VI

Ostrit recobró pronto el conocimiento, giró los ojos alrededor en la más completa oscuridad. Percibió que estaba atado. No vio a Geralt, que estaba junto a él. Pero se dio cuenta de dónde estaba y lanzó un aullido prolongado, terrible.

—Calla —dijo el brujo—. O la atraerás antes de tiempo.

—¡Maldito asesino! ¿Dónde estás? ¡Desátame inmediatamente, canalla! ¡Te ahorcarán por esto, hijo de perra!

—Calla.

Ostrit respiró con dificultad.

—¡Me dejarás aquí para que me devore! ¿Atado? —preguntó, ya más bajo, agregando terribles invectivas en un murmullo apenas audible.

—No —dijo el brujo—. Te soltaré. Pero no ahora.

—Maldito —silbó Ostrit—. ¿Para atraer a la estrige?

—Sí.

Ostrit calló, cesó de forcejear, se mantuvo tendido sin moverse.

—¿Brujo?

—Sí.

—Es cierto que quería derribar a Foltest. No sólo yo. Pero sólo yo quería su muerte, quería que muriera bajo tortura, que se volviera loco, que se pudriera vivo. ¿Sabes por qué?

Geralt continuaba en silencio.

—Yo amaba a Adda. La hermana del rey. La amante del rey. La puta del rey. La amaba… brujo, ¿estás ahí?

—Estoy.

—Sé lo que piensas, pero no fue así. Créeme, no arrojé ningún hechizo. Sólo una vez dije, lleno de rabia… Sólo una vez. ¿Brujo, me escuchas?

—Te escucho.

—Fue su madre, la vieja reina. Seguro que fue ella. No podía ver que él y Adda… No fui yo. Sólo una vez, sabes, intenté persuadir a Adda… ¡Brujo! Me trastorné y dije… ¿Brujo? ¿Fui yo? ¿Yo?

—Eso ya no importa.

—¿Brujo? ¿Falta poco para la medianoche?

—Poco.

—Suéltame antes. Dame algo más de tiempo.

—No.

Ostrit no escuchó el chirrido de la lápida de la tumba al moverse, pero el brujo sí. Se inclinó y con el estilete cortó las ligaduras del noble. Ostrit no esperó a decir nada, se las arrancó, renqueó entumecido y torpe, echó a correr. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de tal modo que veía el camino que conducía de la sala principal a la salida.

Con estruendo, se abrió en el suelo la losa que bloqueaba la entrada a la cripta. Geralt, prudentemente escondido detrás de la balaustrada, contempló la horrible silueta de la estrige, arrastrándose con presteza, rápida y sin duda en pos del retumbo de las botas de Ostrit. La estrige no produjo ni el menor sonido.

Un grito monstruoso, desgarrado, frenético, atravesó la noche, sacudió los viejos muros y continuó, alzándose y decayendo, vibrando. El brujo no pudo determinar correctamente la distancia —su sensibilizado oído se equivocaba— pero supo que la estrige había alcanzado a Ostrit muy rápido. Demasiado rápido.

Salió al centro de la sala, estaba de pie junto a la entrada a la cripta. Dejó caer el capote. Encogió los hombros para acomodar la espada. Se puso unos guantes. Tenía todavía un poco de tiempo. Sabía que la estrige, aunque saciada después del último plenilunio, no abandonaría rápidamente el cuerpo de Ostrit. El corazón y el hígado eran para ella valiosas reservas de provisiones para mantenerse durante el prolongado letargo.

El brujo esperó. Calculó que quedaban todavía tres horas hasta la aurora. El canto del gallo podría hacer que se equivocara. De todos modos, no había con toda seguridad gallo alguno por aquellos andurriales.

Escuchó. La estrige caminaba despacio, arrastrando los pies por las baldosas. Por fin la vio. La descripción había sido correcta. Una cabeza grande y desproporcionada colocada sobre un cuello corto estaba rodeada por una larga y enmarañada aureola de cabellos rojizos. Los ojos brillaban en la oscuridad como dos tizones. Se quedó de pie, inmóvil, mirando a Geralt. De pronto abrió las fauces, como si estuviera mostrando orgullosa las hileras de dientes blancos y agudos, después de lo que chasqueó las mandíbulas con un crujido que recordaba un arca al cerrarse. Y sin pausa alguna saltó, desde el mismo sitio, sin tomar carrerilla, apuntando al brujo con unas garras manchadas de sangre.

Geralt se echó a un lado, giró en una pirueta fulgurante, la estrige le rozó, giró también, cortó el aire con las zarpas. No perdió el equilibrio, atacó de nuevo, inmediatamente, dio media vuelta, cerrando los dientes justo delante del pecho de Geralt. El rivio saltó hacia el otro lado, cambió por tres veces la dirección de sus vueltas en una pirueta súbita que desorientó a la estrige. Mientras saltaba la golpeó con fuerza en la parte de atrás de la cabeza con unas púas de plata que llevaba en el dorso de los guantes, en las falanges.

La estrige lanzó un bramido terrible, llenando el alcázar de un eco atronador, cayó a tierra, quedó inmóvil y comenzó a gañir, ronca, maligna, rabiosa.

El brujo sonrió con malicia. La primera prueba, como pensaba, había funcionado. La plata era mortal para las estriges, como para la mayor parte de los monstruos traídos a la vida por embrujos. Existía, pues, una oportunidad: la bestia era como otras, y esto podía garantizar un desencantamiento efectivo, pero en cualquier caso, como último recurso, la espada de plata podía salvarle la vida.

La estrige no se apresuró con el siguiente ataque. Esta vez se acercó despacio, mostrando los colmillos, babeando asquerosamente. Geralt se echó hacia atrás, anduvo en semicírculo, dando pasos con mucho cuidado, acelerando y deteniendo su movimiento desconcentró a la estrige, le dificultó su preparación para el salto. Mientras caminaba el brujo desenrolló una cadena larga, pesada y fuerte, con un peso al final. La cadena era de plata.

En el momento en que la estrige se tensó y saltó, la cadena silbó en el aire y, disolviéndose como cera, cubrió en un instante los brazos, el cuello y la cabeza de la fiera. La estrige cayó en el salto, lanzando un aullido que traspasaba los oídos. Se agitó por el pavimento, bramando terriblemente, no se sabía si de rabia o del punzante dolor que le producía el odiado metal. Geralt estaba satisfecho. Matar a la estrige, si lo quisiera, no supondría, ahora mismo, ni el más mínimo problema. Pero el brujo no echó mano a la espada dado que, hasta el momento, nada en el comportamiento de la estrige había dado motivos para sospechar que pudiera tratarse de un caso incurable. Geralt retrocedió hasta una distancia adecuada y, sin apartar la mirada de la forma que se revolvía por el suelo, respiró hondo, se concentró.

La cadena estalló, los eslabones de plata se derramaron como lluvia por todos los rincones, tintineando por la piedra. Cegada por la rabia, la estrige se lanzó de nuevo al ataque. Geralt esperó tranquilo y alzando la mano derecha trazó sobre sí la Señal de Aard.

La estrige voló hacia atrás unos pasos, como si la hubiera golpeado un martillo, pero se mantuvo de pie, sacó las garras, enseñó los dientes. Sus cabellos se alzaron y revolotearon como si estuviera siendo afectada por un viento fortísimo. Con esfuerzo, renqueando, paso a paso, lentamente y pese a todo, fue acercándose.

Geralt se sintió intranquilo. No había pensado que una Señal tan simple paralizara por completo a la estrige, pero tampoco esperaba que la bestia superara la resistencia con tanta facilidad. No podía sostener la Señal demasiado tiempo, era extenuante, y a la estrige le quedaban poco más que diez pasos para alcanzarle. Súbitamente, rompió la señal y saltó a un lado. Tal como esperaba, la estrige quedó sorprendida, se precipitó hacia adelante, perdió el equilibro, se dio la vuelta, se escurrió por las baldosas y cayó por las escaleras a través de la humeante abertura de entrada a la cripta. Se oyó desde arriba su infernal aullido.

Para ganar tiempo, Geralt saltó a los escalones que llevaban a la galería. No había recorrido ni siquiera la mitad de los peldaños, cuando la estrige surgió de la cripta, arrastrándose como una enorme araña negra. El brujo esperó a que le siguiera por las escaleras y entonces pasó por encima de la balaustrada y saltó abajo. La estrige se volvió en las escaleras, se tensó y voló hacia él en un imposible salto de casi diez metros. Ya no se dejaba engañar tan fácilmente con sus piruetas: arañó por dos veces con sus garras el caftán de cuero del rivio. Pero, de nuevo, un golpe terrible con las púas de plata del guante arrojó lejos de sí a la estrige y la hizo tambalearse. Geralt, sintiendo la rabia concentrada en él, se balanceó, arqueó el torso hacia atrás y con un potente puntapié en el costado derribó a la bestia.

El grito que lanzó fue el más sonoro de todos. Hasta caían pedazos del enlucido del techo.

La estrige se alejó, tiritando de malignidad indominable y de deseos de matar. Geralt esperó. Ya había desenvainado la espada, marcó en el aire un círculo, anduvo, rodeó a la estrige, poniendo cuidado en que el movimiento de la espada no fuera el mismo que el ritmo y el tiempo de sus pasos. La estrige no saltó, se acercó con lentitud, dirigiendo sus ojos hacia la brillante estela de la hoja.

Geralt se detuvo súbitamente, se quedó quieto con la espada en lo alto. La estrige, confundida, también se detuvo. El brujo describió un lento semicírculo con la espada. Dio un paso en dirección a la estrige. Luego otro. Y luego saltó, haciendo molinetes por encima de la cabeza.

La estrige se agachó, escapó en zigzag. Geralt estaba de nuevo muy cerca, la hoja centelleaba en su mano. Los ojos del brujo se encendieron con un brillo maligno, un ronco bramido atravesó sus apretados dientes. La estrige se echó atrás de nuevo, traspasada por el poder del odio, la maldad y la violencia concentrados que emanaban del hombre al que estaba atacando. Las olas de sentimientos la golpeaban, le traspasaban el cerebro y las entrañas. Afectada hasta el punto de producirle dolor por unos sentimientos hasta ahora desconocidos para ella, lanzó un pesado y trémulo gemido, se dio la vuelta en el sitio y se arrojó a una loca huida por el laberinto helado de los corredores del alcázar.

Geralt, sacudido por un escalofrío, estaba de pie en el centro de la sala. Solo. Mucho ha durado, pensó, hasta que este baile en los límites del abismo, este loco, macabro ballet de lucha ha obtenido el resultado deseado, la unidad psíquica con el contrario. Conseguir la conquista de los depósitos de voluntad concentrada escondidos dentro del engendro, la perversa y maligna voluntad por cuyo poder surgiera la estrige. El brujo tembló al recordar el momento en el que había absorbido dentro de sí tal carga de maldad para dirigirla, como un espejo, hacia el monstruo. Nunca antes se había encontrado con tanta concentración de odio y de locura asesina, incluso entre los basiliscos, que en este aspecto gozan de la peor fama.

Mucho mejor, pensó, mientras se dirigía hacia la entrada de la cripta, que se recortaba en el suelo como un enorme charco. Mucho mejor porque este poderoso golpe lo había recibido la propia estrige. Esto le daba algo más de tiempo para seguir actuando, antes de que la bestia se sacudiera el shock de encima. El brujo dudó de si se atrevería a otro esfuerzo similar. El efecto de los elixires se debilitaba y el amanecer todavía estaba lejos. La estrige no debía alcanzar la cripta antes de la aurora, de lo contrario todo el esfuerzo habría sido en vano.

Bajó las escaleras. La cripta era pequeña, había en ella tres sarcófagos de piedra. El primero contando desde la entrada tenía la losa abierta hasta la mitad. Geralt extrajo del seno el tercer frasquito, bebió rápidamente su contenido, entró en el sarcófago, se sumergió en él. Como esperaba, la sepultura era doble, para la madre y la hija.

Cerró la cubierta sólo cuando escuchó de nuevo el grito de la estrige. Se echó boca arriba junto a los restos momificados de Adda, por dentro de la losa marcó la Señal de Yrden. Puso la espada sobre su pecho y colocó un pequeño reloj de arena fosforescente. Cruzó los brazos. No escuchaba ya los bramidos de la estrige que retumbaban en el alcázar. De hecho, ya no escuchaba nada pues la digital y el quelidonium habían comenzado a actuar.