Si no se cuenta el trivial saludo de ceremonias con el que le recibiera como «el Señor de Cuatrocuernos», la reina Calanthe no intercambió con el brujo ni una palabra. El banquete todavía no había comenzado, seguían entrando convidados, anunciados con grandes voces del heraldo.
La mesa era enorme, rectangular, podían sentarse a ella más de cuarenta caballeros. A su cabecera se encontraba Calanthe, sentada en un trono con una gran base. A su derecha se sentaba Geralt, a su izquierda un bardo de cabellos grises con un laúd, llamado Drogodar. Las otras dos sillas de la cabecera real, situadas a la izquierda de la reina, se hallaban vacías.
A la derecha de Geralt, junto al borde más largo de la mesa, se sentaban el alcaide Haxo y un vaivoda de nombre difícil de recordar. Después de ellos había invitados del principado de Attre: el tétrico y silencioso caballero Rainfarn y el príncipe Windhalm, un mofletudo niño de doce años que se encontraba bajo su tutela. Windhalm era uno de los pretendientes a la mano de la princesa. Más allá había caballeros de Cintra con diversos colores y estandartes y algunos vasallos de los alrededores.
—¡El barón Eylembert de Tigg! —anunció el heraldo.
—¡Clococo! —murmuró Calanthe, dándole con el codo a Drogodar—. Nos vamos a reír.
El caballero delgado, bigotudo y bien vestido se inclinó bastante, pero sus ojos vivos y alegres y su sonrisa en los labios negaban toda sumisión.
—Bienvenido seáis, señor Clococo —dijo ceremonialmente la reina. Por lo visto el apodo del barón era más aceptado que su propio nombre—. Estoy contenta de que hayáis venido.
—Más lo estoy yo de haber sido convidado —afirmó Clococo, y suspiró—. Así le echaré un vistazo a la princesa, si lo permites, reina. Es triste vivir solo, señora.
—Ay, ay, señor Clococo. —Calanthe se sonrió ligeramente mientras enrollaba un rizo de su pelo en un dedo—. Mas vos aún estáis casado, como todos sabemos.
—Eh —se estremeció el barón—. Sabes, señora, cómo es de debilucha y delicada mi mujer, y ahora la viruela campa por nuestra tierra. Apuesto mi cinturón y mi espada contra una alpargata vieja a que en un año ya habrá pasado hasta el luto.
—Pobrecillo Clococo, pero, y al mismo tiempo, también eres un suertudo. —Calanthe sonrió aún más cortésmente—. Tu mujer es, de hecho, debilucha. He oído que cuando la última cosecha te pilló con una moza, te persiguió con un vierno durante menos de una milla y no te alcanzó. Tienes que darle mejor de comer y mimarla y cuidar de que no se le enfríen las espaldas por las noches. Y en un año, verás como se recupera.
Clococo se amorriñó de forma poco convincente.
—Entiendo la alusión. Pero, ¿puedo quedarme en el banquete?
—Me place, barón.
—¡Embajada de Skellige! —gritó el heraldo, ya bastante ronco.
Los cuatro isleños se acercaron con paso gallardo y sonoro. Iban vestidos con jubones de cuero brillante con forros de piel de foca, ceñidos con echarpes de lana a cuadros. Los dirigía un fibroso guerrero de rostro oscuro y nariz de águila, que tenía a un lado a un costilludo muchacho de cabellera pelirroja. Todos se inclinaron ante la reina.
—Grande es nuestro honor —dijo Calanthe, ligeramente ruborizada— al saludar de nuevo en mi castillo a tan dotado caballero como es Eist Tuirseach de Skellige. Si no fuera de sobra conocido el hecho de que desprecias el matrimonio, me haría feliz la esperanza de que hubieras venido a pedir la mano de Pavetta. ¿Acaso al fin y al cabo te atormenta la soledad, señor?
—Ni una sola vez, hermosa Calanthe —respondió el moreno hombre de las islas, mirando a la reina con unos ojos relampagueantes—. Demasiado azarosa es mi forma de existencia para pensar en una relación estable. Si no fuera que… Pavetta es todavía joven doncella, una flor todavía inmadura, pero…
—¿Pero qué, caballero?
—De tal palo tal astilla —sonrió Eist Tuirseach, haciendo brillar el blanco de sus dientes—. Basta mirarte a ti, reina, para saber qué belleza cobrará la princesa cuando alcance la edad que una mujer ha de tener para hacer feliz a un guerrero. Sin embargo, en este momento, a su mano han de aspirar los jóvenes. Tales como el aquí presente Crach an Craite, sobrino de nuestro rey Bran, que con ese objeto ha venido con nosotros.
Crach, inclinando la cabeza pelirroja, dobló una rodilla delante de la reina.
—¿A quién más has traído, Eist?
Un hombre achaparrado y fuerte con una barba como una escobilla y un mozallón con una cornamusa a la espalda se pusieron junto a Crach an Craite.
—He aquí a nuestro valeroso druida Myszowor, el cual, tal como yo, es amigo y consejero del rey Bran. Y éste es Draig Bon-Dhu, nuestro famoso skald. Además, treinta marineros de Skellige esperan en el patio, devorados por la esperanza de que la hermosa Calanthe se les muestre, siquiera desde la ventana.
—Sentaos, nobles invitados. Tú, don Tuirseach, aquí.
Eist ocupó uno de los lugares libres en la cabecera de la mesa, separado de la reina sólo por una silla vacía y por Drogodar. Los otros isleños se sentaron juntos, a la izquierda, entre el mariscal Vissegerd y los tres hijos del noble Strept, que se llamaban Murmurón, Comegatos y Cargamontes.
—Éstos son más o menos todos. —La reina se inclinó en dirección al mariscal—. Comencemos, Vissegerd.
El mariscal dio una palmada. Los pajes, portando fuentes y cántaros, se movieron hacia las mesas en una larga fila, siendo recibidos con alegría por los comensales.
Calanthe casi no comía, recorría sin gana con su tenedor de plata los manjares servidos. Drogodar, tragándose algo con ansia, siguió tañendo el laúd. Los otros invitados saquearon los cochinillos asados, las aves, los peces y moluscos, tarea en la que el pelirrojo Crach an Craite se mostró como líder. Rainfarn de Attre amonestaba severamente al joven príncipe Windhalm, incluso una vez le dio en las manos por intentar coger una jarra de sidra. Clococo, dejando por un momento de roer unos huesos, alegró a los vecinos con la imitación del silbido de la tortuga de los pantanos. La fiesta se volvió cada vez más alegre. Se pronunciaron los primeros brindis, cada vez más incoherentes.
Calanthe compuso la delgada diadema de oro sobre sus cabellos cenicientos y peinados en rizos, se volvió ligeramente en dirección a Geralt, que estaba ocupado en abrir el caparazón de un enorme y pesado cangrejo rojo.
—Bueno, brujo —dijo—. A nuestro alrededor hay ya suficiente ruido para que podamos intercambiar unas palabras discretamente. Comencemos con las cortesías. Me alegro de conocerte.
—Es una alegría para mí también, majestad.
—Después de las cortesías, a lo concreto. Tengo un trabajo para ti.
—Lo imagino. Pocas veces me invitan a banquetes por pura simpatía.
—Bah, quizás no eres un invitado interesante. ¿Piensas que pueda ser alguna otra cosa?
—Sí.
—¿Qué es ello?
—Te lo diré cuando me entere de la tarea que tienes para mí, reina.
—Geralt —dijo Calanthe, retorciendo con los dedos un collar de esmeraldas de las cuales la menor era como un grueso abejorro de mayo—, ¿cuál, piensas, puede ser el tipo de tarea que se puede tener para un brujo? ¿Qué? ¿Cavar un pozo? ¿Arreglar un agujero en el tejado? ¿Tejer un tapiz mostrando todas las posiciones que el rey Vridank y la hermosa Cerro intentaron en su noche de bodas? Creo que sabes mejor que nadie de qué trata tu profesión.
—Sí, lo sé. Y ahora puedo decir lo que me imagino, reina.
—Siento curiosidad por oírlo.
—Me imagino que, como muchos otros, equivocas mi oficio con una profesión completamente distinta.
—Oh. —Calanthe, inclinada en dirección al bardo tañedor de laúd, daba la impresión de estar pensativa y ausente—. ¿Y quiénes, Geralt, son esos otros de los que hay tantos y a los que tuviste la bondad de comparar conmigo en ignorancia? ¿Y con qué profesión confunden tu oficio tales tontos?
—Reina —dijo Geralt con tranquilidad—, cuando venía a Cintra me encontré a aldeanos, mercaderes, enanos buhoneros, caldereros y leñadores. Me hablaron de una tragaldabas que tiene su guarida aquí en estos bosques, una casa sobre el trípode de una pata de pollo. Mencionaron un espanto que anida en las montañas. Hablaron de abejorros y escolopendromorfos. Al parecer, si se busca bien, hay hasta mantícoras. Tantas tareas que podría realizar un brujo sin necesidad de vestirse con plumas y escudos ajenos.
—No has contestado a mis preguntas.
—Reina, no dudo de que la alianza con Skellige, sellada con el matrimonio de tu hija, sea necesaria para Cintra. Es posible también que los intrigantes que quieran interferir en ello se merezcan una lección, y de tal forma que el gobernante no se vea mezclado. Seguro que sería lo mejor que esta lección se la diera cierto caballero de Cuatrocuernos, desconocido para todos y que luego desaparece de escena. Y ahora responderé a tu pregunta. Equivocas mi oficio con la profesión de asesino a sueldo. Esos otros de los que hay tantos son aquéllos que gobiernan. No es la primera vez que me llaman a un palacio en el que los problemas de los gobernantes precisan de unos rápidos tajos de espada. Pero yo jamás he matado a nadie por dinero, independientemente de si se trata de una causa buena o mala. Y nunca lo haré.
La atmósfera de la sala se avivaba a medida que corría la cerveza. El pelirrojo Crach an Craite encontró agradecidos espectadores para su relato sobre la batalla de Thwyth. A grito limpio, señalaba los movimientos tácticos en un mapa que había dibujado sobre la mesa con la ayuda de huesos de carne que chorreaban salsa. Clococo, probando lo acertado de su apodo, cloqueó de pronto como una verdadera gallina clueca, provocando general alegría entre los comensales y consternación entre el servicio, quienes estaban convencidos de que el ave, burlando su vigilancia, había logrado pasar del patio a la sala.
—Por lo visto, el destino me ha castigado con un brujo demasiado imaginativo. —Calanthe sonrió, pero sus ojos estaban entrecerrados y mostraban enojo—. Un brujo que, sin sombra de respeto, ni siquiera de cortesía común y corriente, desenmascara mis intrigas y mis viles planes de asesinato. ¿Por casualidad la fascinación de mi belleza y de mi arrebatadora personalidad no te han privado del uso de razón? No vuelvas a hacer eso nunca más, Geralt. No te dirijas así a aquéllos que tienen poder. Más de uno podría no perdonarte esas palabras, y conoces a los reyes, sabes que disponen de diversos medios. Estilete. Veneno. Mazmorras. Tenazas al rojo vivo. Hay cientos, miles de métodos a los que los reyes se aferran a la hora de vengar su orgullo herido. No querrás creer, Geralt, cuán fácil es herir el orgullo de ciertos gobernantes. Raro el que soporta con tranquilidad palabras tales como: «No», «No lo haré» o «Nunca». Eso es decir poco, basta con interrumpir a uno de ésos cuando está hablando o introducir una advertencia poco adecuada, y ya se tiene asegurada una vueltecita de la rueda.
La reina juntó las blancas y delgadas manos y apoyó en ellas los labios ligeramente, haciendo una pausa bastante dramática. Geralt no la interrumpió, ni añadió nada.
—Los reyes —siguió Calanthe— dividen a las personas en dos categorías. A unos les ordenan y a otros los compran. Actúan siguiendo la antigua y banal verdad de que se puede comprar a todo el mundo. A todos. Sólo es cuestión de precio. ¿Estás de acuerdo? Ah, vaya pregunta. Al fin y al cabo eres brujo, haces tu trabajo y te ganas tu sueldo. Hablando de ti la palabra «comprar» pierde su sentido peyorativo. También en tu caso la cuestión del precio es algo que se da por supuesto, relacionada con el grado de dificultad de la tarea, la cualidad de la ejecución, el grado de maestría. Y de tu fama, Geralt. Los viejos de los mercados cantan las hazañas del brujo de cabellos blancos venido de Rivia. Si siquiera la mitad de ello es cierto, puedo apostar a que el precio de tus servicios no es pequeño. Contratarte a ti para tan sencillos y banales asuntos como una intriga de palacio o un asesinato sería tirar el dinero. Se puede resolver el asunto con otras manos más baratas.
—¡Braaak! ¡Ghaaa-braaak! —gritó de pronto Clococo, arrancando violentos aplausos por su nueva imitación de los sonidos de un animal. Geralt no sabía de cuál, pero no le gustaría tener que encontrarse alguna vez con algo como eso. Volvió la cabeza, observando tranquilamente la mirada virulenta y verde de la reina. Drogodar, con la cabeza baja y la faz invisible detrás de la cortina de cabellos grises que caían sobre las manos y sobre el instrumento, rasgueó bajito el laúd.
—Ah, Geralt —dijo Calanthe, prohibiendo con un gesto a los pajes que volvieran a llenar su copa—. Yo hablo y tú callas. Estamos en un banquete, todos se quieren divertir. Diviérteme. Empiezo a echar de menos tus aceradas advertencias y tus imaginativos comentarios. Estarían bien también uno o dos cumplidos, alabanzas y ofertas de servicio. En el orden que prefieras.
—Reina —afirmó el brujo—, sin duda soy un invitado poco interesante. No puedo dejar de asombrarme de que justo a mí me hayas hecho el honor de ocupar este lugar. Hubiera sido posible sentar aquí a una persona mucho más adecuada. A cualquiera que desearas. Bastaría con ordenárselo a alguien o comprar a alguien. Es sólo una cuestión de precio.
—Habla, habla. —Calanthe inclinó la cabeza hacia atrás, entrecerró los ojos, dando a los labios la forma de una hermosa sonrisa.
—Por ello estoy asombrado y orgulloso de que sea justo yo quien se siente junto a la reina Calanthe de Cintra, a cuya belleza sólo supera su inteligencia. También considero un gran honor el que la reina haya oído hablar de mí y de que, a causa de lo que escuchara, no quiera utilizarme para tan banales asuntos. El invierno pasado el príncipe Hrobarik, que no es tan benévolo, intentó contratarme para que le encontrara a una hermosa doncella que, harta de sus vulgares requiebros, se escapó del baile y perdió una zapatilla. Me fue difícil convencerle de que para eso le era preciso un buen cazador y no un brujo.
La reina escuchaba con una sonrisa enigmática.
—También otros gobernantes, menos dotados que tú, doña Calanthe, en lo relativo a inteligencia, no se guardaron de proponerme tareas banales. Por lo general se trataba de privar banalmente de su vida a un hijastro, padrastro, madrastra, tío, tía, es difícil contarlos a todos. Alguno opinaba que sólo era cuestión de precio.
La sonrisa de la reina podía significar cualquier cosa.
—Repito, pues —Geralt inclinó la cabeza ligeramente—, que no quepo en mí de orgullo por poder sentarme junto a ti, señora. El orgullo significa muchísimo para nosotros, los brujos. No podrías creer cuánto, reina. Cierto gobernante hirió una vez el orgullo de un brujo con una proposición de trabajo que no concordaba con el honor ni con el código de los brujos. Aún más, no aceptando la cortés negativa del brujo, quiso impedirle que saliera de su castillo. Todos los que comentaron después lo sucedido estuvieron de acuerdo en afirmar que no fue aquélla la mejor de las ideas del gobernante.
—Geralt —dijo Calanthe después al cabo de un rato de silencio—. Te has equivocado. Eres un invitado muy interesante.
Clococo, con los bigotes y el cuello del caftán manchado de espuma de cerveza, alzó la cabeza y aulló penetrantemente en una imitación muy bien conseguida de un lobo en época de celo. Los perros del patio y de los alrededores respondieron con aullidos.
Uno de los hermanos Strept, quizás Cargamontes, trazó con un dedo manchado de cerveza una gruesa línea junto a la formación dibujada por Crach an Craite.
—¡Error e ineficacia! —gritó—. ¡No habría que haber hecho eso! ¡Aquí, por el ala, habría que haber dirigido la caballería, y atacar en el flanco!
—¡Ja! —mugió Crach an Craite, tomando el hueso de la mesa y salpicando en la cara y la túnica de los invitados con gotas de salsa—. ¿Y debilitar el centro? ¡La posición clave! ¡Absurdo!
—¡Sólo un ciego o un loco no usa de esa maniobra en tal situación!
—¡Así es! ¡Cierto! —gritó Windhalm de Attre.
—¿Quién te preguntó, idiota?
—¡Idiota tú!
—¡Cierra el pico, que te doy con este hueso!
—Siéntate y calla, Crach —dijo Eist Tuirseach, interrumpiendo su conversación con Vissegerd—. Basta ya de estas discusiones. ¡Eh, don Drogodar! ¡Una pena vuestro talento! Por desgracia, es necesaria mucha concentración y atención para escuchar vuestras hermosas, si bien demasiado bajas, notas. ¡Draig Bon-Dhu, deja de engullir y de sorber! No impones a nadie en esta mesa ni con lo uno ni con lo otro. Agarra pues tu cornamusa y alegra nuestros oídos con música de verdad, guerrera. ¡Con tu permiso, noble Calanthe!
—Ay, madre mía —susurró la reina a Geralt, alzando un momento la vista al techo en muda resignación. Pero asintió afirmativamente, sonriendo de un modo natural y benevolente.
—Draig Bon-Dhu —dijo Eist—. ¡Tócanos la canción de la batalla de Chociebuz! ¡Ésta no nos causará la menor duda en punto a las decisiones tácticas del comandante! ¡Ni en torno a quién se cubrió allí de gloria eterna! ¡Salud a la heroica Calanthe de Cintra!
—¡Salud! ¡Gloria! —gritaron los invitados, alzando copas y vasos de barro.
La gaita de Draig Bon-Dhu expulsó un zumbido malévolo que luego se convirtió en un gemido terrible, prolongado, modulado. Los comensales recibieron la canción siguiendo el ritmo, es decir, golpeando en la mesa con lo que tuvieran a mano. Clococo clavó una mirada ávida en el fuelle de piel de cabra, seguramente enfrascado en el pensamiento de añadir a su repertorio alguno de los molestos tonos salidos de su interior.
—Chociebuz —dijo Calanthe, mirando a Geralt—, mi primera batalla. Aunque temo provocar el enojo y el desprecio del orgulloso brujo, te confesaré que entonces nos peleamos por dinero. El enemigo quemó una aldea que nos pagaba tributo y nosotros, insaciables y rapaces, en vez de permitírselo, salimos al campo. Un motivo banal, una batalla banal y banales también los tres mil cadáveres devorados por los cuervos. Y mírame, en vez de avergonzarme, estoy sentada, orgullosa como un pavo, porque se canta una canción sobre mí. Incluso aunque sea con el acompañamiento de una música tan horrible y tan bárbara.
De nuevo plantó en su cara la parodia de una sonrisa, llena de felicidad y benevolencia, alzando una jarra vacía para contestar a los brindis que provenían de toda la mesa. Geralt se mantenía en silencio.
—Continuemos. —Calanthe tomó el muslo de faisán que le ofrecía Drogodar y comenzó a morderlo con zalamería—. Como te dije, has despertado mi interés. Me dijeron que vosotros, los brujos, sois una casta interesante. No me lo creí entonces, pero ahora lo creo. Al golpearos emitís un sonido que atestigua que se os forjó de acero y no de excremento de pájaro. No cambia esto, sin embargo, el hecho de que estás aquí para realizar una tarea. Y la realizarás sin dártelas de listo.
Geralt no adoptó una sonrisa siniestra ni de desprecio aunque tenía muchas ganas. Continuó en silencio.
—Pensaba —murmulló la reina, haciendo como que dedicaba toda su atención exclusivamente al muslo de faisán— que ibas a decir algo. O que te sonreirías. ¿No? Mejor. ¿Puedo considerar cerrado nuestro trato?
—Una tarea que no está clara —habló con sequedad el brujo— no se puede realizar claramente, reina.
—¿Qué es lo que hay aquí que no está claro? Al fin y al cabo te diste cuenta de todo enseguida. Cierto que tengo planes en lo tocante a establecer una alianza con Skellige y en cuanto al matrimonio de mi hija Pavetta. Tampoco te has equivocado al suponer que estos planes están amenazados, y tampoco en que te necesito para eliminar esta amenaza. Pero aquí se terminó tu perspicacia. La suposición de que equivoco tu oficio con la profesión de esbirro a sueldo me ha herido. Acepta, Geralt, que me cuento entre los pocos gobernantes que saben de qué se ocupan los brujos y para qué se les puede contratar. Por otra parte, alguien que mata personas tan hábilmente como tú, aunque no sea por dinero, no debiera asombrarse de que tanta gente le impute profesionalismo en este campo. Tu fama te precede, Geralt, y es más sonora que la maldita gaita de Draig Bon-Dhu. Y de igual modo hay en ella pocas notas agradables.
El gaitero, aunque no podía haber escuchado las palabras de la reina, terminó su concierto. Los comensales le premiaron con una ovación sonora y caótica, después de la cual, con nuevo apasionamiento, se dedicaron a la destrucción de existencias de comida y bebida, a rememorar el discurrir de diversas batallas y a hacer poco corteses bromas acerca de las mujeres. Clococo emitió unos fuertes sonidos pero no era posible saber si se trataba de otra imitación de un nuevo animal o del intento de aligerar sus repletas tripas.
Eist Tuirseach se inclinó al otro lado de la mesa.
—Reina —dijo—, existen con toda seguridad importantes razones para que tengas que ofrecer toda tu atención exclusivamente al señor de Cuatrocuernos, pero ha llegado la hora de que contemplemos a la princesa Pavetta. ¿A qué esperamos? No creo que sea a que Crach an Craite se emborrache. Y ese momento está cerca.
—Tienes razón, como siempre, Eist. —Calanthe sonrió con calidez. Geralt no dejaba de asombrarse de cuán rico era el arsenal de sus sonrisas—. Cierto es que tengo que hablar con el noble Ravix de asuntos en extremo importantes. No temas, también a ti te dedicaré tiempo. Pero conoces mi lema: primero el deber, luego el placer. ¡Don Haxo!
Levantó la mano, le asintió al alcaide. Haxo se levantó sin una palabra y corrió con rapidez por las escaleras, desapareciendo en la oscuridad de la galería. La reina se volvió de nuevo al brujo.
—¿Has oído? Hablamos demasiado tiempo. Si Pavetta ha terminado ya de hacer melindres delante del espejo, estará aquí enseguida. Abre bien las orejas, porque no voy a repetirlo. Quiero conseguir lo que he planeado, que es lo que tú, en cierta medida, adivinaste. No puede haber ninguna otra solución. En cuanto a ti, tienes la posibilidad de elegir. Puedes ser obligado a actuar a mis órdenes… No considero necesario referirme a las consecuencias de la desobediencia. Pero la obediencia, se entiende, será recompensada con honor. O puedes realizar para mí un servicio pagado. Fíjate que no he dicho: «Puedo comprarte», porque he decidido no herir tu orgullo de brujo. ¿Verdad que es una diferencia enorme?
—La enormidad de esta diferencia se escapa de algún modo a mi atención.
—Haz entonces un esfuerzo de atención cuando te hablo. La diferencia, querido mío, estriba en que al que se compra se le paga a capricho, mientras que el que ofrece sus servicios establece él mismo el precio. ¿Está claro?
—En cierta medida. Pongamos pues que elijo la forma de servicios pagados. Creo que debiera al menos saber en qué ha de consistir este servicio.
—No, no debieras. Una orden debe ser concreta e inequívoca. Un servicio de pago es otra cosa. Me interesa el efecto. Nada más. Los medios con que lo realizas son asunto tuyo.
Geralt, al levantar la cabeza, encontró la oscura y aguda mirada de Myszowor. El druida de Skellige, sin apartar la vista del brujo, mordisqueó como pensativo un pedazo de pan que tenía en la mano, dejando caer unas migas. Geralt miró hacia abajo. Delante de él, sobre la mesa de roble, unos granos de cereales y los rojizos fragmentos del caparazón del cangrejo se movieron rápidos como hormigas. Formaron unas runas. Las runas se unieron —por un momento— en palabras. En una pregunta.
Myszowor esperaba, sin apartar de él la vista. Geralt, apenas perceptible, asintió con la cabeza. El druida bajó los párpados y limpió las migas de la mesa con un rostro pétreo.
—¡Nobles señores! —gritó el heraldo—. ¡Pavetta de Cintra!
Los invitados se alzaron, volviendo la cabeza en dirección a las escaleras.
Seguida por el alcaide y un paje rubio vestido con un jubón escarlata, la princesa entró con lentitud, manteniendo la cabeza baja. Tenía los cabellos del mismo color que su madre, gris ceniza, pero los llevaba en forma de dos largas trenzas que alcanzaban hasta más abajo de la cintura. Aparte de la pequeña diadema con una gema artísticamente elaborada y un cinturón con una diminuta cadena de oro, que ceñía a las caderas un largo traje azul plateado, Pavetta no llevaba ningún adorno.
Escoltada por el paje, el heraldo, el alcaide y Vissegerd, la princesa ocupó la silla libre entre Drogodar y Eist Tuirseach. El caballero de las islas se ocupó inmediatamente de su copa y la entretuvo con su conversación. Geralt no alcanzaba a ver si le respondía con más de una palabra. Mantuvo los ojos bajos, ocultos por larguísimas pestañas, todo el tiempo, incluso durante los ruidosos brindis que se le dirigieron desde distintos puntos de la mesa. Sin duda, su belleza había causado impresión en los comensales: Crach an Craite dejó de gritar y miraba en silencio a Pavetta, olvidando incluso su jarra de cerveza. Windhalm de Attre también devoraba a la princesa con la mirada, su tez intercambiaba distintos niveles de rojo, como si sólo unos granos de arena en la clepsidra le separaran de arrastrarse por el suelo. Con sospechosa atención estudiaban también la pequeña faz de la muchacha los hermanos Strept y Clococo.
—Ajá —dijo en voz baja Calanthe, claramente satisfecha del efecto—. ¿Y qué dices, Geralt? La muchacha sale a la madre, sin falsa modestia. Hasta me da un poco de pena ese tarugo pelirrojo de Crach. Toda mi esperanza es que de ese cachorro salga alguien de la clase de Eist Tuirseach. Al fin y al cabo es la misma sangre. ¿Me escuchas, Geralt? Cintra ha de aliarse con Skellige porque lo requiere el interés de estado. Mi hija ha de casarse con la persona adecuada porque es mi hija. Justo éste es el resultado que me has de conseguir.
—¿Cómo tengo que conseguirlo? ¿No basta tu voluntad, reina, para que esto sea así?
—El asunto puede torcerse de tal modo que no baste.
—¿Qué puede ser más fuerte que tu voluntad?
—El destino.
—Ajá. Y por eso yo, un pobre brujo, he de plantarle cara a un destino más fuerte que la voluntad real, ¡Un brujo luchando contra el destino! Vaya una ironía.
—¿Cuál es esa ironía?
—Casi nada. Reina, parece que ese servicio al que te refieres ronda lo imposible.
—Si rondara con lo posible —refunfuñó Calanthe desde detrás de unos labios sonrientes—, me las arreglaría yo sola y no necesitaría al famoso Geralt de Rivia. Deja de hacerte el listo. Todo se puede arreglar, sólo es cuestión de precio. Al diablo, en tu lista de precios brujeriles debe de figurar el precio para aquello que ronda lo imposible. Me imagino que no será barato. Consígueme el resultado del que te he hablado y te daré lo que me pidas.
—¿Cómo has dicho, reina?
—Te daré lo que me pidas. No me gusta que nadie me mande repetir algo. Estoy dándole vueltas, brujo: ¿antes de cada trabajo al que te dispones intentas siempre hacer desistir al cliente igual que a mí? El tiempo vuela. Contesta, ¿sí o no?
—Sí.
—Mejor. Mejor, Geralt. Tus respuestas están cada vez más cerca del ideal, cada vez recuerdan más a lo que espero cuando planteo una pregunta. Y ahora alza discretamente la mano izquierda y toca en la base de mi trono.
Geralt introdujo la mano bajo la tela azul y amarilla. Casi al momento dio con una espada, que yacía apoyada en el cordobán de la base. Una espada que conocía muy bien.
—Reina —habló en voz baja—, dejando aparte lo que dije antes acerca de matar a seres humanos, te das cuenta por supuesto de que contra el destino no basta la espada.
—Me doy cuenta. —Calanthe volvió la cabeza—. Pero todavía es necesario un brujo que sostenga en la mano el pomo de una espada. Como ves, me he ocupado de ello.
—Reina…
—Ni una palabra más, Geralt. Ya conspiramos durante demasiado tiempo. Nos miran, y Eist se está enfadando. Habla durante un rato con el alcaide. Come algo, bebe. Pero no demasiado. Quiero que tengas la mano firme.
Hizo caso. La reina se unió a la conversación que estaban llevando Eist, Vissegerd y Myszowor, bajo la silenciosa y somnolienta participación de Pavetta. Drogodar soltó el laúd y recuperó su atraso en la comida. Haxo no estaba muy conversador. El vaivoda de nombre difícil de recordar, al que por lo visto le sonaban de algo los problemas y asuntos de Cuatrocuernos, preguntó cortésmente si parían bien las yeguas. Geralt respondió que sí, que bastante mejor que los sementales. No estuvo seguro de si la broma había sido bien recibida. El vaivoda no preguntó nada más.
Los ojos de Myszowor aún buscaban contacto con los ojos del brujo, pero las migas en la mesa no se movieron más.
Crach an Craite se fue haciendo poco a poco amigo de dos de los hermanos Strept. El tercero, el más joven, ya no era de mucho uso después de la apuesta que le había hecho Draig Bon-Dhu de intentar mantener su tempo de bebida. El skald parecía haber salido de la prueba sin el más mínimo perjuicio.
Los condes más jóvenes y menos importantes, que estaban reunidos al fondo de la mesa, ligeramente achispados, malentonaron una famosa canción sobre una cabritilla cornuda y una vengativa abuelilla privada de sentido del humor.
Un paje de cabello rizado y el capitán de la guardia vestido con los colores amarillo y azul de Cintra se acercaron apresuradamente a Vissegerd. El mariscal, con el ceño fruncido, escuchó la noticia, se levantó, se puso delante del trono y, agachándose, murmuró algo a la reina. Calanthe miró con rapidez a Geralt, respondió con brevedad, con una sola palabra. Vissegerd se inclinó aún más, susurró, la reina le miró con sequedad, sin decir nada apretó la mano abierta sobre la base del trono. El mariscal se inclinó, pasó la orden al capitán de la guardia. Geralt no escuchó la orden. Vio sin embargo que Myszowor se movía intranquilo y miraba a Pavetta. La princesa se sentaba inmóvil, con la cabeza baja.
En la sala resonaron unos pasos pesados, metálicos, alzándose por encima del murmullo de la mesa. Todos levantaron las cabezas y las volvieron.
La figura que se acercaba estaba vestida con una armadura de placas de hierro combinadas con cuero envuelto en cera. Una envejecida coraza azul y negra, abombada, granulosa, estaba embutida en el faldar, una especie de delantal segmentado y corto, que le protegía los muslos. Unas hombreras acorazadas estaban erizadas de afiladas púas de acero, lo mismo que la visera, con una rejilla muy densa, modelada en forma de morro de perro, que estaba llena de púas como la cáscara de una castaña.
Chirriando y craqueando, el extraño personaje se acercó a la mesa, permaneciendo inmóvil frente al trono.
—Venerable reina, nobles señores —dijo desde detrás de la visera del yelmo, al tiempo que se inclinaba torpemente—. Perdonad que interfiera en el banquete. Me llamo Erizo de Erlenwald.
—Seas bienvenido, Erizo de Erlenwald —dijo lentamente Calanthe—. Siéntate a la mesa. En Cintra nos alegramos de cada huésped.
—Gracias, reina. —Erizo de Erlenwald se inclinó otra vez, se tocó el pecho con el puño dentro del guantelete metálico—. Sin embargo, no vengo a Cintra como huésped, sino por un asunto importante y que no admite dilación. Si la reina Calanthe me lo permite, expondré este asunto inmediatamente para no haceros perder más tiempo.
—Erizo de Erlenwald —dijo la reina con sequedad—. Tu loable preocupación por nuestro tiempo no justifica tu falta de respeto. Y como tal considero el que me hables a través de ese harnero de metal. Quítate el yelmo. Soportaremos de alguna manera la pérdida de tiempo que te produce esta acción.
—Mi rostro, reina, debe mantenerse cubierto de momento. Con tu permiso.
Entre los allí reunidos se alzaron murmullos de cólera, susurros, acentuados acá y allá por maldiciones ahogadas entre los dientes. Myszowor, agachando la cabeza, movió mudo los labios. El brujo percibió cómo un hechizo electrizaba el aire durante un segundo y cómo se removía su medallón. Calanthe miró a Erizo, entrecerrando los ojos, golpeteó con los dedos sobre los brazos de su trono.
—Te lo permito —dijo por fin—. Quisiera creer que el motivo que te impulsa es suficientemente importante. Di entonces qué es lo que te ha traído hasta aquí, Erizo sin rostro.
—Gracias por tu permiso —dijo el intruso—. Aunque no pueda cambiar tu juicio de que se trata de una falta de respeto, te explicaré que se debe a un voto de caballero. No me está permitido mostrar mi rostro antes de la medianoche.
La reina aceptó la explicación con un leve movimiento de la mano. Erizo avanzó, haciendo chirriar la armadura.
—Hace unos quince años —proclamó en voz alta—, tu esposo, doña Calanthe, el rey Roegner, se perdió durante una cacería en Erlenwald. Vagando por los senderos, se cayó con el caballo por un barranco y se rompió una pierna. Yació tendido en el fondo de la garganta y pidió ayuda a grandes voces, pero sólo le respondieron el silbido de la víbora y el aullido cada vez más cercano de los lobisomes. Hubiera muerto indefectiblemente si no se le hubiera proporcionado ayuda.
—Sé que fue así —afirmó la reina—. Y si tú lo sabes, imagino que fuiste tú quien le proporcionó esa ayuda.
—Sí. Sólo gracias a mí pudo volver sano y salvo al castillo. A ti, señora.
—Te debo por ello agradecimiento, Erizo de Erlenwald. Mi agradecimiento no disminuye por el hecho de que Roegner, señor de mi corazón y de mi cama, haya dejado ya este mundo. Sería feliz de preguntarte en qué forma podría mostrarte mi agradecimiento; temo sin embargo que a un noble caballero, que hace votos de caballero y que se guía en todos sus actos por las leyes de la caballería, tal pregunta podría resultarle ofensiva. Apostaría por otro lado a que la ayuda que le prestaste no fue desinteresada.
—Bien sabes, reina, que no fue desinteresada. Sabes también que vengo a por la recompensa que el rey me prometió por salvarle la vida.
—¿Ah, sí? —Calanthe sonrió pero en sus ojos brillaban llamitas verdes—. Te encontraste a un rey en el fondo de un barranco, desarmado, herido, abandonado como presa para víboras y monstruos. ¿Y sólo cuando él te prometió una recompensa le ofreciste ayuda? ¿Y si no hubiese querido o podido prometerte una recompensa, le hubieras dejado allí y yo no hubiera sabido hasta hoy dónde blanquean sus huesos al sol? Ah, qué noble. Sin duda, tu proceder se atuvo entonces a algún curioso voto caballeresco.
El murmullo entre los comensales creció.
—¿Y hoy vienes a por tu recompensa, Erizo? —continuó la reina, adoptando una sonrisa cada vez más siniestra—. ¿Quince años después? ¿Cuentas con los intereses de la cantidad que se hayan acumulado durante este tiempo? Esto no es un banco de enanos, Erizo. ¿Dices que la recompensa te la prometió Roegner? Vaya, va a ser difícil traerlo aquí para que te pague. Será más fácil mandarte a ti con él, al otro mundo. Allí podéis arreglároslas, quién le debe qué a quién. Amaba demasiado a mi marido, Erizo, para dejar de pensar en que podría haberlo perdido entonces, hace quince años, si no hubiera querido regatear contigo. Pensar en ello me despierta escasos sentimientos de simpatía hacia tu persona. Intruso enmascarado, ¿sabes acaso que en este momento, aquí, en Cintra, en mi castillo y en mi poder, estás tan impotente y cercano a la muerte como Roegner entonces, en la garganta? ¿Qué me propones, qué precio, qué recompensa, si te prometo que saldrás de aquí vivo?
El medallón en el cuello de Geralt tembló, vibró. El brujo echó una rápida mirada a Myszowor, encontró su penetrante mirada, visiblemente inquieta. Agitó leve la cabeza, alzó las cejas en señal de interrogación. El druida negó también, con un movimiento apenas perceptible de la ensortijada barba señaló a Erizo. Geralt no estaba seguro.
—Tus palabras, reina —habló Erizo—, sólo van dirigidas a asustarme. Y a producir en los nobles caballeros aquí reunidos sentimientos de rabia. Y desprecio en tu hermosa hija Pavetta. Y, sobre todo, tus palabras no son ciertas. ¡Bien lo sabes!
—En otras palabras, miento como un perro. —En los labios de Calanthe apareció un gesto poco hermoso.
—Bien sabes, reina —continuó inmutable el intruso—, lo que sucedió entonces en Erlenwald. Sabes que salvé a Roegner yo mismo, por propia voluntad, que él juró darme lo que le pidiera. ¡Pongo a todos por testigos de lo que ahora voy a decir! Cuando el rey, salvado de su malaventura, ya en las cercanías de su séquito, preguntó por segunda vez qué es lo que yo quería, le respondí. Le pedí que me prometiera que me daría lo que dejó en su casa, de lo que no sabía y no se esperaba. Y el rey juró que así sería. Y al volver al castillo te encontró a ti, Calanthe, en la cuarentena después del parto. Sí, reina, he esperado estos quince años, y los réditos de mi recompensa han crecido. ¡Hoy, cuando contemplo a la hermosa Pavetta, veo que ha merecido la pena la espera! ¡Señores y caballeros! Algunos de vosotros vinisteis a Cintra para pretender a la mano de la princesa. Os anuncio que vinisteis para nada. Desde el día de su nacimiento, por la fuerza del juramento real, la hermosa Pavetta me pertenece.
Entre los comensales estalló una barahúnda. Uno gritó, otro maldijo, un tercero dio un puñetazo a la mesa, tirando la vajilla. Cargamontes de Strept sacó el cuchillo del asado de carnero y lo blandió en el aire. Crach an Craite, inclinado, intentaba ver si era capaz de arrancar un palo de las patas de la mesa.
—¡Esto es increíble! —gritó Vissegerd—. ¿Qué pruebas tienes? ¡Las pruebas!
—¡El rostro de la reina —dijo Erizo en alta voz, apuntando con el dedo del guante metálico— es la mejor prueba!
Pavetta estaba sentada, inmóvil, sin alzar la cabeza. En el ambiente se estaba fraguando algo muy extraño. El medallón del brujo se agitaba en su cadena, por debajo del jubón. Vio cómo la reina con un gesto llamó al paje que estaba de pie a su lado y con un susurro le daba una corta orden. Geralt no pudo escucharla. Sin embargo, le dio qué pensar la sorpresa que se dibujó en el rostro del joven y el hecho de que la orden hubo de ser repetida. El paje corrió hacia la salida.
El tumulto en la mesa no desaparecía. Eist Tuirseach se volvió a la reina.
—Calanthe —dijo, tranquilo—. ¿Dice la verdad?
—E incluso si así fuera —rezongó la reina, mordiéndose los labios y tirando de la cinta verde de su hombro—, ¿qué?
—Si dice la verdad —Eist frunció el entrecejo—, habrá que mantener la promesa.
—¿Ciertamente?
—¿He de entender —preguntó siniestro el isleño— que tratas todas tus promesas de la misma forma? ¿Incluida la que tan bien se quedó grabada en mi mente?
Geralt, quien no se había imaginado que fuera posible contemplar a Calanthe por completo ruborizada, con los ojos húmedos y los labios temblorosos, se quedó sorprendido.
—Eist —susurró la reina—. Eso es otra cosa…
—¿Ciertamente?
—¡Ah, tú, hijo de una perra! —gritó inesperadamente Crach an Craite, alzándose de la mesa—. ¡Al último idiota que dijo que hice algo para nada lo devoraron los cangrejos en el fondo del golfo de Allenker! ¡No vine en mi barco aquí desde Skellige sólo para volver con las manos vacías! ¡Apareció la competencia, tú, hideputa! ¡Venga, que alguien me traiga mi espada y dadle una también a ese bolato! Ahora vamos a ver quién…
—¿No podrías cerrar el pico, Crach? —dijo acre Eist, apoyando ambos puños sobre la mesa—. ¡Draig Bon-Dhu! ¡Te hago responsable del comportamiento del sobrino del rey!
—¿También a mí me harás callar, Tuirseach? —gritó Rainfarn de Attre levantándose—. ¿Quién se atreve a impedirme lavar en sangre la ofensa que se le ha causado a mi príncipe? ¡Y a su hijo Windhalm, el único que es digno de la mano y el lecho de Pavetta! ¡Dadme una espada! ¡Aquí y ahora le enseñaré a ese Erizo, o como se llame, de qué forma vengamos nosotros en Attre tales ofensas! Será interesante ver si habrá alguien que sea capaz de impedírmelo.
—Por supuesto que sí. Por consideración a las buenas maneras —dijo con tranquilidad Eist Tuirseach—. No se deben entablar aquí pendencias ni retar a nadie sin obtener primero el permiso de la señora de la casa. ¿Qué es esto, acaso la sala del trono de Cintra es una taberna, donde puede uno zurrarse y tirar de cuchillo si le viene en gana?
Todos comenzaron de nuevo a gritar, uno por encima del otro, a echar sapos y gusarapos y a agitar los brazos. El barullo enmudeció de pronto como cortado por un cuchillo cuando en la sala se oyeron de pronto unos cortos y rabiosos gritos de bisonte enfurecido.
—Sí —dijo Clococo, aclarándose la voz y levantándose de la silla—, Eist se equivocó. Esto ya no es siquiera una taberna. Esto es algo más parecido a una casa de fieras y por eso hasta un bisonte está en su sitio. Venerable Calanthe, permite que exprese mi parecer acerca del problema que aquí tenemos.
—Muchas personas, por lo que veo —dijo espaciadamente Calanthe—, tienen sus propios pareceres acerca de este problema y los expresan, incluso sin mi permiso. Me extraña que no os interesen los míos. Según mi parecer, antes se me caerá este maldito castillo sobre la cabeza que darle Pavetta a este engendro. No tengo ni la más mínima intención…
—La promesa de Roegner… —comenzó Erizo, pero la reina le interrumpió inmediatamente golpeando furiosamente contra la mesa con una copa de oro.
—¡La promesa de Roegner me importa tanto como la nieve del invierno pasado! Y en cuanto a ti, Erizo, todavía no he decidido si permitiré a Crach o a Rainfarn encontrarse contigo en el campo de honor o si simplemente te mandaré ahorcar. ¡Interrumpiéndome cuando hablo influyes en un grado elevado en mi decisión final!
Geralt, aún intranquilo por la vibración del medallón, recorría con la mirada la sala cuando encontró de pronto los ojos de Pavetta, verde esmeralda como los de su madre. La princesa no los ocultaba ya bajo sus largos rizos: los dirigía de Myszowor al brujo sin desviar su atención a otros. Myszowor se removió, encorvado, murmuró algo.
Clococo, aún de pié, carraspeó.
—Habla —afirmó la reina—. Pero al grano y lo más corto posible.
—A la orden, reina. ¡Hermosa Calanthe y vos, caballeros! Cierto que extraña fue la petición que le hiciera Erizo de Erlenwald al rey Roegner y extraña la recompensa que pidiera, cuando el rey le declaró que satisfaría cualquier deseo. Pero no hagamos de ver que no hemos oído hablar de tales demandas, de algo tan viejo como la humanidad, como es el Derecho de la Sorpresa. Del precio que puede exigir aquél que salva la vida a otro que se encuentra en una situación, diríamos, sin esperanza. «Me darás aquello que salga primero a saludarte cuando llegues». Digamos que esto puede ser un perro, el alabardero de la puerta, incluso la suegra, impaciente por malmeter al yerno que regresa a casa. O bien: «Me darás aquello que encuentres en casa y que no te esperas». Después de un largo viaje, nobles señores, y de un regreso inesperado, lo más seguro es que esto sea el querido de tu mujer en tu propia cama. Pero a veces resulta que se trata de un niño. Un niño señalado por el destino.
—Resume, Clococo —frunció el ceño Calanthe.
—A la orden. ¡Señores! ¿Acaso no habéis oído hablar de los niños señalados por el destino? ¿Acaso al legendario héroe Zatret Voruta no le dieron, siendo niño, a los enanos, porque fue él el primero a quién encontró su padre cuando regresaba a la fortaleza? ¿Y el Loco Deï, quien obtuvo durante el viaje aquello que dejó en casa y de cuya existencia no sabía? Esa sorpresa era el famoso Supree, quien, más tarde, liberó al Loco Deï del hechizo que se cernía sobre él. Recordad también a Zivelena, la cual se convirtió en reina de Metinna gracias a la ayuda del gnomo Rumplestelt y a cambio le prometió su primer hijo. Zivelena no mantuvo su promesa cuando Rumplestelt acudió a por la recompensa, le obligó a huir a base de hechizos. Poco tiempo después ella y el niño murieron de una peste. ¡No se juega impunemente con el destino!
—No me asustas, Clococo —se enojó la reina—. Se acerca la medianoche, la hora de los miedos. ¿Recuerdas alguna leyenda más de tu sin duda difícil infancia? Si no, siéntate.
—Ruego me permitáis la gracia —el barón retorció sus largos bigotes— de poder estar de pie un poco más. Querría recordar a todos una leyenda más. Es una antigua y olvidada leyenda, creo que todos la oímos durante nuestras difíciles infancias. En esta leyenda los reyes mantenían sus promesas. Y a nosotros, pobres vasallos, no nos une con el rey más que la palabra real: en ella se basan tratados, alianzas, nuestros privilegios, nuestros feudos. ¿Y qué? ¿Vamos a tener que dudar de todo esto? ¿Dudar de la inmutabilidad de la palabra real? ¿Llegar a ver que signifique tanto como la nieve del invierno pasado? ¡A decir verdad, si esto ha de ser así, a nuestra niñez difícil le espera una vejez no menos difícil todavía!
—¿De que lado estás, Clococo? —gritó Rainfarn de Attre.
—¡Silencio! ¡Dejadle hablar!
—¡Este zopenco cacareador insulta a su majestad!
—¡El barón de Tigg tiene razón!
—Silencio —dijo Calanthe de pronto mientras se levantaba—. Permitidle terminar.
—Infinitas gracias —se inclinó Clococo—. Pero justo he terminado.
Se hizo el silencio, extraño después del tumulto que habían levantado las palabras del barón. Calanthe se levantó de nuevo. Geralt no pensaba que nadie aparte de él hubiera visto el temblor de la mano con la que se secó la frente.
—Señores míos —dijo por fin—, os merecéis una explicación. Sí, este… Erizo… dice la verdad. Ciertamente Roegner le prometió aquello que no se esperaba. Parece que nuestro llorado rey era más bien cateto en lo tocante a asuntos de mujeres y no sabía contar hasta nueve. Y a mí sólo me confesó la verdad cuando estaba en su lecho de muerte. Porque sabía lo que le hubiera hecho si me hubiera hablado antes de este juramento. Sabía de lo que es capaz una madre de cuyo hijo se dispone con tan poco seso.
Los caballeros y nobles callaron. Erizo estaba de pie, inmóvil como una estatua de acero breada de púas.
—Y Clococo —siguió Calanthe—, en fin, Clococo me recordó que no soy una madre, sino una reina. Está bien, entonces. Como reina, mañana convocaré al consejo. Cintra no es una tiranía. El consejo decidirá si el juramento de un rey muerto ha de decidir la suerte de la heredera del trono. Se anunciará si habrá que dársela a ella y al trono de Cintra al intruso o si se procederá de acuerdo con los intereses del reino.
Calanthe se calló por un segundo, miró de reojo a Geralt.
—Y en lo que respecta a los nobles caballeros que han acudido a Cintra con la esperanza de la mano de la princesa… Sólo me queda expresar mi dolor por el cruel desprecio y menoscabo de su honor que aquí se les hace. Los absurdos que aquí se han descubierto. No soy yo la culpable de ello.
Entre el tumulto de voces que se alzó entre los invitados el brujo percibió el susurro de Eist Tuirseach.
—Por todos los dioses del mar —murmulló el isleño—. Esto no es justo. Esto es un claro llamamiento al derramamiento de sangre. Calanthe, simplemente les estás azuzando…
—Cállate, Eist —siseó con rabia la reina—. O me harás enojar.
Los ojos negros de Myszowor centellaron cuando el druida señaló con ellos a Rainfarn de Attre, que se preparaba para levantarse con una expresión terrible y furiosa. Geralt reaccionó al punto, se le adelantó, se levantó el primero, haciendo un fuerte ruido con la silla.
—Puede que no sea necesario convocar al consejo —dijo en alta y sonora voz.
Todos se callaron, mirándolo con asombro. Geralt sintió sobre él los ojos esmeralda de Pavetta, la mirada de Erizo desde detrás de las rejillas de su negra visera, percibió también la Fuerza acumulándose como las ondas de un diluvio, vibrando en el aire. Vio cómo bajo el influjo de esta Fuerza el humo de antorchas y candiles comenzaba a tomar formas fantásticas. Vio que Myszowor también lo veía. Y vio también que nadie más era capaz de verlo.
—He dicho —repitió con calma— que puede que no sea necesario convocar al consejo. ¿Entiendes lo que tengo en mente, Erizo de Erlenwald?
El caballero de las púas dio dos pasos craqueantes hacia el frente.
—Entiendo —dijo desde detrás de la cortina de su yelmo—. Sería tonto si no lo entendiera. He oído lo que dijo hace un momento nuestra noble y piadosa señora Calanthe. Ha encontrado un modo excelente para librarse de mí. ¡Acepto tu reto, caballero desconocido!
—No recuerdo —dijo Geralt— que te haya retado. No tengo intenciones de batirme en duelo contigo, Erizo de Erlenwald.
—¡Geralt! —gritó Calanthe, torciendo el gesto y olvidando titular al brujo como «noble Ravix»—. ¡No tires demasiado de la cuerda! ¡No pongas a prueba mi paciencia!
—Ni la mía —añadió Rainfarn con enojo. Sin embargo, Crach an Craite sólo refunfuñó. Eist Tuirseach le mostró el puño cerrado en un gesto elocuente. Crach refunfuñó en voz aún más alta.
—Todos han escuchado —habló Geralt— cómo el barón de Tigg nos narraba las historias de famosos héroes separados de sus padres por la fuerza de tales juramentos como el que Erizo le forzó al rey Roegner. ¿Por qué, sin embargo, con qué objetivo, alguien exige tales juramentos? Tú conoces la respuesta, Erizo de Erlenwald. Ese juramento es capaz de crear un potente e indestructible lazo de destino entre el que lo exige y el objeto de ello, la criatura de la sorpresa. Tal niño, señalado por la suerte ciega, puede estar destinado a cosas extraordinarias. Puede ser capaz de jugar un papel increíblemente importante en la vida de aquél al que le liga su destino. Justo por ello, Erizo, le exigiste a Roegner el precio que hoy reclamas. Tú no quieres el trono de Cintra. Quieres llevarte a la princesa.
—Es justo así como dices, caballero desconocido. —Erizo se echó a reír—. ¡Eso es lo que reclamo! ¡Dadme aquélla que es mi destino!
—Eso —dijo Geralt— habrá que probarlo.
—¿Te atreves a dudar de ello? ¿Después de que la reina haya confirmado mis palabras? ¿Después de lo que tú mismo dijeras hace un momento?
—Sí. Porque no nos lo has contado todo. Roegner, Erizo, conocía la fuerza del Derecho de la Sorpresa y el peso del juramento que hizo. Y lo hizo porque sabía que el derecho y la costumbre tienen el poder de proteger tales juramentos. Vigilando para que se cumplan sólo cuando lo confirme la fuerza del destino. Sabes, Erizo, que de momento no tienes ningún derecho a la princesa. Lo conquistarás sólo después de que…
—¿De qué?
—De que la princesa misma acceda a irse contigo. Así lo dispone el Derecho de la Sorpresa. Es la conformidad del niño, no de los padres, lo que confirma el juramento y prueba que el niño nació verdaderamente bajo la sombra del destino. Por eso volviste después de quince años, Erizo. Ésta fue la condición que te impuso el rey Roegner después de jurar.
—¿Quién eres?
—Me llamo Geralt de Rivia.
—¿Quién eres, Geralt de Rivia, que quieres presentarte como una autoridad en cuestiones de derechos y costumbres?
—Él conoce este derecho mejor que nadie —dijo ronco Myszowor— porque a él se lo aplicaron hace tiempo. A él le arrancaron de la casa de sus padres porque era aquél cuyo padre no se esperaba encontrarlo a su regreso. Porque estaba destinado a algo distinto. Y por la fuerza del destino llegó a ser lo que es.
—¿Y qué es?
—Brujo.
En el silencio que se hizo golpeó la campana del cuerpo de guardia, anunciando la medianoche con acento siniestro. Todos se estremecieron y alzaron las cabezas. Myszowor, mirando a Geralt, hizo un gesto extraño y sorprendido. Pero el más visiblemente sobrecogido e intranquilo era Erizo. Las manos en los guantes de la armadura le cayeron sin fuerza a los lados, el yelmo se balanceó inseguro.
Una extraña y desconocida Fuerza, invadiendo la sala como una nube de niebla, se hizo violentamente densa.
—Es cierto —dijo Calanthe—. Geralt de Rivia, aquí presente, es brujo. La suya es una profesión que digna es de respeto y aprecio. Se sacrificó para protegernos de monstruos y pesadillas que pueblan la noche, creados por fuerzas enemigas y perjudiciales para los humanos. Él mata a todos los engendros y fenómenos que nos acechan en bosques y despoblados. También a aquéllos que tienen la osadía de entrar en nuestras moradas.
Erizo se mantenía en silencio.
—Y después de esto —siguió la reina, alzando una mano llena de anillos—, que se realice la ley, que se verifique el juramento cuyo cumplimiento reclamas, Erizo de Erlenwald. Ha sonado la medianoche. Tu voto ya no te obliga. Quítate el yelmo. Antes de que mi hija declare su voluntad, antes de que decida sobre su destino, que vea tu rostro. Todos deseamos ver tu rostro.
Erizo de Erlenwald alzó lentamente la mano, desató la sujeción del yelmo, se lo quitó, asiéndolo del cuerno de hierro, y lo arrojó resonando al suelo. Hubo quien gritó, quien lanzó una maldición, quien tomó aliento con un silbido. En el rostro de la reina apareció una sonrisa maligna, terriblemente maligna. Una horrible sonrisa de triunfo.
Por encima de la amplia y semicircular chapa de la coraza miraban hacia ellos los botones negros de dos ojos saltones, colocados en un hocico largo y romo cubierto por los dos lados de cerdas rojizas y armado de temblorosos y vibrantes pinchos blancos y muy agudos. La cabeza y la nuca del ser que estaba de pie en mitad de la sala estaban erizadas de púas encrespadas, cortas, grises y móviles.
—Éste es mi aspecto —pronunció el ser—, del que tú ya sabías, Calanthe. Roegner, cuando te contó la aventura que le sucedió en Erlenwald, no puede haber eludido describir a aquél al que le debía la vida. Aquél a quien, pese a su aspecto, prometió lo que le prometió. Bien te preparaste para mi visita, reina. Tus propios vasallos te han recriminado tu soberbio y despectivo rechazo a mantener la palabra dada. Por si no tenía éxito el intento de azuzarme a otros pretendientes, tenías aún en la manga a un brujo asesino, que se sentaba a tu derecha, en el lugar de honor. Y al final el engaño simple y rastrero. Querías humillarme, Calanthe. Sabe que te humillaste a ti misma.
—Basta. —Calanthe se levantó, apoyó el puño cerrado en la cadera—. Terminemos con esto. ¡Pavetta! Ves quién, y mejor dicho qué, está delante de ti y te pretende. Por el Derecho de la Sorpresa y la costumbre secular la decisión te pertenece. Contesta. Basta una palabra tuya. Si dices «sí» te convertirás en posesión, en botín, de este monstruo. Si dices «no», nunca más volverás a verlo.
La Fuerza palpitante en la sala apretaba las sienes de Geralt con una tenaza de acero, le retumbaba en los oídos, le erizaba los cabellos de la nuca. El brujo miró las blanquecinas falanges de los dedos de Myszowor, que apretaban la orilla de la mesa. El delgado hilillo de sudor que bajaba por la mejilla de la reina. Las migajas de pan en la mesa, que se movían como gusanos formando runas, deshaciéndose y volviéndose a agrupar en un mensaje muy claro: ¡CUIDADO!
—¡Pavetta! —repitió Calanthe—. Contesta. ¿Quieres irte con este engendro?
Pavetta alzó la cabeza.
—Sí.
La Fuerza que llenaba la sala la acompañó, zumbando muda en las cimbras del techo. Nadie, absolutamente nadie, emitió el más mínimo sonido.
Calanthe cayó sobre su trono, despacio, muy despacio. Su rostro estaba por completo falto de expresión.
—Todos han oído —en el silencio se extendió la calma voz de Erizo—. Tú también, Calanthe. Y tú, brujo, codicioso asesino a sueldo. Mis derechos han sido confirmados. La verdad y el destino han vencido a la mentira y a las artimañas. ¿Qué os queda, noble reina, disfrazado brujo? ¿El frío acero?
Nadie habló.
—Mi mayor deseo sería —siguió Erizo, agitando las púas y chasqueando las cerdas— dejar este lugar inmediatamente junto con Pavetta, pero no me negaré a mí mismo cierto placer. Tú, Calanthe, serás quien traiga a tu hija aquí, donde estoy, y colocarás su blanca mano sobre la mía.
Calanthe volvió lentamente su cabeza en dirección al brujo. En sus ojos había una orden. Geralt no se movió, mientras sentía y veía cómo la Fuerza condensada en el aire se concentraba en él. Sólo en él. Ya sabía. Los ojos de la reina se agrandaron, los labios le temblaron.
—¿Qué? ¿Qué es esto? —gritó de pronto Crach an Craite levantándose de su asiento—. ¿Manos blancas? ¿Sobre su mano? ¿La princesa con este apestoso lleno de pelos? ¿Con este… cerdo con púas?
—¡Y yo quería luchar con él como un caballero! —le secundó Rainfarn—. ¡Con este horror, con este animal! ¡Echadle los perros! ¡Los perros!
—¡Guardia! —gritó Calanthe.
Luego todo sucedió a toda velocidad. Crach an Craite tomó el cuchillo de la mesa, con un estruendo dejó caer la silla. A una orden de Eist, Draig Bon-Dhu le golpeó en la sien con la bolsa de la gaita, con todas sus fuerzas. Crach cayó sobre la mesa, entre el esturión en salsa verde y las curvadas costillas que habían sobrado del jabalí asado.
Rainfarn saltó hacia Erizo, brillando el estilete que había tenido escondido en la manga. Clococo, levantándose, lanzó un taburete de un puntapié justo a sus pies. Rainfarn saltó el obstáculo con habilidad, pero ese segundo de distracción bastó para que Erizo le evitara con una corta maniobra y le pusiera de rodillas con un potente golpe de sus puños acorazados. Clococo se lanzó con intención de quitarle a Rainfarn el estilete, pero le detuvo el príncipe Windhalm, agarrándose a su muslo como un perro de caza.
Unos soldados de la guardia entraron corriendo, armados de picas y lanzas. Calanthe, en pie y amenazante, les señaló a Erizo con un violento gesto de mando. Pavetta comenzó a gritar. Eist Tuirseach a maldecir. Todos se alzaron de sus sitios sin saber muy bien qué hacer.
—¡Matadlo! —gritó la reina.
Erizo, resoplando rabiosamente y mostrando los colmillos, se lanzó sobre los guardias. No tenía armas, pero estaba cubierto por el acero que, con estruendo, desviaba las puntas de las picas. Sin embargo, el golpe le lanzó hacia atrás, directamente hacia Rainfarn, que se estaba levantando y aprovechó para inmovilizarle agarrándole por los pies. Erizo bramó, parando con la protección de los antebrazos los golpes de las hojas que se derramaron sobre su cabeza. Rainfarn le acuchilló con el estilete pero el filo resbaló por las planchas de la coraza. Los guardias, cruzando sus palos, empujaron a Erizo hasta la chimenea labrada. Rainfarn, colgado de su cinturón, buscó en la coraza una rendija y clavó el puñal en ella. Erizo se dobló.
—¡Dunyyyyyy! —gritó con voz aguda Pavetta, saltando de la silla.
El brujo, con la espada en la mano, corrió por encima de la mesa hacia los que luchaban, derribando platos, cuencos y jarras. Sabía que no había mucho tiempo. El grito de Pavetta adoptaba un tono cada vez menos natural. Rainfarn alzó el estilete para clavar otra vez.
Geralt dio un tajo al saltar de la mesa, doblando al mismo tiempo las rodillas. Rainfarn aulló, se tambaleó hasta la pared. El brujo giró, con el centro de la hoja golpeó a un guardia que intentaba introducir la afilada lengua de la lanza por entre el faldar y la coraza de Erizo. El guardián cayó al suelo, perdiendo su yelmo plano. Por la puerta entraron más.
—¡No lo acepto! —gritó Eist Tuirseach, aferrando una silla. Con violencia destrozó el incómodo mueble contra el suelo y con lo que le quedó en las manos se lanzó hacia los que entraban.
Erizo, pinchado al mismo tiempo por dos de las picas, se derrumbó con alboroto, gritó y aulló, arrastrándose por el suelo. El tercer guardia saltó, alzó la lanza para clavarla. Geralt le tascó en la sien con la misma punta de la espada. Los que rodeaban a Erizo retrocedieron, arrojando las picas. Los que entraban por la puerta retrocedieron ante el pedazo de silla que blandía Eist, como si fuera la espada mágica Balmur en la mano del legendario Zatret Voruta.
El grito de Pavetta alcanzó su cenit y de pronto pareció romperse. Geralt presintió lo que sucedía y se tiró al suelo, alcanzando a captar con los ojos un relámpago verde. Sintió un dolor terrible en los oídos, escuchó un terrible ulular y gritos de espanto que surgían de muchas gargantas. Y luego el aullido vibrante, uniforme y monótono de la princesa.
La mesa, dispersando a su alrededor la vajilla y las viandas, se elevó, giraba, pesadas sillas volaron por la sala destrozándose contra las paredes, los tapices y las alfombras aletearon levantando nubes de polvo. Desde la salida se podía escuchar el tumulto, el estruendo y el seco chasquido de los mástiles de las lanzas rompiéndose como cerillas.
El trono, junto con la reina sentada en él, echó a rodar y como una flecha recorrió la sala, chocó con un sonoro golpe contra la pared y se desarmó. La reina cayó sin fuerzas como una muñeca de trapo. Eist Tuirseach, apenas sosteniéndose sobre sus pies, saltó hacia ella, la aferró en sus brazos y con su propio cuerpo la protegió de los cascotes que se desprendían de techos y paredes.
Geralt, apretando el medallón en la mano, tan rápido como pudo, se arrastró hacia Myszowor, quien, no se sabe gracias a qué milagro aún de rodillas y no sobre la barriga, alzó una corta varita de rama de espino. Al final de la varita había un cráneo de rata. En la pared a espaldas del druida el tapiz que mostraba el sitio y quema de la fortaleza de Ortagor ardía con fuego de verdad.
Pavetta aullaba. Volviéndose, golpeaba con su grito como si fuera un bate a todo y a todos. Si alguno de los que yacían en el suelo intentaba levantarse, lo tiraba al suelo y lo hacía rodar o lo estrellaba contra la pared. Ante los ojos de Geralt una enorme salsera de plata, esculpida en forma de nave de muchos mástiles con una proa afilada, revoloteó por el aire y fue a dar en los pies al vaivoda de nombre difícil de recordar. El revoco de los techos se iba deshaciendo poco a poco. Bajo el techo giraba la mesa y Crach an Craite, que estaba tendido sobre ella, vomitaba hacia abajo blasfemias horribles.
Geralt se unió a Myszowor, ambos cayeron detrás del montículo que, contando desde abajo, formaban Comegatos de Strept, un barrilete de cerveza, Drogodar, una silla y el laúd de Drogodar.
—¡Es Fuerza pura y primigenia! —gritó el druida, por encima del barullo y el griterío—. ¡Ella no la controla!
—¡Lo sé! —le contestó Geralt, también gritando. Un faisán asado, todavía conservando algunas plumas rayadas sobre el trasero, cayó de no se sabe dónde, golpeándolo en el pecho.
—¡Hay que pararla! ¡Los muros empiezan a agrietarse!
—¡Lo veo!
—¿Listo?
—¡Sí!
—¡Una! ¡Dos! ¡Ahora!
La golpearon los dos a la vez, Geralt con la Señal de Aard, Myszowor con un terrible hechizo de tres niveles a causa del que, daba la impresión, parecía que se iba a hundir el suelo. La silla en la que se sentaba la princesa se deshizo en astillas. Pavetta, como si no lo hubiera advertido, colgaba todavía en el aire, en el interior de una diáfana esfera verde. Sin dejar de gritar, volvió la cabeza hacia ellos y su pequeño rostro se arrugó de pronto en un gesto ominoso.
—¡Por todos los demonios! —gritó Myszowor.
—¡Cuidado! —gritó el brujo, encogiéndose—. ¡Bloquéala, Myszowor! ¡Bloquéala, o vendrá a por nosotros!
La mesa dio pesadamente contra el suelo, destrozando bajo ella las patas y todo lo que se hallaba bajo ella. Crach an Craite, que estaba subido sobre la mesa, fue impulsado tres codos hacia arriba. Una lluvia de platos y restos de comida cayó alrededor con fuerza, explotaron con estrépito sobre el suelo las garrafas de cristal. La cornisa arrancada del muro resonó como un trueno al chocar contra el suelo del castillo.
—¡Está soltando todo! —gritó Myszowor, apuntando con la varita hacia la princesa—. ¡Lo suelta todo! ¡Ahora toda la Fuerza irá a por nosotros!
Geralt, con un golpe de espada, desvió un tenedor de dos dientes que volaba directo hacia el druida.
—¡Bloquéala, Myszowor!
Los ojos esmeralda les enviaron dos relámpagos verdes. Los relámpagos se retorcieron formando unos torbellinos cegadores, unos vórtices desde cuyo interior fluía hacia ellos la Fuerza, como un ariete que hacía saltar los cráneos, cegaba los ojos, cortaba el aliento. Junto con la Fuerza, volaron hacia ellos cristal, mayólica, cuencos, candelabros, huesos, mendrugos de pan mordisqueados, bandejas, bandejitas y leños aún requemándose del hogar. El alcaide Haxo, gritando salvajemente, pasó volando sobre sus cabezas como si fuera un gran urogallo. La enorme cabeza de una carpa cocida se esparció por el pecho de Geralt, sobre el campo de oro, el oso y la doncella de Cuatrocuernos.
Por encima de las paredes de la sala agitadas por el hechizo de Myszowor, por encima de sus propios gritos y de los aullidos de los heridos, el ulular, el tumulto, la barahúnda, por encima de los aullidos de Pavetta, el brujo escuchó de pronto el más horrible sonido que le hubiera sido dado escuchar jamás.
Clococo, de rodillas, apretaba con manos y piernas la gaita de Draig Bon-Dhu. Él mismo, gritando por encima del monstruoso estruendo que surgía de la bolsa, con la cabeza echada hacia atrás, aullaba y resoplaba, gruñía y croaba, balaba y gorjeaba en una mezcla de las voces de todos los animales conocidos, desconocidos, domésticos, salvajes y hasta míticos.
Pavetta enmudeció aterrorizada, mirando al barón con la boca muy abierta. La Fuerza se debilitó violentamente.
—¡Ahora! —gritó Myszowor, moviendo la varita—. ¡Ahora, brujo!
La golpearon. La esfera verdosa que rodeaba a la princesa estalló bajo el ataque como si fuera una pompa de jabón, el vacío absorbió en un momento la Fuerza que se retorcía por la sala. Pavetta chocó con fuerza contra el pavimento y se echó a llorar.
Al cabo de un rato de calma en el que los oídos retumbaban después del recién terminado pandemónium, por encima de los escombros y los destrozos, por encima de la vajilla deshecha y de los cuerpos inmóviles, con esfuerzo y a duras penas, comenzaron a alzarse voces.
—Cuach on arse, ghoul y badraigh mal an cuach —repetía Crach an Craite, escupiendo la sangre que le brotaba de la ceja.
—Contrólate, Crach —dijo con énfasis Myszowor, limpiando sus vestidos de gachas de trigo—. Aquí hay señoras.
—Calanthe. Mi amada. Mía. ¡Calanthe! —repetía Eist Tuirseach entre beso y beso. La reina abrió los ojos pero no intentó librarse de su abrazo.
—Eist. La gente nos mira —dijo.
—Que miren.
—¿Alguien querría explicarme qué fue todo esto? —preguntó el mariscal Vissegerd, mientras se arrastraba de debajo de un tapiz descolgado.
—No —dijo el brujo.
—¡Un médico! —gritó agudamente Windhalm de Attre, inclinado sobre Rainfarn.
—¡Agua! —gritó uno de los hermanos Strept, Cargamontes, apagando con su propio caftán un tapiz que estaba ardiendo. ¡Agua, rápido!
—¡Y cerveza! —dijo roncamente Clococo.
Algunos caballeros que eran capaces de mantenerse en pie intentaron levantar a Pavetta; ésta, sin embargo, rechazó sus manos, se levantó sola y con paso vacilante se dirigió a la chimenea, delante de la cual estaba sentado Erizo, quien, apoyando la espalda en la pared, intentaba quitarse torpemente la coraza manchada en sangre.
—¡La juventud de hoy! —jadeó Myszowor, mirando en su dirección—. ¡Pronto empiezan! Sólo tienen una cosa en la cabeza.
—¿El qué?
—¿Qué pasa, brujo, no sabes que una doncella, es decir intacta, no podría usar la Fuerza?
—Que el diablo se lleve su virginidad —murmulló Geralt—. ¿De dónde ha sacado tales habilidades? Por lo que sé ni Calanthe ni Roegner…
—Las heredó de un salto, por así decirlo —dijo el druida—. Su abuela, Adalia, alzaba un puente levadizo con un movimiento de las cejas. ¡Hey, Geralt, mira eso! ¡Aún no tiene bastante!
Calanthe, todavía colgada de los brazos de Eist Tuirseach, señaló a los guardias al herido Erizo. Geralt y Myszowor se acercaron deprisa, pero no era necesario. Los guardias se alejaron de la figura semipostrada, retrocedieron susurrando y murmurando.
El monstruoso morro de Erizo se deformó, se retorció, comenzó a perder contorno. Las púas y las cerdas ondularon y se transformaron en unos brillantes cabellos negros y en una rizada barba que rodeaban un pálido y anguloso rostro masculino, dotado de una poderosa nariz.
—Qué… —se atragantó Eist Tuirseach—. ¿Quién es? ¿Erizo?
—Duny —dijo Pavetta con voz suave. Calanthe, con los labios apretados, volvió la cabeza.
—¿La maldición? —murmuró Eist—. Pero cómo…
—Ha sonado la media noche —dijo el brujo—. Justo en este momento. La campana que escuchamos antes fue una equivocación y un error. Del campanero. ¿Verdad, Calanthe?
—Verdad, verdad —jadeó el hombre llamado Duny, respondiendo en lugar de la reina quien, de todos modos, no tenía intenciones de responder—. Al mismo tiempo, podría ser que en vez de hablar tanto, alguien me ayudara a quitarme estas latas y llamara al médico. Ese loco de Rainfarn me pinchó bajo las costillas.
—¿Para qué necesitamos un médico? —dijo Myszowor, sacando su varita.
—Basta. —Calanthe se enderezó, alzando la cabeza con orgullo—. Basta. Una vez todo haya terminado, quiero veros en mi habitación. A todos los que estáis aquí de pie. Eist, Pavetta, Myszowor, Geralt y tú… Duny. ¿Myszowor?
—Sí, reina.
—Acaso con esa vara tuya… Me di un golpe en la columna. Y sus alrededores.
—A la orden, reina.