de suave plata maciza. Helkias propuso la colocación de dos figuras femeninas de filigrana de plata. Sólo se las vería de espaldas, elegantes y claramente femeninas, la madre a la izquierda y la hija, todavía niña, pero identificada por una aureola alrededor de la cabeza. Sobre el ciborio, Helkias colocaría una profusión de plantas, con las que Chana debía de estar familiarizada: racimos de uva y aceitunas, granadas y dátiles, higos, trigo, cebada y espelta. Al otro lado del cáliz —en representación de los objetos que marcarían el futuro de ambas mujeres—, Helkias labraría en plata maciza la cruz que se convertiría en un símbolo mucho después de la vida de Chana. A los pies de la cruz colocaría un niño labrado en oro.

El padre Sebastián temía que los dos donantes retrasaran la aprobación del diseño y exigieran que se tuvieran en cuenta sus sugerencias, pero, para su gran deleite, tanto Juan Antonio como Garci Borgia se mostraron sumamente impresionados por los dibujos que Helkias había presentado.

En cuestión de pocas semanas, el padre Sebastián comprendió que la inminente prosperidad del priorato ya no era un secreto. Alguien, Juan Antonio, Garci Borgia o el judío, había comentado la existencia de la reliquia. O tal vez alguien de Roma había hablado con imprudencia; a veces la Iglesia era como una aldea.

Muchos representantes de la comunidad religiosa de Toledo que jamás habían reparado en él, ahora le dirigían miradas rebosantes de hostilidad. El obispo auxiliar Guillermo Ramero se presentó en el priorato e inspeccionó la capilla, la cocina y las celdas de los frailes.

—La Eucaristía es el cuerpo de Cristo —le dijo a Sebastián—. ¿Acaso hay alguna reliquia más poderosa?

—Ninguna, eminencia —contestó humildemente Sebastián.

—Si se concediera a Toledo una reliquia de la Sagrada Familia, su custodia debería encomendarse a la sede episcopal, y no a una de sus instituciones subordinadas —advirtió el obispo.

Esta vez Sebastián no contestó, sino que miró directamente a los ojos a Ramero sin la menor humildad. El obispo soltó un bufido y se retiró con su séquito. Antes de que el padre Sebastián se decidiera a comunicarle la trascendental noticia a fray Julio, el sacristán de la capilla se enteró de la nueva a través de un primo suyo que desarrollaba su ministerio sacerdotal en la Congregación del Culto de la diócesis. Sebastián no tardó en comprender que todo el mundo lo sabía, incluidos sus frailes y sus novicios.

El primo de fray Julio dijo que las distintas órdenes se disponían a emprender drásticas acciones en respuesta a la noticia. Los franciscanos y los benedictinos enviaron acerbos mensajes de protesta a Roma. Los cistercienses, cuya principal característica era la devoción a la Virgen María, estaban furiosos por el hecho de que la reliquia de la madre de ésta fuera a parar a un priorato de jerónimos y habían encargado a un abogado la defensa de su causa en Roma.

Incluso dentro de la orden de los jerónimos se insinuó que un priorato tan humilde no merecía el honor de custodiar tan importante reliquia.

El padre Sebastián y fray Julio comprendieron que, si algo entorpecía la entrega de la reliquia, el priorato se encontraría en una situación extremadamente delicada, por lo que ambos se pasaban largas horas rezando juntos de rodillas.

Finalmente, un caluroso día estival, un barbudo y corpulento desconocido envuelto en humildes ropajes se presentó en el priorato de la Asunción. Llegó a la hora del reparto de la sopa boba, que acepto con tanta ansia como cualquiera de los hambrientos indigentes que la esperaban. Cuando se hubo tragado la última gota del caldo, pidió hablar con el padre Sebastián y, una vez a solas con éste, se identificó como el padre Tullio Brea de la Santa Sede de Roma, y transmitió la bendición de Su Eminencia el cardenal Rodrigo Lancol. Después sacó de su raída bolsa un pequeño estuche de madera. Cuando lo abrió, el padre Sebastián descubrió una perfumada envoltura de seda de color rojo sangre, en cuyo interior se encontraba el fragmento de hueso que había viajado desde tan lejanas tierras.

El clérigo italiano sólo se quedó con ellos hasta el rezo de las más exultantes y agradecidas vísperas que jamás se hubieran orado en el priorato de la Asunción. En cuanto terminaron, el padre Tullio se fue con la misma discreción con que había llegado y se perdió en la noche.

Entonces el padre Sebastián pensó con nostalgia en la despreocupación con la que debía de servir a Dios una persona que, como el padre Tullio, recorría el mundo disfrazado de pobre y admiró la inteligencia del que había enviado una reliquia tan valiosa por medio de un solitario y humilde mensajero. Luego mandó decir al judío Helkias que, cuando terminara el relicario, lo enviara por medio de un solo portador cuando ya hubiera anochecido.

Helkias se mostró de acuerdo y envió a su hijo, tal como antes había hecho Dios con el Suyo, y con el mismo resultado. El niño Meir era judío y por esta razón jamás podría entrar en el Paraíso, no obstante el padre Sebastián rezó igualmente por su alma. El asesinato y el robo le hicieron comprender el peligro que corrían los protectores de la reliquia y entonces rezó también por la feliz conclusión de la obra de Dios que había encomendado al médico.