—¿Qué pasa ahí? —Jaskier, pegado al muro, sacó el cuello, intentando atravesar el chaparrón con la mirada—. ¿Qué pasa ahí, decidme, por todos los diablos?
—¡Se están pegando! —gritó uno de los curiosos viandantes, saltando de la ventana de la posada como si se hubiera quemado. Sus andrajosos compañeros también echaron a correr, pisando el barro con los pies descalzos—. ¡El hechicero y la bruja se están pegando!
—¿Se están pegando? —se extrañó Neville—. ¡Ellos se pegan y este asqueroso demonio destruye mi ciudad! ¡Miradlo, otra vez ha tirado una chimenea! ¡Y desbarata los ladrillos! ¡Eh, vecinos! ¡Corred para allá! ¡Dioses, menos mal que está lloviendo, si no tendríamos un incendio de la leche!
—Esto no va a durar mucho más —dijo sombrío el capellán Krepp—. La luz mágica está debilitándose, los lazos van a estallar. ¡Don Neville! ¡Ordenad a la gente que retroceda! ¡Allí se va a desencadenar ahora un infierno! ¡De esta casa no van a quedar más que las astillas! Don Errdil, ¿de qué os reís? Al fin y al cabo es vuestra casa. ¿Qué es lo que os divierte tanto?
—¡Esta ruina tiene un seguro de un buen montón de perras!
—¿La póliza incluye accidentes mágicos y sobrenaturales?
—Por supuesto.
—Juicioso, señor elfo. Muy juicioso. Os felicito. ¡Eh, vecinos, cubríos! ¡A quien le guste la vida que no se acerque más!
Desde el interior del hogar de Errdil se escuchó un ensordecedor estruendo, relucieron truenos. La muchedumbre retrocedió, escondiéndose detrás de los pilares de la plaza.
—¿Por qué Geralt se metió ahí? —gimió Jaskier—. ¿Por qué cojones? ¿Por qué se empeñó en salvar a esa hechicera? Voto al diablo, ¿por qué? ¿Chireadan, lo entiendes tú?
El elfo sonrió con tristeza.
—Lo entiendo, Jaskier —afirmó—. Lo entiendo.