VI

Oscuridad. Olor…

¿Olor? No, hedor. Hedor a orina, a paja podrida y harapos húmedos. Hedor a teas humeantes cerradas en huecos en las paredes de bloques irregulares. Las teas arrojaban sombras sobre el suelo cubierto de paja…

Sombras de rejas.

El brujo blasfemó.

—Por fin. —Sintió cómo alguien lo levantaba y le apoyaba la espalda contra el húmedo muro—. Ya me estaba empezando a preocupar por qué tardabas tanto en recuperar la consciencia.

—¿Chireadan? ¿Dónde…? Mierda, me va a estallar la cabeza… ¿Dónde estamos?

—¿Y a ti qué te parece?

Geralt volvió la cabeza, miró a su alrededor. En la pared de enfrente estaban sentadas tres harapientas figuras. Las veía con dificultad, estaban acurrucados en el lugar más alejado de la luz de las teas, en casi total oscuridad. Junto a la verja que los separaba del corredor iluminado había algo en cuclillas que solamente en apariencia era un montón de trapos. En realidad se trataba de un escuálido vejete con la nariz como el pico de una cigüeña. La longitud de los retorcidos cabellos y el estado de sus ropas atestiguaban que no estaba allí sólo desde el día anterior.

—Nos han metido en la trena.

—Me alegro —dijo el elfo— de que hayas recuperado la capacidad de extraer conclusiones lógicas.

—Leches… ¿Y Jaskier? ¿Cuánto tiempo llevamos ya aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde…?

—No lo sé. Como tú, también estaba inconsciente cuando me echaron aquí. —Chireadan removió la paja, se sentó más cómodamente—. ¿Importa eso?

—Y tanto, voto al diablo. Yennefer… Y Jaskier. Jaskier está allí, con ella, y ella está planeando… ¡Eh, vosotros! ¿Cuánto hace que nos encerraron aquí?

Los harapientos murmuraron entre ellos. Ninguno contestó.

—¿Os habéis vuelto sordos? —Geralt escupió, todavía no había podido librarse de un sabor metálico en los labios—. Pregunto qué hora es. ¿Es de noche? Supongo que sabréis cuándo os traen la comida.

Los harapientos murmuraron de nuevo, carraspearon.

—Noble señor —dijo por fin uno—. Adejarnos en paz y no hablarnos es lo que sus pedimos, señores. Nusotros sernos honestos ladrones, no de lo pulíticos semos. Nusotros no atentamos contra las utoridades. Nusotros sólo robamos.

—Pos eso —dijo el segundo—. Vuesas mercedes su rinconcillo tienen, nusotros el nuestro. Y que ca uno se ucupe del suyo.

Chireadan resopló. El brujo escupió.

—Y tal es —barbulló el peludo vejete de la nariz larga—. Cada uno en la torre su rincón vigila y con los suyos se junta.

—¿Y tú, abuelo —dijo, burlón, el elfo— te juntas con ellos o con nosotros? ¿A qué grupo te apuntas?

—A ninguno —respondió orgulloso el viejecillo—. Porque yo soy inocente.

Geralt escupió de nuevo.

—¿Chireadan? —preguntó, masajeándose la sien—. Eso del atentado contra las autoridades… ¿Es verdad?

—Absolutamente. ¿No te acuerdas?

—Salí a la calle… La gente me miraba… Luego… Luego había una tienda…

—El monte de piedad. —El elfo bajó la voz—. Entraste en el monte de piedad. Nada más entrar le diste en los morros al propietario. Fuerte. Incluso muy fuerte.

Geralt ahogó una maldición entre los dientes.

—El usurero cayó —siguió bajito Chireadan—. Y tú le diste unas cuantas patadas en un lugar bastante sensible. Un sirviente acudió a ayudar a su señor. Lo echaste por la ventana directamente a la calle.

—Me estoy temiendo —murmuró Geralt— que esto no fue todo.

—Temor bien fundamentado. Saliste del monte de piedad y marchaste por medio de la calle, atropellando a los que pasaban y gritando no se qué tonterías sobre el honor de una dama. Te iba siguiendo ya un buen montón de gente, entre los que estábamos yo, Errdil y Vratimir. Entonces te detuviste delante de la casa del boticario Laurnariz, entraste, y al cabo de unos instantes estabas ya de nuevo en la calle, arrastrando a Laurnariz por la nariz. Y echaste a la multitud algo así como un discurso.

—¿Sobre qué?

—Por decirlo simplemente, proclamaste que un hombre respetable no debe llamar putas ni siquiera a las prostitutas profesionales, pues esto es vil e insultante. Cuánto más entonces usar la palabra «puta» para mujeres con las que nunca se ha fornicado ni se les ha dado dinero por esto, uso que resulta propio de cabronazos y absolutamente merecedor de castigo. El castigo, anunciaste a los cuatro vientos, sería ejecutado allí mismo y sería un castigo de una vez por todas para el cabronazo. Apretaste la cabeza del boticario entre las piernas, le bajaste los pantalones y le destrozaste tu cinturón en el culo.

—Habla, Chireadan. Habla. No me ocultes nada.

—Le zurraste en el trasero a Laurnariz, sin olvidarte de usar las manos, y el boticario aulló, gritó, lloró, pidió ayuda divina y humana, pidió piedad, prometió incluso que se iba a reformar, pero por lo visto tú no le creíste. Entonces aparecieron unos cuantos bandidos armados a los que en Rinde se acostumbra llamar guardia.

—¿Y yo —agitó la cabeza Geralt— justamente entonces atenté contra la autoridad?

—Pero, ¿qué dices? El atentado había comenzado mucho antes. Tanto el usurero como Laurnariz están en el concejo municipal. Seguramente te interesará saber que ambos clamaban por la expulsión de Yennefer de la ciudad. No sólo votaron en el concejo a favor de ello sino que se desgañitaban hablando mal de ella en las tabernas y lo hacían en términos bastante claros.

—Ya me lo había imaginado hace rato. Cuenta. Te has quedado en lo de los guardias municipales que aparecieron. ¿Ellos me metieron en la trena?

—Quisieron. Oh, Geralt, vaya un espectáculo aquél. Es difícil describir lo que les hiciste. Ellos tenían espadas, bates, porras, hachas y tú únicamente un bastón con una bolita en la punta que le quitaste a algún elegantón. Y cuando ya todos estaban en el suelo, seguiste adelante. La mayor parte de nosotros ya sabía a dónde te dirigías.

—Y yo estaría contento de enterarme.

—Te acercaste al santuario. Porque el capellán Krepp, también miembro del concejo, había dedicado a Yennefer un montón de espacio en sus sermones. Al fin y al cabo, tú tampoco escondiste tus opiniones en lo que respecta al capellán Krepp. Le prometiste una lección de respeto por el bello sexo. Hablando sobre él, evitaste mencionar su título oficial, pero añadiste otras definiciones que causaron bastante gozo a los críos que te seguían.

—Ajá —murmuró Geralt—. Así que llegamos además a la blasfemia. ¿Qué más? ¿Profanación del santuario?

—No. No lograste entrar allí. Delante del santuario esperaba ya toda la tropa de la guardia municipal armada con todo lo que había en el arsenal, excepto las catapultas, me parece. Daba la sensación de que te iban a masacrar, lisa y llanamente. Pero no llegaste hasta ellos. De pronto te agarraste la cabeza con las dos manos y te desmayaste.

—No digas más. Pero tú, Chireadan, ¿cómo acabaste en la mazmorra?

—Cuando te desmayaste, algunos guardias se te echaron encima para agujerearte con sus lanzas. Me puse a pelear con ellos y me dieron en la cabeza con una cachiporra. Me desperté aquí, en la trena. Seguramente me acusarán de participar en una conspiración antihumana.

—Ya que hablamos de acusaciones —el brujo rechinó los dientes—, ¿qué piensas que es lo que nos espera?

—Si Neville, el burgomaestre, consigue volver de la capital —murmuró Chireadan— quién sabe… Le conozco. Pero si no le da tiempo, la condena la promulgarán los concejales, entre ellos, por supuesto, Laurnariz y el usurero. Lo que quiere decir…

El elfo hizo un corto gesto en los alrededores del cuello. Pese a las tinieblas que reinaban en aquel sótano, el gesto aquél dejaba poco lugar a las dudas. El brujo no contestó. Los ladrones susurraban entre ellos muy bajito. El vejete que cumplía condena por su inocencia parecía dormido.

—Estupendo —dijo por fin Geralt, y lanzó una terrible maldición—. No es suficiente con que me ahorquen a mí, sino que también tengo sobre mi conciencia que voy a ser la causa de tu muerte, Chireadan. Y seguramente de la de Jaskier. No, no me interrumpas. Sé que esto es obra de Yennefer, pero la culpa es mía. Mi estupidez. Me embaucó, hizo de mí un rulo, como dicen los enanos.

—Humm… —murmuró el elfo—. Nada que añadir a esto. Te previne contra ella. Su puta madre, te previne contra ella y yo mismo resulté ser también, perdona la expresión, un gilipollas. Te martirizas pensando que estoy aquí por tu culpa y es justo al revés. Tú estás aquí por mí. Podría haberte detenido en la calle, haberte hecho perder el sentido, no permitir… No lo hice. Porque tenía miedo de que, cuando pasara el efecto del hechizo que ella te había echado, volverías y… le harías daño. Perdóname.

—Te perdono ya mismo. Porque no tienes ni idea de qué fuerza tenía aquel hechizo. Yo, querido elfo, un encanto normal lo rompo en unos minutos y no me desmayo ante él. No hubierais podido romper el hechizo de Yennefer y también hubierais tenido problemas con hacerme perder el sentido. Recuerda la guardia.

—No pensaba en ti, repito. Pensaba en ella.

—¿Chireadan?

—¿Qué?

—Tú… Tú a ella…

—No me gustan las grandes palabras —le interrumpió el elfo, sonriendo con tristeza—. Estoy, llamémoslo así, fuertemente fascinado por ella. ¿Te extrañará, seguro, cómo se puede estar fascinado por alguien como ella?

Geralt cerró los ojos para llamar la imagen a su memoria. Una imagen que, de una forma inexplicable, llamémoslo así, evitando grandes palabras, le fascinaba.

—No, Chireadan —dijo—. No me extraña.

Por el corredor se oyeron pasos pesados, un sonido metálico. Las sombras de cuatro guardianes llenaron la mazmorra. Chirrió una llave, el viejo que era inocente saltó de su rincón como un relámpago y se escondió entre los criminales.

—¿Tan deprisa? —se extrañó a media voz el elfo—. Pensaba que elevar una horca precisa de más tiempo…

Uno de los guardianes, calvo como un globo y con unas cerdas verdaderamente salvajes sobre los morros, señaló al brujo.

—Ése —dijo.

Dos de los otros agarraron a Geralt y con brutalidad lo subieron y lo estrellaron contra el muro. Los ladrones se apiñaron en su rincón, el abuelete de los pelos largos se enterró en la paja. Chireadan quiso levantarse pero cayó al suelo porque se hallaba sujeto por una cuerda fuertemente atada al pecho.

El guardia calvo estaba frente al brujo. Se quitó el guante y se masajeó el puño.

—El señor concejal Laurnariz —dijo— nos mandó a preguntarte si está todo bien, aquí en nuestra mazmorra. ¿Te falta algo, quizás? ¿Puede que te moleste el frío? ¿Eh?

Geralt no pensó que contestar tuviera sentido. Darle una patada al calvo tampoco podía, porque los guardianes que le sujetaban le pisaban los pies con unos pesados zapatones.

El calvo tomó un corto impulso y le golpeó en el estómago. No le sirvió de nada el tensar los músculos para defenderse. Geralt, respirando con dificultad, observó por algún tiempo la hebilla de su propio cinturón, después de lo cual los guardianes lo enderezaron de nuevo.

—¿No necesitas nada? —continuó el calvo, apestando a cebolla y a dientes podridos—. El señor concejal se alegrará de que no tengas nada que objetar.

Un nuevo golpe, en el mismo sitio. El brujo se atragantó y hubiera vomitado su hubiera tenido el qué. El calvo se puso de lado, cambió de mano.

¡Plaf! Geralt de nuevo miró a la hebilla de su propio cinturón. Aunque podría parecer extraño, en el techo no había ningún agujero que permitiese ver la muralla.

—¿Y qué tal? —El calvo retrocedió un tanto, indudablemente para tomar más impulso—. ¿No tienes ningún deseo? Nos mandó el señor Laurnariz preguntarte si tenías alguno. Pero, ¿por qué no dices nada? ¿Se te ha pegado la lengua al paladar? ¡Ahora te la despego!

¡Plaf!

Geralt tampoco esta vez se desmayó. Y debía hacerlo, porque no estaría de más conservar sus órganos internos. Para desmayarse tenía que obligar al calvo a…

El guardián escupió, mostró los dientes, amasó de nuevo el puño.

—¿Y qué? ¿Ningún deseo?

—Uno… —jadeó el brujo, alzando la cabeza con esfuerzo—. Así revientes, hideputa.

El calvo apretó los dientes, retrocedió y lanzó el puño, esta vez, de acuerdo con los planes de Geralt, dirigiendo el golpe a la cabeza. Pero el golpe no llegó a su objetivo. El guardián cloqueó de pronto como un pavo, enrojeció, se agarró el vientre con las dos manos, aulló, gritó de dolor…

Y reventó.