La yegua bajó las orejas, bufó, arañó con sus pezuñas en la tierra, se negó a avanzar. Geralt no la calmó con la Señal: saltó de la silla, echó agua por la cabeza del caballo. No llevaba ya a la espalda su vieja espada en la funda de zapa. Su lugar lo ocupaba ahora una reluciente y hermosa arma con la hoja en cruz, una elegante y equilibrada empuñadura, terminada en una bolita de metal blanco.
Esta vez la puerta no se abrió ante él. Estaba abierta, como la había dejado al irse.
Escuchó un canto. No entendía las palabras, no podía siquiera identificar la lengua de la que procedían. No era necesario. El brujo sabía, sentía y comprendía la propia naturaleza de este canto, apagado, terrible, que introducía en las venas una ola de amenaza, que producía entorpecimiento y falta de voluntad.
El canto se interrumpió violentamente y entonces la vio.
Estaba junto al lomo del delfín en el estanque seco, abrazando la enmohecida piedra con unos pequeños brazos, tan blancos que parecían transparentes. Por debajo de la tormenta de negros cabellos brillaban dos ojos clavados en él, enormes, muy abiertos, del color de la antracita.
Geralt se acercó lentamente, con un paso elástico y ligero, caminando en semicírculo desde el muro, junto al rosal de las rosas azules. El ser pegado al lomo del delfín volvió hacia él una pequeña carita con una expresión de indescriptible nostalgia, llena de belleza, lo que causó que otra vez se escuchara la canción, aunque la pequeña y pálida boca estuviera cerrada y no saliera de ella ni siquiera el más pequeño sonido.
El brujo se detuvo a una distancia de diez pasos. Sacó poco a poco la espada de su vaina esmaltada de negro. La espada centelleó y brilló por encima de su cabeza.
—Esto es plata —dijo—. Esta hoja es de plata.
La carita pálida no tembló, los ojos de antracita no cambiaron su expresión.
—Te pareces tanto a una náyade —continuó con tranquilidad el brujo— que puedes confundir a cualquiera. Sobre todo porque eres un pájaro bastante raro, cabellos negros. Pero los caballos no se equivocan nunca. Os reconocen por instinto y sin errores. ¿Qué eres? Pienso que una mura o una alpa. Un vampiro común y corriente no podría estar al sol.
Las comisuras de la boquita pálida temblaron y se elevaron ligeramente.
—Te atrajo el aspecto de Nivellen, ¿no es cierto? Esos sueños de los que habló, se los producías tú. Me imagino qué sueños serían y le compadezco.
El ser no se movió.
—Te gustan los pájaros —siguió el brujo—. Pero no te molesta morder las nucas de humanos de ambos sexos, ¿no? ¡De hecho, tú y Nivellen! Vaya una pareja que estáis hechos, el monstruo y la vampira, los señores del castillo del bosque. Os apoderasteis en un abrir y cerrar de ojos de toda la región. Tú, eternamente sedienta de sangre y él, tu defensor, asesino a tus órdenes, un instrumento ciego. Pero primero había de convertirse en un verdadero monstruo, no lo que era, un hombre en la máscara de un monstruo.
Los grandes ojos negros se contrajeron.
—¿Qué hay de él, cabellos negros? Estabas cantando, luego bebías sangre. Echaste mano del último recurso, lo que quiere decir que no has conseguido dominar su voluntad. ¿Me equivoco?
La negra cabeza asintió ligera, casi imperceptiblemente, y las comisuras de la boca se alzaron aún más arriba. El pequeño rostro tomó un aspecto fantasmal.
—Ahora seguro que te consideras la señora del castillo.
Asintió otra vez, con más claridad.
—¿Eres una mura?
La cabeza negó en un lento movimiento. El silbido que se difundía sólo podía proceder de los pálidos labios que sonreían como una pesadilla, aunque el brujo no había visto que se movieran.
—¿Una alpa?
Negó de nuevo.
El brujo retrocedió, apretó más con más fuerza la empuñadura de la espada.
—Esto quiere decir que eres…
Las comisuras de la boca se alzaron más y más, los labios se separaron…
—¡Una lamia! —gritó el brujo arrojándose hacia el estanque.
De detrás de los pálidos labios relampaguearon unos afilados colmillos. La vampira se levantó bruscamente, arqueó el cuerpo como un leopardo y gritó.
Una ola de sonido golpeó al brujo como un ariete, privándole del aliento, aplastándole las costillas, traspasándole los oídos y el cerebro con espinas de dolor. Volando hacia atrás alcanzó todavía a cruzar las muñecas de ambos brazos en la Señal del Heliotropo. El encantamiento amortiguó en buena medida el ímpetu con el que estrelló la espalda contra el muro pero incluso así se le ennegrecieron los ojos y el aire se le escapó de los pulmones con un gemido.
Sobre el lomo del delfín, en el círculo pétreo del estanque seco, en el lugar donde todavía hacía unos segundos estaba sentada una delicada muchacha con un vestido blanco, se aplastaba el reluciente cuerpo de un gigantesco murciélago negro que abría una boca larga y estrecha, llena de filas de dientecillos parecidos a agujas. Unas alas membranosas se desplegaron, se agitaron sin sonido y el ser se dirigió hacia el brujo como una flecha lanzada desde una ballesta. Geralt, sintiendo en la boca el sabor férreo de la sangre, realizó un encantamiento, lanzando delante de sí la mano con los dedos en forma de la Señal de Quen. El murciélago, silbando, dobló con violencia, se alzó chillando en el aire e inmediatamente se lanzó en picado hacia la nuca del brujo. Geralt saltó a un lado, dio un tajo con la espada, falló. El murciélago, fluido, con gracia, contrayendo un ala, dio la vuelta, le rodeó y atacó de nuevo, abriendo un ciego morro lleno de dientes. Geralt esperó, colocando en dirección al ser la espada que sostenía con las dos manos. En el último momento saltó, no al lado, sino hacia adelante, dio un revés, silbó el aire. No acertó. Resultó tan inesperado que perdió el ritmo, se retrasó una fracción de segundo. Sintió como las garras de la bestia le rasgaban las mejillas, y una húmeda ala de terciopelo le golpeaba en la nuca. Se volvió en el sitio, traspasó el peso del cuerpo a la pierna derecha y golpeó agudamente hacia atrás, errando de nuevo a causa de un fantástico quiebro del ser.
El murciélago batió las alas, se alzó, emprendió el vuelo en dirección al estanque. En el momento en que las garras ensangrentadas rechinaron sobre la piedra del revestimiento, el monstruoso y babeante morro comenzó a transformarse, se metamorfoseaba, desaparecía, aunque los pequeños labios que aparecían en su lugar no cubrían aún los colmillos asesinos.
La lamia lanzó un penetrante aullido, modulando la voz en un macabro canto, miró con ojos desmesurados al brujo, llena de odio, y gritó de nuevo.
La onda de choque fue tan potente que rompió la Señal. En los ojos de Geralt giraban círculos rojos y negros, las sienes y la coronilla le latían con violencia. Con los oídos traspasados de dolor, comenzó a escuchar voces, quejidos y gemidos, el sonido de flautas y oboes, el ulular del viento. La piel del rostro se le entumeció y se le congeló. Cayó sobre una rodilla, agitó la cabeza.
El murciélago negro se dirigió en silencio hacia él, abriendo mientras volaba las mandíbulas llenas de dientes. Geralt, aunque estaba aturdido por la onda de sonido, reaccionó instintivamente. Se levantó del suelo, adaptando con rapidez el tiempo de sus movimientos a la velocidad de vuelo del monstruo, dio tres pasos hacia adelante, un quiebro y una media vuelta, y después, rápido como un ratón, un golpe de espada con las dos manos. La hoja no encontró resistencia. Casi no encontró nada. Escuchó un chillido, pero esta vez fue un chillido de dolor, producido por el contacto con la plata.
La lamia, aullando, se metamorfoseaba sobre el lomo del delfín. En el vestido blanco, un poco por encima del pecho izquierdo, se veía una mancha roja bajo un rasguño no más largo que el dedo índice. El brujo apretó los dientes: el golpe, que debía haber partido en dos a la bestia, no había producido más que un arañazo.
—Grita, vampira —gruñó, limpiándose la sangre de la mejilla—. Grita lo que quieras. Pierde fuerzas. ¡Y entonces te cortaré tu preciosa cabeza!
Tú. Debilitas primero. Hechicero. Mato.
La boca de la lamia no se movió pero el brujo escuchó las palabras con claridad, resonaron en su cerebro explotando, vibrando sordamente, con un eco, como debajo del agua.
—Ya lo veremos —murmuró, mientras se dirigía encorvado hacia el estanque.
Mato. Mato. Mato.
—Ya lo veremos.
—¡Vereena!
Nivellen, con la cabeza baja, agarrándose con las dos manos al bastidor, salió pesadamente por la puerta del palacio. Con paso vacilante, avanzó hacia el estanque, agitando inseguro las manos. El cuello del caftán estaba manchado de sangre.
—¡Vereena! —gritó de nuevo.
La lamia dobló la cabeza en su dirección. Geralt, con la espada lista para golpear, saltó hacia ella, pero la reacción de la vampira fue bastante más rápida. Un grito agudo y una nueva onda hizo caer al brujo. Se derrumbó boca arriba, se arrastró sobre la gravilla del paseo. La lamia, combándose, se tensó para saltar, los colmillos en su boca centellearon como el puñal de un asesino. Nivellen, abriendo los brazos como un oso, intentó detenerla, pero ella le gritó directamente a la cara y le lanzó unos metros hacia atrás, contra un andamiaje de madera que había junto al muro. El andamio se rompió con un estampido tremendo y le enterró bajo una pila de madera.
Geralt ya se había levantado, corrió en un semicírculo, rodeando el patio, intentando alejar la atención de la lamia de Nivellen. La vampira, con el vestido blanco vibrando, voló directa hacia él, ligera como una mariposa, apenas rozando la tierra. No gritaba ya, no intentaba metamorfosearse. El brujo sabía que estaba cansada. Pero también sabía que incluso así era mortalmente peligrosa. A la espalda de Geralt, Nivellen salió con estruendo de entre las tablas, bramando.
Geralt saltó a la izquierda, se cubrió con un corto y desorientador molinete de la espada. La lamia se deslizó hacia él, blanquinegra, desbocada, terrible. No pudo apreciar la imagen: gritaba mientras corría. No alcanzó a realizar la Señal, voló hacia atrás, su espalda se aplastó contra el muro, el dolor de la columna se le traspasó hasta las puntas de los dedos, los brazos se le paralizaron, las piernas se doblaron. Cayó de rodillas. La lamia, lanzando un aullido melódico, saltó hacia él.
—¡Vereena! —gritó Nivellen.
Se dio la vuelta. Y entonces Nivellen la golpeó con fuerza entre los pechos con un palo afilado y roto de tres metros de longitud. No gritó. Suspiró solamente. Al oír el suspiro, el brujo tembló.
Estaban de pie. Nivellen, con las piernas bien asentadas, sujetaba el palo con las dos manos, apretando su extremo bajo la axila. La lamia, como una blanca mariposa en un alfiler, colgaba al otro lado de la barra, aferrándola también con ambas manos.
La vampira suspiró terriblemente y de pronto cayó con fuerza sobre la estaca. Geralt vio como en su espalda, sobre el vestido blanco, crecía una mancha roja de la que entre un geiser de sangre sobresalía, indecente, asquerosa, una punta quebrada. Nivellen gritó, retrocedió un paso, luego otro, luego retrocedió rápidamente, pero sin soltar la barra, arrastrando consigo a la lamia. Un paso más y apoyó la espalda contra la pared del palacio. El extremo del palo, que mantenía bajo la axila, chirrió contra el muro.
La lamia, lentamente, como con mimo, colocó los pequeños dedos alrededor de la barra, extendió los brazos en toda su longitud, se impulsó con fuerza por el palo y se aferró a él de nuevo. Ya había dejado más de un metro de madera ensangrentada a sus espaldas. Tenía los ojos muy abiertos, la cabeza echada hacia atrás. Sus expiraciones se hicieron más frecuentes, cobraron ritmo, enronquecieron.
Geralt se había levantado pero, fascinado por la imagen, no podía decidirse a actuar. Escuchó unas palabras resonando sordamente en el interior de su cráneo, como bajo la bóveda de un subterráneo frío y húmedo.
Mío. O de nadie. Te quiero. Quiero.
Un nuevo suspiro, terrible, desgarrado, ahogado en sangre. La lamia se retorció, avanzó a lo largo del palo, extendió las manos. Nivellen bramó con fiereza, sin soltar la barra intentó mantener a la vampira lo más lejos posible de sí. En vano. Avanzó todavía más hacia adelante, lo agarró por la cabeza. Él aulló aún más terriblemente, agitó la peluda cabeza. La lamia de nuevo se deslizó por el palo, inclinó la cabeza hacia la garganta de Nivellen. Los colmillos brillaron con un blanco cegador.
Geralt saltó. Saltó como un muelle liberado, automáticamente. Cada movimiento, cada paso que debía realizarse ahora, era parte de su naturaleza, era aprendido, inevitable, inconsciente, mortalmente seguro. Tres rápidos pasos. El tercero, como cientos de tales pasos antes de ahora, termina en la pierna izquierda con un pisar decidido. Una torsión del tronco, un golpe agudo y enérgico. Vio sus ojos. Nada podía cambiarse. Escuchó una voz. Nada. Gritó, para ahogar las palabras que ella repetía. Nada podía hacerse. Golpeó.
Asestó seguro, como cientos de veces antes de ahora, con el centro de la hoja e, inmediatamente, siguiendo el ritmo del movimiento, realizó un cuarto paso y una media vuelta. La hoja, ya liberada al final de la media vuelta, se deslizó ante él brillando, dejando tras de sí un abanico de gotitas rojas. Los cabellos negros como ala de cuervo ondearon deshaciéndose, fluyeron por el aire, fluyeron, fluyeron…
La cabeza cayó sobre la grava.
¿Cada vez hay menos monstruos?
¿Y yo? ¿Qué soy yo?
¿Quién grita? ¿Los pájaros?
¿Una mujer con una zamarra y un vestido azul celeste?
¿Una rosa de Nazair?
¡Qué silencio!
Qué vacío. Cuánto vacío.
En mi interior.
Nivellen, hecho un ovillo, estremeciéndose con calambres y temblores, estaba tendido junto a la pared del palacio entre las ortigas, cubriéndose la cabeza con los brazos.
—Levántate —dijo el brujo.
Un hombre joven, guapo, bien construido, de tez pálida, tendido junto a la pared, levantó la cabeza, miró a su alrededor. Tenía la mirada perdida. Se restregó los ojos con los puños. Miró a sus manos. Se tocó la cara. Dio un gemido, colocó los dedos sobre las orejas, los tuvo largo rato en las encías. De nuevo se acarició el rostro y de nuevo gimió al tocar cuatro ensangrentadas e hinchadas heridas en la mejilla. Rompió en sollozos, después se rió.
—¡Geralt! ¿Qué es esto? Cómo puede… ¡Geralt!
—Levántate, Nivellen. Levántate y ven. En las alforjas tengo medicinas que nos son precisas a los dos.
—Ya no tengo… ¿No tengo? ¿Geralt? ¿Cómo?
El brujo le ayudó a levantarse, intentando no mirar las pequeñas manos, tan blancas que parecían transparentes, apretadas al palo que atravesaba por entre los dos pequeños pechos, cubiertos con una tela húmeda y roja. Nivellen gimió de nuevo.
—Vereena…
—No mires. Vamos.
Cruzaron el patio, junto al rosal de las rosas azules, apoyándose el uno en el otro. Nivellen se tocaba el rostro incansablemente con la mano libre.
—No me lo creo, Geralt. ¿Después de tantos años? ¿Cómo es posible?
—En cada cuento hay una pizca de verdad —dijo el brujo en voz baja—. Amor y sangre. Ambos tienen mucha fuerza. Los magos y los Sabios se rompen la cabeza con este problema desde hace años, pero nunca han conseguido llegar a ninguna conclusión, exceptuando que…
—¿Qué, Geralt?
—El amor debe ser verdadero.