VI

Tenía arena en los labios. Cuando quiso escupirla, se dio cuenta de que estaba tendido con el rostro sobre la tierra. Cuando quiso moverse, se dio cuenta de que estaba atado. Alzó ligeramente la cabeza. Escuchaba voces.

Estaba tendido en una cama de hojas secas, junto a un tocón de pino. A unos veinte pasos había varios caballos desensillados. Los veía a través de las hojas de unos helechos, bastante borrosos, pero uno de aquellos caballos era sin duda la yegua castaña de Jaskier.

—Tres sacos de maíz —escuchó—. Bien, Torque. Muy bien. Has cumplido.

—Y eso no es todo —dijo un balido que sólo podía ser la voz del diablo silván—. Mira eso, Galarr. Son judías, pero completamente blancas. ¡Y qué grandes! Y esto, esto se llama colza. De ella se saca aceite.

Geralt apretó fuertemente los párpados y los abrió de nuevo. El diablo y Galarr, quienquiera que fuese, utilizaban la Antigua Lengua, el idioma de los elfos. Pero las palabras «maíz», «judía» y «colza» las habían pronunciado en la lengua común.

—¿Y esto? ¿Qué es esto? —preguntó el llamado Galarr.

—Semillas de lino. Lino, ¿comprendes? Para hacer camisas. Es mucho más barato que la seda y más resistente. La forma de usarlo es, me parece, muy complicada, pero me enteraré de cómo hacerlo.

—Sólo con que lo pudiéramos emplear, este lino tuyo, sólo con que no se nos echara a perder como los nabos —le acusó Galarr, utilizando de nuevo aquel extraño volapük—. Intenta conseguir más esquejes de nabo, Torque.

—No tengas miedo —baló el diablo—. Aquí no hay problema con eso, aquí crece todo de la leche. Os los conseguiré, no te preocupes.

—Y todavía algo más —dijo Galarr—. Entérate por fin en qué consiste ese sistema suyo de los barbechos.

El brujo levantó la cabeza con cuidado e intentó darse la vuelta.

—Geralt… —escuchó un susurro—. ¿Te despertaste?

—Jaskier… —respondió—. Dónde estamos… Qué nos ha pasado…

Jaskier sólo le chitó que se mantuviera en silencio. Geralt estaba ya harto. Blasfemó, se tensó y se dio la vuelta hacia el otro lado.

En el centro del claro estaba el diablo que tenía, como ahora sabía, el sonoro nombre de Torque. Estaba ocupado en cargar en un caballo sacos, costales y alforjas. En ello le ayudaba un hombre delgado y alto que sólo podía ser Galarr. Éste, al escuchar el movimiento del brujo, se dio la vuelta. Sus cabellos eran negros, con un tono visiblemente granate. Poseía unos rasgos agudos y unos ojos grandes y brillantes. Y unas orejas terminadas en punta.

Galarr era un elfo. Elfo de las montañas. Sangre pura de Aén Seidhe, un representante del Antiguo Pueblo.

Galarr no era el único elfo al alcance de la vista. Al borde del campo estaban sentados otros seis. Uno se ocupaba de rebuscar en las alforjas de Jaskier, otro jugueteaba con el laúd del trovador. El resto, alrededor de un saco abierto, se ocupaba en devorar ávidamente nabos y zanahorias crudas.

—¡Vanadáin, Toruviel! —dijo Galarr, señalando a los prisioneros con un ademán de la cabeza—. ¡Vedrái! ¡Enn’le!

Torque dio un salto y berreó.

—¡No, Galarr! ¡No! ¡Filavandrel lo prohibió! ¿Lo has olvidado?

—No, no lo he olvidado. —Galarr echó dos bolsas atadas por encima del lomo de un caballo—. Pero hay que comprobar que las ataduras no se han aflojado.

—¿Qué queréis de nosotros? —gritó el trovador mientras uno de los elfos, poniéndole de rodillas, comprobaba las ataduras—. ¿Por qué nos atáis? ¿Qué buscáis? Soy Jaskier, poe…

Geralt escuchó el sonido de un golpe. Se dio la vuelta, torció la cabeza.

La elfa que estaba de pie junto a Jaskier tenía los ojos negros y cabellos de cuervo que caían abundantemente sobre los hombros y estaban ligados a la altura de las sienes con dos finas trenzas. Vestía un corto chaleco de cuero sobre la camisa de satén verde y unas ceñidas calzas de lana metidas dentro de unas botas de montar. Tenía cubiertas las caderas con un pañuelo de colores que alcanzaba hasta el medio muslo.

—¿Qué glosse? —preguntó, mirando al brujo y jugueteando con la empuñadura de un largo estilete que colgaba del cinturón—. ¿Qué l’en pavienn, ell’ea?

—Nell’ea —negó—. T’en pavienn, Aén Seidhe.

—¿Has oído? —La elfa se volvió hacia su camarada, un altísimo Seidhe que, sin hacer el esfuerzo de controlar las ligaduras de Geralt, rasgueaba el laúd de Jaskier con un gesto de indiferencia en su rostro oblongo—. ¿Has oído, Vanadáin? ¡El hombremono sabe hablar! ¡Incluso sabe ser descarado!

El Seidhe se encogió de hombros. Las plumas que decoraban su chaqueta tremolaron.

—Un motivo más para amordazarlo, Toruviel.

La elfa se inclinó hacia Geralt. Tenía largas pestañas, una tez pálida y poco natural y labios agrietados y hendidos. Llevaba un collar largo de pedazos de abedul dorado y tallado engarzado en una cadena que daba varias vueltas al cuello.

—Venga, di algo más, hombremono —silbó—. Veremos lo que vale tu costumbre de hacer sonar la laringe.

—¿Qué pasa, que necesitas un pretexto —el brujo se puso de espaldas con un esfuerzo, escupió la arena— para golpear a alguien atado? Golpea sin pretexto, ya he visto que te gusta. Descárgate.

La elfa se enderezó.

—Ya me descargué sobre ti, y eso fue cuando tenías las manos libres —dijo—. Yo fui quien te atropelló con el caballo y te dio en la testa. Has de saber que también acabaré contigo cuando llegue el momento.

No contestó.

—Lo que más me gustaría sería atravesarte de cerca, mirándote a los ojos —siguió la elfa—. Pero apestas terriblemente, humano. Te dispararé con mi arco.

—Como quieras. —El brujo encogió los hombros tanto como se lo permitían las ligaduras—. Haz lo que quieras, noble Aén Seidhe. No será difícil acertarle a un objetivo atado e inmóvil.

La elfa estaba delante de él con las piernas abiertas, se agachó, le brillaban los dientes.

—No será difícil —siseó—. Acierto en lo que quiero. Pero puedes estar seguro de que no morirás al primer disparo. Ni al segundo. Intentaré que te enteres de que estás muriendo.

—No te acerques tanto —frunció el ceño, haciendo como que le daba asco—. Apestas terriblemente, Aén Seidhe.

La elfa dio un paso atrás, se balanceó en sus anchas caderas y con rabia le dio una patada en el muslo. Geralt se encogió viendo el lugar al que tenía intenciones de patear seguidamente. Lo consiguió, le dio en la cadera, pero de tal modo que hasta los dientes le dolían.

El elfo que estaba al lado aplaudió los golpes con agudos acordes de las cuerdas del laúd.

—¡Déjalo, Toruviel! —berreó el diablo—. ¿Te has vuelto loca? ¡Galarr, dile que lo deje!

—¡Thaésse! —gritó Toruviel y pateó al brujo otra vez. El alto Seidhe rasgó las cuerdas con violencia, una se rompió lanzando un agudo gemido.

—¡Basta ya! ¡Basta, por los dioses! —dijo Jaskier revolviéndose y forcejeando con las cuerdas—. ¿Por qué lo torturas así, puta zorra? ¡Dejadnos en paz! Y tú deja en paz mi laúd, ¿vale?

Toruviel se volvió hacia él con una perversa mueca en sus labios agrietados.

—¡Un músico! —aulló—. ¡Ser humano y músico! ¡Tocador de laúd!

Sin una palabra arrancó el instrumento de las manos del elfo y con rabia lo estrelló contra el tocón del pino. Luego echó los restos enredados de cuerdas sobre el pecho de Jaskier.

—En los cuernos de una vaca tienes que tocar, salvaje, y no en un laúd.

El poeta palideció mortalmente, los labios le temblaban. Geralt, sintiendo crecer allá en su interior una rabia fría, atrapó con su mirada los ojos negros de Toruviel.

—¿Y tú qué miras? —silbó la elfa, agachándose—. ¡Sucio hombremono! ¿Quieres que te arranque esos ojos saltones?

Su collar colgaba justo delante de él. El brujo se tensó, se lanzó de repente, agarró el collar con los dientes y tiró de él con fuerza, juntando los pies y echándose hacia un lado. Toruviel perdió el equilibrio, cayó sobre él. Geralt se revolvió en las ligaduras como un pez en la orilla, arrastró a la elfa sobre él, echó la cabeza hacia atrás de tal modo que hasta le crujieron los huesos del cuello y, con todas sus fuerzas, le golpeó en el rostro con la frente. Toruviel aulló, se atragantó.

Se la arrancaron brutalmente, tomándola por los cabellos y las ropas, la levantaron. Alguien le golpeó, sintió como unos anillos le rasgaban la piel sobre la barbilla, el bosque bailó y fluyó ante sus ojos. Observó cómo Toruviel se arrodillaba, vio la sangre que brotaba de su nariz y su boca. La elfa sacó el estilete de la funda, pero de pronto rompió en sollozos, se enderezó, se echó las manos al rostro y puso la cabeza entre las rodillas.

El alto elfo de la abigarrada chaqueta cubierta de plumas le quitó el estilete de las manos y se encaminó hacia el brujo. Se sonrió, alzando la hoja. Geralt lo veía todo en un tono rojizo, la sangre de la frente herida por los dientes de Toruviel le resbalaba por las cuencas de los ojos.

—¡No! —barritó Torque, echándose sobre el elfo y colgándose de su brazo—. ¡No lo mates! ¡No!

—Voe’rle, Vanadáin —se escuchó de pronto una sonora voz—. ¿Quéss aén? ¡Caélm, evelliénn! ¡Galarr!

Geralt volvió la cabeza hacia atrás todo lo que le permitía el puño aferrado a sus cabellos.

El caballo que entraba en el calvero era blanco como la nieve, tenía un lomo grande, blando, aterciopelado como cabello de mujer. Los cabellos del jinete sentado en una rica silla eran de idéntico color, ceñidos en la frente por una cinta con zafiros engarzados.

Torque, balando, alcanzó el caballo, se aferró al estribo y ahogó al elfo de cabellos blancos con un diluvio de palabras. El Seidhe le interrumpió con un gesto de majestad, bajó de la silla. Se acercó a Toruviel, a quien sostenían dos elfos. Con cuidado, le retiró del rostro un pañuelo ensangrentado. Toruviel dio un gemido desgarrador. El Seidhe agitó la cabeza, se volvió en dirección al brujo, se acercó. Sus negros y penetrantes ojos, brillantes como estrellas en su pálida faz, estaban ojerosos, como si no hubiera sido capaz de conciliar el sueño durante varias noches seguidas.

—Muerdes incluso atado —dijo en voz baja en una común desprovista de acento—. Como un basilisco. Sacaré mis conclusiones de ello.

—Toruviel empezó —baló el diablo—. Lo pateó, atado, como si hubiera perdido la razón…

El elfo le ordenó silencio de nuevo. A una corta orden otros Seidhe arrastraron al brujo y a Jaskier junto al tocón y les ataron a él con cinturones. Luego todos se agruparon en torno a Toruviel, que estaba tendida en el suelo, impidiendo que la vieran. Geralt escuchó como en cierto momento ella dio un grito agitándose en sus manos.

—No quería esto —dijo el diablo, que seguía junto a ellos—. No quería, humano. No sabía que ellos iban a aparecer aquí justo cuando nosotros… Cuando te derribaron y a tu amigo lo ataron con la cuerda, les pedí que os echaran allí, en el centeno. Pero…

—No podían dejar testigos —murmulló el brujo.

—No nos van a matar, ¿verdad? —gritó Jaskier—. No nos van a…

Torque callaba, agitando ligeramente la nariz.

—Joder —gritó de nuevo el poeta—. ¿Nos van a matar? ¿De qué va esto, Geralt? ¿De qué fuimos testigos?

—Nuestro amigo el cuernocabra cumple en el Valle de las Flores una misión concreta. ¿No es cierto, Torque? A petición de los elfos roba semillas, esquejes, técnicas de agricultura… ¿Qué más, diablo?

—Lo que se puede —baló Torque—. Todo lo que ellos necesitan. Y dime qué es lo que ellos no necesitan. Se mueren de hambre allá en las montañas, sobre todo en invierno. Y no tienen ni idea de agricultura. Antes de que aclimaten el ganado o las aves de corral, antes de que puedan criar algo en los bancales… No tienen tiempo para ello, humano.

—Una mierda me importa a mí su tiempo. ¿Qué les hice yo? —gritó Jaskier—. ¿Qué mal les hice yo?

—Piensa bien —dijo el elfo de cabellos blancos acercándose sin ruido— y puede que seas capaz de encontrar tú solo la respuesta a esa pregunta.

—Él simplemente se venga de todo el daño que los elfos han recibido de los humanos —se sonrió con sarcasmo el brujo—. Le da igual en quién se venga. No te dejes engañar por su noble postura y su elaborado lenguaje, Jaskier. No se diferencia en nada de ésa de los ojos negros que nos pateó. Tiene que descargar sobre alguien su odio inútil.

El elfo alzó el destrozado laúd de Jaskier. Durante un instante contempló en silencio el roto instrumento, por fin lo arrojó sobre los matorrales.

—Si quisiera dar rienda suelta a mi odio o a mi deseo de venganza —dijo, mientras jugueteaba con sus guantecillos de blanca y delicada piel—, caería sobre el valle de noche, quemaría el poblado y degollaría a sus habitantes. Un juego de niños, ellos ni siquiera ponen guardia. No nos ven y no nos escuchan cuando van al bosque. ¿Qué puede ser más fácil, más simple, que un rápido y silencioso disparo desde los árboles? Pero nosotros no os damos caza. Eres tú, humano de ojos extraños, quien dio caza a este nuestro amigo, el silván Torque.

—Eeeeh, qué exagerado —baló el diablo—. Vaya una caza. Nos entreteníamos un rato…

—Sois vosotros, humanos, los que odiáis a todo lo que se diferencia de vosotros, aunque sea sólo en la forma de las orejas —siguió tranquilo el elfo sin prestarle atención al cuernocabra—. Por eso nos quitasteis nuestras tierras, nos expulsasteis de nuestras casas, nos obligasteis a vivir en montañas inhóspitas. Ocupasteis nuestro Dol Blathanna, el Valle de las Flores. Me llamaba Filavandrel aén Fidháil de la Torre de Plata, de la familia de los Feleaorn de los Navíos Blancos. Ahora, expulsado y perseguido hasta el confín del mundo, me llamo Filavandrel del Confín del Mundo.

—El mundo es grande —murmuró el brujo—. Cabemos todos. Hay sitio de sobra.

—El mundo es grande —repitió el elfo—. Eso es cierto, humano. Pero vosotros cambiasteis el mundo. Al principio lo cambiasteis a la fuerza, obrasteis con él como con todo lo que ha caído en vuestras manos. Ahora resulta que el mundo ha comenzado a adaptarse a vosotros. Se ha plegado ante vosotros. Os obedece.

Geralt no respondió.

—Torque dijo la verdad —siguió Filavandrel—. Sí, nos morimos de hambre. Sí, nos amenaza la destrucción. El sol brilla de otro modo, el aire es distinto, el agua no es el mismo agua que era antes. Todo lo que antes comíamos, lo que usábamos, muere, se empequeñece, se echa a perder. Nosotros nunca cultivábamos la tierra, no la heríamos con la azada y el arado, al contrario que vosotros. A vosotros la tierra os paga un sangriento tributo. A nosotros nos lo regalaba. Vosotros arrancáis a la tierra sus tesoros por la fuerza. Para nosotros, la tierra misma los criaba y florecía, porque nos amaba. En fin, no hay amor que dure eternamente. Pero nosotros queremos perdurar.

—En vez de robar grano, se puede comprar. Tanto como necesitéis. Todavía tenéis multitud de enseres que los humanos consideran extraordinariamente valiosos. Podéis comerciar.

Filavandrel sonrió insultante.

—¿Con vosotros? Nunca.

Geralt movió los músculos del rostro, haciendo crujir la sangre pegada a la mejilla.

—Iros al diablo junto con vuestra arrogancia y vuestro desprecio. Si no queréis convivir, os condenáis vosotros mismos a la destrucción. Convivir, adaptarse, es vuestra única oportunidad.

Filavandrel se inclinó hacia adelante, los ojos le brillaban.

—¿Convivir en las condiciones impuestas por vosotros? —preguntó algo trastornado pero aún con una voz tranquila—. ¿Reconocer vuestra dominación? ¿Perder nuestra identidad? ¿Convivir como qué? ¿Esclavos? ¿Parias? ¿Convivir con vosotros desde fuera de las murallas de las ciudades que levantáis para aislaros de nosotros? ¿Convivir con vuestras mujeres e ir por ello al cadalso? Basta con ver lo que les espera a cada paso a los hijos nacidos de tal convivencia. ¿Por qué evitas mi mirada, hombre extraño? ¿Cómo te parece la convivencia con el prójimo del cual te diferencias tan sólo un poco?

—Me las apaño. —El brujo le miró directamente a los ojos—. De algún modo, consigo apañármelas. Porque tengo que hacerlo. Porque no tengo otra salida. Porque de algún modo expulsé de mí cualquier orgullo y cualquier arrogancia por mi diferencia, porque comprendí que el orgullo y la arrogancia, aunque son una defensa para ser diferente, son una lamentable defensa. Porque comprendí que el sol brilla de otra forma, que algo cambia y yo no soy el eje de estos cambios. El sol brilla de otra forma y seguirá brillando y de nada sirve intentar cazarlo con una red. Hay que aceptar los hechos, elfo, hay que aprender de ellos.

—¿Justo eso es lo que queréis, verdad? —Filavandrel se limpió el sudor con la muñeca, encima de la pálida frente y sobre las blancas cejas—. ¿Eso es lo que queréis imponerles a otros? ¿La convicción de que ha llegado vuestro tiempo, la era y la época de los humanos, que lo que le hacéis a otras razas es tan natural como la salida y la puesta del sol? ¿Que todos tienen que hacerse cargo de ello, aceptarlo? ¿Y tú me acusas de orgullo? ¿Y qué son esas ideas que proclamas? ¿Por qué vosotros, los humanos, no os dais cuenta por fin del hecho de que en vuestro dominio del mundo hay tanto de inevitable como en las pulgas que se reproducen sobre una manta? Con idéntico resultado me podrías proponer la convivencia con las pulgas, con la misma concentración escucharía a las pulgas que, a cambio del reconocimiento de su supremacía, consintieran en el uso común de la manta.

—No pierdas entonces más tiempo en la discusión con tan desagradables insectos, elfo —dijo el brujo, controlando su voz con esfuerzo—. Me extraña cuánto valor le das a esta pulga como para despertar en ella un sentimiento de culpa y de arrepentimiento. Eres lamentable, Filavandrel. Estás amargado, sediento de venganza y testigo de tu propia impotencia. Sigue, clávame la espada. Véngate de la raza humana. Verás como te sientes mejor. Dame patadas en los huevos o en los dientes como tu Toruviel.

Filavandrel volvió la cabeza.

—Toruviel está enferma —dijo.

—Conozco esa enfermedad y sus síntomas. —Geralt escupió por encima del hombro—. El medicamento que le apliqué la aliviará.

—Ciertamente, no tiene sentido esta conversación. —Filavandrel se levantó—. Lo siento, pero tenemos que mataros. La venganza no tiene nada que ver con esto, se trata de una pura decisión práctica. Torque debe seguir ejerciendo su función y nadie tiene derecho a imaginarse para quién lo hace. No estamos para guerras con vosotros y no nos meteremos en el comercio y el intercambio. No somos tan ingenuos para no saber de qué son avanzadilla vuestros mercaderes. Quién acude tras ellos. Y qué tipo de convivencia trae consigo.

—Elfo —habló con voz baja el hasta entonces silencioso Jaskier—. Tengo amigos. Gente que dará un rescate por nosotros. Si lo quieres, también en forma de víveres. En cualquier forma. Piensa en ello. Sabes que esos granos robados no os salvarán…

—Nada los puede salvar ya —le interrumpió Geralt—. No llores delante de él, Jaskier, no le niegues. No tiene sentido y es indigno.

—Para alguien que vive tan poco —sonrió forzadamente Filavandrel—, muestras un sorprendente desprecio por la muerte, humano.

—Naces una vez y una vez te mueres —dijo con serenidad el brujo—. Una buena filosofía para las pulgas, ¿verdad? ¿Y tu longevidad? Me das pena, Filavandrel.

El elfo alzó las cejas.

—Explica por qué.

—Sois lamentables y risibles, vosotros, con vuestras bolsas robadas de sementera en las alforjas de los caballos, con semillas de guisantes, con esa pizca con la que queréis perdurar. Y con esa misión vuestra que tiene que alejar vuestros pensamientos del cercano holocausto. Porque tú mismo sabes que esto es ya el final. Nada se cría y nada crece en los altiplanos, nada os salvará. Pero gozáis de larga vida, viviréis mucho, mucho tiempo, en vuestro arrogante aislamiento, elegido por vosotros mismos, cada vez menos numerosos, más débiles, cada vez más amargados. Y tú sabes lo que sucederá entonces, Filavandrel. Sabes que entonces los jóvenes desesperados, de ojos viejos como siglos, y muchachas marchitas, estériles y enfermas como Toruviel, llevarán al valle a aquéllos que todavía puedan sostener en las manos espadas y arcos. Cabalgaréis hacia el valle florecido al encuentro de la muerte, anhelando morir con dignidad, en lucha, y no en vuestros lechos, donde os derriba la anemia, la tuberculosis o el escorbuto. Entonces, longevo Aén Seidhe, me recordarás. Recordarás que me diste pena. Y comprenderás que tenía razón.

—El tiempo dirá quién tenía razón —habló en voz baja el elfo—. Y en esto, la ventaja la posee la longevidad. Yo tengo la oportunidad de convencerme de ello. Aunque sea gracias a esas semillas de guisante robadas. Tú no tendrás tal oportunidad. Morirás en unos instantes.

—Déjale al menos a él. —Geralt señaló a Jaskier con un movimiento de cabeza—. No, no por alguna misericordia patética. Por razonamiento. Nadie se acordará de mí, pero a él querrán vengarlo.

—Poco valoras mi razón —dijo indeciso el elfo—. Si él sobrevive gracias a ti, sin duda se sentirá en la obligación de vengarse.

—¡Puedes estar seguro! —estalló Jaskier, pálido como la muerte—. Puedes estar seguro hijo de perra. Mátame también porque te prometo que de otro modo levantaré contra vosotros al mundo entero. ¡Verás para lo que sirven las pulgas de la manta! ¡Os aniquilaremos aunque tengamos que igualar con la tierra esas montañas vuestras! ¡Puedes estar seguro!

—Cuidado que eres tonto, Jaskier —suspiró el brujo.

—Naces una vez y una vez te mueres —afirmó con dureza el poeta, aunque el efecto de dureza lo estropearon un tanto los castañeteos de los dientes.

—Esto cierra el asunto. —Filavandrel sacó los guantes del cinturón y se los enfundó—. Es hora de terminar este episodio.

A una orden suya, unos elfos con arcos se colocaron de frente. Llevaron a cabo esto muy deprisa, debían de estar esperando desde hacía tiempo. Uno, observó el brujo, roía todavía un nabo. Toruviel, con los labios y la nariz vendados en cruz con cintas de tela y corteza de abedul, estaba de pie delante de los arqueros. Sin arco.

—¿Os vendamos los ojos? —preguntó Filavandrel.

—Largo. —El brujo volvió la cabeza—. Lárgate.

—A d’yeabl aép arse —terminó Jaskier, con los dientes como castañuelas.

—¡Oh, no! —berreó de pronto el diablo, corriendo y poniéndose delante de los condenados—. ¿Habéis perdido la razón? ¡Filavandrel! ¡Esto no es lo que convinimos! ¡No así! Tenías que llevarlos a las montañas, guardarlos en alguna cueva hasta que terminemos aquí…

—Torque —dijo el elfo—. No puedo. No puedo arriesgarme. ¿Viste lo que hizo a Toruviel estando atado? No puedo arriesgarme.

—¡No me interesa lo que puedes o lo que no! ¿Qué es lo que os imagináis? ¿Pensáis que os permitiré cometer un asesinato? ¿Aquí, en mi tierra? ¿Junto a mi pueblo? ¡Vosotros, malditos tontos! Largo de aquí con vuestros arcos, porque si no os ensarto en mis cuernos, ¡uk, uk!

—Torque. —Filavandrel apoyó las manos en el cinturón—. Esto que tenemos que hacer es necesario.

—¡Düvvelsheyss es, y no necesidad!

—Échate a un lado, Torque.

El cuernocabra movió las orejas, berreó aún más fuerte, abrió desmesuradamente los ojos y dobló el codo en un gesto insultante muy popular entre los enanos.

—¡Aquí no vais a matar a nadie! ¡Subíos a los caballos y largaos a vuestras montañas, al otro lado del puerto! ¡Si no, vais a tener que matarme a mí también!

—Sé razonable —dijo despacio el elfo de cabellos blancos—. Si les dejamos vivos los humanos se enterarán de lo que haces. Te atraparán y te torturarán. Los conoces.

—Los conozco —bramó el diablo, todavía cubriendo con su cuerpo a Geralt y Jaskier—. ¡Resulta que los conozco mucho mejor que vosotros! ¡Y a decir verdad no sé quién es mejor de los dos! ¡Lamento haberme aliado con vosotros, Filavandrel!

—Tú mismo lo quisiste —habló con frialdad el elfo, dando una señal a los arqueros—. Tú lo quisiste, Torque. ¡L’sparelleán! ¡Evellién!

Los elfos sacaron las flechas de las aljabas.

—Vete, Torque —dijo Geralt, apretando los dientes—. Esto no tiene sentido. Échate a un lado.

El diablo, sin moverse del sitio, le hizo el gesto de los enanos.

—Escucho… una música… —sollozó de pronto Jaskier.

—Suele suceder —afirmó el brujo, mirando a las puntas de las flechas—. No te preocupes. No es ninguna vergüenza volverse tonto del miedo.

El rostro de Filavandrel se transformó, se contrajo en un gesto extraño. El Seidhe de cabellos blancos se dio la vuelta con violencia, gritó a los arqueros, breve y precipitadamente. Los arqueros bajaron los arcos.

Lille entró en el claro.

Ya no era la delgada muchacha de aldea vestida con un traje de lana cardada. A través de la alta hierba del calvero venía, no, no venía, fluía hacia ellos una Reina, resplandeciente, de cabellos de oro, de ojos de fuego, la maravillosa Reina de los Campos, decorada con guirnaldas de flores, espigas, tallos de hierba. A su izquierda renqueaba sobre unas patitas inseguras un cervatillo, a su derecha se arrastraba un enorme erizo.

—Dana Méadbh —dijo con veneración Filavandrel, y luego inclinó la cabeza y se hincó de rodillas.

El resto de los elfos se puso también de rodillas, lentamente, como con desgana, uno tras otro cayeron sobre las rodillas, inclinaron la cabeza rindiendo homenaje. La última que se arrodilló fue Toruviel.

—Haél, Dana Méadbh —repitió Filavandrel.

Lille no respondió al saludo. Se detuvo algunos pasos por delante de los elfos. Posó su mirada celeste en Jaskier y Geralt. Torque, aunque también de rodillas e inclinado, inmediatamente se puso a liberar a los prisioneros. Ninguno de los Seidhe se movió.

Lille estaba delante de Filavandrel. No habló, no produjo el mínimo sonido, pero el brujo vio los cambios en el rostro del elfo, percibió el aura que les envolvía y no tuvo ninguna duda de que entre ellos se estaba llevando a cabo un intercambio de pensamientos. El diablo lo agarró de pronto por las manos.

—Tu amigo —baló en baja voz— decidió desmayarse. Justo a tiempo. ¿Qué hacemos?

—Dale un par de soplamocos.

—Con gusto.

Filavandrel se levantó. A una orden suya los elfos se lanzaron a ensillar los caballos.

—Ven con nosotros, Dana Méadbh —dijo el elfo de cabellos blancos—. Te necesitamos. No nos abandones, Eterna. No nos prives de tu amor. Sin él moriremos.

Lille giró lentamente la cabeza, apuntó hacia el oriente, en dirección a las montañas. El elfo se inclinó, dando agua en la mano a su caballo de crines blancas.

Jaskier apareció, pálido y enmudecido, apoyado en el silván. Lille le contempló, se sonrió. Miró a los ojos del brujo, miró largo rato. No dijo ni una sola palabra. Las palabras no eran necesarias.

Casi todos los elfos estaban ya sobre sus monturas cuando se acercaron Filavandrel y Toruviel. Geralt miró a la elfa, a sus ojos negros, visibles detrás de los vendajes.

—Toruviel… —comenzó. Y no terminó.

La elfa agitó la cabeza. Sacó de un lado de su silla un laúd, un maravilloso instrumento de madera ligera, artísticamente taraceada, con un grifo labrado en el mástil. Sin una palabra le alcanzó el laúd a Jaskier. El poeta aceptó el instrumento, se inclinó. También sin una sola palabra, pero sus ojos decían mucho.

—Salud, hombre extraño —dijo en voz baja Filavandrel a Geralt—. Tenías razón. No son necesarias las palabras. No cambiarán nada.

Geralt se mantuvo en silencio.

—Después de pensarlo —añadió el Seidhe—, llegué a la conclusión de que tenías razón. Antes, cuando decías que te dábamos pena. Hasta la vista, entonces. Hasta la vista dentro de poco, en el día en que bajaremos de las colinas para morir con honor. Te buscaremos entonces, yo y Toruviel. No nos falles.

Se miraron el uno al otro durante un largo rato. Y luego el brujo respondió con claridad y brevedad.

—Lo intentaré.