Geralt se inclinó, comprobó el arco del estribo recién arreglado, apretó la correa que todavía olía a piel nueva, tiesa aún y dura en la hebilla. Arregló la cincha, las albardas y la gualdrapa anudada a la silla, con la espada de plata enrollada en ella. Nenneke estaba junto a él, inmóvil, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Jaskier se acercó, trayendo su caballo castaño-retinto.
—Gracias por tu hospitalidad, venerable —dijo gravemente—. Y no te enfades conmigo. Ya sé que pese a todo me aprecias.
—Cierto —concedió Nenneke sin una sonrisa—. Te aprecio, zopenco, aunque ni yo misma sé por qué. Adiós.
—Hasta la vista, Nenneke.
—Hasta la vista, Geralt. Ten cuidado.
El brujo sonrió con aspereza.
—Prefiero cuidar de otros. Vale más la pena, a largo plazo.
Del santuario, de entre las columnas cubiertas de hiedra, salió Iola en compañía de dos adeptas más jóvenes. Llevaba el cofrecillo del brujo. Evitó con torpeza su mirada, su sonrisa confusa se mezclaba con el rojo de su pecosa y mofletuda carita, creando una composición llena de gracia. Las adeptas que la acompañaban no escondían miradas muy significativas y con esfuerzo se contenían para no reírse.
—Por la gran Melitele —suspiró Nenneke—. Toda una comitiva de despedida. Toma el cofre, Geralt. He rellenado tus elixires, tienes todo lo que te faltaba. Y la medicina ésa, sabes cuál. Tómala regularmente durante dos semanas. No lo olvides. Es importante.
—No lo olvidaré. Gracias, Iola.
La muchacha bajó la cabeza, le dio el cofrecillo. Ella tenía tantas ganas de poder decir algo. No tenía la menor idea de qué era lo que se suponía que tenía que decir, qué palabras convenía usar. No sabía qué hubiera dicho, si hubiera podido. No sabía. Y ansiaba hacerlo.
Sus manos se tocaron.
Sangre. Sangre. Sangre. Huesos como blancos palillos rotos. Tendones como blanquecinas cuerdas explotando bajo una piel reventada, hendida por unas grandes garras erizadas de púas y agudos dientes. El obsceno sonido de un cuerpo desgarrado y un grito impúdico, hiriente en su impudicia. En la impudicia del final. Muerte. Sangre y grito. Grito. Sangre. Grito…
—¡Iola!
Nenneke, con una rapidez increíble para su corpulencia, se echó sobre la muchacha tendida en la tierra, quien, rígida, temblaba convulsivamente y la sujetó por los brazos y los cabellos. Una de las adeptas se quedó como paralizada, la otra, más ágil, se arrodilló a los pies de Iola. Iola se dobló en arco, abriendo la boca en un grito mudo y sin sonido.
—¡Iola! —gritaba Nenneke—. ¡Iola! ¡Habla! ¡Habla, chiquilla! ¡Habla!
La muchacha se tensó aún más, mordisqueó, apretó las mandíbulas, una fina línea de sangre le corrió por la mejilla. Nenneke, enrojeciendo del esfuerzo, gritó algo que el brujo no entendió, pero su medallón se agitaba de tal modo en su cuello que se inclinó automáticamente, doblándose a causa de un peso invisible.
Iola se quedó inmóvil.
Jaskier, pálido como el papel, respiraba ruidosamente. Nenneke se puso de rodillas, se levantó con esfuerzo.
—Lleváosla —dijo a las adeptas. Había ya algunas más, acudían corriendo, graves, preocupadas y mudas.
—Tomadla —repitió la sacerdotisa—. Con cuidado. Y no la dejéis sola. Ahora vengo yo.
Se volvió hacia Geralt. El brujo estaba inmóvil, sujetando las riendas en la mano sudorosa.
—Geralt… Iola…
—No digas nada, Nenneke.
—Yo también lo he visto… Por un segundo. Geralt, no te vayas.
—Tengo que hacerlo.
—¿Has visto… has visto eso?
—Sí. No es la primera vez.
—¿Y qué?
—No tiene sentido volver la vista atrás.
—No te vayas, por favor.
—Tengo que hacerlo. Ocúpate de Iola. Hasta la vista, Nenneke.
La sacerdotisa volvió la cabeza, sorbió por la nariz y se limpió las lágrimas con un violento y seco movimiento.
—Adiós —susurró sin mirarle a los ojos.