Geralt miró a su alrededor. Por el agujero del techo caían lentas gotas de agua. Junto a ellos se amontonaban escombros y fragmentos de madera. Por una extraña casualidad el lugar donde yacían estaba completamente limpio. No les había caído encima ni siquiera una tabla ni un ladrillo. Era como si les hubiera cubierto un escudo invisible.
Yennefer, ligeramente enrojecida, estaba sentada a su lado, con las manos apoyadas en las rodillas.
—Brujo —carraspeó—. ¿Estás vivo?
—Lo estoy. —Geralt se limpió la cara de polvo y pajas, gruñó. Yennefer, con un lento movimiento, tocó su muñeca, siguió delicadamente el contorno de su mano.
—Te he quemado…
—No es nada. Un par de ampollas…
—Lo siento. Sabes, el djinn se ha escapado. Definitivamente.
—¿Lo lamentas?
—No mucho.
—Eso está bien. Ayúdame a levantarme, por favor.
—Espera —susurró—. Ese deseo tuyo… Escuché lo que deseaste. Me quedé pasmada, simplemente me quedé pasmada. Podría haberme esperado cualquier cosa, pero qué… ¿Qué te llevó a ello, Geralt? ¿Por qué… por qué yo?
—¿No lo sabes?
Se inclinó sobre él, lo tocó, sintió en el rostro la caricia de sus cabellos que olían a lila y grosella y supo de pronto que nunca iba a olvidar ese olor, ese débil roce, supo que nunca más iba a poder compararlo con otro perfume y con otras caricias. Yennefer lo besó y él comprendió que nunca más iba a desear otros labios que estos, blanditos y húmedos, dulces del pintalabios. Supo de pronto que desde ese momento existiría sólo ella, su cuello, sus hombros y pechos liberados del negro vestido, su delicada y fría piel, imposible de comparar con ninguna que tocara antes. Miró de cerca sus ojos violetas, los ojos más hermosos de todo el mundo, ojos que, como se temía, iban a convertirse para él en…
Todo. Lo sabía.
—Tu deseo —susurró con los labios pegados a su oreja—. No sé si tales deseos pueden realizarse. No sé si existe en la Naturaleza una Fuerza capaz de realizar tales deseos. Pero si es así, estás condenado. Condenado a mí.
Él la interrumpió con un beso, un abrazo, un halago, una caricia, muchas caricias y luego ya con todo, con él mismo por entero, cada pensamiento, un sólo pensamiento, con todo, con todo, con todo. Cortaron el silencio con suspiros y susurros de la ropa arrojada al suelo, cortaron el silencio muy delicadamente y fueron perezosos, y fueron cuidadosos y fueron atentos y sensibles, y aunque ambos no sabían muy bien qué era la atención ni la sensibilidad, lo consiguieron porque ambos lo querían con todas sus fuerzas. Y no tenían prisa alguna, y el mundo entero dejó de existir de pronto, dejó de existir por un pequeño, corto instante y a ellos les parecía que había transcurrido la eternidad toda, porque verdaderamente había transcurrido toda la eternidad.
Y luego el mundo comenzó a existir de nuevo, pero ahora era completamente distinto.
—¿Geralt?
—¿Humm?
—¿Y ahora qué?
—No sé.
—Yo tampoco sé. Porque sabes, yo… No estoy segura de si valió la pena ser condenado a mí. Yo no sé… Espera, qué haces… Quería decirte…
—Yennefer… Yen.
—Yen —repitió, capitulando por completo—. Nunca nadie me llamó así. Dilo otra vez, por favor.
—Yen.
—Geralt.