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Geralt esquivó un nuevo rayo de fuego naranja disparado por los dedos de la hechicera. Estaba visiblemente cansada: los rayos eran débiles y lentos, y los evitó sin mayor esfuerzo.

—¡Yennefer! —gritó—. ¡Cálmate! ¡Entiende por fin lo que te quiero decir! No conseguirás…

No terminó. De las manos de la hechicera saltaron unos delgados relámpagos rojos que lo alcanzaron en muchos sitios y lo envolvieron esmeradamente. La ropa siseó y comenzó a echar humo.

—¿No lo conseguiré? —gruñó, de pie a su lado—. Ahora verás de lo que soy capaz. Basta con que te tumbes y no molestes más.

—¡Quítame esto! —gritó, retorciéndose y estirando la tela de araña ígnea—. ¡Que me quemo, coño!

—Tiéndete y no te muevas —le recomendó, respirando con dificultad—. Eso arde sólo cuando te mueves… No puedo dedicarte más tiempo, brujo. Nos hemos divertido un rato pero lo bueno, si breve… Tengo que ocuparme del djinn, porque se me va a escapar…

—¿Escapar? —bramó—. ¡Tú eres quien tiene que escapar! Ese djinn… Yennefer, escúchame con atención. Tengo que confesarte algo. Tengo que decirte la verdad. Te asombrarás.