Contempló los blancos muros y las vigas del techo de la habitación del cuerpo de guardia. Movió la cabeza, frunciendo el ceño por el dolor, gimiendo. Tenía en el cuello un vendaje sólido, grueso y muy profesional.
—Estate tendido, hechicero —dijo Velerad—. Estate tendido, no te muevas.
—Mi… espada.
—Claro, claro. Por supuesto, lo más importante es tu plateada espada de brujo. Está aquí, no temas. La espada y el cofre. Y tres mil ducados. Sí, sí, no digas nada. Yo soy un viejo tonto y tú eres un brujo listo. Foltest repite estas palabras desde hace dos días.
—Dos…
—Pues sí, dos. No te trinchó mal el pescuezo, se veía todo lo que tienes por dentro. Perdiste mucha sangre. Por suerte corrimos al alcázar nada más cantar el tercer pollo. En Wyzima no durmió nadie aquella noche. No se podía. Metisteis un ruido tremendo. ¿No te cansa mi palabrería?
—La prin… cesa.
—La princesa, pues como princesa. Delgada. Y más bien tirando a tonta. Llora sin tregua. Y se mea en la cama. Pero Foltest dice que cambiará. Pienso que no será a peor, ¿no, Geralt?
El brujo cerró los ojos.
—Vale, ya me voy. —Velerad se levantó—. Descansa. ¿Geralt? Antes de que me vaya, dime, ¿por qué la mordiste? ¿Eh? ¿Geralt?
El brujo dormía.