XI

El djinn se retorció en sus ligaduras, dio una vuelta, tiró de los lazos que lo sujetaban y derribó la torreta de la casa de Beau Berrant.

—¡Pero cómo berrea! —Jaskier se tocó inconscientemente la garganta—. ¡Que monstruosos berridos! ¡Parece cómo si estuviera rabioso de la leche!

—Porque lo está —dijo el capellán Krepp.

Chireadan le lanzó una rápida mirada.

—¿Qué?

—Está rabioso —repitió Krepp—. Y no me extraña. Yo también lo estaría si hubiera tenido que cumplir al pie de la letra el primer deseo que, sin saberlo, expresó el brujo…

—¿Cómo? —gritó Jaskier—. ¿Geralt? ¿Un deseo?

—Él tenía en la mano el sello que aprisionaba al genio. El genio cumple sus deseos. Por eso la hechicera no puede subyugar al djinn. Pero el brujo no debe decírselo a ella, incluso si ya se ha dado cuenta. No debe decírselo.

—Su puta madre —murmuró Chireadan—. Comienzo a entender. El carnicero en la mazmorra… Reventó…

—Ése fue el segundo deseo del brujo. Le queda sólo uno. El último. ¡Pero, por los dioses, no debe confesárselo a Yennefer!