XV

La casa explotó, ladrillos, vigas y tablas revolotearon hacia lo alto en una nube de humo y de chispas. De entre el polvo saltó el djinn, grande como un establo. Bramando y estallando en una carcajada triunfal, el genio del aire, el djinn, ya libre, redimido, no sujeto por ningún deber ni la voluntad de nadie, trazó tres círculos sobre la ciudad, dobló el pararrayos de la torre del ayuntamiento, levantó el vuelo hacia lo alto y voló, se perdió, desapareció.

—¡Huye! ¡Huye! —gritó el capellán Krepp—. ¡El brujo logró su propósito! ¡El genio se va! ¡No es ya amenaza para nadie!

—¡Aj! —dijo Errdil con verdadero arrobo—. ¡Qué ruina más maravillosa!

—¡Mierda, mierda! —gritó Jaskier, encogido detrás del muro—. ¡Ha destruido toda la casa! ¡Nadie ha podido sobrevivir a eso! ¡Nadie, os digo!

—El brujo Geralt de Rivia se sacrificó por la ciudad —dijo ceremoniosamente el burgomaestre Neville—. No le olvidaremos, le honraremos. Pensaremos en una estatua…

Jaskier se sacudió del hombro un pedazo de estera de caña pegada con barro, limpió el jubón de cachitos de enlucido mojados de lluvia, miró al burgomaestre y en unas cuantas palabras elegidas con precisión expresó su opinión sobre sacrificios, honores, memoria y todas las estatuas del mundo.