La lluvia dejó de caer. El arco iris apareció sobre Rinde, surcó el cielo con un arco multicolor y entrecortado. Daba la sensación de que nacía justamente sobre el arruinado techo de la posada.
—Por todos los dioses —murmuró Jaskier—. Qué silencio… No viven, os digo. O bien se mataron el uno al otro o se los cargó mi djinn.
—Hay que echar un vistazo —dijo Vratimir, limpiándose la frente con un gorro arrugado—. Pueden estar heridos. ¿Llamamos a un médico?
—Mejor a un enterrador —afirmó Krepp—. Yo conozco a esa hechicera y el brujo también lleva al diablo dentro. No hay nada que hacer, más vale empezar a cavar dos agujeros en el camposanto. A esa Yennefer yo aconsejaría rematarla con una estaca de álamo.
—Qué silencio —repitió Jaskier—. Hace un momento hasta los tejados volaban y ahora no se oye ni una mosca.
Se acercaron a las ruinas de la posada, despacio y muy atentos.
—Que el carpintero haga unos ataúdes —dijo Krepp—. Decidle al carpintero…
—Silencio —le cortó Errdil—. He oído algo. ¿Qué ha sido eso, Chireadan?
El elfo retiró los cabellos de la oreja terminada en punta, inclinó la cabeza.
—No estoy seguro… Acerquémonos más.
—Yennefer está viva —dijo de pronto Jaskier, forzando su oído musical—. He oído como gemía. ¡Oh, ha gemido otra vez!
—Ajá —confirmó Errdil—. Yo también la he oído. Gemía. Tiene que estar sufriendo horriblemente, os digo. ¿Chireadan, a dónde vas? ¡Ten cuidado!
El elfo se retiró de la ventana destrozada a través de la cual había mirado.
—Vámonos de aquí —dijo seco—. No les molestemos.
—Entonces, ¿están vivos los dos? ¿Chireadan? ¿Qué hacen allí?
—Vámonos de aquí —repitió el elfo—. Los dejaremos allí solos por algún tiempo. Que se queden allí ella, él y su último deseo. Esperaremos en cualquier taberna, y dentro de poco se nos unirán. Los dos.
—¿Qué hacen allí? —Jaskier se mostró interesado—. ¡Dilo, joder!
El elfo sonrió. Muy, muy triste.
—No me gustan las grandes palabras —dijo—. Y sin usar grandes palabras no se lo puede describir.