III

La Puerta de Oro, el local representativo de la villa, estaba repleto y bullicioso. Los clientes, lugareños y forasteros, se ocupaban por lo general de asuntos típicos para las distintas naciones y profesiones. Serios mercaderes se peleaban con enanos por el precio de las mercancías y el porcentaje del crédito. Mercaderes menos serios pellizcaban el culo de las muchachas que repartían la cerveza y el potaje de garbanzos. Los tontos del pueblo hacían ver como que estaban muy bien informados. Las rameras trataban de gustar a los que tenían dinero pero a la vez intentaban alejar de sí a los que no lo tenían. Arrieros y pescadores bebían con tanta desmesura como si al día siguiente fuera a entrar en vigor una ley prohibiendo la fermentación del lúpulo. Los marineros cantaban canciones que celebraban las olas del mar, la valentía de los capitanes y la donosura de las sirenas, esto último con bastante pintoresquismo y abundancia de datos.

—Aguza la memoria, Setnik —dijo Caldemeyn al posadero, pasando por el mostrador para que se le oyera por encima del barullo—. Seis mozos y una muchacha, vestidos en piel negra con adornos de plata, a la moda novigrada. Los vi en los portazgos. ¿Se quedaron en tu casa o fueron a Los Atunes?

El posadero frunció el ceño mientras limpiaba una jarra de cerveza con un delantal a rayas.

—Aquí, alcalde —dijo al fin—. Me soltaron que venían a la feria, y todos traían espada, hasta la moza. Vestidos de negro, como hablasteis.

—Pues eso —afirmó con la cabeza el alcalde—. ¿Y dónde están ahora? Aquí no los veo.

—En la sala chica. Con oro pagaron.

—Iré solo —dijo Geralt—. No hay por qué hacer de esto un asunto oficial, al menos de momento, delante de todos ellos. La traeré aquí.

—Pues mejor. Pero ojo, no quiero camorra.

—Tendré cuidado.

La canción de los marineros, a juzgar por la creciente saturación de imprecaciones, se acercaba a su gran final. Geralt entreabrió las cortinas que cubrían la entrada a la sala chica, tiesas y pegajosas de la suciedad.

A la mesa de la sala chica estaban sentados seis hombres. Aquélla a la que esperaba no estaba entre ellos.

—¿Qué? —dijo el que le vio primero, un calvorota con la faz destrozada por una cicatriz que discurría entre la ceja izquierda, la base de la nariz y la mejilla derecha.

—Quiero ver a Córvida.

De la mesa se levantaron dos figuras idénticas, con idénticos rostros inmóviles, claros cabellos desgreñados que llegaban hasta los hombros, idénticos trajes ajustados de piel oscura, adornos de plata brillante. Con idéntico movimiento los gemelos alzaron idénticas espadas.

—Tranquilo, Vyr. Siéntate, Nimir —dijo el hombre de la cicatriz, apoyando el codo en la mesa—. ¿A quién quieres ver, hermano? ¿Quién es esa Córvida?

—Sabes de sobra lo que quiero.

—¿Quién es este tío? —dijo un fortachón medio desnudo, empapado en sudor, el torso cruzado de cinturones, con púas protegiéndole los antebrazos—. ¿Lo conoces, Nohorn?

—No lo conozco —dijo el hombre de la cicatriz.

—Es un albino de ésos —se rió un hombre delgado de cabellos oscuros sentado junto a Nohorn. Sus rasgos delicados, grandes ojos negros y orejas terminadas en punta delataban sin error la mezcla de sangre de elfo—. Un albino, un mutante, un aborto de la naturaleza. Y que también a tales seres se permita entrar en las tabernas donde están las personas honradas.

—Yo ya le he visto antes —dijo un tipo achaparrado y tostado, con los cabellos en una trenza a la espalda, midiendo a Geralt con una furiosa mirada de sus ojos de largas pestañas.

—No importa dónde lo hayas visto, Tavik —dijo Nohorn—. Escucha, hermano. Civril te ha insultado hace un momento. ¿No le vas a retar? Es una noche tan aburrida.

—No —afirmó tranquilo el brujo.

—¿Y a mí, si te echo por la cabeza esta caldereta de pescado, me retarías? —se rió el medio desnudo.

—Tranquilo, Quincena —dijo Nohorn—. Ha dicho que no, pues no. De momento. Venga, hermano, dinos lo que tengas que decir y lárgate. Tienes la oportunidad de irte. Si no la aprovechas, te echará el servicio.

—A ti no tengo nada que decirte. Quiero ver a Córvida. A Renfri.

—¿Habéis oído, muchachos? —Nohorn miró a sus compañeros—. Quiere ver a Renfri. ¿Y se puede saber con qué motivo, hermano?

—No se puede.

Nohorn alzó la cabeza y miró a los gemelos, estos entonces dieron un paso al frente, haciendo sonar las hebillas de plata de las altas botas.

—Ya sé —dijo de pronto el de las trenzas—. ¡Ya sé dónde le he visto antes!

—¿Qué barbullas, Tavik?

—Delante de la casa del alcalde. Traía una especie de dragón para venderlo, un cruce entre araña y cocodrilo. La gente decía que era un brujo.

—¿Qué es eso del brujo? —preguntó el desnudo, Quincena—. ¿Eh? ¿Civril?

—Un maldito hechicero —dijo el medio elfo—. Un prestidigitador por un puñado de monedas de plata. Ya os dije, un aborto de la naturaleza. Un insulto al orden humano y divino. A éstos habría que quemarlos.

—No nos gustan los hechiceros —murmuró Tavik sin quitar de Geralt sus ojos pestañosos—. Me da en la nariz, Civril, que vamos a tener más trabajo en esta cloaca de lo que pensábamos. Aquí hay más de uno y todo el mundo sabe que se protegen los unos a los otros.

—La cabra tira al monte —sonrió con maldad el mestizo—. Y que en el mundo haya cosas como tú. ¿Quién os cría, engendro?

—Más tolerancia, si no te importa —dijo con tranquilidad Geralt—. Tu madre, por lo que veo, debía de pasear sola por el bosque bastante a menudo para que tuvieras motivos de darle vueltas a tu propio origen.

—Puede ser —respondió el medio elfo sin dejar de sonreír—. Pero yo al menos conocí a mi propia madre. Tú, como brujo, no puedes decir lo mismo.

Geralt palideció ligeramente y apretó los labios. Nohorn, al que no se le había escapado el gesto, se rió con estruendo.

—Venga, hermano, no puedes dejar pasar tales agravios. Eso que tienes en el lomo parece una espada. ¿Y? ¿Vais a salir tú y Civril a la calle? Es una noche tan aburrida.

El brujo no reaccionó.

—Maldito cobarde —resopló Tavik.

—¿Qué ha dicho de la madre de Civril? —continuó monótono Nohorn, apoyando la barbilla en las manos entrelazadas—. Algo muy injurioso, si no entendí mal. Que se la follaban o algo así. Eh, Quincena, ¿acaso está bien escuchar como cualquier vagabundo insulta a la madre de un compañero? ¡Las madres, y sus chochos, son sagradas!

Quincena se levantó enérgicamente, desató la espada, tiró la mesa, sacó pecho, colocó las muñequeras de plata que le protegían los antebrazos, escupió y dio un paso hacia adelante.

—Por si tienes cualquier duda —dijo Nohorn—, te aviso de que Quincena te está retando a una lucha a puñetazos. Te dije que te iban a echar de aquí. Haced sitio.

Quincena se acercó, levantando los puños. Geralt puso la mano sobre la empuñadura de la espada.

—Ten cuidado —dijo—. Un paso más y vas a tener que buscar tus manos por el suelo.

Nohorn y Tavik se separaron, echando mano a la espada. Los silenciosos gemelos alzaron las suyas con idéntico movimiento. Quince retrocedió. El único que no se movió fue Civril.

—¿Qué coño pasa aquí? ¿No puedo dejaros solos ni un minuto?

Geralt se dio la vuelta muy despacio y se encontró mirando de frente a unos ojos del color del agua del mar.

Era casi tan alta como él. Llevaba los cabellos de color del heno cortados irregularmente, un poco por debajo de las orejas. Estaba de pie, apoyando una mano en la puerta, vestida con un caftán de terciopelo que se ajustaba con un cinturón plagado de ornamentos. Su falda era irregular, asimétrica, por el lado izquierdo alcanzaba las pantorrillas y por el derecho dejaba al descubierto un muslo poderoso y la caña de una bota alta de piel de alce. En el costado izquierdo portaba una espada, en el derecho un estilete con un gran rubí en el pomo.

—¿Os habéis quedado mudos?

—Es un brujo —masculló Nohorn.

—¿Y qué?

—Quería hablar contigo.

—¿Y qué?

—¡Es un hechicero! —vociferó Quincena.

—No nos gustan los hechiceros —ladró Tavik.

—Tranquilos, muchachos —dijo la chica—. No es un crimen el que quiera hablar conmigo. Vosotros seguid divirtiéndoos. Y sin escándalos. Mañana es día de mercado. ¿No querréis, supongo, que vuestras travesuras alteren la feria, un acontecimiento tan importante en la vida de esta simpática villa?

En el silencio que siguió pudo escucharse una terrible y apagada risa. Civril, todavía tendido indolente en el banco, se reía.

—Que te, Renfri… —balbució el mestizo—, ¡un acontecimiento… importante!

—Cállate, Civril. Inmediatamente.

Civril dejó de reírse. Inmediatamente. Geralt no se asombró. En la voz de Renfri resonaba algo muy extraño. Algo que se relacionaba con el rojo reflejo de las llamas en las hojas de las espadas, con el grito de los asesinados, con el relincho de los caballos y el perfume de la sangre. Los demás debían de tener parecidas sensaciones porque la palidez cubrió hasta el bronceado rostro de Tavik.

—Venga, peloblanco —Renfri interrumpió el silencio—. Vamos a la sala grande, unámonos al alcalde con el que has venido. Seguro que él también quiere hablar conmigo.

Caldemeyn, que estaba esperando junto al mostrador, al verlos venir interrumpió la conversación con el posadero, se enderezó y colocó la mano sobre el pecho.

—Escuchad, señora —habló con dureza, sin perder el tiempo en el intercambio de las trivialidades habituales—. Sé por parte del aquí presente brujo de Rivia lo que os ha traído a Blaviken. Al parecer guardáis algún rencor a nuestro hechicero.

—Puede. ¿Y qué pasa con eso? —preguntó en voz baja Renfri, también en un tono poco cortés.

—Pues pasa que para tales ofensas hay juzgados de villa y de castillo. Al que aquí en Arcomare quiera vengar alguna ofensa con el yerro, se le toma por un vulgar asesino. Y pasa que u os vais tempranito por la mañana de Blaviken con toda vuestra negra compaña u os meto en la mazmorra pre… ¿Cómo se llama eso, Geralt?

—Preventiva.

—Justo. ¿Habéis comprendido, señorita?

Renfri tomó una bolsita que colgaba del cinturón, extrajo un pergamino varias veces doblado.

—Leed vos mismo, alcalde, si sabéis leer. Y no me llaméis nunca más «señorita».

Caldemeyn cogió el pergamino, leyó largo rato, luego se lo dio a Geralt sin decir una palabra.

—«A mis condes, vasallos y súbditos libres —leyó el brujo en voz alta—. Ante todo y todos aseveramos que Renfri, princesa creydena, a nuestro servicio se halla y querida es a nuestros ojos, y por ello aquél que le ocasionara pergüicio, se atraerá nuestra cólera sobre su cabeza. Audoen, rey…» «Perjuicio» se escribe de otra manera. Pero el sello parece auténtico.

—Porque es auténtico —dijo Renfri, quitándole el pergamino—. Lo puso Audoen, vuestro poderoso señor. Por eso os aconsejo que no me causéis perjuicio. Independientemente de cómo se escriba, las consecuencias pueden ser deplorables. No me vais a meter, señor alcalde, en ninguna mazmorra. Ni me vais a llamar más «señorita». No he quebrado ninguna ley. De momento.

—Si la quiebras siquiera una pulgada —Caldemeyn parecía que fuera a escupir—, te meto en la trena junto con el pergamino. Encomiéndate a todos los dioses, señorita. Vamos, Geralt.

—Contigo, brujo —Renfri tocó los hombros de Geralt—, todavía unas palabritas.

—No llegues tarde a la cena —dijo el alcalde desde la puerta—, porque Libusza se pondrá furiosa.

—No llegaré tarde.

Geralt se apoyó en el mostrador. Miró a la muchacha de ojos verdiazules mientras jugueteaba con el medallón con una faz de lobo que llevaba colgado del cuello.

—He oído hablar de ti —dijo—. Eres Geralt de Rivia, el brujo de cabellos blancos. ¿Stregobor es tu amigo?

—No.

—Entonces eso facilita el asunto.

—No tanto. No tengo intenciones de quedarme mirando.

Los ojos de Renfri se estrecharon.

—Stregobor morirá mañana —afirmó en voz baja, quitándose de la frente los cabellos irregularmente cortados—. El mal sería menor si sólo muriera él.

—Sí, pero antes de que Stregobor muera, morirán también unas cuantas personas más. No veo otra posibilidad.

—Unas cuantas, brujo, es decir poco.

—Para asustarme hacen falta algo más que palabras, Córvida.

—No me llames Córvida. No me gusta. La cosa es que yo veo otras posibilidades. Valdría la pena hablar de ello, pero bueno, Libusza espera. ¿Al menos es guapa esa Libusza?

—¿Esto es todo lo que tenías que decirme?

—No. Pero ahora vete. Libusza espera.