II

La torre, construida con bloques de granito finamente labrado, coronada por los dientes de las almenas, se presentaba imponente, dominando sobre los destrozados tejados de las labranzas y las abombadas techumbres de paja de las pallozas.

—Ha hecho reforma, veo —dijo Geralt—. ¿Con hechizos u os obligó a trabajar?

—Con hechizos, principalmente.

—¿Cómo es, este Irion vuestro?

—De fiar. Ayuda a la gente. Pero huraño, solitario. Casi no sale de la torre.

Sobre las puertas, decoradas con rosetones de clara madera taraceada, colgaba una gigantesca aldaba con la forma de la cabeza de un pez aplastado de ojos saltones que sujetaba una rueda de latón con una boca dentada. Caldemeyn, se veía que ya bastante acostumbrado al uso del mecanismo, se acercó, se aclaró la voz y recitó:

—Saluda el alcalde Caldemeyn con un asunto para el Maestro Irion. Con él, saluda el brujo Geralt de Rivia, por el mismo asunto.

Durante un largo instante no sucedió nada, hasta que por fin la cabeza del pez abrió la dentada mandíbula y exhaló un par de nubecillas de vaho.

—El Maestro Irion no recibe. Idos, buena gente.

Caldemeyn se removió en el sitio, miró a Geralt. El brujo encogió los hombros. Nosikamyk, concentrado y serio, se rebuscaba en las narices.

—El Maestro Irion no recibe —repitió, metálica, la aldaba—. Idos, buena…

—No soy buena gente —interrumpió sonoramente Geralt—. Soy un brujo. Eso, sobre el asno, es una kikimora que maté muy cerca de la villa. La obligación de cada hechicero residente es cuidar de la seguridad de los alrededores. El Maestro Irion no tiene que honrarme con una entrevista, no tiene que recibirme, si tal es su voluntad. Pero que eche un vistazo a la kikimora y saque sus conclusiones. Nosikamyk, empuja la kikimora y arrójala aquí, junto a la misma puerta.

—Geralt —dijo en voz baja el alcalde—. Tú te vas a ir y yo tengo que…

—Vámonos, Caldemeyn. Nosikamyk, sácate el dedo de la nariz y haz lo que te he dicho.

—Esperad —dijo la aldaba con una voz completamente distinta—. Geralt, ¿eres tú de verdad?

El brujo blasfemó por lo bajo.

—Estoy perdiendo la paciencia. Sí, soy de verdad yo. ¿Y qué pasa porque sea yo de verdad?

—Acércate a la puerta —dijo la aldaba, echando un par de nubecillas de vaho—. Solo. Te dejaré entrar.

—¿Y qué hay de la kikimora?

—Que le den por saco. Quiero hablar contigo, Geralt. Sólo contigo. Perdonadme, alcalde.

—Y a mí qué más me da, Maestro Irion. —Caldemeyn se despidió con la mano—. Adiós, Geralt. Nos vemos luego. ¡Nosikamyk! ¡El monstruo al muladar!

—Como usted mande.

El brujo se acercó a las puertas taraceadas, que se abrieron sólo un poquito, lo suficiente para que se pudiera introducir con un cierto esfuerzo. Después de ello, se cerraron de inmediato, dejándolo en la oscuridad más completa.

—¡Eh! —llamó, sin ocultar su rabia.

—Ya voy —contestó una voz extrañamente familiar.

La impresión fue tan inesperada que el brujo se tambaleó y extendió una mano buscando apoyo. No lo encontró.

Un jardín florecía blanco y rosa, olía a lluvia. Un arco iris de muchos colores atravesaba el cielo, uniendo las copas de los árboles con una lejana cordillera de tonos celestes. La casita en mitad del jardín, pequeña y modesta, se ahogaba en macizos de malvas. Geralt miró a sus pies y se dio cuenta de que estaba hasta las rodillas en un campo de amapolas.

—Venga, acércate, Geralt —sonó una voz—. Estoy delante de la casa.

Entró en el jardín atravesando los árboles. Percibió un movimiento a su izquierda, miró. Una muchacha de cabellos claros, completamente desnuda, surgió de una fila de arbustos llevando una cesta llena de manzanas. El brujo se prometió a sí mismo no asombrarse más.

—Por fin. Bienvenido, brujo.

—¡Stregobor! —se asombró Geralt.

El brujo se había encontrado en su vida a ladrones que parecían concejales, a concejales que parecían abueletes normales y corrientes, a meretrices que parecían princesas, a princesas que parecían vacas preñadas y a reyes que parecían ladrones. Pero Stregobor siempre se veía justo tal y como según todos los estereotipos y todas las imágenes tenía que verse un hechicero. Era alto, delgado, cargado de hombros, tenía unas grandes cejas grises muy pobladas y una larga y curvada nariz. Para colmo vestía una túnica negra que arrastraba hasta el suelo, con unas mangas increíblemente anchas, y en la mano aferraba una larguísima varita con una bola de cristal en la punta. Ninguno de los hechiceros a los que Geralt conocía tenía el aspecto de Stregobor. Lo más raro era que Stregobor era de verdad un hechicero.

Se sentaron en el zaguán rodeado de malvas, en sillones de mimbre, junto a una pequeña mesa de mármol blanco. La rubia desnuda con la cesta de manzanas se acercó, sonrió, se dio la vuelta y volvió al jardín, moviendo las caderas.

—¿Eso es también una ilusión? —preguntó Geralt al contemplar los balanceos.

—También. Como todo aquí. Pero se trata, querido mío, de una ilusión de primera clase. Las flores tienen perfume, las manzanas se pueden comer, las avispas te pueden picar, y a ella —el hechicero señaló a la rubia— te la puedes…

—Puede que luego.

—Mejor. ¿Qué haces, Geralt? ¿Todavía te afanas en matar por dinero a los representantes de especies en peligro de extinción? ¿Cuánto te dieron por la kikimora? Seguro que nada, si no, no hubieras venido aquí. Y pensar que hay gente que no cree en el destino. A menos que supieras algo de mí. ¿Lo sabías?

—No, no lo sabía. Éste es el último lugar donde se me hubiera ocurrido buscarte. Si la memoria no me falla, antes vivías en Kovir, en una torre parecida.

—Mucho ha cambiado desde entonces.

—Por lo menos tu nombre. Al parecer ahora eres el Maestro Irion.

—Así se llamaba el autor de esta torre, falleció hace como doscientos años. Me figuré que era apropiado honrarlo de algún modo al ocupar su lugar. Oficio aquí de residente. La mayor parte de los vecinos se ganan la vida con el mar y, como sabes, mi especialidad, además de las ilusiones, es el tiempo. A veces acallo una tormenta, a veces la provoco, a veces atraigo hacia la playa gracias al viento del oeste grandes bancos de bacalao y de merluza. Se puede vivir. Quiero decir —añadió lóbrego—, se podía vivir.

—¿Por qué «se podía»? ¿Por qué te cambiaste el nombre?

—El destino tiene muchos rostros. Puede ser hermoso en el exterior y horrible por dentro. Ha extendido hacia mí sus garras ensangrentadas…

—No has cambiado en nada, Stregobor —se enojó Geralt—. Chocheas, al tiempo que haces momios de sabio y de importante. ¿No sabes hablar con normalidad?

—Sé —suspiró el nigromante—. Si esto te alegra, puedo hacerlo. Llegué aquí huyendo de un ser monstruoso que me quiere asesinar. La huida no me ha servido de nada, me ha encontrado. Según todas las probabilidades intentará matarme mañana, como muy tarde pasado.

—Ajá —dijo impasible el brujo—. Ahora entiendo.

—Me da la sensación de que la muerte que me amenaza no causa en ti la más mínima impresión.

—Stregobor —dijo Geralt—, así es el mundo. Mucho se aprende viajando. Dos campesinos se matan entre sí por un campo al que mañana pisotean los caballos de los destacamentos de dos condes que se quieren degollar el uno al otro. A lo largo de los caminos se balancean de los árboles los ahorcados, en los bosques los ladrones les cortan las gargantas a los mercaderes. En las ciudades te tropiezas cada dos pasos con cadáveres tendidos en las regueras. En los palacios se apuñalan con estiletes y en los banquetes cada dos por tres alguien cae debajo de la mesa, lívido a causa del veneno. Ya me he acostumbrado. Por eso, ¿por qué tendría que afectarme una amenaza de muerte, y para colmo que te amenaza a ti?

—Para colmo que me amenaza a mí —repitió con sarcasmo Stregobor—. Y yo que te tenía por un amigo. Contaba con tu ayuda.

—Nuestro último encuentro —dijo Geralt— tuvo lugar en el palacio del rey Idi en Kovir. Acudí a que me pagaran por haber acabado con un amfisbén que aterrorizaba los alrededores. Por entonces tú y tu compadre Zavist, a cuál mejor, me llamasteis charlatán, máquina de matar sin cerebro y, si no recuerdo mal, carroñero. Como resultado, Idi no sólo no me pagó ni un real, sino que además me dio doce horas para irme de Kovir, y como tenía la clepsidra rota, por poco no lo cuento. Y ahora me dices que te ayude. Me dices que te persigue un monstruo. ¿De qué tienes miedo, Stregobor? Si te ataca, le dices que te gustan los monstruos, que los proteges y que cuidas de que ningún brujo carroñero les moleste. Y si el monstruo te destripa y te devora, será un monstruo muy desagradecido.

El hechicero se mantenía en silencio, con la cabeza vuelta. Geralt sonrió.

—No te pongas hecho una fiera, mago. Cuéntame lo que te amenaza. Veremos lo que se puede hacer.

—¿Has oído hablar de la Maldición del Sol Negro?

—Claro que he oído. Sólo que bajo el nombre de la Manía del Loco Eltibaldo. Así se llamaba el mago que comenzó la persecución durante la que mataron o encerraron en la cárcel a decenas de muchachas de nobles familias, incluso de la realeza. Según él estaban algo así como poseídas por demonios, malditas, contaminadas por el Sol Negro, como llamáis en vuestra pomposa jerga a un eclipse común y corriente.

—Eltibaldo, que en absoluto estaba loco, descifró las inscripciones de los menhires de Dauk y de las lápidas de las necrópolis de Wozgor, analizó las leyendas y las tradiciones de los bobolakos. Todas hablaban del eclipse en un modo que dejaba lugar a pocas dudas. El Sol Negro tenía que anunciar la pronta venida de Lilit, adorada aún en Oriente bajo el nombre de Niya, y el holocausto de la raza humana. El camino para Lilit habían de prepararlo «sesenta bestias de oro coronadas, que con ríos de sangre los valles llenarán».

—Sandeces —dijo el brujo—. Y para colmo ni siquiera rima. Toda profecía decente tiene que rimar. Lo que de verdad querían Eltibaldo y el Consejo de Hechiceros es del dominio público. Utilizasteis los delirios de un loco para fortalecer vuestro poder. Para deshacer alianzas, romper coaliciones, meter la zarpa en las dinastías, en pocas palabras, para tirar más fuerte de las cuerdas que sujetan a las marionetas con corona. Y tú aquí me echas una perorata sobre unas profecías que le darían vergüenza a un viejo de los de la feria.

—Se pueden tener reservas en torno a la teoría de Eltibaldo, a la interpretación de las profecías. Pero no hay forma de negar el hecho de la aparición de terribles mutaciones entre las muchachas nacidas a poco del eclipse.

—¿Por qué no se va a poder poner en duda? He oído hablar de algo completamente distinto.

—Estuve presente en la disección de una de ellas —dijo el brujo—. Geralt, lo que descubrimos en el interior del cráneo y de la médula no se puede describir claramente. Una especie de esponja roja. Los órganos internos estaban mezclados, algunos faltaban por completo. Todo cubierto de cerdas móviles, hilachas de color azul rosáceo. Un corazón con seis ventrículos. Dos casi atrofiados, pero es igual. ¿Qué dices a esto?

—He visto personas que en vez de manos tenían garras de águilas, personas con colmillos de lobo. Personas con articulaciones de más, con órganos de más y pensamientos de más. Todo era resultado de vuestros devaneos con la magia.

—Viste distintas mutaciones, dices. —El nigromante alzó la cabeza—. ¿Y cuántas de ellas te cargaste por dinero, siguiendo tu vocación de brujo? ¿Qué? Porque se pueden tener colmillos de lobo y quedarse en alardear de ellos delante de las putas de la taberna, y se puede tener al mismo tiempo naturaleza de lobo y atacar niños. Y justo así era en este caso de las muchachas nacidas después del eclipse. En ellas se pudo reconocer una tendencia irracional a la crueldad, a la agresión, a explosiones irresponsables de rabia y también un temperamento irascible.

—En cada hembra se puede encontrar algo parecido —se mofó Geralt—. ¿Y qué me estás desbarrando aquí? Preguntas que cuántos mutantes he matado, ¿por qué no te interesa a cuántos he desencantado, a cuántos les liberé de su maldición? Yo, vuestro odiado brujo. ¿Y qué es lo que vosotros habéis hecho, poderosos nigromantes?

—Se utilizaron las magias más altas. Tanto las nuestras como las de las sacerdotisas de distintos santuarios. Todos los intentos terminaron con la muerte de las muchachas.

—Esto atestigua vuestro fracaso, no el de las muchachas. Y así tenemos los primeros cadáveres. ¿He de entender que sólo esos fueron diseccionados?

—No sólo. No me mires así, sabes de sobra que hubo más muertos. Al principio se decidió eliminar a todas. Retiramos dos… docenas. A todas se las diseccionó. Una fue viviseccionada.

—¿Y vosotros, hideputas, os atrevéis a criticar a los brujos? Eh, Stregobor, llegará el día en que los seres humanos se hagan más juiciosos y os arranquen la piel.

—No creo que tal día llegue pronto —dijo el hechicero con aspereza—. No olvides que actuábamos en defensa de los humanos. Esas mutantes hubieran ahogado en sangre al país entero.

—Eso decís vosotros, los magos, y levantáis la nariz hasta el techo, más allá del nimbo de vuestra infalibilidad. Y, si ya estamos en ello, ¿no querrás afirmar que en vuestra caza de las supuestas mutantes no os equivocasteis ni una sola vez?

—Sea como quieras —dijo Stregobor al cabo de un largo rato de silencio—. Te seré sincero, aunque no debiera, por mero interés propio. Nos equivocamos. Y más de una vez. Su selección era bastante difícil. Por ello dejamos de… retirarlas y comenzamos a aislarlas.

—Vuestras famosas torres —suspiró el brujo.

—Nuestras torres. Sin embargo, esto fue un nuevo error. Las menospreciamos y un montón de ellas se nos escaparon. Entre los príncipes, especialmente entre los más jóvenes, aquéllos que no tenían nada que hacer, se impuso la estúpida moda de liberar bellezas prisioneras. La mayor parte, por suerte, se rompió la nuca.

—Por lo que sé, las que estaban encerradas en las torres morían muy pronto. Se dice que gracias a vuestra ayuda.

—Mentira. Es cierto, sin embargo, que mostraban apatía, rechazaban la comida… Lo que es más, poco antes de la muerte revelaban el don de la profecía. Otra prueba de la mutación.

—Como prueba no es de las más convincentes. ¿No tienes otras?

—Las tengo. Silvena, la señora de Narok, a la que nunca nos pudimos siquiera acercar, porque había llegado al poder muy pronto. Ahora suceden en ese país cosas horribles. Fialka, la hija de Evermir, que huyó de la torre con la ayuda de una cuerda hecha con sus trenzas y que ahora aterroriza Velhad del Norte. A Bernika de Talgar la liberó un príncipe idiota. Ahora, ciego, está en una mazmorra y el elemento más característico del paisaje de Talgar es el cadalso. Y hay más ejemplos.

—Seguro que los hay —dijo el brujo—. En Jamurlak, por ejemplo, gobierna un vejestorio, Abrad, que padece de escrófulas, no tiene un solo diente, nació lo menos cien años antes del eclipse, y no se va a dormir si no se tortura a alguien en su presencia. Exterminó a todos sus parientes y despobló la mitad del país en irresponsables, como las definiste, explosiones de rabia. Y hay incluso pruebas de temperamento irascible, al parecer en su juventud le llamaban incluso Abrad el Destrozador. Eh, Stregobor, estaría bien que se pudiera explicar la crueldad de los gobernantes con mutaciones o maldiciones.

—Escucha, Geralt…

—Ni lo pienso. No me convencerás de tus razones, ni mucho menos de que Eltibaldo no era un loco grillado. Volvamos al monstruo que te amenaza. Por el prólogo que le has dado, sé consciente de que la historia no me gusta. Pero te escucharé hasta el final.

—¿No me vas a interrumpir con consideraciones maliciosas?

—No puedo prometerlo.

—¿Qué más da? —Stregobor escondió las manos en las mangas de la túnica—. Así durará más. En fin, la historia comenzó en Creyden, un pequeño condado en el norte. La mujer de Fredefalk, el conde de Creyden, era Aridea, una mujer sabia y bien educada. Tenía entre sus antecesores a muchos famosos adeptos del arte de la nigromancia y, seguramente por ello, había recibido en herencia un artefacto bastante raro y potente, un Espejo de Nehalena. Como sabes, los Espejos de Nehalena los usaban sobre todo profetas y adivinos porque eran capaces de vaticinar el futuro, sin fallos pero bastante confusamente. Aridea a menudo acudía al Espejo…

—Con la pregunta habitual, como me figuro —le interrumpió Geralt—: «¿Quién es la más hermosa del mundo?». Por lo que sé, todos los Espejos de Nehalena se dividen en dos tipos: los mentirosos y los rotos.

—Te equivocas. A Aridea le interesaba más el destino del país. Y a sus preguntas el Espejo respondía vaticinándole una muerte horrible a ella, y a una gran cantidad de personas, a manos o a causa de la hija del primer matrimonio de Fredefalk. Aridea se las arregló para que esta noticia llegara hasta el Consejo, y el Consejo me envió a mí a Creyden. No tengo que agregar que la primogénita de Fredefalk había nacido poco después del eclipse. Observé a la pequeña con discreción, durante un corto período. En este tiempo se las arregló para torturar un canario y dos cachorros de perro, y también para sacarle un ojo a una sirvienta con el mango de un peine. Realicé unas cuantas pruebas con ayuda de encantamientos, la mayoría confirmaron que la pequeña era un mutante. Acudí a Aridea con esto, porque Fredefalk estaba loco por su hija. Como dije, Aridea no era una mujer tonta…

—Está claro —interrumpió Geralt de nuevo—, y seguramente tampoco le gustaba demasiado la heredera. Quería que el trono lo heredaran sus propios hijos. El resto me lo imagino. Que no se encontraba por allí nadie que le retorciera el pescuezo. Y ya puestos, a ti también.

Stregobor suspiró, alzó los ojos al cielo del cual todavía colgaba un arco iris multicolor y pintoresco.

—Yo era partidario de que solamente se la aislara, pero la condesa decidió otra cosa. Mandó la niña al bosque con un esbirro a sueldo, un cazador. Lo encontramos después entre la maleza. No llevaba pantalones, así que no fue difícil descubrir el curso de los acontecimientos. Le había clavado el alfiler de un broche en el cerebro a través de la oreja, seguro que cuando tenía la atención concentrada en algo completamente distinto.

—Si piensas que me da pena —murmuró Geralt—, te equivocas.

—Organizamos una batida, pero el rastro de la pequeña se había perdido. Yo tuve entonces que abandonar Creyden a toda prisa porque Fredefalk comenzó a sospechar algo. Hasta tres años más tarde no me llegaron noticias de Aridea. Había encontrado a la pequeña, vivía en Mahakam con siete gnomos, a los que había convencido de que era más lucrativo asaltar mercaderes por los caminos que envenenarse los pulmones en la mina. Era conocida como Córvida porque le gustaba ensartar a los que cogían vivos en una estaca afilada y echarlos a los cuervos. Aridea mandó varias veces asesinos a sueldo, pero ninguno volvió. Después resultó difícil encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, la pequeña era ya bastante famosa. Aprendió a usar la espada de tal modo que pocos hombres podían enfrentársele. Me llamaron y acudí a Creyden para enterarme solamente de que alguien había envenenado a Aridea. Por lo general se consideraba que había sido el propio Fredefalk, quien se supone estaría preparando un matrimonio más joven y consistente, pero yo pienso que fue Renfri.

—¿Renfri?

—Así se llamaba. Como te dije, envenenó a Aridea. El conde Fredefalk murió poco después en un extraño accidente, y su hijo mayor desapareció sin dejar rastro. También todo ello fue seguramente obra de la pequeña. Digo «pequeña», pero tenía ya por entonces diecisiete años. Y no estaba mal desarrollada. Por entonces —añadió el hechicero tras un momento de pausa—, ella y sus gnomos eran ya el terror de todo Mahakam. Cierto día se pelearon por algo, no sé, el reparto del botín o el turno de noche para la semana, hasta que sacaron los cuchillos. Ninguno de los siete gnomos sobrevivió al debate de los cuchillos. Sólo sobrevivió Córvida. Ella sola. Pero para entonces yo ya estaba por los alrededores. Nos encontramos cara a cara: en un abrir y cerrar de ojos me reconoció y se dio cuenta del papel que yo había jugado en Creyden. Ya te digo, Geralt, apenas alcancé a lanzar el hechizo y las manos me temblaban como no sé el qué, cuando aquella gata loca se tiró a por mí con la espada. La metí en un lindo bloque de cristal de roca, seis codos por nueve. Cuando cayó en letargo arrojé el bloque a una mina de gnomos y sellé el pozo.

—Vaya una chapuza —comentó Geralt—. Eso se puede desencantar. ¿No podías haberla reducido a cenizas? ¡Con todos los simpáticos hechizos que conocéis!

—Yo no. No es mi especialidad. Pero tienes razón, fue una chapuza. La encontró un príncipe idiota, aflojó un montón de cuartos por un contraembrujo, la desencantó y se la llevó triunfalmente a casa. Su padre, un viejo saqueador, mostró mejor entendimiento. Le dio una zurra al hijo y se propuso interrogar a Córvida sobre el tesoro que había logrado juntar con los gnomos y que, presumiblemente, había escondido. Su error radicó en que, cuando la tendieron desnuda en el potro de tortura, le asistía su hijo mayor. De algún modo todo acabó en que al día siguiente el hijo mayor, ya huérfano y habiendo perdido a toda su familia, comenzó a gobernar en el reino, y Córvida tomó el lugar de la primera favorita.

—Lo que quiere decir que no es fea.

—Cuestión de gusto. No fue favorita durante mucho tiempo, sólo hasta el primer motín de palacio, por hablar fino, que aquel palacio más recordaba a una cuadra que a otra cosa. Al poco resultó que no se había olvidado de mí. En Kovir perpetró tres intentos de asesinarme. Decidí no arriesgarme y aguardar en Pontar. Me encontró de nuevo. Esta vez huí a Angren, pero allí también me encontró. No sé cómo lo hace, siempre cubro bien mis huellas. Debe ser una característica de su mutación.

—¿Qué te impide meterla de nuevo en un cristal? ¿Remordimientos de conciencia?

—No. No tengo tal cosa. Sucede, sin embargo, que se ha hecho inmune a la magia.

—Eso no es posible.

—Lo es. Basta con tener el artefacto adecuado o un aura. También podría estar relacionado con su mutación, que avanza. Escapé de Angren y me escondí aquí en Arcomare, en Blaviken. Estuve tranquilo durante un año, pero de nuevo me ha encontrado.

—¿Cómo lo sabes? ¿Está ya en la villa?

—Sí. La vi en el cristal. —El mago alzó la varita—. No está sola, dirige una banda, señal de que prepara algo serio. Geralt, ya no sé a dónde huir, no sé dónde podría esconderme. Sí. El que hayas llegado aquí justo en este momento no puede ser coincidencia. Es el destino.

El brujo alzó las cejas.

—¿Qué es lo que quieres?

—Creo que está claro. Que la mates.

—No soy un esbirro a sueldo, Stregobor.

—Esbirro no eres, estoy de acuerdo.

—Mato monstruos por dinero. Bestias que amenazan a la gente. Espantajos liberados por embrujos y encantos como los tuyos. No seres humanos.

—Ella no es un ser humano. Es justo eso, un monstruo, un mutante, un maldito engendro. Me has traído aquí una kikimora. Córvida es peor que una kikimora. Las kikimoras matan por hambre y Córvida por gusto. Mátala y te pagaré cualquier suma que me pidas. Dentro de lo razonable, se entiende.

—Ya te he dicho que considero absurda la historia de las mutaciones y maldiciones de Lilit. La muchacha tiene motivos para pasarte la cuenta, yo no me voy a meter en ello. Acude al alcalde, a la guardia local. Eres el hechicero de la villa, te protegen las leyes de aquí.

—¡A la mierda con la ley, el alcalde y su ayuda! —estalló Stregobor—. ¡No necesito defensa, quiero que la mates! Nadie puede entrar en la torre, aquí estoy completamente seguro. Pero y qué más me da. No tengo intenciones de quedarme aquí hasta el fin de mis días. Córvida no se resignará mientras viva, lo sé. ¿Tengo que encerrarme en la torre y esperar a la muerte?

—Ellas estuvieron encerradas. ¿Sabes qué, mago? Tendrían que haber mandado a cazar a las muchachas a otros hechiceros más poderosos, tendrían que haber previsto las consecuencias.

—Por favor, Geralt.

—No, Stregobor.

El nigromante se calló. El falso sol en el falso firmamento no alcanzaba nunca el cenit, pero el brujo sabía que en Blaviken ya estaba anocheciendo. Sintió hambre.

—Geralt —dijo Stregobor—, cuando escuchábamos a Eltibaldo, muchos de nosotros teníamos dudas. Pero decidimos escoger el mal menor. Ahora soy yo el que te pide una elección similar.

—El mal es el mal, Stregobor —afirmó serio el brujo mientras se levantaba—. Menor, mayor, mediano, es igual, las proporciones son convenidas y las fronteras borrosas. No soy un santo ermitaño, no siempre he obrado bien. Pero si tengo que elegir entre un mal y otro, prefiero no elegir en absoluto. Hora de irme. Nos veremos mañana.

—Puede ser —dijo el hechicero—. Si te das prisa.