Había alguien en su cuarto de la troje. Geralt lo supo incluso antes de acercarse a la puerta, lo reconoció en la ligera vibración del medallón. Sopló la lamparilla con la que iluminaba las escaleras. Sacó el estilete de la bota, se lo colocó por detrás, en el cinturón. Alzó el picaporte. En la habitación reinaba la oscuridad. Pero no para el brujo.
Cruzó el umbral premeditadamente despacio, indolente, cerró la puerta con lentitud detrás de sí. Al segundo siguiente, con un poderoso reflejo, saltó un largo trecho, se arrojó sobre la figura que estaba sentada en su cama, la apretó contra las sábanas mientras la sujetaba con el antebrazo izquierdo por debajo de la barbilla. Tanteó en busca del estilete. No lo encontró. Algo no funcionaba.
—No esta mal para empezar —habló ella con una voz apagada, tendida debajo de él sin moverse—. Contaba con ello, pero no juzgué que fuéramos a acabar tan pronto en la cama. Quita la mano de mi garganta, si no te importa.
—Eres tú.
—Soy yo. Escucha, hay dos opciones. La primera: te sientas a mi lado y hablamos. La segunda: nos quedamos en esta posición, pero al menos me gustaría quitarme las botas.
El brujo escogió la primera opción. La muchacha suspiró, se levantó, se colocó los cabellos y la falda.
—Enciende la luz —dijo—. Yo no veo en las tinieblas, como tú, y me gusta ver a mi interlocutor.
Se acercó a la mesa, alta, delgada, vivaracha, se sentó, extendiendo delante de sí los pies metidos en altas botas. No tenía ningún arma a la vista.
—¿Tienes aquí algo para beber?
—No.
—En ese caso me alegro de haber traído esto —sonrió mientras ponía sobre la mesa un galápago de viaje y dos vasos de cuero.
—Es casi medianoche —dijo Geralt con frialdad—. ¿No podemos ir al grano?
—Ahora. Ten, bebe. A tu salud, Geralt.
—A la tuya, Córvida.
—Me llamo Renfri, joder. —Alzó la cabeza—. Te permito omitir el título de princesa, ¡pero deja de llamarme Córvida!
—Más bajo, que despiertas a toda la casa. ¿Me voy a enterar por fin con qué objeto te has colado aquí por la ventana?
—Vaya poca imaginación que tienes, brujo. Quiero evitar que en Blaviken haya una matanza. Para ponerme de acuerdo contigo, me he arrastrado por los tejados como si fuera un gato. Valora el hecho.
—Lo valoro —dijo Geralt—. Sólo que no sé lo que puede salir de tal conversación. La situación está clara. Stregobor vive en una torre encantada, para llegar hasta él tendrías que sitiarlo. Si haces esto, de nada te servirá tu salvoconducto. Audoen no te protegerá si violas abiertamente la ley. El alcalde, la guardia, todo Blaviken se pondrá contra ti.
—Todo Blaviken, si se pone contra mí, lo lamentará terriblemente. —Renfri se sonrió, mostrando unos feroces dientes blancos—. ¿Has echado un vistazo a mis muchachos? Te juro que conocen su oficio. ¿Te imaginas lo que pasaría si se llega a un combate entre ellos y esos imbéciles de la guardia, que se tropiezan a cada paso con sus propias alabardas?
—¿Y tú, Renfri, te imaginas que yo me voy a quedar sentado mirando tranquilamente el desarrollo de esa lucha? Como ves, vivo en casa del alcalde. En caso necesario me pondré de su lado.
—No dudo —Renfri adoptó un tono más serio— que lo harás. Aunque con toda seguridad estarás solo, porque el resto se esconderá en los sótanos. No hay en el mundo un alcalde que sea capaz de vencer a siete espadachines. Ningún individuo sería capaz. Pero, peloblanco, dejemos de asustarnos el uno al otro. Te dije: la carnicería y el derramamiento de sangre se pueden evitar. En concreto, hay dos personas que pueden evitarlos.
—Soy todo oídos.
—Una —dijo Renfri— es el propio Stregobor. Sale voluntariamente de su torre, yo me lo llevo a algún lugar desierto y Blaviken se sumerge de nuevo en su bienaventurada apatía y se olvida rápidamente de todo este asunto.
—Stregobor puede parecer chiflado, pero no hasta ese punto.
—Quién sabe, brujo, quién sabe. Existen argumentos que no se pueden refutar, existen proposiciones que no se pueden rechazar. A ellos pertenece, por ejemplo, el ultimátum tridamo. Le lanzaré al hechicero un ultimátum tridamo.
—¿Y en qué consiste ese ultimátum?
—Ése es mi secreto.
—Como quieras. Sin embargo, dudo de su efectividad. Cuando Stregobor habla de ti, le castañetean los dientes. Un ultimátum que le hiciera entregarse voluntariamente en tus preciosas manos tendría que ser de verdad considerable. Pasemos entonces a la segunda persona que puede evitar una masacre en Blaviken. Intentaré adivinar quién es.
—Ardo de curiosidad por comprobar tu perspicacia, peloblanco.
—Eres tú, Renfri. Tú misma. Muestras tu verdadera magnanimidad de princesa, ¿qué digo?, de reina, y renuncias a tu venganza. ¿Lo he adivinado?
Renfri echó la cabeza hacia atrás y se rió roncamente, tapándose a trechos la boca con una mano. Luego se puso seria, clavó en el brujo unos ojos centelleantes.
—Geralt —dijo—, yo era princesa, pero en Creyden. Tenía todo lo que podía soñar, no tenía ni que pedirlo. Servicio a mi llamada, vestidos, zapatos. Bragas de batista. Alhajas y brillantes, un potrillo bayo, peces de colores en el estanque. Muñecas y una casita para ellas, más grande que este cuarto tuyo. Y así era hasta el día en que tu Stregobor y esa puta de Aridea le mandaron al cazador llevarme al bosque, degollarme y traerles el corazón y el hígado. Bonito, ¿no es cierto?
—No, más bien horrible. Me alegro de que entonces te las arreglaras con el cazador, Renfri.
—¡Y una mierda me las arreglé! Le dio pena y me soltó. Pero antes de ello me violó, el hideputa, y me robó los pendientes y la diadema de oro.
Geralt la miró directamente a los ojos, jugueteando con el medallón. Ella no apartó la mirada.
—Y ése fue el fin de la princesita —continuó—. El vestido se rompió, la batista perdió irremediablemente su blancura. Y luego hubo suciedad, hambre, frío, palos y puntapiés. Dejarse hacer por cualquier cerdo a cambio de un plato de sopa o de un techo sobre la cabeza. ¿Sabes cómo tenía yo el cabello? Como terciopelo, y me llegaba hasta un palmo por debajo del trasero. Una vez pillé piojos y me lo cortaron con tijeras de esquilar ovejas, hasta la misma piel. Nunca más me volvió a crecer como es debido.
Se calló por un instante, se retiró de la frente los rizos desiguales.
—Robaba para no morir de hambre —comenzó—. Mataba para que no me matasen. Estuve en mazmorras que apestaban a orina, sin saber si al día siguiente me iban a colgar o simplemente a darme de azotes y expulsarme. Y durante todo este tiempo mi madrastra y tu hechicero me pisaban los talones, mandándome asesinos, intentándome envenenar, me lanzaban encantamientos. ¿Mostrar magnanimidad? ¿Otorgarle el perdón como una reina? Como una reina le voy a cortar yo la cabeza y puede que antes los dos pies, ya veremos.
—¿Aridea y Stregobor te intentaron envenenar?
—Por supuesto. Con una manzana empapada en extracto de ortigas. Me salvó cierto gnomo. Me dio un antídoto después del cual pensé que me daría la vuelta como una media. Pero sobreviví.
—¿Era uno de los siete gnomos?
Renfri, que justo en aquel momento estaba sirviendo, se quedó quieta, con el galápago sobre el vaso.
—Ajá —dijo—. Sabes mucho de mí. ¿Y qué? ¿Tienes algo contra los gnomos? ¿O contra otros humanoides? Si hay que ser precisos, diré que fueron para mí mejores que la mayor parte de la gente. Pero esto no tiene que importarte. Como te he dicho, Stregobor y Aridea me persiguieron como a una fiera salvaje mientras pudieron. Luego dejaron de poder, yo misma me convertí en el cazador. Aridea estiró la pata en su propia cama, tuvo suerte de que no la pillara antes, tenía preparado para ella un programa especial. Y ahora lo tengo para el hechicero. Geralt, en tu opinión, ¿se merece o no la muerte? Di.
—No soy juez. Soy brujo.
—Por eso. He dicho que hay dos personas que pueden evitar el derramamiento de sangre en Blaviken. La segunda eres tú. El hechicero te dejará entrar en la torre. Y luego lo matas.
—Renfri —dijo tranquilo Geralt—, ¿acaso te has caído de cabeza del tejado cuando venías hacia aquí?
—¿Eres un brujo o no, joder? Dicen que mataste una kikimora, que la trajiste en un asno para tasarla. Stregobor es peor que cualquier kikimora, que al fin y al cabo es sólo una bestia irracional y que mata porque así la hicieron los dioses. Stregobor es un salvaje, un maniaco, un monstruo. Tráemelo en un asno y no repararé en oro.
—No soy un esbirro a suelo, Córvida.
—No, no lo eres —afirmó con una sonrisa. Se echó hacia atrás apoyada en el escabel y cruzó las piernas sobre la mesa, sin hacer el mínimo esfuerzo por ocultar el muslo con la falda—. Eres un brujo, defensor de la gente, a la que proteges del Mal. Y en este caso el Mal es el hierro y el fuego que empezarán a correr en cuanto estemos frente a frente. ¿No te das cuenta de que te propongo el mal menor, la mejor de las soluciones? Incluso para ese hideputa de Stregobor. Puedes matarlo con compasión, de un golpe, de sopetón. Morirá sin saber que muere. Y yo eso no se lo garantizo. Antes al contrario.
Geralt estaba en silencio. Renfri se estiró, alzando las manos bien arriba.
—Comprendo tus titubeos —dijo—. Pero debo conocer la respuesta ahora mismo.
—¿Sabes por qué Stregobor y la condesa quisieron matarte, entonces, en Creyden, y luego?
Renfri se incorporó violentamente, bajó los pies de la mesa.
—Creo que está claro —estalló—. Querían librarse de la primogénita de Fredefalk porque era la heredera del trono. Los hijos de Aridea procedían de una unión morganática y no tenían ningún derecho a…
—Renfri, no hablo de eso.
La muchacha bajó la cabeza, pero sólo un momento. Sus ojos destellaron.
—Va, venga. Dicen que estoy como maldita. Contaminada desde el seno materno. Dicen que soy…
—Termina.
—Un monstruo.
—¿Y lo eres?
Durante un corto momento pareció indefensa y derrotada. Y muy triste.
—No lo sé, Geralt —susurró, después de lo que sus rasgos se endurecieron de nuevo—. ¿Por qué y cómo coño lo voy a saber? Si me hiero en un dedo, sangro. Sangro también cada mes. Si me atraco de comer, me duele la tripa y si bebo demasiado, la cabeza. Si estoy contenta, canto, y si estoy triste, blasfemo. Si odio a alguien, lo mato y si… Aj, joder, basta ya. Responde, brujo.
—Mi respuesta es: «No».
—¿Recuerdas lo que te he dicho? —preguntó al cabo de un rato de silencio—. Hay proposiciones que no se pueden rechazar, las consecuencias son terribles. Te advierto muy en serio, la mía es de ese tipo. Piénsatelo bien.
—Lo he pensado bien. Y tómame en serio porque yo te advierto también en serio.
Renfri calló durante un rato, jugando con el collar de perlas que rodeaba por tres veces el contorno de su cuello. El collar caía burlón entre dos hermosas semiesferas visibles por encima del escote del caftán.
—Geralt —dijo—. ¿Stregobor te pidió que me mataras?
—Sí. Pensaba que sería el mal menor.
—¿Puedo suponer que le rechazaste como a mí?
—Puedes.
—¿Por qué?
—Porque no creo en el mal menor.
Renfri sonrió ligeramente, después de lo cual los labios se le torcieron en un gesto bastante poco agradable a la luz amarilla de las velas.
—No crees, dices. Sabes, tienes razón, pero sólo en parte. Sólo existen el Mal y el Mal Mayor, y sobre ellos dos, en las tinieblas, está el Mal Muy Mayor. El Mal Muy Mayor, Geralt, es algo que no puedes ni imaginarte, aunque pienses que ya nada puede sorprenderte. Y sabes, Geralt, a veces resulta que el Mal Muy Mayor te agarra por la garganta y te dice: «Elige, hermano, o yo, o aquel otro, un poco menor».
—¿Se puede saber a dónde quieres llegar?
—A ningún lugar. He bebido de más y me entretengo en filosofar, busco las verdades supremas. Justo acabo de encontrar una: el mal menor existe, pero no podemos elegirlo nosotros solos. El Mal Muy Mayor consigue imponernos tal elección. Lo queramos o no.
—Está claro que yo he bebido demasiado poco. —El brujo sonrió ásperamente—. Y la medianoche, como suele suceder con las mediasnoches, ha pasado en un suspiro. Concretemos. No vas a matar a Stregobor en Blaviken, no te lo permito. No te permito que se llegue aquí a luchas y masacres. Por segunda vez te propongo: olvídate de la venganza. Renuncia a matarlo. De esta forma le probarás a él, y no sólo a él, que no eres un monstruo inhumano sediento de sangre, un mutante, un engendro. Le probarás que se equivocó. Que su error te causó un gran daño.
Renfri miró durante un momento al medallón del brujo, que se balanceaba en la cadena enrollada en sus dedos.
—Y si te digo, brujo, que no soy capaz de perdonarle ni de renunciar a la venganza, significará que le doy a él, y no sólo a él, la razón, ¿verdad? ¿Le probaré también que al fin y al cabo soy un monstruo, un demonio inhumano maldito por los dioses? Escucha, brujo. En el mismo comienzo de mis vagabundeos me acogió cierto labrador. Le gusté. Como él a mí no me gustaba para nada, y antes al contrario, cada vez que me quería tener, me apaleaba de tal modo que apenas podía arrastrarme del camastro. Un día me levanté cuando todavía estaba oscuro y le corté la garganta al labrador. Con una guadaña. No tenía entonces tanta destreza como tengo ahora y el cuchillo me parecía demasiado pequeño. Y sabes, Geralt, escuchando como el labrador gorgoteaba y se ahogaba, mirando como pataleaba, sentí que las huellas de sus palos y puntapiés no dolían ya más, y que me sentía bien, tan bien que… Me fui temprano, silbando, sana, alegre y feliz. Y luego, a cada vez, fue lo mismo. Si fuera distinto, entonces, ¿quién iba perder tiempo en la venganza?
—Renfri —dijo Geralt—. Independientemente de tus razones y de tus motivos, no te irás de aquí silbando y no te vas a sentir «tan bien que». No te irás alegre y feliz, pero te irás viva. Mañana temprano, como mandó el alcalde. Ya te lo he dicho, pero lo repito. No matarás a Stregobor en Blaviken.
Los ojos de Renfri brillaron a la luz de las velas, brillaron las perlas en el escote del caftán, brilló el medallón con las fauces de lobo vibrando en la cadena de plata.
—Lo siento por ti —dijo de pronto la muchacha con lentitud, mirando el disco centelleante y plateado—. Afirmas que no existe el mal menor. Estás de pie en la plaza, sobre el empedrado ahogado en sangre, solo, tan absolutamente solo, porque no supiste elegir. No supiste, pero lo hiciste. Nunca, nunca vas a llegar a saber, nunca vas a tener la completa seguridad, nunca, escuchas… Y tu pago serán piedras, insultos. Me das pena.
—¿Y tú? —preguntó el brujo en voz baja, casi un susurro.
—Yo tampoco sé elegir.
—¿Quién eres?
—Soy quien soy.
—¿Dónde estás?
—Tengo… frío.
—¡Renfri! —Geralt apretó el medallón con las manos.
Agitó la cabeza como si se despertara de un sueño, parpadeó varias veces, asombrada. Durante un momento, muy corto, pareció asustada.
—Has vencido —dijo de pronto con sequedad—. Has vencido, brujo. Mañana temprano me iré de Blaviken y nunca más volveré a esta asquerosa villa. Nunca. Echa más, si es que queda algo en la botella.
Su habitual sonrisa pícara y burlona había vuelto a sus labios cuando dejó el vaso vacío sobre la mesa.
—¿Geralt?
—Qué.
—Este maldito tejado es muy abrupto. Preferiría salir al amanecer. En la oscuridad podría caerme y romperme algo. Soy una princesa, tengo un cuerpo delicado, soy capaz de percibir un guisante debajo de un colchón de paja. Si no está muy lleno de paja, por supuesto. ¿Qué dices a esto?
—Renfri —Geralt sonrió sin quererlo—, ¿acaso lo que dices es digno de una princesa?
—¿Qué sabes tú de princesas, joder? Yo era una princesa y sé que lo más agradable de ser una es poder hacer lo que se quiera. ¿Tengo que decirte claramente lo que quiero o te lo imaginas?
Geralt, aún sonriendo, no respondió.
—No quiero ni siquiera pensar que no te gusto —se enfadó la muchacha—. Prefiero suponer que tienes miedo de que te alcance el mismo destino que al labrador. Eh, peloblanco. No tengo nada afilado. O mejor, compruébalo tú mismo.
Le puso los pies en las rodillas.
—Quítame las botas. La caña de las botas es el mejor lugar para guardar un cuchillo.
Descalza, se levantó, se desató la hebilla del cinturón.
—Aquí tampoco escondo nada. Ni aquí, como ves. Apaga esa maldita lámpara.
En el exterior en la oscuridad maullaba un gato.
—¿Renfri?
—¿Qué?
—¿Esto es batista?
—Por supuesto, joder. ¿Soy una princesa o no?