El vuelo desde Tel-Aviv hasta el aeropuerto Hellinikon de Atenas en el pequeño Westwind de Alitalia duró apenas tres horas, durante las cuales trabajamos tenazmente preparando el cuarto círculo, la cuarta cornisa purgatorial que se encontraba ya a sólo medio camino de la cumbre.
Dante Alighieri, eximido por el tercer ángel de una nueva «P», camina libre del peso del pecado de la ira y se siente mucho más ligero y con ganas de hacer un montón de preguntas a su guía. Como en el círculo anterior, el contenido concreto referente a la prueba era mínimo, destinándose la mitad del Canto XVII y el Canto XVIII completo a dilucidar graves cuestiones relativas al amor. Virgilio le explica a Dante que los tres grandes círculos por los que ya han pasado —soberbia, envidia e ira— son lugares donde se purgan los pecados en los cuales se desea el mal del prójimo, pues los tres están relacionados con la alegría que produce la humillación y el dolor de los demás. Por el contrario, en los tres círculos que aún quedan sobre ellos, en las tres pequeñas cornisas superiores —avaricia, gula y lujuria—, se purgan los pecados en los que sólo se hace daño uno mismo.
Mi dulce padre, dime, ¿y qué pecado
se purga en este círculo? Si quedos
están los pies, no lo estén las palabras.
Y él me dijo: «El amor del bien escaso
de sus deberes, aquí se repara;
aquí se arregla el remo perezoso».
Tras esto, y mientras vagan por la cornisa, vuelven a enzarzarse en otra larga discusión sobre la naturaleza del amor y sus efectos positivos y negativos sobre los hombres y, sólo transcurridos cuarenta y cinco tercetos, después de que Virgilio zanje el argumento hablando del libre albedrío del ser humano, aparece la turba de penitentes perezosos:
y yo, que la razón abierta y llana
tenía ya después de mis preguntas,
divagaba cual hombre adormilado;
mas fue esta soñolencia interrumpida
súbitamente por gentes que a espaldas
nuestras, hacia nosotros caminaban.
[…] Enseguida llegaron, pues corriendo
aquella magna turba se movía,
y dos gritaban llorando delante:
«Corrió María apresurada al monte;[34]
y para sojuzgar Lérida, César
voló a Marsella y luego corrió a España».
«Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda
por poco amor —gritaban los demás—;
que el anhelo de obrar bien torne la gracia».
Como siempre, el maestro Virgilio pregunta a las almas dónde se encuentra la abertura que da paso a la siguiente cornisa, y una de ellas que, con las demás, pasa corriendo por delante sin detenerse, les anima a que las sigan, pues, siguiéndolas, hallarán el pasaje. Pero los poetas se quedan donde están, contemplando asombrados cómo los espíritus que en vida fueron perezosos, se pierden ahora en la distancia veloces como el viento. Dante, agotado por la caminata de todo el día, se queda profundamente dormido pensando en lo que ha visto y, con este sueño que sirve de transición entre Cantos y círculos, termina la cuarta cornisa del Purgatorio.
En el aeropuerto Hellinikon, al que llegamos cerca de las doce del mediodía, nos esperaba el coche oficial de Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, que nos condujo hasta la puerta del hotel en el que íbamos a alojarnos, el Grande Bretagne, en la mismísima Plateía Syntágmatos, junto al Parlamento griego. El viaje desde el aeropuerto fue largo y la entrada en la ciudad sorprendente. Atenas era como un viejo pueblo de grandes dimensiones que no deseaba desvelar su condición de capital histórica y europea hasta que no se descubría lo más profundo de su corazón. Sólo entonces, con el Partenón saludando al viajero desde lo alto de la Acrópolis, se caía en la cuenta de que aquella era la ciudad de la diosa Atenea, la ciudad de Pericles, Sócrates, Platón y Fidias; la ciudad amada por el emperador romano Adriano y por el poeta inglés lord Byron. Hasta el aire parecía distinto, cargado de aromas inimaginables —aromas de historia, belleza y cultura—, que tornaban invisible lo que de ajado y mustio pudiera tener Atenas.
Un portero con librea de color verde y gorra de plato nos abrió amablemente las puertas del vehículo y se ocupó de nuestros equipajes. El hotel era antiguo y espectacular, con una enorme recepción de mármoles de colores y lámparas de plata. Fuimos recibidos por el director en persona que, como si fuéramos grandes jefes de Estado, nos acompañó deferentemente hasta una sala de reuniones en la primera planta en cuya puerta nos esperaba un nutrido grupo de altos prelados ortodoxos de largas barbas e impresionantes medalleros sobre el pecho. En el interior, cómodamente sentado en un rincón, nos estaba esperando Su Beatitud Christodoulos.
Me sorprendió el buen aspecto y lozanía del Arzobispo, que no tendría más allá de sesenta años y, además, muy bien llevados. Su barba era todavía bastante oscura y su mirada simpática y afable. Se puso en pie en cuanto nos vio y se acercó a nosotros con una amplia sonrisa:
—¡Estoy encantado de recibirles en Grecia! —nos espetó a modo de saludo en un correctísimo italiano—. Deseo que conozcan nuestro profundo agradecimiento por lo que están ustedes haciendo por las Iglesias cristianas.
El Arzobispo Christodoulos, saltándose el protocolo, nos presentó él mismo al resto de los popes presentes, entre los que se encontraba buena parte del Sínodo de la Iglesia de Grecia (fui consciente de mi ignorancia para diferenciar, por las vestiduras y las medallas, los diferentes rangos ortodoxos): Su Eminencia el metropolita de Stagoi y Meteora, Serapheim (tampoco era costumbre, al parecer, mencionar el apellido cuando se ocupaba un alto puesto religioso); el metropolita de Kaisariani, Vyron e Ymittos, Daniel; el metropolita de Mesogaia y Lavreotiki, Agathonikos; Sus Eminencias los metropolitas de Megara y Salamis, de Chalkis, de Thessaliotis y Fanariofarsala, de Mitilene, Eressos y Plomarion, de… En fin, una larga lista de venerables metropolitas, archimandritas y obispos de nombres majestuosos. Si la reunión que mantuvimos en Jerusalén el día de nuestra llegada me había parecido una exageración producto de la curiosidad de los Patriarcas, la de aquella sala en el Grande Bretagne aún me parecía más desmedida. Sin pretenderlo, nos habíamos convertido en héroes.
Entre los presentes había una enorme expectación por lo que estábamos haciendo. A pesar de nuestras reiteradas negativas, el capitán Glauser-Röist se vio finalmente en la obligación de explicar las azarosas aventuras que habíamos vivido hasta entonces, omitiendo, sin embargo, todos los detalles importantes y los relativos a la hermandad de los staurofílakes. No nos fiábamos de nadie y no era una locura pensar que en aquella agradable asamblea pudiera haber algún miembro infiltrado de la secta. Tampoco explicó —y eso que se le solicitó repetidamente— el contenido de la prueba que íbamos a llevar a cabo en Atenas esa misma noche. En el avión, durante el viaje, habíamos comentado la necesidad de mantener el secreto, ya que la inocente intromisión de cualquier curioso podría dar al traste con el objetivo. Quien sí lo conocía, naturalmente, era Su Beatitud Christodoulos, y también alguna otra persona del Sínodo cercana a él, pero nadie más podía saber que al anochecer de aquel día, tres peculiares corredores con mas traza de bibliotecarios que de atletas —al menos, dos de ellos—, se dejarían el sudor en el suelo ático para ganar el derecho a seguir jugándose la vida.
Fuimos invitados a una magnifica comida en un salón reservado del hotel y disfruté como una niña de la taramosaláta[35], la mousaka[36], la souvlákia con tzatzíki —un combinado de pequeños trozos de cerdo asado aderezados con limón, hierbas y aceite de oliva, acompañados por la famosa salsa de yogur, pepino, ajo y menta—, y del original kléftico[37]. Mención aparte merecían los panes griegos, incomparables, hechos con pasas, hierbas, verduras, aceitunas o quesos. Y de postre, un poco de fréska froúta. ¿Se podía pedir algo más? No hay cocina mejor que la mediterránea y Farag lo demostró comiendo por tres o por cuatro.
Cuando, por fin, quedamos libres de protocolos y los popes barbudos se hubieron marchado tuvimos que ponernos a trabajar a toda prisa porque aún quedaban muchas cosas que hacer. Su Beatitud Christodoulos quiso quedarse con nosotros toda la tarde, viendo cómo preparábamos la prueba y organizábamos la carrera pero, en contra de lo que pudiera parecer, la presencia de tan eminente personaje no resultó un estorbo sino todo lo contrario, porque, en cuanto los miembros del Sínodo y los obispos de la Archidiócesis desparecieron, Su Beatitud demostró un espíritu jovial, juvenil y deportivo que superaba con mucho al de Farag, el capitán y el mío juntos.
—¡Tengo que prepararme para los Juegos Olímpicos del 2004! —no cesaba de repetir Su Beatitud, orgulloso y encantado de que Atenas hubiera sido elegida como sede olímpica después de Sidney.
Su Beatitud nos contó que los primeros Juegos de la Era Moderna tuvieron lugar en Grecia en abril de 1896, tras más de mil quinientos años sin celebrarse. El ganador de la carrera de maratón fue un pastor griego de 23 años y de apenas un metro sesenta de estatura llamado Spyros Louis. Spyros, considerado desde entonces como un héroe nacional, recorrió la distancia que separaba la localidad de Maratón del estadio olímpico de Atenas en dos horas, cincuenta y ocho minutos y cincuenta segundos.
—¿Pero era un corredor profesional? —pregunté, interesada. Yo tenía el íntimo convencimiento de que no iba a poder superar aquella prueba y ese convencimiento era algo más que una duda o una inseguridad. Simplemente, sabía que no podría recorrer jamás treinta y nueve kilómetros. Era empírica y cartesianamente imposible.
—¡Oh, no! —respondió Su Beatitud con una ancha sonrisa de orgullo—. Spyros participó en la carrera por pura casualidad. En aquel momento, era soldado del ejército griego y su coronel le animó a participar a última hora. Sí, es cierto que al parecer corría bien, pero no había recibido entrenamiento ni preparación. Simplemente, echó a correr por patriotismo, para que hubiera algún griego corriendo en la más importante de las carreras griegas. ¡No íbamos a dejar que ganara un extranjero!
Spyros no recibió, sin embargo, ninguna medalla de oro por su hazaña porque en aquellas primeras Olimpiadas todavía no se entregaba este galardón a los campeones. Sin embargo, obtuvo una pensión mensual de 100 dracmas para el resto de su vida y pidió, y recibió, una carreta y un caballo para trabajar en el campo.
—Pero ¿saben lo mejor de todo? —añadió orgulloso Su Beatitud—. Cuarenta años más tarde fue el abanderado de la delegación griega en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, y puso una corona de laurel, símbolo de la paz, en las manos de Adolf Hitler.
—Bueno, pero no era atleta, ¿verdad? —insistí.
—No, hermana, no. No era atleta.
—Pues si no era atleta y tardó casi tres horas en recorrer los treinta y nueve kilómetros de la carrera, ¿cuánto podemos tardar nosotros? —quise saber, mirando al capitán.
—No es tan sencillo, doctora.
La Roca abrió una libreta de notas del tamaño de una cartera de bolsillo y fue pasando hojas y más hojas hasta que dio con lo que buscaba.
—Hoy es 29 de mayo —empezó a explicar—, y, según los datos aportados por la Archidiócesis, el sol se pondrá en Atenas a las 20.56 horas. Mañana, 30 de mayo, el sol saldrá a las 6.02 horas. De modo que disponemos de nueve horas y seis minutos para completar la prueba.
—¡Ah, entonces sí! —exclamó Farag, lleno de entusiasmo y, era tanta su animación, que todos nos volvimos, sorprendidos, a mirarlo—. ¿Qué pasa…? ¡Es que creí que no podría realizar esta prueba!
Él, como yo, había guardado hasta ese momento su temor en secreto.
—Yo estoy segura de que no podré.
—¡Oh, venga, Ottavia! ¡Tenemos más de nueve horas!
—¿Y qué? —salté—. Yo no puedo correr durante nueve horas. A decir verdad, no creo que pueda correr ni siquiera durante nueve minutos.
La Roca volvió a pasar hojitas de su libreta.
—Las marcas masculinas de maratón están por debajo de las dos horas y siete minutos, y las femeninas un poco por encima de las dos horas y veinte.
—No podré —repetí, tozuda—. ¿Saben lo que he corrido durante los últimos años? ¡Nada! ¡Nada de nada! ¡Ni siquiera para coger el autobús!
—Voy a darles algunas indicaciones que deben seguir esta noche —continuó la Roca, haciendo oídos sordos a mis quejas—. En primer lugar, eviten cualquier exceso. No se lancen a la carrera como si realmente tuvieran que ganar una maratón. Corran suavemente, sin prisas, economicen movimientos. Zancadas cortas y uniformes, oscilación reducida de los brazos, respiración regular… Cuando tengan que subir alguna colina, háganlo sin esfuerzo, de manera eficiente, con pasos pequeños; cuando tengan que bajarla, desciendan con rapidez pero sin descontrolar el paso. Sostengan el mismo ritmo durante toda la carrera. No suban mucho las rodillas en las zancadas y procuren no inclinarse hacia delante, intenten que el cuerpo esté en ángulo recto con respecto al suelo.
—Pero ¿de qué está hablando? —gruñí.
—Estoy hablando de llegar a Kapnikaréa, ¿recuerda, doctora? ¿O prefiere volver a Roma mañana por la mañana?
—¿Saben lo que hizo Spyros Louis al llegar al kilómetro treinta? —Su Beatitud Christodoulos no estaba por la labor de presenciar una de nuestras disputas—. Como se encontraba muy cansado se detuvo, pidió un vaso grande de vino tinto y se lo bebió de un trago. Luego, inició una remontada espectacular que le hizo volar durante los últimos nueve kilómetros.
Farag soltó una carcajada.
—¡Bueno, ya sabemos lo que tenemos que hacer cuando estemos cansados! ¡Beber un buen vaso de vino!
—No creo que, hoy día, los jueces de una carrera permitan algo así —repliqué, aún enfadada con Glauser-Röist.
—¿Cómo que no? Los corredores pueden beber cualquier cosa, siempre que no den positivo en los controles antidopaje.
—Nosotros tomaremos bebidas isotónicas —anunció la Roca—. La doctora Salina, sobre todo, tendrá que hacerlo muy a menudo para recuperar iones y sales minerales. En caso contrario, sufrirá fuertes calambres en las piernas.
Mantuve la boca cerrada. Prefería mil veces el suelo al rojo vivo de Santa Lucía que aquella dichosa prueba física para la que no estaba preparada.
El capitán abrió una cartera de piel que descansaba sobre la mesa y sacó tres menudas y misteriosas cajas. En aquel momento dieron, en algún reloj cercano, las siete de la tarde.
—Pónganse estos pulsómetros —ordenó el capitán, mostrándonos a Farag y a mí unos extraños relojes—. ¿Cuántos años tiene usted, profesor?
—¡Esta sí que es buena, Kaspar! ¿Y eso a qué viene?
—Hay que programar los pulsómetros para que puedan controlar sus frecuencias cardíacas durante la carrera. Si se exceden, podrían sufrir un colapso o, lo que es peor, un ataque al corazón.
—Yo no pienso excederme —anuncié, despectiva.
—Dígame su edad, profesor, por favor —volvió a pedir la Roca, manipulando uno de los pulsómetros.
—Tengo treinta y ocho años.
—Muy bien, pues entonces habrá que restar treinta y ocho a doscientas veinte pulsaciones máximas.
—¿Y eso? —preguntó, curioso, Su Beatitud Christodoulos.
—Las pulsaciones idóneas para un varón se calculan restando su edad a la frecuencia cardíaca máxima, que es de doscientas veinte. De modo que, el profesor tendrá una frecuencia cardíaca teórica de ciento ochenta y dos pulsaciones. Si superara este número durante la carrera, podría ponerse en peligro. El pulsómetro pitará si lo hace, ¿de acuerdo, profesor?
—De acuerdo —convino Farag, poniéndose la maquinita en la muñeca.
—Dígame su edad, doctora, por favor.
Estaba esperando ese terrible momento. Me daba igual que Su Beatitud Christodoulos y la Roca la supieran, pero me molestaba sobre manera que Farag se enterara de que yo era un año mayor que él. En cualquier caso, no tenía escapatoria.
—Tengo treinta y nueve años.
—Perfecto —la Roca ni se inmutó—. Las mujeres tienen una frecuencia cardíaca superior a los hombres. Admiten un esfuerzo mayor. De manera que, en su caso, restaremos treinta y nueve de doscientas veintiséis. Su máxima teórica son ciento ochenta y siete pulsaciones, doctora. Sin embargo, como usted lleva una vida muy sedentaria, lo programaremos al sesenta por ciento, es decir, a ciento doce. Aquí tiene su pulsómetro. Recuerde que, si pita, deberá frenar el paso inmediatamente y tranquilizarse, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
—Estos cálculos son aproximados. Cada persona es diferente. Según la preparación de cada uno y su constitución, los límites pueden ser variar. Así que no se fíen sólo del pulsómetro. Ante la menor señal incierta de sus cuerpos, deténganse y descansen. Bien, ahora vamos con las posibles lesiones.
—¿No podemos saltarnos esta parte? —pregunté, aburrida. Tenía claro que yo no me iba a lesionar, como tampoco iba a hacer que mi pulsómetro pitara. Me iba a limitar a adoptar un paso ligero, lo más ligero que pudiera, y a seguir así hasta que llegara a Atenas.
—No, doctora, no podemos saltarnos esta parte. Es importante. Antes de empezar haremos una serie de ejercicios de calentamiento y algunos estiramientos. La falta de masa muscular en las personas sedentarias es la causa principal de lesiones en los tobillos y las rodillas. En cualquier caso, tenemos la gran suerte de que todo el trayecto discurre por carreteras asfaltadas.
—¿Ah, sí? —le interrumpí—. Creí que la carrera era campo a través.
—¡Apuesto mi pulsómetro a que ya te veías morir en una colina, rodeada de vegetación y animales salvajes! —comentó Farag, aguantándose la risa.
—Pues sí. No creo que sea vergonzoso reconocerlo.
—Todo el recorrido es por carretera, doctora. Además, tampoco podemos perdernos porque hace muchos años que el gobierno griego pintó una raya azul conmemorativa a lo largo de los treinta y nueve kilómetros y, para mayor seguridad, se atraviesan varios pueblos y alguna ciudad, como tendrá ocasión de comprobar. Así que no vamos a abandonar la civilización en ningún momento.
La opción de perderme en el bosque quedaba definitivamente eliminada.
—Si en algún momento notan un fuerte pinchazo muscular que les deja sin aliento, deténganse. La prueba ha terminado para ustedes. Lo más probable es que tengan una rotura fibrilar y, si prosiguen la carrera, los daños pueden ser irreversibles. Si lo que sienten es un dolor normal, aunque intenso, palpen el músculo doloroso y, si está duro como una piedra, deténganse a descansar. Puede ser el principio de una contractura. Háganse un masaje en la dirección del músculo y, cuando puedan, lleven a cabo algunos suaves estiramientos. Si la tensión cede, continúen; si no es así, deténganse. La carrera también ha terminado. Y ahora, por favor —señaló, poniéndose en pie con gesto decidido—, cámbiense de ropa y vámonos. Tomaremos algo durante el camino. Se está haciendo tarde.
Una estrafalaria ropa deportiva me esperaba en mi habitación. No es que fuera ni más ni menos rara que cualquier chándal corriente, pero, al ponérmela, me vi tan ridícula que sentí ganas de enterrarme bajo tierra. Debo reconocer que, cuando me quité los zapatos y me puse las zapatillas blancas de deporte, la cosa mejoró. Y aún mejoró más cuando le añadí un discreto pañuelo de seda que introduje por el cuello de la sudadera. Al final, el conjunto no era demasiado patético y, sin lugar a dudas, resultaba cómodo. Durante los últimos meses no había tenido ocasión de ir a la peluquería, así que el pelo me había crecido lo suficiente como para sujetarlo con un coletero que, aunque quedaba un poco extravagante, al menos me permitía quitarme las greñas de la cara. Me puse el abrigo largo de lana por encima (más por tapar que por frío), y bajé hasta el recibidor del hotel, donde mis compañeros, el portero con librea verde y un chófer del Arzobispado me estaban esperando.
El camino hasta Maratón estuvo lleno de consejos y recomendaciones variadas de última hora. Deduje que el capitán Glauser-Röist no tenía la menor intención de esperarnos ni a Farag ni a mí y, hasta cierto punto, me pareció bien. La idea era que al menos uno de los tres consiguiera llegar a Kapnikaréa antes del amanecer. Era fundamental poder seguir con las pruebas y, para ello, al menos uno de nosotros debía llegar para conseguir la siguiente pista. Aunque ni Farag ni yo obtuviéramos nuestras cruces escarificadas, podríamos seguir colaborando con la Roca en los círculos siguientes.
Las carreteras griegas tenían un algo de camino rural. Ni el tráfico era excesivo ni la amplitud y calidad del firme eran como las de las carreteras italianas. Viajando en aquel vehículo de la Archidiócesis, daba la impresión de que hubiéramos retrocedido diez o quince años en el tiempo. Con todo, Grecia seguía siendo un país maravilloso.
La noche se nos echaba encima cuando, por fin, atravesamos las primeras calles del pueblo de Maratón. Enclavado en un valle rodeado de colinas, Maratón era, sin duda, el lugar ideal para una batalla de la Antigüedad, por su terreno llano y sus amplios espacios. El resto no lo diferenciaba de cualquier pueblo industrial y laborioso de la Europa actual. El chófer nos explicó que, durante la temporada alta, Maratón recibía un tropel de turistas, en particular, deportistas y gentes con ganas de intentar la famosa carrera. A finales de mayo, sin embargo, por allí no se veía a nadie aparte de los lugareños.
El coche se detuvo junto a la acera en un extraño paraje fuera del pueblo, junto a un montículo cubierto de hierba verde y algunas flores. Abandonamos el vehículo sin dejar de mirar el túmulo, conscientes de que aquel era el lugar donde se había producido uno de los hitos más importantes y olvidados de la historia. Si los persas hubieran ganado la batalla de Maratón, si hubieran impuesto su cultura, su religión y su política a los griegos, no existiría, probablemente, nada del mundo que conocíamos hoy. Todo sería de otra manera, ni mejor ni peor, simplemente distinto. Así que aquella lejana batalla bien podía considerarse como el dique que había permitido crecer libremente nuestra cultura. Bajo aquel túmulo estaban, al decir de Heródoto, los ciento noventa y dos atenienses que murieron para que eso fuera posible.
El chófer se despidió de nosotros y se alejó rápidamente, dejándonos solos. Yo había dejado mi abrigo en el vehículo porque hacia un tiempo estupendo.
—¿Cuánto falta, Kaspar? —preguntó Farag, que lucía un extraño modelo de camiseta de manga larga de color blanco y pantalón deportivo corto, azul claro. Cada uno de nosotros llevaba una pequeña mochila de tela con todo lo necesario para la prueba.
—Son las ocho y media. Está a punto de oscurecer. Demos una vuelta a la colina.
El capitán era el que mejor aspecto tenía, con su magnífico chándal de color rojo y su pinta de atleta de toda la vida.
El túmulo era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. Incluso la Roca adquirió las dimensiones de una hormiga cuando llegamos hasta el borde donde comenzaba la hierba. Como el paraje era tan solitario, nos sobresaltó la voz que, en griego moderno y cerrado, nos llamó desde el otro lado de la colina.
—¿Qué diablos ha sido eso? —bramó la Roca.
—Vayamos a ver —propuse, rodeando el túmulo.
Sentados en un banco de piedra, disfrutando del buen clima y de los últimos rayos del sol de la tarde, un grupo de ancianos, con sombreros negros y palos a modo de bastones, nos contemplaba muy divertido. Por supuesto, no entendimos nada de lo que decían, aunque tampoco parecía que fuera esa su intención. Acostumbrados a los turistas, debían pasar muy buenos ratos a costa de los que, como nosotros, llegaban hasta allí disfrazados de corredores dispuestos a emular a Spyros Louis. Las sonrisas burlonas de sus caras curtidas y arrugadas lo decían todo.
—¿Será un comité de staurofílakes? —preguntó Farag, sin dejar de mirarlos.
—Me niego a pensarlo siquiera —suspiré, pero lo cierto era que la idea ya había pasado por mi cabeza—. Nos estamos volviendo paranoicos.
—¿Lo tienen todo preparado? —preguntó el capitán mirando su reloj.
—¿Por qué tanta prisa? Todavía faltan diez minutos.
—Hagamos algunos ejercicios. Empezaremos por unos estiramientos.
A los pocos minutos de haber comenzado aquella clase de aerobic, las farolas públicas se encendieron. La luz solar era ya tan pobre que apenas se veía nada. Los ancianos seguían observándonos haciendo comentarios jocosos que no podíamos comprender. De vez en cuando, ante alguna de nuestras posturas, estallaban en una estruendosa carcajada que requemaba peligrosamente mi humor.
—Tranquila, Ottavia. Sólo son unos viejos campesinos. Nada más.
—Cuando encontremos al actual Catón pienso decirle unas cuantas cosas sobre sus espías de las pruebas.
Los viejos volvieron a partirse de risa y yo les di la espalda furiosa.
—Profesor, doctora… Ha llegado el momento. Recuerden que la línea azul comienza en el centro del pueblo, en el lugar donde se inició la carrera olímpica de 1896. Procuren no separarse de mí hasta entonces, ¿de acuerdo? ¿Están preparados?
—No —declaré—. Y no creo que lo esté nunca.
La Roca me miró con gesto de desprecio y Farag se interpuso rápidamente entre ambos.
—Estamos listos, Kaspar. Cuando usted diga.
Todavía permanecimos unos instantes más en silencio y sin movernos, mientras la Roca miraba fijamente su reloj de pulsera. De repente, se volvió, nos hizo una señal con la cabeza e inicio una suave marcha que Farag y yo imitamos. El calentamiento no me había servido de nada; me sentía como un pato fuera del agua y cada zancada que daba era un suplicio para mis rodillas, que parecían recibir impactos de un par de toneladas. En fin, me dije con resignación, costara lo que costase había que hacer un buen papel.
Pocos minutos después llegamos al monumento olímpico donde comenzaba la raya azul del suelo. Era un simple muro de piedra blanca delante del cual, apagado, había un sólido antorchero. A partir de ese punto, la carrera comenzaba en serio. Mi reloj marcaba las nueve y cuarto de la noche, hora local. Nos adentramos en la ciudad, siguiendo la línea, y no puede evitar sentir un poco de vergüenza por lo que pensaría la gente al vernos. Pero los habitantes de Maratón no demostraron el menor interés por nosotros; debían de estar acostumbrados a contemplar toda clase de cosas.
A la salida, cuando lo que teníamos delante era la misma rectilínea carretera por la que habíamos venido en coche, el capitán apretó el paso y fue distanciándose de nosotros poco a poco. Yo, por el contrario, empecé a reducir la velocidad hasta casi detenerme. Fiel a mi plan, adopté un paso ligero que no pensaba abandonar en toda la noche. Farag se volvió a mirarme.
—¿Qué te ocurre, Basíleia? ¿Por qué te paras?
¿Así que volvía a llamarme Basíleia, eh? Desde nuestra llegada a Jerusalén sólo lo había hecho en un par de ocasiones —las había contado— y, desde luego, nunca delante de otras personas, de modo que se había convertido en una palabra clandestina, privada, sólo para mis oídos.
En ese momento mi pulsómetro pitó. Había superado las pulsaciones recomendadas. Y eso que iba despacio.
—¿Estás bien? —balbució Farag, mirándome preocupado.
—Estoy perfectamente. He hecho mis propios cálculos —le dije, deteniendo el pitido del dichoso artilugio— y, a este paso, tardaré unas seis o siete horas en llegar a Atenas.
—¿Estás segura? —preguntó, mirándome receloso.
—No, no del todo, pero una vez, hace muchos años, hice una excursión de dieciséis kilómetros y tardé cuatro horas. Es una simple regla de tres.
—Pero aquí el terreno es distinto. No te olvides de los montes que rodean Maratón. Y, además, la distancia que nos separa de Atenas es equivalente a más de dos veces dieciséis kilómetros.
Me hice una nueva composición de lugar y ya no me sentí tan segura como antes. Recordaba vagamente haber terminado medio muerta después de aquella excursión, así que el panorama no era muy halagüeño. Al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que Farag echara a correr y se alejara de mí, pero él, por lo visto, no tenía la menor intención de dejarme sola aquella noche.
Durante los últimos siete días había forcejeado desesperadamente por concentrarme en lo que estábamos haciendo y por olvidarme de los tontos desequilibrios sentimentales. La visita a Jerusalén y el hecho de ver a Pierantonio me habían ayudado mucho. Sin embargo, notaba que esos sentimientos que me empeñaba en reprimir me producían una profunda amargura que minaba mis fuerzas. Lo que en Rávena había empezado siendo una emoción exultante que había trastornado todos mis sentidos, en Atenas se estaba convirtiendo en un amargo sufrimiento. Se puede luchar contra una enfermedad o contra el destino, pero ¿cómo luchar contra lo que fuera que me empujaba hacia ese hombre fascinante que era Farag Boswell? Así que allí estaba yo, aparentando una frágil entereza que se me venía abajo con cada nueva zancada de la carrera de Maratón.
Aunque la línea azul estaba dibujada sobre el asfalto de la carretera, nosotros, prudentemente, caminábamos por una amplia acera cubierta de árboles. Sin embargo, la acera pronto se terminó y tuvimos que empezar a caminar por el arcén. Afortunadamente, el número de coches que pasaba era cada vez menor —además, íbamos por la derecha, cosa que no debe hacerse porque seguíamos la misma dirección que los vehículos que aparecían a nuestra espalda—, así que el único peligro, si es que puede llamarse así, era la oscuridad. Todavía quedaban algunas farolas delante de algún bar de carretera cercano al pueblo o de alguna casita de los contornos, pero también se iban acabando. Entonces empecé a pensar que quizá fuera buena idea que Farag no se separara de mí.
Para cuando llegamos a la cercana ciudad de Pandeleimonas, estábamos enzarzados en una interesante conversación sobre los emperadores bizantinos y el desconocimiento general que existía en Occidente acerca de ese Imperio Romano que duró hasta el siglo XV. Mi admiración y respeto por la erudición de Farag iba en aumento. Después de una suave y larga ascensión, atravesamos las localidades de Nea Makri y Zoumberi inmersos en la charla, y tanto el tiempo como los kilómetros pasaban sin que nos diéramos cuenta. Jamás me había sentido tan feliz, jamás había tenido la mente tan despierta y motivada, lista para saltar ante el menor reto intelectual, jamás había llegado, en una conversación, tan lejos ni tan profundamente como entonces. En el dormido pueblo de Agios Andreas, tres horas después de iniciar la carrera, Boswell empezó a hablarme de su trabajo en el museo. La noche estaba siendo tan mágica, tan especial y tan bonita que ni siquiera sentía el frío que caía sin piedad sobre los campos oscuros que nos rodeaban. Y de nada servía la pobre luz de la luna menguante, que apenas llegaba hasta la tierra. Sin embargo, no estaba preocupada ni asustada; caminaba totalmente absorta en las palabras de Farag que, mientras alumbraba el suelo frente a nosotros con la linterna, me hablaba apasionadamente de los textos gnósticos en escritura copta encontrados en la antigua Nag Hammadi, en el Alto Egipto. Llevaba varios años trabajando sobre ellos, localizando las fuentes griegas del siglo V en los que estaban basados y cotejando fragmento por fragmento con otros escritos conocidos de escritores coptos gnósticos.
Compartíamos una intensa pasión por nuestros respectivos trabajos, así como un amor profundo por la Antigüedad y sus secretos. Nos sentíamos llamados a desvelarlos, a descubrir lo que, por abandono o beneficio, se había perdido a lo largo de los siglos. Él, sin embargo, no compartía ciertos matices de mi enfoque católico, pero tampoco yo podía estar de acuerdo con esos postulados que profesaba sobre un pintoresco origen gnóstico del cristianismo. Es cierto que se desconocía casi todo lo relativo a los primeros tres siglos de vida de nuestra religión; es cierto también que esas grandes lagunas habían sido rellenadas interesadamente con falsas documentaciones o testimonios manipulados; es cierto que incluso los Evangelios habían sido retocados durante esos primeros siglos para adaptarlos a las corrientes dominantes dentro la Iglesia naciente, haciendo que Jesús incurriera en terribles contradicciones o absurdos que, a costa de oírlos toda la vida, habían terminado por pasarnos desapercibidos; pero lo que yo no podía aceptar de ninguna manera era que todo eso tuviera que salir a la luz pública, que se abrieran las puertas del Vaticano a cualquier estudioso que, como él, no tuviera la fe necesaria para dar un sentido correcto a lo que se pudiera descubrir. Farag me llamó reaccionaria, me llamó retrógrada y no me acusó de usurpadora del patrimonio de la humanidad por puro milagro, pero poco le faltó. Sin embargo, no lo hizo con acritud. La noche pasaba ligera como el viento porque nos reíamos sin parar, nos atacábamos desde nuestros respectivos fortines ideológicos con una mezcla de ternura y afecto que quitaba cualquier hierro a lo que pudiéramos decirnos. Y así, las horas seguían pasando imperceptiblemente.
Mati, Limanaki, Rafina… Estábamos a punto de llegar a Pikermi, el pueblo que marcaba el centro exacto de la carrera de maratón. Ya no había tráfico por la estrecha carretera, ni tampoco rastros del capitán Glauser-Röist. Yo empezaba a sentir un gran cansancio en las piernas y un suave dolor en la parte posterior, en los gemelos, pero me negaba a reconocerlo; además, los pies me ardían dentro de las zapatillas de deporte y, poco después, durante una parada forzosa, descubrí un par de enormes rozaduras que se fueron convirtiendo en llagas a lo largo de la noche.
Seguimos andando una hora más, dos horas más… Y no nos dimos cuenta de que cada vez caminábamos más despacio, de que habíamos convertido la noche en un largo paseo en el cual el tiempo no contaba. Atravesamos Pikermi —cuyas calles estaban cubiertas por una tupida red de cables de luz y teléfono que saltaban de un viejo poste de madera a otro—, dejamos atrás Spata, Palini, Stavros, Paraskevi… Y el reloj seguía imperturbable su marcha sin que cayéramos en la cuenta de que no íbamos a llegar a Atenas antes del amanecer. Estábamos embobados, borrachos de palabras, y no nos enterábamos de nada que no fuera nuestro propio diálogo.
Después de Paraskevi la carretera dibujaba una larga curva hacia la izquierda, curva que abrazaba un frondoso bosque de pinos altísimos, y fue allí precisamente, a unos diez kilómetros de Atenas, cuando el pulsómetro de Farag se disparó.
—¿Estás cansado? —le pregunté, inquieta. No le veía bien la cara, que para mí era apenas un esbozo.
No hubo respuesta.
—¿Farag? —insistí. La maquinita seguía emitiendo la insufrible señal de alarma que, en el silencio que nos rodeaba, sonaba como una sirena de bomberos.
—Tengo algo que decirte… —murmuró, misterioso.
—Pues para ese ruido y dime de qué se trata.
—No puedo…
—¿Cómo que no puedes? —me sorprendí—. Sólo tienes que pulsar el botoncito naranja.
—Quiero decir… —estaba tartamudeando—. Lo que quiero decir…
Le sujeté por la muñeca y detuve el reclamo. De repente me di cuenta de que algo había cambiado. Una vocecita ahogada me avisó de que pisábamos territorio peligroso y me di cuenta de que no quería saber lo que me iba a decir. Permanecí en silencio, muda como una muerta.
—Lo que tengo que…
El pulsómetro volvió a dispararse, pero, esta vez, él mismo lo apagó.
—No puedo decírtelo porque hay tantos impedimentos, tantos obstáculos… —yo contuve la respiración—. Ayúdame, Ottavia.
No me salía la voz. Intenté detenerle, pero me ahogaba. Ahora fue mi odioso pulsómetro el que empezó a sonar. Aquello parecía una sinfonía de pitidos. Lo paré con un esfuerzo sobrehumano y Farag sonrió.
—Sabes lo que intento decirte, ¿verdad?
Mis labios se negaban a abrirse. Lo único que fui capaz de hacer fue desabrochar el pulsómetro de mi muñeca y quitármelo. De no haberlo hecho, se hubiera estado disparando continuamente. Farag, sin dejar de sonreír, me imitó.
—Has tenido una buena idea —dijo—. Yo… Verás, Basíleia, esto es muy difícil para mí. En mis anteriores relaciones nunca tuve que… Las cosas funcionaban de otra manera. Pero, contigo… ¡Dios, qué complicado! ¿Por qué no puede ser más sencillo? ¡Tú sabes lo que trato de decirte, Basíleia! ¡Ayúdame!
—No puedo ayudarte, Farag —repuse con una voz de ultratumba que incluso a mí me sorprendió.
—Ya, ya…
No volvió a decir nada más, ni yo tampoco. El silencio cayó sobre nosotros y así seguimos hasta que llegamos a Holargos, un pequeño pueblecito que, por sus altos y modernos edificios, anunciaba la cercanía de Atenas. Creo que nunca he vivido momentos tan amargos y difíciles. La presencia de Dios me impedía aceptar aquella especie de declaración que había intentado hacer Farag, pero mis sentimientos, increíblemente fuertes hacia aquel hombre tan maravilloso, me desgarraban por dentro. Lo peor no era reconocer que le amaba; lo peor era que él también me quería. ¡Hubiera sido tan fácil de haber podido! Pero yo no era libre.
Una exclamación me sobresaltó.
—¡Ottavia! ¡Son las cinco y cuarto de la mañana!
Por un momento no comprendí lo que me estaba diciendo. ¿Las cinco y cuarto? Pues bueno, ¿y qué? Pero, de repente, la luz se hizo en mi cerebro. ¡Las cinco y cuarto! ¡No podríamos llegar a Atenas antes de las seis! ¡Estábamos, por lo menos, a cuatro kilómetros!
—¡Dios mío! —grité—. ¿Qué vamos a hacer?
—¡Correr!
Me cogió de la mano y tiró de mí como un loco, iniciando una carrera salvaje que se detuvo por la fuerza a los pocos metros.
—¡No puedo, Farag! —gemí, dejándome caer sobre la carretera—. Estoy demasiado cansada.
—¡Escúchame, Ottavia! ¡Ponte de pie y corre!
El tono de su voz era autoritario, en absoluto compasivo o cariñoso.
—Me duele mucho la pierna derecha. Debo haberme lastimado algún músculo. No puedo seguirte, Farag. Vete. Corre tú. Yo iré después.
Se agachó hasta ponerse a mi altura y, cogiéndome bruscamente por los hombros, me zarandeó y me clavó la mirada.
—Si no te pones en pie ahora mismo y echas a correr hacia Atenas, voy a decirte lo que antes no te pude decir. Y, si lo hago —se inclinó suavemente hacia mí, de manera que sus labios quedaban a escasos milímetros de mi boca—, te lo diré de tal manera que no podrás volver a sentirte monja durante el resto de tu vida. Elige. Si llegas a Atenas conmigo, no insistiré nunca más.
Sentí unas ganas horribles de llorar, de esconder la cabeza contra su pecho y borrar esas cosas espantosas que acababa de decirme. Él sabía que yo le amaba y, por eso, me daba a elegir entre su amor o mi vocación. Si yo corría, le perdería para siempre; si me quedaba allí, tirada en el asfalto de la carretera, él me besaría y me haría olvidar que había entregado mi vida a Dios. Sentí la angustia más profunda, la pena más negra. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que elegir, por no haber conocido nunca a Farag Boswell. Tomé aire hasta que mis pulmones estuvieron a punto de estallar, solté mis hombros de sus manos con un ligero balanceo y, haciendo un esfuerzo sobrehumano —sólo yo sé lo que me costó, y no era ni por el cansancio físico ni por las llagas de los pies—, me incorporé, arreglé mis ropas con gesto decidido y me volví a mirarle. El seguía en la misma posición, agachado, pero ahora su mirada era infinitamente triste.
—¿Vamos? —le dije.
Me observó durante unos segundos, sin moverse, sin cambiar el gesto de la cara, y, luego, se irguió, trazó una sonrisa falsa en la boca y empezó a caminar.
—Vamos.
No recuerdo mucho de los pueblos que atravesamos, aparte de sus nombres (Halandri y Papagou), pero sé que corría mirando el reloj continuamente, intentando no sentir ni el dolor de mis piernas ni el de mi corazón. En algún momento, el frío del amanecer heló las lágrimas que resbalaban por mi cara. Entramos en Atenas, por la calle Kifissias, diez minutos antes de las seis de la mañana. Por mucho que corriéramos para llegar hasta Kapnikaréa, en el centro de la ciudad, sería imposible cumplir la prueba. Pero eso no nos detuvo, ni eso ni el punzante dolor que yo empecé a sentir en un costado y que me cortaba la respiración. Sudaba copiosamente y tenía la sensación de que iba a desmayarme de un momento a otro. Parecía, además, que tuviera cuchillas clavadas en los pies, pero seguí corriendo porque, si no lo hacía, tendría que enfrentarme con algo que no me sentía capaz de asumir. En realidad, más que correr, huía, huía de Farag y estoy segura de que él lo sabía. Se mantenía junto a mí a pesar de que hubiera podido adelantarme y, quizá, concluir con éxito la prueba de la pereza. Pero no me abandonó y yo, fiel a mi costumbre de sentirme culpable por todo, también me sentí responsable de su fracaso. Aquella hermosa noche, seguramente inolvidable, estaba terminando como una pesadilla.
No sé cuántos kilómetros tendría la gran avenida de Vassilis Sofias, pero a mí me pareció eterna. Los coches circulaban por ella mientras nosotros corríamos a la desesperada sorteando postes, farolas, papeleras, árboles, anuncios publicitarios y bancos de hierro. La hermosa capital del mundo antiguo despertaba a un nuevo día que para nosotros sólo significaba el principio del fin. Vassilis Sofias no se acababa nunca y mi reloj marcaba ya las seis de la mañana. Era demasiado tarde, pero, por mucho que mirara a derecha e izquierda, el sol no se veía por ninguna parte; continuaba siendo tan de noche como una hora antes. ¿Qué estaba pasando?
La línea azul que durante toda la noche había guiado nuestros pasos, se perdió por Vassilis Konstantinou, la travesía que, partiendo de Sofias, llevaba directamente al Estadio Olímpico. Nosotros, sin embargo, continuamos por la avenida, que terminaba en la mismísima Plateia Syntágmatos, la enorme explanada del Parlamento griego, en la misma esquina de nuestro hotel, por cuya puerta pasamos, sin detenernos, como una exhalación. Kapnikaréa se encontraba en medio de la vía Ermou, una de las arterias que nacían en el otro extremo de la plaza. En aquel momento, eran ya las seis y tres minutos.
Los pulmones y el corazón me estallaban, el dolor del costado me estaba matando. Sólo me animaba para seguir la fiel oscuridad nocturna del cielo, esa cubierta negra que no se iluminaba con ningún rayo solar. Mientras continuara de ese modo, habría esperanza. Pero nada más entrar en la peatonal calle Ermou, los músculos de mi pierna derecha decidieron que ya estaba bien de tanto correr y que había que parar. Una punzada aguda me detuvo en seco y llevé mi mano hasta el punto del dolor al tiempo que emitía un gemido. Farag se volvió, raudo como una centella y, sin mediar palabra alguna, comprendió lo que me estaba pasando. Regresó hasta donde yo me encontraba, me pasó el brazo izquierdo por debajo de los hombros y me ayudó a incorporarme. A continuación, con la respiración entrecortada, reanudamos la carrera en esta extraña posición en la cual yo avanzaba un paso con mi pierna sana y descargaba todo mi peso sobre él en el siguiente. Oscilábamos como barcos en una tormenta, pero no nos deteníamos. El reloj indicaba que eran ya las seis y cinco, pero sólo nos quedaban unos trescientos metros para llegar, porque al fondo de Ermou, como una extraña aparición incomprensible, una pequeña iglesia bizantina, medio hundida en la tierra, emergía en el centro de una reducida glorieta.
Doscientos metros… Podía oír la respiración afanosa de Farag. Mi pierna sana empezó también a resentirse de este último y supremo esfuerzo. Ciento cincuenta metros. Las seis y siete minutos. Cada vez avanzábamos más despacio. Estábamos agotados. Ciento veinticinco metros. Con un brusco impulso, Farag me alzó de nuevo y me sujetó más fuerte, cogiéndome la mano que pasaba por detrás de su cuello. Cien metros. Las seis y ocho.
—Ottavia, tienes que aguantar el dolor —farfulló sin aire; las gotas de sudor le caían a mares por la cara y el cuello—. Camina, por favor.
Kapnikaréa nos ofrecía a la vista los muros de piedra de su lado izquierdo. ¡Estábamos tan cerca! Podía ver las pequeñas cupulitas cubiertas de tejas rojas y coronadas por pequeñas cruces. Y yo sin poder respirar, sin poder correr. ¡Aquello era una tortura!
—¡Ottavia, el sol! —gritó Farag.
Ni siquiera lo busqué con la mirada, me bastó con el suave tinte azul oscuro del cielo. Aquellas tres palabras fueron el acicate que necesitaba para sacar fuerzas de donde no las tenía. Un escalofrío me recorrió entera y, al mismo tiempo, sentí tanta rabia contra el sol por fallarme de esa forma que tomé aire y me lancé contra la iglesia. Supongo que hay momentos en la vida en que la obcecación, la tozudez o el orgullo toman el control de nuestros actos y nos obligan a lanzarnos desbocados hacia la consecución de ese único objetivo que ensombrece todo lo que no sea él mismo. Imagino que el origen de esa respuesta desmandada tiene mucho que ver con el instinto de supervivencia, porque actuamos como si nos fuera la vida en ello.
Naturalmente que sentía dolor y que mi cuerpo seguía siendo un guiñapo, pero en mi cerebro se coló la idea fija de que el sol estaba saliendo y ya no pude actuar con cordura. Muy por encima de los impedimentos físicos estaba la obligación de cruzar el umbral de Kapnikaréa.
Así pues, eché a correr como no había corrido en toda la noche y Farag se puso a mi lado justo cuando, tras bajar unos escalones que nos dejaron a la altura de la iglesia, llegamos ante el precioso pórtico que protegía la puerta. Sobre ella, un impresionante mosaico bizantino de la Virgen con el Niño lanzaba destellos a la pobre luz de las farolas; sobre nuestras cabezas, un cielo de brillantes teselas doradas enmarcaba un Crismón constantineano.
—¿Llamamos? —pregunté con voz débil, poniéndome las manos en la cintura y doblándome por la mitad para poder respirar.
—¿A ti qué te parece? —exclamó Farag y, acto seguido, escuché el primero de los siete golpes que propinó furiosamente contra la recia madera. Con el último de ellos, los goznes chirriaron suavemente y la puerta se abrió.
Un joven pope ortodoxo, poseedor de una larga y poblada barba negra, apareció frente a nosotros. Con el ceño fruncido y un gesto adusto, nos dijo algo en griego moderno que no comprendimos. Ante nuestras caras desconcertadas, repitió su frase en inglés:
—La iglesia no abre hasta las ocho.
—Lo sabemos, padre, pero necesitamos entrar. Debemos purificar nuestras almas inclinándonos ante Dios como humildes suplicantes.
Miré a Farag con admiración. ¿Cómo se le habría ocurrido utilizar las palabras de la plegaria de Jerusalén? El joven pope nos examinó de los pies a la cabeza y nuestro lastimoso aspecto pareció conmoverle.
—Siendo así, pasen. Kapnikaréa es toda suya.
No me dejé engañar: aquel muchachito vestido con sotana era un staurofílax. Si hubiera puesto la mano en el fuego, con toda seguridad no me habría quemado. Farag me leyó el pensamiento.
—Por cierto, padre… —pregunté, limpiándome el sudor de la cara con la manga del chándal—. ¿Ha visto por aquí a un amigo nuestro, un corredor como nosotros, muy alto y de pelo rubio?
El cura pareció meditar. Si no hubiera sabido que era un staurofílax, a lo mejor le hubiera creído, pero, pese a ser un buen actor, no consiguió embaucarme.
—No —respondió después de pensarlo mucho—. No recuerdo a nadie de esas características. Pero, pasen, por favor. No se queden en la calle.
Desde ese instante, estábamos a su merced.
La iglesia era preciosa, una de esas maravillas que el tiempo y la civilización respetan porque no pueden acabar con su belleza sin morir también un poco. Cientos, miles de delgados cirios amarillos ardían en su interior, permitiendo vislumbrar, al fondo, a la derecha, un bello iconostasio que refulgía como el oro.
—Les dejo rezar —dijo, mientras, distraídamente, volvía a condenar la puerta pasando los cerrojos; estábamos prisioneros—. No duden en llamarme si necesitan algo.
Pero ¿qué hubiéramos podido necesitar? Apenas terminó de pronunciar esas amables palabras, un fuerte golpe en la cabeza, propinado por la espalda, me hizo tambalearme y caer desplomada al suelo. No recuerdo nada más. Sólo siento no haber podido ver mejor Kapnikaréa.
Abrí los ojos bajo el glacial resplandor de varios tubos blancos de neón e intenté mover la cabeza porque intuí que había alguien a mi lado, pero el intenso dolor que sentía me lo impidió. Una voz amable de mujer me dijo algunas palabras incomprensibles y volví a perder el conocimiento. Algún tiempo después desperté de nuevo. Varias personas vestidas de blanco se inclinaban sobre mi cama y me examinaban meticulosamente, levantándome los flácidos párpados, tomándome el pulso y movilizándome con suavidad el cuello. Entre brumas, me di cuenta de que un tubo muy fino salía de mi brazo y llegaba hasta una bolsa de plástico llena de un líquido transparente que colgaba de un palo metálico. Pero volví a dormirme y el tiempo siguió pasando. Por fin, al cabo de varias horas, recuperé la conciencia con un sentido más auténtico de la realidad. Debían haberme administrado un montón de drogas porque me encontraba bien, sin dolor, aunque un poco mareada y con el estómago revuelto.
Sentados en unas sillas de plástico verde pegadas a la pared, dos hombres extraños me observaban patibulariamente. Al verme parpadear se pusieron en pie y se acercaron hasta la cabecera de la cama.
—¿Hermana Salina? —preguntó uno de ellos en italiano y, al fijar la vista en él, descubrí que vestía sotana y alzacuellos—. Soy el padre Cardini, Ferruccio Cardini, de la embajada vaticana, y mi acompañante es Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, secretario del Sínodo Permanente de la Iglesia de Grecia. ¿Cómo se encuentra?
—Como si me hubieran golpeado con un mazo en la cabeza, padre. ¿Y mis compañeros, el profesor Boswell y el capitán Glauser-Röist?
—No se preocupe, están bien. Se encuentran en los cuartos inmediatos. Acabamos de verles y ya se están despertando.
—¿Qué lugar es este?
—El nosokomio George Gennimatas.
—¿El qué?
—El Hospital General de Atenas, hermana. Unos marineros les encontraron a última hora de la tarde en uno de los muelles de El Pireo[38] y les trajeron al hospital más cercano. Al ver su acreditación diplomática vaticana, el personal de Urgencias se puso en contacto con nosotros.
Un médico alto, moreno y con un enorme bigote turco apareció de repente retirando la cortina de plástico que hacía las funciones de puerta. Se acercó a mi cama y, mientras me tomaba el pulso y me examinaba los ojos y la lengua, se dirigió a Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, quien, a continuación, se dirigió a mí en un correcto inglés.
—El doctor Kalogeropoulos desea saber cómo se encuentra.
—Bien. Me encuentro bien —respondí, tratando de incorporarme. Ya no tenía el gotero enganchado al brazo.
El médico griego dijo otras palabras y tanto el padre Cardini como el Archimandrita Apostolidis se volvieron y se pusieron de cara a la pared. Entonces, el doctor retiró la sábana que me cubría y pude ver que, por toda ropa, llevaba puesto un horrible camisón corto de color salmón claro que dejaba mis piernas al aire. No me extrañé al ver que tenía los pies vendados pero sí al descubrir que también tenía vendados los muslos.
—¿Qué me ha pasado? —pregunté. El padre Cardini repitió mis palabras en griego y el médico respondió con una larga conferencia.
—El doctor Kalogeropoulos dice que tanto usted como sus compañeros presentan unas heridas muy extrañas y dice que han encontrado dentro de ellas una sustancia vegetal clorofilada que no han podido identificar. Pregunta si sabe usted cómo se las han hecho porque, al parecer les han descubierto otras similares, más antiguas, en los brazos.
—Dígale que no sé nada y que quisiera verlas, padre.
Ante mi petición, el médico retiró los vendajes poniendo muchísimo cuidado y luego, con aquellos dos sacerdotes castigados mirando hacia la pared y yo en camisón y destapada, salió del cuarto. La situación era tan violenta que no me atreví a decir ni media palabra, aunque, afortunadamente, el doctor Kalogeropoulos regresó al instante con un espejo que me permitió ver las escarificaciones flexionando las piernas. Ahí estaban: una cruz decussata en la parte posterior del muslo derecho y otra, griega, en el izquierdo. Jerusalén y Atenas grabadas para siempre en mi cuerpo. Debería haberme sentido orgullosa pero, saciada mi curiosidad, mi única obsesión era ver a Farag. Lo malo fue que, en uno de los movimientos del espejo, también vi mi cara reflejada, y me quedé atónita al comprobar que no sólo tenía los ojos hundidos y la piel demacrada, sino que lucía en mi cabeza un exuberante vendaje a modo de turbante musulmán. El doctor Kalogeropoulos, viendo mi expresión de sorpresa, lanzó otra andanada de palabras.
—El doctor dice —me transmitió el padre Cardini— que sus amigos y usted han sido golpeados con algún objeto contundente y que presentan importantes contusiones en el cráneo. Por los resultados de los análisis, piensa que también consumieron alcaloides y quiere que le diga qué sustancias ingirieron.
—¿Es que este médico cree que somos drogadictos o qué?
El padre Cardini no se atrevió a rechistar.
—Dígale al médico que no hemos tomado nada y que no sabemos nada, padre. Que por mucho que nos pregunte no vamos a poder decirle más. Y ahora, si no es mucha molestia, me gustaría ver a mis compañeros.
Y, diciendo esto, me senté en el borde de la cama y bajé las piernas hasta el suelo. Las vendas de los pies me servían divinamente de zapatillas. Al verme, el doctor Kalogeropoulos dejó escapar una exclamación de enojo y, sujetándome por los brazos, intentó volver a acostarme, pero me resistí con todas mis fuerzas y no lo consiguió.
—Padre Cardini, por favor, ¿sería tan amable de decirle al doctor que quiero mi ropa y que voy a quitarme este vendaje de la cabeza?
El sacerdote católico tradujo mis palabras y se produjo un diálogo rápido y agitado.
—No puede ser, hermana. El doctor Kalogeropoulos dice que todavía no está bien y que podría sufrir un colapso.
—¡Dígale al doctor Kalogeropoulos que estoy perfectamente! ¿Conoce usted, padre, la importancia del trabajo que el profesor, el capitán y yo estamos haciendo?
—Aproximadamente, hermana.
—Pues dígale que me entregue mi ropa… ¡Ahora!
Volvió a producirse un irritado cruce de palabras y el facultativo salió de la habitación con muy malos modos. Poco después hizo acto de presencia una joven enfermera que, al entrar, dejó una bolsa de plástico a los pies de la cama sin decir ni media palabra y, luego, se acercó hasta mí y empezó a liberar mi cabeza del turbante. Sentí un inmenso alivio cuando me lo quitó, como si aquellas tiras de gasa hubieran estado comprimiéndome el cerebro. Metí los dedos entre el pelo para airearlo y rocé con las yemas una abultada y dolorosa protuberancia en la parte superior.
Todavía no había terminado de vestirme cuando se oyeron unos golpes en el dintel metálico del vano de la entrada. Yo misma retiré la cortina cuando estuve lista. Farag y el capitán, ataviados con unas batas cortas del mismo color azul desteñido que el ajado camisón hospitalario que exhibían, me miraron sorprendidos desde debajo de sus respectivos turbantes.
—¿Por qué tú estás arreglada y nosotros tenemos estas pintas? —preguntó Farag.
—Porque no sabéis hacer valer vuestra autoridad —repuse, riendo. Volver a verle me hacía sentir muy feliz; el corazón me latía a toda marcha—. ¿Estáis bien?
—Estamos perfectamente, pero esta gente se empeña en tratarnos como a niños.
—¿Quiere ver esto, doctora? —me preguntó Glauser-Röist tendiéndome el familiar pliegue de grueso papel de los staurofílakes. Lo cogí de su mano, con una sonrisa y lo abrí. Esta vez sólo había una palabra: «Αποστολειον», Apostoleíon.
—Volvemos a empezar, ¿eh? —dije.
—En cuanto salgamos de aquí —murmuró la Roca echando una mirada torva a su alrededor.
—Pues, entonces, será ya mañana —aviso Farag, metiendo las manos en los bolsillos de la bata—, porque son las once de la noche y no creo que, a estas horas, nos den el alta.
—¿Las once de la noche? —exclamé abriendo los ojos de par en par. Habíamos permanecido inconscientes todo el día.
—Firmaremos el alta voluntaria, o como quiera que se llame en este país —refunfuñó el capitán dirigiéndose hacia las mesas en las que se encontraba el personal sanitario.
Aproveché su ausencia para mirar con libertad a Farag. Estaba ojeroso y, como la barba le llegaba ya hasta el cuello, parecía un original anacoreta rubio del desierto. El recuerdo de lo que había pasado la noche anterior aceleraba aún más mi corazón, si eso era posible, y me hacía sentir dueña de un secreto que sólo él y yo compartíamos. Sin embargo, Farag no parecía recordar nada, su cara era de simpática indiferencia y, en lugar de hablar conmigo, se dirigió inmediatamente a mis acompañantes, dejándome con la palabra en la boca. Me quedé perpleja y preocupada, ¿acaso lo había soñado todo?
No conseguí que hablara conmigo en toda la noche, ni siquiera cuando salimos del hospital y subimos al coche de la embajada vaticana (Su Eminencia Theologos Apostolidis se despidió amablemente de nosotros en la puerta del George Gennimatas y se marchó en su propio vehículo). Así que Farag, o bien se dirigía al capitán o bien al padre Cardini, y, cuando sus ojos tropezaban con los míos, pasaban por encima de mí sin detenerse, como si yo fuera transparente. Si lo que pretendía era hacerme daño, lo estaba consiguiendo, pero no iba a dejar que aquello me destrozara, así que me encerré en el más negro mutismo hasta que llegamos al hotel y, una vez en mi habitación, como no podía sentarme cómodamente por culpa de las escarificaciones, estuve orando tendida en la cama hasta que caí rendida, cerca ya de las tres de la madrugada. Llena de angustia, le pedí a Dios que me ayudara, que me devolviera la certeza de mi vocación religiosa, la tranquila estabilidad de mi vida anterior y me refugié en Su Amor hasta que encontré la paz que necesitaba. Dormí bien, pero mi último pensamiento fue para Farag y también el primero de la mañana siguiente.
Él, sin embargo, no me miró ni una sola vez durante el desayuno, ni tampoco en el viaje hacia el aeropuerto, ni mientras subíamos al Westwind y tomábamos asiento (con mucho cuidado) en los sillones de la cabina de pasajeros que, como un viejo y cálido hogar, empezaba a ser nuestra única referencia estable. Despegamos del aeropuerto Hellinikon alrededor de las diez de la mañana e, inmediatamente, empezaron los paseos de nuestra azafata favorita con sus ofertas de comida, bebida y entretenimientos. El capitán Glauser-Röist, después de pronosticar los más terribles desenlaces para la pobre chica, que resultó llamarse Paola, nos contó, muy satisfecho, que sólo había tardado cuatro horas en recorrer la distancia entre Maratón y Kapnikaréa y que su pulsómetro no se había disparado ni una sola vez. Aunque Farag se rió y le felicitó con un apretón de manos y unos golpes afectuosos en el brazo, yo me sumí en la más completa de las miserias recordando los pitidos del pulsómetro de Farag y del mio en aquellos preciosos momentos que habíamos vivido en la silenciosa carretera de Maratón.
El vuelo entre Atenas y Estambul fue tan corto que apenas nos dio tiempo a preparar el quinto círculo purgatorial. En Constantinopla purgaríamos el pecado de la avaricia y lo haríamos, al decir del florentino, echados en el suelo:
Cuando en el quinto círculo hube entrado,
vi por aquel a gentes que lloraban,
tumbados en la tierra boca abajo.
«Adhaesit pavimento anima mea»[39]
les oí exclamar con tan altos suspiros,
que apenas se entendían las palabras.
—¿Sólo tenemos esto para empezar? —preguntó, escéptico, Farag—. Es muy poco y Estambul es muy grande.
—También tenemos el Apostoleíon —le recordó Glauser-Röist, cruzando tranquilamente las piernas como si no sufriera en absoluto el dolor de las cicatrices ni esas molestas agujetas que la carrera de Maratón nos había dejado a los demás como recuerdo. La Nunciatura vaticana en Ankara y el Patriarcado de Constantinopla están trabajando desde anoche sobre ello. Cuando llegamos al hotel, me puse en contacto con Monseñor Lewis y con el secretario del Patriarca, el padre Kallistos, quien me informó de que el Apostoleíon fue la famosa iglesia ortodoxa de los Santos Apóstoles que sirvió de Panteón Real a los emperadores bizantinos hasta el siglo XI. Era el templo más grande después de Santa Sofía. Hoy día, sin embargo, no queda nada de ella. Mehmet II, el conquistador turco que puso fin al imperio bizantino, ordenó su destrucción en el siglo XV.
—¿No queda nada de ella? —me escandalicé—. ¿Y qué pretenden que hagamos? ¿Excavar la ciudad en busca de sus restos arqueológicos?
—No lo sé doctora. Tendremos que investigar. Parece ser que Mehmet II, intentando emular a los emperadores, mandó construir allí mismo su propio mausoleo, la mezquita de Fatih Camii que aún sigue en funcionamiento. Del Apostoleíon no queda absolutamente nada. Ni una piedra. Pero habrá que esperar los informes de la Nunciatura y del Patriarcado para saber algo más.
—¿Qué les ha pedido que investiguen?
—Todo, absolutamente todo, doctora: la historia completa de la iglesia con el mayor lujo de detalles, también la de Fatih Camii; los planos, mapas y dibujos de las reconstrucciones, nombres de los arquitectos, objetos, obras de arte, todos los libros que hablen sobre ellas, el ritual de enterramiento de los emperadores, etc. Como verá no he dejado ningún detalle al azar y estoy seguro de que tanto la Nunciatura como el Patriarcado están trabajando a fondo en el tema. El Nuncio apostólico, Monseñor Lewis, me dijo, además, que podíamos contar con la ayuda de uno de los agregados culturales de la embajada italiana, experto en arquitectura bizantina, y el Patriarcado está especialmente ansioso por colaborar con nosotros porque también ha sufrido las fechorías de los staurofílakes: lo poco que quedaba del fragmento de Vera Cruz que el emperador Constantino recibió directamente de su madre, santa Helena, desapareció hace menos de un mes de la iglesia patriarcal de San Jorge, y eso que estaban avisados. Pero el antiguamente poderoso Patriarcado de Constantinopla es hoy día tan pobre que no dispone de recursos para proteger sus reliquias. Al parecer, apenas quedan fieles ortodoxos en Estambul. El proceso de islamización ha sido tan intenso y el nacionalismo se ha vuelto tan violento que, en la actualidad, casi el ciento por ciento de la población es turca y de religión musulmana.
En ese momento, el comandante del Westwind nos comunicó por los altavoces que en menos de media hora aterrizaríamos en el Aeropuerto Internacional Atatürk de Estambul.
—Deberíamos darnos prisa con el texto de Dante —apremió Glauser-Röist, abriendo de nuevo el libro—. ¿Dónde estábamos?
—Acabábamos de empezar —le respondió Farag, ojeando a su vez su propio ejemplar de la Divina Comedia—. Dante estaba oyendo recitar a los espíritus de los avariciosos el primer versículo del Salmo 118: «Mi alma está pegada al suelo».
—Bueno, pues, a continuación, Virgilio pide que les indiquen dónde está la entrada que da acceso a la siguiente cornisa.
—Pero ¿a Dante le han quitado ya la marca de la frente? —le interrumpí. Me escocía un poco la cruz decussata del muslo derecho.
—No en todos los círculos Dante menciona explícitamente que los ángeles le vayan borrando las cicatrices de los pecados capitales, pero siempre señala en algún momento que, tras cada nueva subida, se siente más ligero, que camina con más facilidad y, de vez en cuando, recuerda que le han quitado alguna «P». ¿Desea conocer algún detalle más, doctora?
—No, muchas gracias. Puede seguir.
—Continúo… Los avariciosos contestan a los poetas:
Si venís libres de yacer aquí con nosotros,
y queréis pronto hallar el camino,
llevad siempre por fuera la derecha.
—Es decir —interrumpí de nuevo—, que deben ir hacia la derecha, dejando de ese lado el precipicio.
El capitán me miró y afirmó con la cabeza.
Fiel a su costumbre, el florentino se enzarzaba a continuación en una de sus largas conversaciones con alguno de los espíritus, en este caso el del papa Adriano V, calificado por la historia como un gran avaricioso. De repente, caí en la cuenta de que el poeta situaba un gran número de Santos Pontífices entre las almas del Purgatorio. ¿Habría igual proporción en el Infierno?, me pregunte. En cualquier caso, no cabía la menor duda de que la Divina Comedia no era, como se decía tradicionalmente, una obra que ensalzara a la Iglesia Católica; más bien, todo lo contrario.
Cuando volví a prestar atención, el capitán estaba leyendo los primeros tercetos del Canto XX, en los que Dante describe las dificultades que encuentran su maestro y él para caminar por aquella cornisa, pues el suelo está lleno de almas adheridas y llorosas:
Eché a andar y mi guía echó a andar por los
lugares libres, siguiendo la roca,
cual pegados de un muro a las almenas;
pues la gente que vierte gota a gota
por los ojos el mal que el mundo llena,
al borde se acercaba demasiado.
Nos saltamos completamente la parte del Canto en la que espíritus variados van cantando ejemplos de avaricia castigada: el del rey Midas, el del rico romano Craso, etc. De repente, un apocalíptico temblor sacude el suelo del quinto círculo. Dante se espanta pero Virgilio le tranquiliza: «Mientras vayas conmigo, no te asustes». El Canto XXI empezaba con la explicación de tan extraño suceso: un espíritu ha cumplido su castigo, ha sido purificado, y puede, por tanto, poner fin a su permanencia en el Purgatorio. Se trata, en esta feliz ocasión, del alma del poeta napolitano Estacio[40], quien, consumada su penitencia, se acaba de despegar del suelo. Estacio, que no sabe con quién está hablando, explica a los visitantes que se hizo poeta por su profunda admiración al gran Virgilio y esta confesión, naturalmente, provoca la risa de Dante. Estacio se ofende, sin entender que la hilaridad del florentino está motivada por el hecho de que tiene delante a quien tanto dice haber respetado. Disuelto el enredo, el de Nápoles cae de rodillas ante Virgilio y da comienzo una larga ristra de versos admirativos.
En este punto, nuestro avión empezó a descender tan bruscamente que se me taparon por completo los oídos. La joven Paola hizo acto de presencia para suplicarnos que nos abrochásemos los cinturones y para ofrecernos, por última vez antes de aterrizar, sus exquisitas golosinas. Acepté encantada un vaso del horrible zumo envasado que traía en la bandeja para evitar, bebiendo, que la presión me destrozara los tímpanos. Estaba tan agotada y dolorida que no veía la hora de descargar el peso de mi cuerpo en alguna superficie mullida. Pero, claro, ese lujo oriental no podía permitírmelo a punto de comenzar la quinta prueba del Purgatorio. Quizá los aspirantes a staurofílax estaban mucho más solos que nosotros y no contaban con tanta ayuda, pero disponían de todo el tiempo del mundo para culminar las pruebas y eso, desde mi punto de vista en aquel momento, resultaba de lo más envidiable.
Ni siquiera tuvimos que entrar en el aeropuerto de Estambul: un vehículo con una pequeña bandera vaticana sobre uno de los faros nos recogió al pie de la escalerilla del Westwind y, precedido por dos agentes motorizados de la policía turca, abandonó las inmensas pistas cruzando una puerta lateral en la verja de seguridad. Pasando la palma de la mano por la elegante piel de la tapicería del coche, Farag se admiró de lo mucho que habíamos subido de categoría desde Siracusa.
Yo había visitado Estambul por cuestiones de trabajo —la investigación por la que, en 1992, gané mi primer Premio Getty— unos diez años atrás. Recordaba una ciudad mucho más bonita y entrañable, de modo que la visión de aquellos horribles bloques de apartamentos, semejantes a colmenas de cemento, me sobrecogió. Algo terrible le había pasado a la que fuera capital del imperio turco durante más de quinientos años. Mientras el coche discurría por las calles aledañas al Cuerno de Oro en dirección al barrio del Fhanar en el que se encontraba el Patriarcado de Constantinopla, pude ver que, donde antes había casitas de madera con hermosas celosías pintadas de colores, ahora se arremolinaban grupos de rusos que vendían baratijas y jóvenes turcos que, en lugar del tradicional bigote otomano, lucían pobladas barbas islámicas mientras comían cucuruchos de garbanzos y pistachos. Advertí también con estupor que había aumentado el número de mujeres que usaban el türban, el velo negro tradicional sujeto con un alfiler bajo la barbilla.
Constantinopla, la Roma imperial que consiguió sobrevivir hasta el siglo XV, fue la capital más rica y próspera de la historia antigua. Desde el palacio de Blaquerna, situado a orillas del mar de Mármara, los emperadores bizantinos gobernaron un territorio que abarcó desde España hasta el Oriente Próximo, pasando por el norte de África y los Balcanes. Se dice que en Constantinopla podían escucharse todas las lenguas del orbe y recientes excavaciones habían demostrado que, en tiempos de Justiniano y Teodora, había más de ciento sesenta casas de baños dentro de las murallas. Sin embargo, mientras yo recorría sus calles aquel día, sólo podía ver una ciudad empobrecida y de aspecto atrasado.
Si el centro del mundo católico era la Ciudad del Vaticano, espléndida en su belleza, magnificencia y riquezas, el principal centro del mundo ortodoxo era aquel humilde Patriarcado Ecuménico de Constantinopla situado en un barrio pobre y extremadamente nacionalista de los suburbios de Estambul. Las cada vez más frecuentes agresiones integristas que sufría el Patriarcado, habían obligado a levantar a su alrededor una tapia protectora que a duras penas conseguía cumplir con su función. Nadie hubiera podido imaginar jamás que, después de mil quinientos años de gloria y poder, ese sería el final de tan importante trono cristiano.
Mientras los policías turcos detenían sus motos ante la puerta del Fhanar y se quedaban a la espera, el vehículo de la embajada atravesó el patio central y frenó al pie de la escalinata de uno de los humildes edificios que constituían el antiguo Patriarcado. Un pope de edad avanzada, que resultó ser el padre Kallistos, secretario del Patriarca, salió a recibirnos y nos acompañó hasta las dependencias de Bartolomeos I, donde, según nos dijo, varias personas nos estaban esperando desde primera hora de la mañana.
El despacho de Su Divinísima Santidad era una especie de sala de reuniones en la que la luz del sol entraba con toda su fuerza a través de los cristales de un par de grandes ventanas que daban a la iglesia patriarca1 de San Jorge. El águila imperial y la corona, símbolos del antiguo poder, podían verse por todas partes: en los dibujos de las alfombras y tapices que cubrían suelos y paredes, en las hermosas tallas de las mesas y las sillas, en los cuadros y objetos de arte que abarrotaban las superficies… Su Divinísima Santidad era un hombre de estatura considerable y de unos sesenta años que se escondía con timidez detrás de una larguísima barba del color de la nieve. Vestía como un simple pope —con el hábito y el gorrito negro de los Médicis italianos— y usaba unas enormes gafas para la presbicia que parecían haberle caído sobre la nariz por casualidad. Sin embargo, de su porte emanaba tal dignidad que sentí la impresión de hallarme frente a uno de aquellos emperadores bizantinos desaparecidos para siempre.
Junto al Patriarca se hallaba el Nuncio vaticano, Monseñor John Lawrence Lewis, vestido de clergyman, que se acercó inmediatamente hasta nosotros para saludarnos e iniciar las presentaciones. Monseñor Lewis guardaba un parecido asombroso con el marido de la reina Isabel de Inglaterra, el duque de Edimburgo: era igual de alto y delgado, igual de ceremonioso y, por encima de todo, igual de calvo y orejudo. Le estaba mirando fascinada, intentando reprimir la risa, cuando una voz femenina me arrancó de mi espejismo:
—Ottavia, querida, ¿no te acuerdas de mí?
La desconocida que se me había acercado mientras Monseñor Lewis nos presentaba al Patriarca era una de esas mujeres que, cruzada la frontera de la mediana edad, se vuelven escandalosamente llamativas por el uso desmedido del maquillaje y las joyas. Con el pelo color castaño claro cayéndole en cascada por encima de los hombros y un elegante y ligero traje de chaqueta azul con minifalda, aquella extraña se mantenía en equilibrio sobre sus finos tacones de aguja mirándome alegremente.
—No, lo siento —dije, segura de no haberla visto en mi vida—. ¿Te conozco?
—¡Ottavia, pero si soy Doria!
—¿Doria…? —musité, confundida. Un vago recuerdo, una nube con la forma de las caras de las hermanas Sciarra, de Catania, empezó a emerger desde el fondo de mi mente—. ¿Doria Sciarra…? ¿La hermana de Concetta…?
—¡Ottavia! —exclamó contenta viendo que la reconocía y lanzándose contra mí para estrecharme fuertemente entre sus brazos (aunque llevando cuidado de no estropearse el maquillaje)—. ¿No es fantástico, Ottavia? ¡Después de tantos años! ¿Cuántos…? ¿Diez, quince…?
—Veinte —dije con desprecio.
¡Y qué cortos me parecían en esos momentos! Si había alguien en el mundo a quien no soportara esa persona era Doria Sciarra, aquella pequeña vanidosa que se empeñaba en sembrar cizaña por donde pasaba y que hacía daño a los demás sin concederle la menor importancia. Tampoco yo era plato de su gusto, así que no entendía a qué venían tantas tonterías y tantos aspavientos. Noté cómo se me nublaba el humor para el resto del día.
—¡Oh, sí! —dijo ella, soñadora. Era tan artificial y estirada como una muñeca Barbie—. ¿No es maravilloso? ¡Quién nos lo iba a decir a nosotras!, ¿verdad? —emitió unas carcajadas juveniles y cantarinas—. ¡Qué vueltas da la vida!
¡Desde luego!, pensé mirándola: aquella chica gorda y morena como un tizón, ahora exhibía un cuerpo anoréxico y un dorado pelo leonino. «Tenemos algunos problemas con los Sciarra de Catania», dijo el recuerdo de la voz de mi cuñado dentro de mi cabeza, y mi hermana Giacoma añadió: «Están invadiendo nuestros mercados y haciéndonos la guerra sucia».
—¡Cuánto siento lo de tu padre y tu hermano, Ottavia! Me lo dijo Concetta hace unas semanas. ¿Cómo está tu madre?
Estuve a punto de contestarle de malos modos, sin embargo me contuve.
—Ya te lo puedes imaginar…
—Es terrible, desde luego. No sabes lo mal que lo pasé cuando murió mi padre hace dos años. Fue espantoso.
—¿Qué haces tú aquí, Doria? —la corté, y debí utilizar un tono de voz bastante seco porque me miró sorprendida. Era la reina de la hipocresía.
—Monseñor Lewis me ha pedido que os ayude. Soy una de las agregadas culturales de la embajada de Italia en Turquía. He venido con Monseñor desde Ankara para echaros una mano.
¡Lo que me faltaba! Doria era «el experto en arquitectura bizantina» que nos había ofrecido el Nuncio y, sin lugar a dudas, estaba al tanto de nuestra misión. Genial.
—Las viejas amigas se han reencontrado, ¿eh? —dijo precisamente Monseñor, apareciendo de repente junto a nosotras—. Es una gran suerte poder contar con su amiga Doria para este trabajo, hermana Salina. ¡Hasta los propios turcos le piden consejo!
—No tanto como deberían, Monseñor —dijo Doria con una meliflua voz de reproche—. La arquitectura bizantina es más un engorro para ellos que una maravilla digna de conservar.
Monseñor Lewis hizo oídos sordos a las incómodas palabras de Doria y, cogiéndome por el brazo, me arrastró hacia Su Divinísima Santidad Bartolomeos I, quien, viéndome llegar, me alargó la mano con el anillo pastoral para que lo besara. Hice una leve genuflexión y acerqué los labios a la joya, preguntándome cuánto tiempo tendría que soportar la presencia entre nosotros de mi vieja amiga. Pero aún fue mucho peor cuando, después de saludar al Patriarca, me giré para buscar con la mirada a mis compañeros y me topé con la imagen de Doria hablando en voz baja con Farag y comiéndoselo con los ojos. El muy tonto parecía no darse cuenta de la actitud carnívora de aquella arpía y respondía sonriente a sus insinuaciones. Un veneno agrio y amarillo como la bilis me llenó el estómago y el corazón.
A continuación, sentados en torno a una gran mesa rectangular en cuyo centro aparecía, taraceado, el escudo del Patriarca (una cruz griega dorada envuelta por un círculo púrpura), celebramos una reunión de trabajo que se prolongó hasta más allá de la hora de la comida. Su Santidad Bartolomeos, con un tono pausado que iba marcando inconscientemente con la mano derecha, empezó explicándonos que la Iglesia de los Santos Apóstoles fue erigida por el emperador Constantino en el siglo IV con la idea de convertirla en mausoleo familiar. El emperador murió en Nicomedia en el 337 y su cuerpo fue trasladado a Constantinopla años después e inhumado en el Apostoleíon. Su hijo y sucesor, Constancio, llevó también a la iglesia las reliquias de san Lucas Evangelista, san Andrés Apóstol y san Timoteo. Doria le quitó la palabra al Patriarca para decir que, dos siglos después, durante el reinado de Justiniano y Teodora, el templo fue completamente reconstruido por los famosos arquitectos Isidoro de Mileto y Antemio de Talles. Como, tras su erudita intervención, no tenía nada más que añadir, el Patriarca continuó explicándonos que, hasta el siglo XI, muchos emperadores, patriarcas y obispos fueron enterrados allí y que los fieles acudían para venerar los importantes restos de los mártires, los santos y los padres de la Iglesia que poseía el templo. Tras la destrucción del Apostoleíon, esas reliquias peregrinaron de un sitio a otro durante siglos hasta que terminaron en la cercana Iglesia patriarcal.
—Excepto, claro está —vocalizó despaciosamente Su Santidad—, las que fueron robadas por los cruzados latinos en el siglo XIII: relicarios y vasos de oro y plata con piedras preciosas, iconos, cruces imperiales, paramentos bordados con joyas, etcétera. La mayoría de ellos se encuentran hoy en Roma y en la Iglesia de San Marcos de Venecia. El historiador Nicetas Chroniates afirma que los latinos profanaron también las tumbas de los emperadores.
—Por supuesto —añadió Doria, con cara de haber sido personalmente ofendida—, después de semejantes desmanes y de un terremoto ocurrido en 1328, el Apostoleíon tuvo que ser reconstruido de nuevo. A finales del siglo XIII el emperador Andrónico II Paleólogo ordenó su restauración, pero nunca volvió a ser lo que era. Expoliado de sus reliquias y objetos de valor, fue abandonado y olvidado hasta la Caída de Constantinopla a mediados del siglo XV. En 1461, Mehmet II ordenó su demolición y levantó en el mismo lugar su propio mausoleo, la llamada Mezquita del Conquistador o Fatih Camii.
Observé que, mientras al otro lado de la mesa el capitán iba perdiendo la paciencia por segundos, a medio camino Farag parecía encantando con la exposición de Doria, asintiendo con la cabeza cuando ella hablaba y sonriendo como un bobo cuando le miraba.
—¿Podrían comentarnos cómo era la iglesia? —preguntó la Roca para ir centrando el tema.
Doria abrió un cuaderno que tenía delante de ella y repartió a derecha e izquierda unas cuantas láminas grandes.
—La planta de la basílica era de cruz griega y tenía cinco enormes cúpulas azules, una en cada extremo de los cuatro brazos y otra más, gigantesca, en el centro. Justo debajo de esta se situaba el altar, que estaba fabricado enteramente de plata y cubierto por un baldaquino de mármol con forma piramidal. Unas filas de columnas a lo largo de los muros interiores formaban una galería en el piso superior llamada Catechumena, accesible sólo a través de una escalera de caracol.
—Si no queda nada del templo, ¿cómo sabe usted todo eso?
La Roca, a veces, era maravillosamente suspicaz. Me sentí en deuda con él por poner en tela de juicio los conocimientos de Doria. En ese instante, llegó hasta mis manos la primera de las láminas, que representaba una reconstrucción virtual del Apostoleíon, en blanco y negro, con sus cinco cúpulas y sus numerosas ventanas a lo largo y ancho de los muros.
—¡Pero, capitán…! —protestó Doria con un timbre encantadoramente gracioso—. ¡No querrá que le enumere las fuentes!
—Sí, sí quiero —rezongó Glauser-Röist.
—Bueno, pues para empezar le diré que se conservan en la actualidad dos iglesias que fueron construidas imitando al Apostoleíon: San Marcos de Venecia y Saint-Front, en Périgeux, Francia. Tenemos, además, las descripciones hechas por Eusebio, Philostorgio, Procopio y Teodoro Anagnostes. Disponemos también de un largo poema del siglo X llamado Descripción del edificio de los Apóstoles, compuesto por un tal Constantino de Rodas en honor del emperador Constantino VII Porfirogeníto.
—Por cierto… —la corté en seco—, este emperador escribió un magnifico tratado sobre normas de comportamiento cortesano que fue el manual adoptado por las cortes europeas a finales de la Edad Media. ¿Lo has leído, Doria?
—No —dijo suavemente—, no he tenido oportunidad.
—Pues hazlo en cuanto puedas. Es muy interesante.
Como sospechaba, sus lustrosos conocimientos sobre Bizancio se reducían al aspecto arquitectónico. Su cultura no era tan amplia como quería darnos a entender.
—Por supuesto, Ottavia. Pero volviendo a lo que nos interesa —me ignoró por completo a partir de ese momento—, debo decirle, capitán, que dispongo de muchas más fuentes, aunque sería ocioso enumerarlas. De todos modos, si lo desea, estaré encantada de pasarle mis notas.
La Roca rechazó la oferta con un brusco monosílabo y se hundió en su asiento.
—Háblenos de su ubicación, Doria, por favor —pidió sonriente Farag, que se inclinaba sobre la mesa con las manos cruzadas, como un escolar lisonjero.
—¿De la mía? —dijo la muy idiota con una sonrisita, sin dejar de mirarle.
Farag le rió la broma muy a gusto.
—¡No, no, por supuesto! Del Apostoleíon.
—¡Ah, ya decía yo! —sentí ganas de levantarme y matarla, pero me contuve—. Por lo que sabemos, Constantino el Grande mandó construir su mausoleo sobre la colina más alta de la ciudad de Constantinopla. Alrededor de esta edificación circular se erigió la primitiva Iglesia de los Santos Apóstoles. Luego, con los siglos, el templo fue ampliándose hasta alcanzar las mismas dimensiones que Santa Sofía y, a partir de aquí, comenzó su decadencia. Mehmet II no dejó ningún resto cuando levantó la mezquita.
—¿Podemos visitar Fatih Camii? —quiso saber la Roca.
—Naturalmente —le respondió el Patriarca—. Pero no deben molestar a los fieles musulmanes porque serían expulsados sin contemplaciones.
—¿Las mujeres también podemos entrar? —pregunté con curiosidad. No estaba yo muy versada en cuestiones islámicas.
—Sí —me contestó rápidamente Doria, con una encantadora sonrisa—, pero sólo por las zonas permitidas. Yo iré contigo, Ottavia.
Miré de reojo al capitán y él me respondió con un leve gesto de hombros que venía a significar que no podíamos evitarlo. Si quería venir, vendría.
La segunda lámina llegó hasta mis manos justo en ese momento y vi una soberbia iluminación bizantina en la cual se distinguían perfectamente los colores de las cúpulas y de los muros —dorados y rojos— tal y como debieron ser en su momento de mayor esplendor. Dentro de la iglesia, tan altos como las columnas y los muros, María y los doce Apóstoles contemplaban la Ascensión de Jesús a los cielos. No pude evitar una exclamación admirativa:
—¡Es una miniatura preciosa!
—Pues es tuya, Ottavia —repuso Doria con retintín—. Pertenece a un códice bizantino de 1162 que se encuentra en la Biblioteca Vaticana.
No valía la pena responderle; si pensaba que también iba a sentirme culpable por las rapiñas históricas de la Iglesia Católica, estaba servida.
—Recapacitemos —resolvió Glauser-Röist, echándose hacia delante en el asiento mientras se ajustaba su elegante aunque arrugada chaqueta—. Tenemos una ciudad conocida por ser la más rica y espléndida del mundo antiguo, dueña de innumerables riquezas y tesoros; en esa ciudad debemos purgar, no sabemos cómo, el pecado de la avaricia y debemos hacerlo en una iglesia que ya no existe y que estuvo dedicada a los Apóstoles. ¿Es eso?
—Exactamente eso, Kaspar —convino Farag, acicalándose la barba.
—¿Cuándo desean visitar Fatih Camii? —inquirió Monseñor Lewis.
—Inmediatamente —respondió la Roca—, salvo que la doctora y el profesor Boswell deseen saber algo más.
Ambos denegamos suavemente con la cabeza.
—Muy bien. Pues vámonos.
—¡Pero, capitán…! —¿Por qué se empeñaba Doria en utilizar ese ridículo y agudo soniquete?—. ¡Si es la hora de comer! ¿No está usted de acuerdo conmigo, profesor Boswell, en que deberíamos tomar algo antes de salir?
En serio que iba a matarla.
—Por favor, Doria, llámeme Farag.
Un mar de olas gigantescas estalló en mi interior, desmenuzándome en fragmentos microscópicos y venenosos. ¿Qué estaba pasando allí?
Arrastrando el alma, me encaminé junto al padre Kallistos hacia el comedor del Patriarcado donde un par de ancianas griegas, con las cabezas cubiertas a la turca, nos sirvieron una espléndida comida que apenas pude probar. Doria se había sentado a mi derecha, entre Farag y yo, de modo que tuve que soportar su absurda cháchara mucho más de lo que hubiera deseado. Creo que fue eso lo que me quitó el apetito, a pesar de lo cual, por no llamar la atención, comí un poco de pescado y otro poco de una mezcla de verduras rellenas y pastas picantes que me recordó bastante a la sabrosa caponatina siciliana. Aquella coincidencia me llevó a pensar que la comida bien podía considerarse una especie de cultura común a todos los países mediterráneos, pues por todas partes estaba encontrando los mismos ingredientes preparados de manera parecida. En el postre, el Patriarca Ecuménico devoró tres o cuatro pequeños púdines de leche tan blancos como su pelo, y todos los presentes siguieron su ejemplo menos yo, que preferí una suave cuajada de leche de oveja para aliviar mi más que segura indigestión.
Durante el café —dulce, oscuro y con muchos posos—, Doria decidió que ya era hora de soltar un rato a Farag y de entablar conversación conmigo. Mientras los hombres discutían sobre las peculiaridades de los staurofílakes y su increíble historia y organización, mi amiga se lanzó en picado sobre nuestros lejanos recuerdos de infancia y me sorprendió con una insaciable curiosidad por los miembros de mi familia. Parecía saber bastante acerca de ellos, pero siempre le faltaba algún detalle para completar el puzzle. Al final, aburrida de ella y de sus obsesivas preguntas, zanjé la conversación de malos modos:
—¿Cómo es posible, Doria, que viviendo en Turquía te mantengas tan informada sobre lo que hacemos los Salina de Palermo?
—Concetta me habla mucho de vosotros por teléfono.
—Pues no lo comprendo, porque entre nuestras familias existe una situación muy tensa en estos momentos.
—Bueno, Ottavia —protestó dulcemente—, nosotras no somos rencorosas. La muerte de nuestro padre nos dolió mucho, pero ya os la hemos perdonado.
¿De qué estaba hablando aquella loca?
—Perdóname, Doria, pero estás diciendo tonterías. ¿Por qué tendríais que perdonamos a nosotros la muerte de vuestro padre?
—Concetta siempre dice que tu madre hace muy mal ocultándoos a Pierantonio, a Lucia y a ti las actividades de la familia. ¿De verdad no sabes nada, Ottavia?
Su cándida mirada y esa sonrisa sibilina que puso en los labios me indicaron que, si yo no lo sabía, ella estaba dispuesta a contármelo. Me sentí tan irritada que opté por beber un largo trago de café y, no sé qué tipo de asociación inconsciente de ideas hizo mi cabeza, que, cuando terminé, le solté a bocajarro una de las habituales frases de mi madre:
—Paso largo y boca corta, Doria.[41]
—¡Vaya! —se sorprendió—. ¡Pero si sabes perfectamente de lo que estamos hablando!
La miré atónita.
—¿Pedirte que te calles es saber de lo que estamos hablando?
—¡Oh, venga, Ottavia! ¡No vengas con niñerías! ¿Cómo puedes ignorar que tu padre era un campieri?
¿Por qué la comprendí? No lo sé.
—¡Mi padre no era un campieri[42]! ¡Estás insultando su memoria y el buen nombre de los Salina!
—Bueno —suspiró, resignada—. No hay nada más absurdo que un ciego que no quiere ver. De todas formas, Pierantonio conoce la verdad.
—Mira, Doria, siempre has sido muy rara, pero creo que te has vuelto definitivamente loca y no voy a consentir que insultes a mi familia.
—¿Los Salina de Palermo? —preguntó muy sonriente—. ¿Los dueños de Cinisi, la empresa de construcción más importante de Sicilia? ¿Los únicos accionistas de Chiementin, que domina en exclusiva el millonario negocio del cemento? ¿Los amos de los yacimientos de piedra de Biliemi, con la que se levantan los edificios públicos? ¿Los propietarios del paquete completo de acciones de la Financiera de Sicilia, que blanquea el dinero negro de la droga y la prostitución? ¿Los poseedores de casi todas las tierras productivas de la isla, que controlan las flotas de camiones, las redes de distribución y la seguridad de los comerciantes y vendedores?… ¿Esos Salina de Palermo? ¿Esa familia?
—¡Somos empresarios!
—¡Naturalmente, querida! ¡Y nosotros, los Sciarra de Catania, también! El problema es que, en Sicilia, hay ciento ochenta y cuatro clanes mafiosos organizados en torno a dos únicas familias: los Sciarra y los Salina, la Doble S, como nos llaman las autoridades antimafia. Mi padre, Bernardo Sciarra, fue durante veinte años el Don[43] de la isla, hasta que tu padre, un campieri leal que jamás había dado problemas, fue adueñándose lentamente de los principales negocios y asesinando a los capos[44] más destacados.
—¡Estás loca, Doria! Te suplico, por el amor de Dios, que te calles.
—¿No quieres saber cómo mató tu padre al gran Bernardo Sciarra y como sometió a los capos y campieris fieles a mi familia?
—¡Cállate, Doria!
—Pues verás, utilizó el mismo método que usamos nosotros para terminar con tu padre y con tu hermano Giuseppe: un supuesto accidente de tráfico.
—¡Mi hermano tenía cuatro hijos! ¿Cómo pudisteis hacer algo así?
—¿Es que todavía no te has enterado, querida Ottavia? ¡Somos la mafia, la Cosa Nostra! ¡El mundo nos pertenece! Nuestros bisabuelos ya eran mafiosi. Nosotros matamos, controlamos gobiernos, colocamos bombas, disparamos con Luparas[45] y respetamos la Omertà. Nadie puede saltarse las reglas e ignorar la vendetta. Tu padre, Giuseppe Salina, la ignoró y se equivocó. ¿Y sabes lo más gracioso?
La oía mientras apretaba las mandíbulas hasta hacerme daño, mientras intentaba respirar y contener las lágrimas, mientras crispaba los músculos de la cara hasta dibujar una mueca de dolor que a ella parecía encantarle porque sonreía con esa felicidad de los niños cuando reciben un regalo. Mi vida entera se estaba desmoronando. Cerré los ojos porque me escocían y porque el nudo de la garganta me estaba ahogando. Doria era maligna, era la perversidad encarnada, pero quizá yo merecía todo aquello porque me había encerrado en un mundo de sueños para no ver la realidad. Había levantado un castillo en el aire y me había recluido en él de manera que nada pudiera herirme. Y, al final, tanto esfuerzo no había servido para nada.
—Lo más gracioso es que tu padre nunca tuvo el carácter suficiente para ser un Don. El era un campieri, y le gustaba ser sólo un campieri, pero detrás tenía a alguien que si disponía de la fuerza y la ambición necesarias para empezar una guerra por el control. ¿Sabes de quién te hablo, querida Ottavia? ¿No…? De tu madre, amiga mía, de tu madre. Filippa Zafferano, la mujer que, en este momento, es… ¡el Don de Sicilia!
Y estalló en alegres carcajadas, moviendo las manos en el aire para expresar lo divertida que resultaba la idea. La miré sin parpadear, sin borrar el gesto triste de mi cara, sin hacer otra cosa que tragarme las lágrimas y fruncir los labios. En algún momento de mi vida, me decía, tenía que haber hecho algo terrible para recoger tal cosecha de odio.
—Filippa, tu madre, se siente fuerte y segura en Villa Salina, así que dile que se quede allí dentro, que no salga porque fuera hay muchos peligros.
Y diciendo esto, me dio la espalda, volviéndose hacia Farag, que hablaba con Su Divinísima Santidad. Mi cuerpo entero estaba paralizado, sin vida. Mi cabeza, por el contrario, era un torbellino de pensamientos: ahora entendía por qué me habían mandado al internado cuando era pequeña (igual que a Pierantonio y a Lucia); ahora entendía por qué mi madre jamás consentía que nosotros tres participáramos de ciertos asuntos familiares; ahora entendía por qué nos había animado siempre a permanecer lo más lejos posible de casa y a llegar a lo más alto dentro de la Iglesia. Todo encajaba perfectamente. Las piezas sueltas de ese rompecabezas que era mi vida tenían ahora su sitio y remataban el cuadro: la ambición de mi madre nos había seleccionado para ser su contrapeso, su garantía tanto espiritual como terrenal. Pierantonio, Lucia y yo éramos sus joyas, su obra, su justificación. En la mentalidad antigua de mi madre cabía perfectamente esa absurda idea compensatoria. Poco importaba que los Salina fueran unos asesinos mientras tres de nosotros estuviéramos cerca de Dios, rezando por los demás y ocupando puestos de responsabilidad o de prestigio dentro de la Iglesia, a modo de espulgo del apellido. Sí, todo eso respondía muy bien a su forma de pensar y de ser. De repente, el gran respeto y la admiración que siempre había sentido por ella se transformaron en una inmensa pena ante lo descomunal de sus pecados. Me hubiera gustado llamarla y hablar con ella, pedirle que me explicara por qué había actuado así, por qué nos había mentido toda la vida a Pierantonio, a Lucia y a mí, por qué había utilizado a mi padre como instrumento de su codicia, por qué tenía otros seis hijos —ahora sólo cinco, pues Giuseppe había muerto— matando, extorsionando y robando, por qué consentía que sus nietos, a los que tanto decía querer, crecieran en ese ambiente, por qué deseaba hasta ese punto ser la cabeza de una organización que iba contra las leyes de Dios y de los hombres. Sin embargo, no podía pedirle esas explicaciones porque, si lo hacía, rápidamente averiguaría cómo había llegado yo a la verdad y la guerra entre los Salina y los Sciarra dejaría demasiados muertos en las cunetas de Sicilia. Se había acabado el tiempo del engaño y, en el fondo, debía reconocer que yo no era tan inocente como me hubiera gustado, ni tampoco Pierantonio, que, con sus negocios sucios dentro de la Iglesia, no hacía otra cosa que seguir la tradición familiar, ni mucho menos la buena de Lucia, siempre tan al margen de todo, tan ajena y cándida. Los tres vivíamos felizmente una mentira en la cual nuestra familia era como de cuento de hadas, una familia perfecta con los armarios llenos de cadáveres.
Estaba tan absorta que no recuerdo haber oído la llamada del capitán Glauser-Röist, pero me puse en pie como una autómata. El que Farag y Doria estuvieran viviendo un flechazo me daba exactamente lo mismo. Nada podía causarme más dolor del que ya sentía, así que, por mí, podían seguir juntos el resto de sus vidas. Me daba igual. Mi mente iba del pasado al presente y del presente al pasado, atando cabos sueltos e hilvanando hebras perdidas. Todo adquiría un nuevo color y todo tenía ahora una explicación.
De repente, me sentía muy sola, como si el mundo entero se hubiera vaciado de gente o como si mis lazos con la vida estuvieran desdibujándose. También mis hermanos me habían mentido. Todos ellos habían guardado silencio y habían seguido el juego decretado por mi madre. No eran, en realidad, esos hermanos en los que yo confiaba ciegamente, ni tampoco formábamos ese grupo indivisible del que tan orgullosos decíamos sentirnos. En realidad, los auténticos hijos de Giuseppe y Filippa eran esos cinco que vivían en Sicilia y que se ocupaban de los negocios familiares; los que vivíamos fuera, engañados, éramos ajenos a la realidad cotidiana de la casa. Giuseppe —que en paz descanse—, Giacoma, Cesare, Pierluigi, Salvatore y Águeda debían haber sentido siempre que eran unos marginados respecto a nosotros o, por el contrario, unos privilegiados. La confianza entre los nueve hermanos siempre había sido una patraña: tres fueron destinados a la Iglesia, los tres elegidos; otros seis compartieron la suerte y la desgracia, la verdad y la ficción, y mintieron porque la madre lo ordenaba. ¿Y el padre…? ¿Qué pintaba el padre en todo esto?, me pregunté. Y en ese momento comprendí que mi padre, ciertamente, sólo era un campieri, un simple campieri al que le gustaba su odioso trabajo y que actuaba al dictado de su mujer, la gran Filippa Zafferano. Todo encajaba. Así de simple.
—¿Doctora? ¿Se encuentra bien, doctora Salina?
De mis ojos se borraron las imágenes familiares que estaba viendo con la mente y de la bruma surgió la cara de la Roca. Nos encontrábamos en el vestíbulo del Patriarcado y no guardaba conciencia de cómo había llegado hasta allí. El capitán, al que había estado viendo todos los días durante los últimos tres meses, me resultaba, sin embargo, totalmente extraño, tan extraño como Doria antes de decirme su nombre. Sabía que le conocía, pero nada en su cara me daba una pista de su identidad. Algunas partes de mi cerebro habían sufrido un cortocircuito y ya no funcionaban, así que estaba tan perdida como una recién nacida.
—Doctora Salina, por favor —insistió zarandeándome por los brazos—, ¿quiere decirme qué demonios le pasa?
—Necesito llamar a casa.
—¿Que necesita qué? —se espantó—. Los demás ya están en el coche, esperándonos.
—Necesito llamar a casa —repetí mecánicamente, mientras notaba cómo los ojos se me inundaban de lágrimas—. Por favor, por favor…
Glauser-Röist me observó en tensión un par de segundos y debió concluir que resultaría más rápido dejarme llamar que esperar a que se me pasara el disgusto o tener una discusión conmigo. Me soltó de golpe, se aproximó al padre Kallistos y al Patriarca, que se habían quedado al otro lado de las puertas de cristal, y les explicó que necesitábamos llamar a Italia. Les vi intercambiar frases una y otra vez hasta que el capitán regresó a mi lado con cara de pocos amigos.
—Puede llamar desde el teléfono que hay en ese despacho de ahí detrás, pero tenga cuidado con lo que dice porque las líneas están pinchadas por el gobierno turco.
Me daba igual. Sólo quería oír la voz de mi madre para terminar de una vez con esa odiosa sensación de desamparo y soledad que se me estaba enroscando en el alma. Algo me decía que si hablaba con ella, aunque sólo fuera medio minuto, podría recuperar la cordura y volver a poner los pies en el suelo. De modo que, tras cerrar la puerta, me apoderé del teléfono, marqué el prefijo internacional más los nueve dígitos del número de casa, y esperé la señal de comunicación.
Descolgó Matteo, el más serio y lacónico de mis sobrinos, uno de los hijos de Giuseppe y Rosalia. Como era habitual en él, no demostró la menor alegría al reconocerme (nunca lo hacía). Le pedí que me pasara con la abuela y me dijo que esperase porque estaba ocupada. Fue entonces cuando me di cuenta de que también los niños estaban involucrados. Con toda seguridad, les habrían dicho miles de veces que, cuando llamara el tío Pierantonio, la tía Lucia o la tía Ottavia no debían dar explicaciones sobre lo que estaba haciendo nadie de la casa, o que, cuando estuviéramos presentes, no había que preguntar o comentar sobre tal o cual cosa. Volví a sentir el vértigo de la hipocresía, la soledad y esa extraña impresión de desamparo que me roía por dentro.
—¿Eres tú, Ottavia? —la voz de mi madre sonaba feliz, encantada de recibir mi llamada—. ¿Cómo estás, cariño? ¿Dónde estás?
—Hola, mamá —no conseguía sacar la voz del cuerpo.
—¡Tu hermano Pierantonio me dijo que habías pasado unos días con él en Jerusalén!
—Sí.
—¿Cómo le encontraste? ¿Bien?
—Sí, mamá —dije intentando fingir un tono de voz alegre.
Mi madre se río.
—Bueno, bueno, ¿y tú? ¡No me has dicho dónde estás!
—Cierto, mamá. Estoy en Estambul, en Turquía. Oye, mamá, había pensado… quería comentarte… Verás, mamá, cuando todo esto termine, probablemente dejaré mi trabajo en el Vaticano.
No sé por qué dije eso. Ni siquiera lo había pensado antes. ¿Quizá por hacerle daño, por devolverle parte del dolor? Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
—¿Y eso? —preguntó al fin, con una voz gélida.
¿Cómo explicárselo? Era una idea tan ridícula, tan absurda, que parecía una verdadera locura. Sin embargo, en ese momento, salir del Vaticano representaba una liberación para mí.
—Estoy cansada, mamá. Creo que me vendría bien un retiro en alguna de las casas que mi Orden tiene en el campo. Hay una en la provincia de Connaught, en Irlanda, donde podría encargarme de los archivos y las bibliotecas de varios monasterios de la zona. Necesito paz, mamá, paz, silencio y mucha oración.
Le costó algunos segundos reaccionar y, cuando lo hizo, sacó su tono más despectivo.
—¡Venga, Ottavia, no digas tonterías! ¡No vas a renunciar a tu puesto en el Vaticano! ¿Quieres darme un disgusto? ¡Ya tengo demasiados problemas! Todavía están muy recientes las muertes de tu padre y de tu hermano Giuseppe. ¿Por qué me dices estas cosas, hija? Bueno, ya está, no se hable más del asunto. No vas a dejar el Vaticano.
—¿Y qué pasaría si lo hiciera, mamá? Creo que la decisión es mía.
Era una decisión mía, de eso no cabía duda, pero, desde luego, también era un asunto de mi madre.
—¡Se acabó! Pero, bueno, ¿tú te has propuesto darme un disgusto? ¿Qué te pasa, Ottavia?
—En realidad nada, mamá.
—Bueno, pues venga, ponte a trabajar y no pienses más en bobadas. Llámame otro día, ¿vale, cariño? Sabes que siempre me gusta oírte.
—Sí, mama.
Cuando subí al coche tenía de nuevo los pies firmemente anclados al suelo y calma interior. Sabía que no podría olvidar el asunto ni por un segundo porque mi mente funcionaba por impulsos obsesivos, pero, al menos, sería capaz de afrontar mi situación actual sin perder la razón. No obstante, había algo más que también sabía y que, por mucho que me doliera y por mucho que lo negara, era inevitable: yo ya no volvería nunca a ser la misma. Se había producido una penosa fractura en mi vida, una grieta que me escindía en dos partes irreconciliables y que me alejaba para siempre de mis raíces.
El coche que utilizamos para ir hasta Fatih Camii no fue el de la Nunciatura vaticana. Por discreción, tanto Monseñor Lewis como el capitán pensaron que sería mucho mejor utilizar un coche del Patriarcado sin marcas exteriores. Sólo Doria vino con nosotros y fue ella quien condujo el vehículo hasta la Mezquita del Conquistador, llevándonos velozmente a lo largo del Cuerno de Oro y del bulevar Atatürk. La mezquita, que apareció de golpe frente a nuestros ojos al fondo del Bozdogan Kemeri (el Acueducto de Valente), era enorme, sólida y austera, con unos altísimos minaretes llenos de balcones, una gran cúpula central —alrededor de la cual se multiplicaban las semicúpulas— y una miríada de fieles que iban y venían por la explanada delantera, bordeada por madrasas y edificios religiosos.
Doria, a quien no miré ni dirigí la palabra durante el trayecto —ella tampoco lo hizo—, detuvo el coche en un aparcamiento situado en el extremo de la plaza y, como unos turistas más de los muchos que rondaban por allí, nos encaminamos hacia la entrada. Noté que Farag se iba retrasando poco a poco hasta ponerse a mi lado, dejando a Doria con el capitán, pero, como no tenía fuerzas para soportar su presencia, apreté el paso y me resguardé junto a la Roca, el único que, por su frialdad, parecía dispuesto a dejarme tranquila. No tenía ganas de hablar con nadie.
Atravesamos el umbral y nos encontramos en un patio porticado de grandes dimensiones en el que había árboles y un templete central que parecía un kiosco de prensa pero que, en realidad, era la fuente de las abluciones. Las columnas del atrio eran también colosales y no dejó de llamarme la atención el hecho de que, pese a ser una edificación musulmana, todo el complejo tuviera un marcado aire neoclásico. Pero esta impresión desapareció por completo cuando, tras descalzarnos y cubrirnos (Doria y yo) con unos grandes velos negros que nos entregó un viejo portero encargado de vigilar la moralidad de los turistas despistados, entramos en el interior de la mezquita. Dejé de respirar ante tanta belleza y tanto esplendor. Mehmet II, realmente, se había construido un mausoleo digno del conquistador de Constantinopla: preciosas alfombras rojas cubrían enteramente el suelo de una superficie que bien podría compararse con la de San Pedro del Vaticano; vidrieras de variados colores cubrían las ventanas que, inteligentemente dispuestas en los cimborrios de las cúpulas y en los encuentros de las tres alturas, dejaban pasar una poderosa luz horizontal que llenaba el espacio. Los arcos y las bóvedas saltaban a la vista por sus llamativas dovelas rojas y blancas, y en cada pechina, fuera grande o pequeña, un vistoso medallón azul contenía luminosas inscripciones caligráficas del Corán. Por sí todo esto no era bastante, una malla de cables sostenía, a media altura, un enjambre de lámparas de oro y plata.
Las galerías de las mujeres estaban situadas en el primer piso y, por un momento, temí que el portero nos obligara a permanecer allí mientras Farag y el capitán recorrían el recinto. Pero, por fortuna, no fue así. Doria y yo, sin hablarnos, pudimos movernos a nuestras anchas por la gran mezquita porque, al parecer, las turistas extranjeras gozábamos de ciertos privilegios que no poseían las mujeres musulmanas.
Durante más de una hora deambulamos arriba y abajo, revisándolo e inspeccionándolo todo, para, al final, no encontrar absolutamente nada. Empezamos por la qibla, el muro del templo que se orienta hacia La Meca, en cuyo centro, excavado en la piedra, se sitúa el mihrab, el lugar más sagrado del edificio, una especie de nicho que señala exactamente la dirección. Examinar la maxura fue mucho más complejo, pues es una zona cercada frente a la qibla donde se encuentra el púlpito para el imán. Después nos separamos y Farag tuvo la inmensa paciencia y la habilidad de estudiar las incontables lámparas colgantes sin llamar la atención, y yo, todas y cada una de las columnas de los tres pisos, galería de mujeres incluida. Por su parte, el capitán, que se agarraba a su mochila de salvamento como si nos fuera a sobrevenir una desgracia en cualquier momento, además de analizar los motivos tejidos en las inmensas alfombras, revisó también los bancos y las piezas de madera, así como el sencillo sarcófago que guardaba los restos de Mehmet II, y Doria los vitrales y las puertas. Al final, sólo nos quedaba desnudar las losas del suelo, pero eso resultaba imposible.
Para cuando estábamos terminando nuestra inspección, la Mezquita del Conquistador se había quedado prácticamente vacía, a excepción de algunos ancianos que dormitaban junto a las pilastras. Sin embargo, aquel silencio sólo era la calma que precedía a la tormenta. El grito del muecín a través de los altavoces, llamando a la oración desde el alminar de la mezquita, nos sobresaltó y nos miramos unos a otros desconcertados. El capitán nos hizo una seña para que nos reuniéramos con él junto a la puerta y saliéramos de allí cuanto antes, pero apenas tuvimos tiempo de agruparnos porque, en oleadas surgidas de la nada, cientos de fieles empezaron a entrar en el templo, disponiéndose en filas perfectamente ordenadas y paralelas para comenzar la oración de media tarde.
—Es la adhan —dijo Doria, a quien la marea humana, al parecer, empujaba inevitablemente contra el costado de Farag—, la llamada a la oración.
La ilah illa Allah wa Muhammad rasul Allah, seguía recitando a gritos la voz amplificada del muecín, «No hay otro Dios sino Allah y Mahoma es su profeta».
—Vámonos de aquí —dictaminó la Roca, haciendo de ariete con su cuerpo para abrirnos paso a través de la corriente.
Con enormes dificultades conseguimos llegar hasta el patio descubierto, el sahn, y lo hicimos justo en el último momento pues, antes de que hubiéramos podido recuperar nuestro calzado, la mezquita se había llenado por completo.
—Mañana será otro día —declaró animosamente Farag, mirando alrededor con una sonrisa.
—Vamos —dijo Doria—, os llevaré al hotel y podréis descansar. Llamaré a Monseñor Lewis para que manden vuestro equipaje desde el aeropuerto.
—¿Aún está en el avión? —pregunté, muy sorprendida, e inmediatamente lamenté haberme dirigido a ella aunque fuera con aquella simple pregunta.
—Yo ordené que no lo desembarcaran —puntualizó Glauser-Röist—, por si resolvíamos la prueba a lo largo del día de hoy.
—Me temo que eso no va a ser posible, Kaspar.
—Si queréis —continuó Doria, exhibiendo su mejor sonrisa y retirándose el velo de la cabeza—, esta noche os llevaré a cenar a uno de los mejores sitios de Estambul. Un lugar divertidísimo donde podréis ver una auténtica danza del vientre.
—Antes de irnos deberíamos examinar este patio —atajé, malhumorada.
Era tan extraña aquella reunión nuestra… El único enlace posible de comunicación entre los cuatro era la Roca, que no tenía ni idea de lo que estaba pasando entre sus tropas.
—¡Pero ahora están rezando! —protestó Doria—. Se enojarán con nosotros. Mejor volvemos mañana.
Glauser-Röist me miro.
—No. La doctora tiene razón. Examinemos este lugar. Si lo hacemos discretamente, no molestaremos a nadie.
—Alguien debería vigilar al portero mientras lo hacemos —propuso Farag—. No nos quita los ojos de encima.
—Será el staurofílax que vigila la prueba —ironicé.
La estúpida de Doria se volvió hacia él rauda como una flecha.
—¿En serio? —exclamó casi en un grito—. ¡Un staurofílax!
—¡Doria, por favor! —la increpé—. ¡Esto no es un juego! ¡Deja de mirarle!
El portero, un anciano de barba rala y con la cabeza cubierta por un gorrito blanco que parecía una cáscara de huevo, frunció el ceño sin dejar de observarnos desde la puerta.
—Vaya usted, Doria —dispuso la Roca—. Hable con él, devuélvale los velos y distráigale todo lo que pueda.
Con una sonrisa malvada en los labios le entregué a Doria mi türban y me quedé con Farag y el capitán. ¡Cuántas veces habíamos jugado juntas de pequeñas, pensé viéndola marchar, y, por suerte, qué vidas tan distintas habíamos terminando teniendo!
—Dividámonos —dijo Glauser-Röist en cuanto Doria estuvo lo bastante lejos—. Que cada uno examine un tercio del patio. Usted, doctora, no se acerque a la fuente de las abluciones. Podría provocar una revolución. Nosotros nos encargaremos.
De modo que me dejaron sola y se fueron directamente hacia el sabial, la fuente con forma de kiosco de prensa. La sección que me tocó en el reparto, en el extremo izquierdo del limitado espacio libre, no presentaba el menor interés. El suelo era de piedra, los árboles eran de tronco estilizado, y los muros que separaban el recinto de la calle no tenían nada llamativo. Merodeando perezosamente por debajo del pórtico, me entretuve observando a Doria, que estaba enzarzada en una tonta discusión con el portero de la mezquita. El anciano la miraba como si fuera idiota —que lo era— o la encarnación de diablo —que también lo era—, y parecía más que dispuesto a echarla de allí con cajas destempladas. A saber qué majadería le estaría diciendo al pobre hombre para que este pareciera tan alterado.
Sin embargo, no tuve tiempo de averiguarlo, pues la mano de Farag me sujetó por el brazo y me obligó a girarme hacia él, que, con una sonrisa encantadora en los labios, me hizo señas con los ojos para que mirara en dirección al capitán.
—Lo hemos localizado —susurró sin dejar de sonreír—. Hay que darse prisa.
Dando un tranquilo paseo, nos dirigimos hacia el lado del sabial en el que se hallaba Glauser-Röist.
—¿Qué habéis encontrado? —pregunté, sonriendo a mi vez, mientras nos acercábamos.
—Un Crismón constantineano.
—¿En una fuente musulmana para las abluciones? —me pasmé—. Eso es imposible.
Antes de las cinco oraciones diarias que prescribe el Corán, los musulmanes deben realizar un complejo ritual de abluciones que consiste en lavarse la cara, las orejas, el pelo, las manos, los brazos hasta el codo, los tobillos y los pies. A tal efecto, en todas las mezquitas del mundo existe una fuente en la entrada por la que deben pasar los fieles antes de entrar en el haram, o sala de oración.
—Está perfectamente disimulado —me explicó Farag—. Es como un rompecabezas cuyas piezas hubieran sido desordenadas y colocadas en el fondo de la fuente.
—¿El fondo de la fuente?
—Hay doce grifos y el agua cae a un desaguadero de piedra cuyo fondo son las piezas de nuestro Crismón. Eso quiere decir que la clave está en el sabial. El capitán sigue investigando. Tenemos que darnos mucha prisa porque Doria no va a poder entretener eternamente al portero, así que observa con rapidez y aléjate cuanto antes.
Seguí punto por punto las indicaciones de Farag, cruzando una mirada de inteligencia con el capitán en cuanto estuve lo bastante cerca. Tenían razón en sus apreciaciones. El centro de la fuente era un cilindro de piedra del que salían doce grifos de cobre bajo los cuales había un desaguadero de poco menos de un metro de ancho, rodeado por un pequeño pretil. Allí, al fondo, casi ocultos por el agua sucia que había quedado estancada después de las recientes y masivas abluciones, podían verse los sillares de piedra con los relieves desgastados en los que se adivinaba perfectamente —una vez que se sabía lo que había que buscar— las partes inconexas de un Crismón constantineano. Muy bien, me dije frunciendo los labios, ¿dónde estaba el truco? ¿Qué había que hacer ahora? A pesar de que estaba advertida del peligro que suponía mi presencia junto al sabial, no me di cuenta de que, con un gesto inconsciente, acababa de abrir uno de los grifos y, aunque no provoqué ningún cataclismo cósmico, ese gesto me dio una idea que, desde luego, no dudé en poner en práctica: quitándome los zapatos ante los ojos horrorizados de Farag y del capitán, me metí en el canal del desaguadero para comprobar si lo que había que hacer era pisar las piedras. Obviamente, no sirvió para nada, pero, como el fondo estaba muy resbaladizo, al dar un paso atrás para salir patiné y choqué de costado contra el grifo que tenía delante. Lo curioso fue que el grifo se dobló hacia arriba sin romperse, dejando al descubierto un muelle que delataba que habíamos dado con algo. Farag y el capitán, viendo el resorte, decidieron imitarme y se metieron, con zapatos y todo, en el canalón, propinando empellones a todos los grifos como si se hubieran vuelto locos. Por extraño que parezca, desde que yo entré en el agua hasta que los doce grifos estuvieron levantados y el suelo se abrió bajo nuestros pies, no pudo pasar más de medio minuto como máximo, y, sin embargo, sólo puedo recordar la escena como vivida a cámara lenta.
Las doce piedras del fondo de la fuente cedieron bajo nuestro peso igual que una dentadura que recibe un puñetazo, dejándonos caer al vacío y volviendo a colocarse en su sitio mientras, al hundirnos, veíamos como se alejaba la luz y desaparecía. En otro momento de mi vida (como cuando caímos desde la cripta de Santa María in Cosmedín hasta la Cloaca Máxima) habría chillado como una loca y braceado en el aire intentando agarrarme a lo que fuera, pero a estas alturas, en el quinto círculo del purgatorio, ya sabía que cualquier cosa era posible y ni siquiera me asusté. Cuando entré de golpe y con gran estruendo en un fondo de agua que me acogió blandamente, lo único que me sobresaltó fue lo helada que estaba. Retuve el aire en los pulmones y, cuando cesó la inmersión, sacudí los pies para impulsarme hacia arriba y sacar la cabeza. Aquel sitio, además de oler fatal, estaba oscuro como la boca de un lobo. Oí chapoteos cerca de mí.
—¿Farag…? ¿Capitán…?
El eco me devolvió mi voz multiplicada.
—¡Ottavia! —gritó Boswell a mi derecha—. ¡Ottavia! ¿Dónde estás?
Un nuevo chapoteo y alguien escupió agua por la boca cerca de mí.
—¿Capitán?
—¡Maldita sea! ¡Malditos sean todos los staurofílakes del demonio! —bramó Glauser-Röist con voz potente—. ¡Me he mojado la ropa!
No pude evitar soltar una carcajada mientras batía las piernas para mantenerme a flote.
—¡Esta sí que es buena! —exclamé—. ¿Y qué vamos a hacer ahora, capitán? ¡Tiene usted la ropa mojada! ¡Qué catástrofe!
—¡Terrible, terrible! —resopló Farag.
—¡Pueden reírse todo lo que quieran, pero estoy harto de esos tipos!
—Ah, pues yo no —señalé.
En ese momento, la Roca encendió la linterna.
—¿Dónde estamos? —preguntó Farag nada más hacerse la luz y descubrir que nos hallábamos en un tanque de piedra lleno de un liquido turbio. Lo bueno de vivir aventuras como ésta y de sumergirte, cabeza y todo, en una solución usada para lavar cientos de pies sudorosos, es que los problemas de la vida real, esos que duelen de verdad, se acallan y desaparecen. Lo inmediato absorbe todos los recursos físicos y psíquicos y, en este caso, lo inmediato era no vomitar o sentir picores por todo el cuerpo, sin olvidar las infecciones que tanta suciedad podía provocarme en las heridas de los pies— las que me había dejado el maratón de Atenas, —y en las numerosas escarificaciones de mi cuerpo.
—Es una especie de mar de los sargazos, aunque aquí, en lugar de algas, hay hongos.
¡Cómo había cambiado yo, Dios mio! Farag se rió.
—¡Doctora, por favor! ¡Deje de decir asquerosidades! —tronó la Roca—. ¡Busquemos la forma de salir, rápido!
—Pues enfoque las paredes con la linterna, a ver sí vemos algo.
Los muros de piedra de aquella cisterna estaban llenos de grandes manchas de musgo negro separadas por gruesas líneas de suciedad que señalaban las diferentes alturas que había alcanzado el agua durante los últimos quinientos o mil años. Pero, aparte de la humedad y la capa de vegetación, allí no se veía nada que pudiera ayudarnos a escalar las paredes. Por otra parte, la distancia que mediaba hasta el desaguadero del sabial era tan enorme que hubiera sido imposible llegar hasta allá arriba sin caer de nuevo varias veces en aquel perfumado estanque. Si existía alguna salida, concluimos, estaba debajo de nosotros.
—Más que purgar la avaricia —murmuró Farag—, parece que purguemos el orgullo con este baño de humildad.
—Aún no hemos terminado, profesor —silabeó la Roca.
—Sólo tenemos una linterna —dije yo, que ya empezaba a notar el cansancio en las piernas—, de modo que, si tenemos que sumergirnos, deberíamos hacerlo juntos.
—Se equivoca, doctora, tenemos tres linternas. Ahora mismo le doy la suya.
Buscó en su húmeda mochila hasta que la extrajo con grandes dificultades y, luego, le entregó otra a Farag. Con tanta luz, aquel lugar dejó de ser siniestro y asqueroso para quedarse solamente en asqueroso. Preferí no pensar demasiado porque noté una pequeña arcada y no estaba por la labor de añadir más suciedad al agua.
—¿Listos? —preguntó la Roca y, sin más preámbulo, tomó aire, hinchó los carrillos y se hundió en la sopa.
—Vamos, Ottavia —me animó Farag, mirándome con ojos sonrientes, los mismos con los que había estado observando estúpidamente a Doria durante todo el día. Si estaba intentando reducir distancias, había topado con la persona más terca de la tierra. Sin responderle ni darme por enterada de sus palabras, llené mis pulmones con el aire infecto de la cisterna y me sumergí en pos del capitán. El agua era tan cenagosa que la linterna de Glauser-Röist apenas era un punto visible de luz algunos metros más abajo. Farag venía detrás de mí, iluminando los muros del tanque, pero allí no se veían más que largas ramas de musgo blanco que se balanceaban con la agitación que provocaba nuestro paso.
Naturalmente, fui la primera en quedarme sin aire, así que tuve que ascender rápidamente hasta la superficie. A costa de respirar dando grandes bocanadas como un pez, acabé por no notar el olor del tanque. Cada cierto tiempo, uno de nosotros giraba sobre sí mismo y comenzaba la ascensión pero, en las sucesivas inmersiones, el descenso era mucho más rápido porque ya nadábamos por zonas conocidas. Aunque el agua estaba cada vez más helada, era maravillosa la sensación de deslizarse suavemente, cabeza abajo, en medio de un silencio total. En un momento dado, Farag chocó accidentalmente conmigo y noté sus piernas pegadas a las mías durante unos segundos. El gesto de su cara era de divertida disculpa cuando nos iluminó con su linterna, pero yo me mantuve seria y me alejé de él, no sin conservar, contra mi voluntad, la sensación de aquel frugal contacto que había hecho que el agua ya no me pareciera tan fría.
Por fin, aproximadamente a unos quince metros de profundidad, al borde de la extenuación y con una presión terrible en los oídos, descubrimos la enorme boca redonda de un canal de conducción. Ascendimos para descansar unos minutos y tomar aire y, cuando estuvimos listos, buceamos rápidamente hacia la boca y entramos por ella. Por un segundo, el pensamiento de que aquel conducto podía no terminar antes de quedarme sin aire, me angustió. Además, yo nadaba entre el capitán, que iba delante, y Farag, que me seguía, de modo que estaba atrapada. Oré pidiendo ayuda y me concentré en rezar el Padrenuestro para evitar que los nervios me hicieran consumir el poco oxígeno que me quedaba. Pero, cuando ya creía que de verdad había llegado mi hora e imaginaba a Farag destrozado por mi muerte, el conducto se acabó y, sobre nuestras cabezas, a lo lejos, divisé una superficie líquida y transparente que dejaba pasar el reflejo de la luz. Con el corazón a punto de estallar, me lancé hacia arriba controlando el espasmo instintivo de respirar que mi cuerpo se obstinaba en llevar a cabo. Por fin, como una baliza que salta en el aire, saqué más de medio cuerpo del agua y boquee.
Jadeaba como una locomotora y me costaba recuperar el control de mi cuerpo agarrotado por el frío, pero, por fin, empecé a ser consciente del lugar al que habíamos llegado. Por la ley de los vasos comunicantes, a la fuerza debíamos encontrarnos a la misma altura que en la cisterna, sin embargo el paisaje era completamente distinto: una amplia explanada que se deslizaba hasta el agua como una playa de piedra, ocupaba la mitad de aquella descomunal gruta iluminada por decenas de antorchas hincadas en las paredes. Pero, sin duda, lo más extraordinario era el gigantesco Crismón cincelado en la roca y orlado de teas que podía divisarse al fondo.
—¡Dios mio! —escuché decir a Farag, profundamente impresionado.
—Parece una catedral dedicada al dios Monograma —comentó el capitán.
—No cabe duda de que nos estaban esperando —susurró—. Miren las antorchas.
El silencio del lugar, roto solamente por los lejanos chasquidos del fuego, volvía más abrumadora, si cabe, la sensación de encontrarnos en un recinto sagrado. Empezamos a bracear muy despacio hacia la orilla. Fue muy agradable sentir otra vez el suelo bajo los pies y salir del agua caminando, aunque fuera descalza. Estaba tan helada que el aire de la gruta me pareció cálido y, mientras intentaba escurrirme el agua de la falda (no había encontrado otro día mejor para ponérmela), eché una ojeada distraída al lugar. El corazón se me paró cuando descubrí, de pronto, que estaba siendo minuciosamente observada por Farag, a poca distancia de mí. Sus ojos tenían un brillo muy especial, distinto, como si su mirada desprendiera fuego. Me puse tensa y le di la espalda, pero su imagen se quedó grabada en mis retinas.
—¡Fíjense! —exclamó la Roca señalando con el dedo—. ¡La entrada de una cueva debajo del Crismón! ¡Adelante, doctora!
—¡Pero bueno…! ¿Por qué siempre tengo que abrir yo la marcha? —protesté no sin cierta aprensión.
—Es usted una mujer valiente —añadió con una sonrisa, para darme ánimos.
—No lo veo claro, capitán.
Pero obedecí y emprendí el camino porque sabía que, más allá de aquella entrada, nos esperaba la auténtica prueba de los staurofílakes. Caminando con precaución —iba sin zapatos—, me puse a darle vueltas a cómo habría resuelto Dante Alighieri lo de la cisterna. Un hombre tan serio y tan severo como él, tan circunspecto, debía haberse enfadado muchísimo después de la décima inmersión en aquel agua repugnante. ¿Alguien había imaginado alguna vez a Dante nadando? Una actividad así no parecía casar en absoluto con su imagen y, sin embargo, no cabía ninguna duda de que lo había hecho.
El trecho de caverna que tuvimos que franquear no era muy grande, unos doscientos o trescientos metros a lo sumo, pero los recorrí con los cinco sentidos alerta porque no convenía fiarse de quienes encienden decenas de antorchas y se marchan sin despedirse. De sobra había aprendido con los guardianes de las pruebas anteriores que ninguno era persona de confianza.
Por fin advertimos una luz al final del túnel. Cuando llegamos hasta allí, vimos un enorme espacio circular, una especie de circo romano, cubierto por una cúpula de piedra que se elevaba muy arriba por encima de nuestras cabezas. En el centro exacto de aquel recinto, un solitario sarcófago de pórfido —rojo como la sangre y capaz de albergar a una familia entera— descansaba sobre cuatro hermosos leones blancos de tamaño natural que, pese a su temible apariencia, parecían estar pidiéndonos a gritos que nos acercáramos hasta ellos para examinar su carga.
—¡Vaya sitio! —farfulló Farag, y sus palabras fueron coronadas por un ruido ensordecedor que nos hizo girar de golpe, espantados, ciento ochenta grados. Una verja de hierro había caído desde lo alto y había clausurado la cueva.
—¡Pues sí que estamos bien! —exclamé, indignada—. ¡Con esta gente no hay manera!
—Deje de protestar, doctora, y concéntrese en lo que tenemos que hacer.
Sin darme cuenta, miré a Farag, buscando su complicidad y, de repente, el velo con el que había ocultado mis sentimientos se levantó y un caudal de emociones me sacudió como una descarga eléctrica. El profesor Boswell tenía el pelo pegado a la cara, la barba húmeda y sus ojos estaban hundidos y cercados por un halo negro que me preocupo. A pesar de todo, le encontré muy guapo y le sentí tan mío como si le hubiera amado durante toda mi vida, como si siempre hubiera estado a su lado, cogida de su mano, pegada a su cuerpo, fundida con él. Una conmoción inexplicable me sacudió entera. ¿Por qué ciertas imágenes mentales tienen el poder de hacer temblar la tierra? Jamás había experimentado nada parecido y lo que más me sorprendía eran los cambios constantes de temperatura que, según los pensamientos, experimentaba mi cuerpo. Aquello no podía seguir así, me dije, y, preocupada, me cuestioné si no habría llegado al extremo de confundir ambición con vocación, si no habría estado llamando entrega y amor a lo que sólo era un trabajo y una forma de vida. En el fondo, casi sería lo mejor, porque sólo esa equivocación podría justificar ante mi conciencia lo que sentía por aquel hombre guapo e inteligente y, de igual modo, disculpar un hipotético abandono de la vida religiosa… ¡Pero, bueno! ¿En qué estaba pensando? ¿Es que no le había visto tontear todo el día con Doria Sciarra…? Le eché una última mirada despectiva y me volví de espaldas justo cuando él empezaba a sonreírme, así que o bien pensó que me había vuelto loca o que todo había sido un espejismo. Sintiendo un dolor agudo en el corazón, abrasándome a fuego lento, caminé hacia el sarcófago seguida por la Roca. Como si no tuviera bastante con mi familia y con lo que estábamos pasando, yo, encima, me buscaba más problemas. ¿Es que no podría concederme nunca un poco de paz?
En torno al círculo de mármol que formaba el suelo de aquella sala, y a esa misma altura, se distribuían doce extrañas cavidades con forma de bóveda de cañón. Si no hubiéramos estado en manos de una secta cristiana como los staurofílakes, habría jurado que se trataba de unos siniestros bothroi, aberturas en la pared por las que se vertían las libaciones para los muertos y en las que se degollaban las víctimas para los dioses infernales. No eran excesivamente grandes, más bien parecían madrigueras de pequeñas alimañas, perfectamente distribuidas y dispuestas, y tenían, sobre el arco, unos extraños grabados a los que, en un primer momento, no presté demasiada atención. Entre ellas, colgadas de antorcheros de hierro, resplandecían las teas.
Los impresionantes leones que soportaban el gigantesco sarcófago estaban cincelados en mármol blanco. Según me acercaba al féretro, mi asombro iba en aumento, pues no sólo tenía sus lados admirablemente labrados con increíbles escenas en altorrelieve, sino que todos sus adornos e incrustaciones eran de oro puro, incluso las dos argollas, gruesas como mi puño, que, en teoría al menos, deberían servir para mover aquel mazacote. También las garras de los leones, sus ojos y sus dientes eran de dicho metal precioso, e igualmente las molduras de la cubierta y los motivos en forma de hojas de laurel que enmarcaban las tallas del pórfido. Se trataba, sin duda, de un sarcófago digno de un rey y, cuando estuve lo bastante cerca —la cubierta, o lauda, quedaba por encima de mi cabeza—, confirmé mis sospechas al examinar la escena representada en uno de sus lados: dividido en dos niveles, en el inferior se veía una muchedumbre que elevaba suplicante las manos hacia una destacada figura central que vestía los ropajes imperiales bizantinos. Esta figura repartía puñados de monedas y estaba flanqueada por importantes dignatarios de la corte y funcionarios de alto nivel.
Di un rodeo para situarme a los pies del féretro y vi, esculpido, un medallón con la misma figura imperial, a caballo, escoltada por otras dos figuras mucho más pequeñas que portaban coronas, palmas y escudos. Incrédula, observé que la cabeza de aquel emperador aparecía rodeada por el nimbo de los santos y que los escudos llevaban tallado en su interior el Monograma de Constantino. Sin poderme creer la absurda idea que estaba empezando a brotar en mi cerebro, continué con el rodeo para colocarme frente al otro gran lateral. La escena allí descrita era la de un Cristo Pantocrátor sentado en su trono ante el cual el mencionado monarca hacía proskinesis, es decir, llevaba a cabo el acto tradicional de homenaje a los emperadores bizantinos que consistía en arrodillarse y tocar el suelo con la frente extendiendo las manos en ademán de súplica. De nuevo la figura tenía la cabeza nimbada y los rasgos de su cara eran los mismos que en las dos escenas anteriores, así que estaba claro que todas representaban al mismo emperador y que los restos de ese emperador estaban contenidos en aquella cápsula de piedra.
—¡Caramba, esto es increíble! —dijo en ese momento la voz de Farag a mi espalda y, luego, soltó un largo silbido de admiración—. Ottavia, ¿a que no sabes quién es este viejo Hércules alado con cara de mal genio?
—¿Qué dices, Farag? —repuse, molesta, volviéndome hacia él. Sobre la boca de uno de los bothroi, el Hércules del que hablaba Farag se empeñaba en lanzar soplidos por la boca mientras sujetaba a una joven doncella entre los brazos.
—¡Es Bóreas! ¿No lo reconoces? La personificación del frío viento del norte. Mira cómo sopla a través de la caracola y cómo la nieve cubre sus cabellos.
—¿Por qué estás tan seguro? —le increpé acercándome, pero obtuve la respuesta al leer la cartela que había debajo de la figura: «Βορεας»—. Vale, no me lo digas, ya lo sé.
—Y aquel de allí enfrente es Noto, seguro —dijo mientras se apresuraba a comprobarlo—. En efecto, Noto, el viento cálido y lluvioso del sur.
—O sea, que cada una de esas doce cavidades semicirculares tiene un viento en la parte superior —comentó la Roca sin moverse del sitio.
En efecto, allí estaban los doce hijos del temible Eolo, adorados en la Antigüedad como dioses por ser la manifestación más poderosa de la Naturaleza. Para los griegos, y no sólo para ellos, los vientos eran las divinidades que mudaban las estaciones favoreciendo la vida, las que formaban las nubes y provocaban las tempestades, las que movían los mares y enviaban las lluvias, y era cosa de ellas, además, que los rayos del sol calentaran la tierra o la quemaran. Pero, por si esto no era suficiente, tomaron conciencia de que el ser humano se extinguía si el viento no entraba en su cuerpo a través de la respiración, de modo que de estos dioses dependía enteramente la vida.
Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, podía verse, en primer lugar, al viejo Bóreas en toda su rudeza, tal y como lo había descrito Farag; a continuación a Helespontio —simbolizado por una tormenta—; luego a Afeliotes —un campo lleno de frutas y grano—; al benéfico Euro —«el viento bueno» del este, «el que fluye bien», que aparecía como un hombre de edad madura con una incipiente calvicie—; a Euronoto; a Noto —el viento del sur, presentado como un joven cuyas alas goteaban rocío—; a Libanoto; a Libs —un adolescente imberbe de hinchados carrillos que portaba un aphlaston[46]—; al joven Zéfiro, el viento del oeste, quien, junto con su amante, la ninfa Cloris, derramaba flores sobre su negro bothros; a Argestes —mostrado como una estrella—; a Trascias, coronado de nubes; y, por último, al horrible Aparctias, con su cara barbuda y su ceño fruncido. Entre estos dos, se hallaba la boca condenada de la caverna por la que habíamos llegado hasta allí.
Los cuatro vientos cardinales, Bóreas, Euro, Noto y Zéfiro, estaban representados por las figuras más grandes y acabadas; los demás, por figuras menores y de inferior calidad. La belleza de las imágenes, de nuevo de factura bizantina, era comparable a la de los relieves del suelo de la Cloaca Máxima, aquellos que hablaban de la soberbia. Sin duda el artista había sido el mismo y era una pena que su nombre no hubiera quedado registrado para la historia, pues su trabajo estaba a la altura de los mejores. Era posible, incluso —aunque eso habría que estudiarlo—, que sólo hubiera trabajado para la hermandad, lo que confería un valor exclusivo y añadido a su obra.
—¿Y el sarcófago? —preguntó de pronto Glauser-Röist, abandonando el examen de los vientos.
—Es impresionante, ¿verdad? —murmuré, acercándome—. Las dimensiones son descomunales. Observe, capitán, que la lauda queda a la altura de su cabeza.
—Pero ¿quién está enterrado dentro?
—No estoy segura. Necesito examinar el altorrelieve del lateral superior.
Farag se aproximó también a la mole de pórfido, observándola con curiosidad. Yo me dirigí hacia la cabecera para contemplar e] último de los grabados antes de atreverme a aventurar la delirante hipótesis que tenía en la cabeza. Pero todas mis dudas se vinieron abajo en cuanto reconocí el perfil clásico que aparecía delicadamente tallado en el lauraton de la roca púrpura: rodeado por una corona de laurel, podía distinguirse el mismo rostro de ojos elevados y cuello de toro que aparecía en los solidus, la pieza de oro conocida actualmente entre los historiadores como el dólar medieval, la poderosa moneda creada en el siglo IV por el emperador Constantino el Grande.
—¡No es posible! —gritó Farag, haciéndome dar un brinco—. ¡Ottavia no vas a creerte lo que pone aquí!
Busqué inútilmente a Farag con la mirada, intentando localizar el origen de su voz, pero no lo conseguí hasta que su siguiente grito, justo encima de mí, me hizo levantar la cabeza. Allá arriba, a cuatro patas sobre la lauda del sarcófago, estaba el mismísimo profesor Boswell, con los ojos abiertos de par en par y un rictus de estupor en la cara.
—¡Ottavia, te juro que no me vas a creer! —seguía gritando—. ¡Te juro que no me vas a creer pero es cierto, Ottavia!
—¡Deje de decir tonterías, profesor! —vibró la voz del capitán a mi derecha—. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
Pero Farag siguió ignorándole y mirándome a mí con cara de loco.
—¡Basíleia, te lo aseguro, es increíble! ¿Sabes lo que pone aquí encima? ¿Sabes lo que pone?
Mi corazón se disparó al oír que, de nuevo, me llamaba Basíleia.
—Si no me lo dices —vacilé, tragando saliva—, dudo que pueda adivinarlo, aunque tengo una ligera sospecha.
—¡No, no, no la tienes! ¡Imposible! ¡Ni en un millón de años averiguarías el nombre del muerto que está aquí dentro!
—¿Cuánto te apuestas? —le dije, burlona.
—¡Lo que quieras! —exclamó muy convencido—. ¡Pero no subas mucho la oferta porque vas a perder!
—El emperador Constantino el Grande —afirmé—, hijo de la emperatriz santa Helena, la que descubrió la Vera Cruz.
Su cara reflejó una sorpresa mayúscula. Se quedó en suspenso unos segundos y luego balbució:
—¿Cómo lo has adivinado?
—Por las escenas grabadas en el pórfido. Una de ellas exhibe la cara del emperador.
—¡Menos mal que no apostamos nada!
Según Farag, en la lauda, además del Crismón del emperador, había una sencilla inscripción que rezaba Konstantinos enesti, es decir, «Constantino está aquí». Aquel era el descubrimiento más grande de la historia, el hallazgo más importante de cuántos se habían producido en los últimos siglos. En algún momento, entre el año 1000 y el 1400, la tumba de Constantino se perdió para siempre bajo el polvo de las sandalias de los cruzados, los persas o los árabes. Sin embargo, nosotros, ahora, nos encontrábamos junto al sarcófago del primer emperador cristiano, del fundador de Constantinopla, y esto venía a demostrar, una vez más, que los staurofílakes estuvieron siempre dispuestos a salvar cualquier cosa que tuviera que ver con la Vera Cruz. En cuanto esta dichosa alegoría del Purgatorio estuviera resuelta y tras terminar, como pensaba, con mis muchos años de trabajo en el Archivo Secreto, me encerraría en la casa irlandesa de Connaught y prepararía una serie de artículos sobre la Verdadera Cruz, los staurofílakes, Dante Alighieri, santa Helena y Constantino el Grande, y daría a conocer al mundo entero el emplazamiento de los importantes restos del emperador. No albergaba la menor duda de que ganaría todos los premios académicos conocidos y eso me ayudaría mucho a restañar mi vanidad, herida tras dejar el todopoderoso Vaticano.
—No creo que el emperador Constantino esté ahí dentro —declaró la Roca de improviso. Farag y yo nos quedamos atónitos mirándole—. ¿No entienden que es imposible? Un personaje tan significativo no ha podido terminar sus días formando parte de las pruebas iniciáticas de una secta de ladrones.
—¡Venga, Kaspar, no sea escéptico! —repuso Farag, iniciando el descenso—. Estas cosas pasan. En Egipto, por ejemplo, cada día se descubren nuevos yacimientos arqueológicos con las cosas más inverosími… ¡Eh! ¿Qué es esto? —exclamó de pronto. La lauda del sarcófago había iniciado un lento desplazamiento y estaba a punto de tirarlo al suelo, empujándole por el cuello.
—¡Salta, Farag! —le urgí—. ¡Déjate caer!
—¿Qué ha hecho, profesor? —bramó la Roca.
—Nada, Kaspar, se lo aseguro —declaró Boswell dando un atrevido salto con pirueta hasta las losas de mármol—. Sólo he apoyado los pies en las argollas de oro para bajar mejor.
—Pues está claro que esa era la forma de abrir el sarcófago —murmuré, mientras la plancha de pórfido terminaba su deslizamiento con un áspero chasquido.
Usando como estribo una de las cabezas de león y sujetándose al borde del sepulcro, Glauser-Röist se impulsó hacia arriba para echar una ojeada.
—¿Qué ve, capitán? —pregunté llena de curiosidad. Juraría que fue en aquel momento cuando comenzó el ruido de las aspas, pero no estoy completamente segura.
—Un muerto.
Farag levantó los ojos al cielo con gesto de resignación y siguió a la Roca en su ascenso utilizando el león contiguo.
—Deberías ver esto, Ottavia —me dijo muy sonriente.
No lo pensé dos veces. Tirando sin miramientos de la chaqueta del capitán, conseguí que bajara y que me dejara el sitio y, con un supremo esfuerzo deportivo, alcancé la altura precisa para contemplar el increíble cuadro que se ofreció ante mis ojos: igual que esas muñecas rusas que contienen otras muñecas más pequeñas y estas, a su vez, otras más, el gigantesco sarcófago incluía varios ataúdes hasta llegar al que acogía de verdad el cuerpo del emperador. Todos tenían una lámina de cristal por cubierta, de modo que podían contemplarse los restos de Constantino con bastante facilidad. Por supuesto, decir que aquello era Constantino el Grande resultaba una gran temeridad porque, aparte de poseer una calavera como la de cualquiera, sólo los adornos imperiales delataban su alto linaje: Ahora bien, aquella vulgar calavera portaba una stemma[47] de oro cuajada de joyas que cortaba el aliento y, para mayor asombro, estaba adornada con bellísimos catatheistae[48] que nacían desde debajo de la toufa[49]. El resto del esqueleto estaba cubierto por un impresionante skaramangion[50] que se sujetaba con una fíbula sobre el hombro derecho y que estaba íntegramente bordado en oro y plata, con cenefas de amatistas, rubíes y esmeraldas, y ribeteado de perlas, a cual más extraordinaria. Al cuello llevaba un loros[51] y al cinto una ajada akakia[52], imprescindible para cualquier emperador bizantino que se preciara de tal.
—Es Constantino —afirmó Farag con voz débil.
—Supongo que sí…
—Cuando publiquemos todo esto, Basíleia, nos vamos a hacer muy famosos.
Giré la cabeza hacia él rápidamente.
—¿Cómo que cuando publiquemos todo esto? —me indigné, y de repente comprendí que ambos teníamos el mismo derecho a explotar científicamente aquel descubrimiento y que debería compartir la gloria con Farag y Glauser-Röist—. ¿Usted también quiere publicarlo, capitán? —le pregunté, mirándole desde arriba.
—Por supuesto, doctora. ¿Acaso creía que todo esto sería exclusivamente suyo?
Farag soltó una risita y se dejó caer al suelo.
—No se lo tome a mal, Kaspar. La doctora Salina tiene la cabeza dura pero su corazón es de oro.
Iba a contestarle como se merecía, cuando, de súbito, el tenue ruido que había empezado apenas unos minutos antes se convirtió en un fragor semejante al de muchas aspas de molino movidas furiosamente por el viento. Esta imagen, al fin y al cabo, no era tan descabellada, porque una inesperada corriente de aire que surgió de los bothroi me arremolinó la falda y me empujó contra el sarcófago.
—Pero ¿qué está pasando? —me enfadé.
—Me temo que empieza la fiesta, doctora.
—Sujétate fuerte, Ottavia.
Antes de que Farag hubiera terminado de hablar, la racha de aire se había convertido en una ventisca e, inmediatamente, en un huracán. Las antorchas se apagaron de golpe y nos quedamos a oscuras.
—¡Los vientos! —gritó Farag, asiéndose con fuerza al borde del sarcófago.
El capitán Glauser-Röist, al que el aire había pillado al descubierto, encendió su linterna y se tapó los ojos con el brazo mientras trataba de llegar hasta nosotros, apenas a dos o tres metros de distancia. Pero los remolinos eran tan violentos que le resultaba imposible avanzar.
Yo, como Farag, me aferraba también al borde del sarcófago para impedir que aquel ciclón demencial me arrastrara hasta el suelo, pero pronto me di cuenta de que no iba a tardar mucho en soltarme porque me dolían los dedos de tanto apretar la piedra y ya no me quedaban fuerzas.
La velocidad de los vientos aumentaba sin cesar, haciendo que me llorasen los ojos y que me rodasen ríos de lágrimas por las mejillas, pero no era eso lo peor; lo peor empezó cuando cada uno de los hijos de Eolo añadió a su corriente el pequeño detalle por el que también era conocido: Bóreas, Aparctias y Helespontio se fueron enfriando paulatinamente hasta alcanzar una temperatura gélida insoportable. Trascias y Argestes no llegaron a tanto, pero en su caudal empezaron a aparecer gotas de agua que, por efecto del frío se fueron cuajando y se convirtieron en granizo, pareciendo que nos disparaban desde algún lado con una escopeta de perdigones. Llegó un momento que el dolor era tan insoportable que mis manos se soltaron, por fin, del sarcófago y fui a dar con el cuerpo en tierra, a la cual, como decía Dante —y ahora sus palabras se volvían meridianamente claras— me quedé adherida mientras mis ojos seguían llorando por efecto del furioso aire, seco y áspero, de Afeliotes y Euro. Pero si Trascias y Argeste escupían granizo, Euronoto, Noto y Libanoto empezaron a exhalar rabiosas bocanadas ardientes que derretían el hielo y quemaban la piel. Recuerdo que en aquellos momentos eché de menos los pantalones, porque la lluvia de granizo me hacía un daño horrible en las piernas y el calor de Noto me las estaba abrasando. Trataba de cubrirme la cara con los brazos, pero el aire se colaba por los agujeros y me dificultaba la respiración. Pensé que, por encima de todo, necesitaba acercarme a Farag, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo y tampoco podía mirar para ver dónde se encontraba porque resultaba imposible despegarse del suelo o mover siquiera un brazo o una pierna, así que lo llamé, gritando con todas mis fuerzas. Sin embargo, el estruendo era tan ensordecedor, que ni siquiera yo conseguí escuchar el sonido mi propia voz. Aquello era el fin. ¿Cómo se suponía que íbamos a salir de allí? Era completamente imposible.
Al principio sólo noté un roce contra el tobillo que me pasó desapercibido. Luego, el roce se transformó en una mano que me agarró con fuerza y que fue usando mi pierna de asidero para ir reptando lentamente hasta mi cara. No me cupo la menor duda de que se trataba de Farag, pues el capitán nunca se hubiera atrevido a tocarme de aquella manera y, además, la última vez que le había visto, estaba delante de mí y no detrás. De modo que, dentro de lo angustiosa que resultaba la situación, hubo algo que me ayudó a mantener la esperanza y a no perder la cabeza… aunque a lo mejor si la perdí un poco, porque, cuando las piernas se terminaron, el tacto de la mano desapareció para convertirse en un brazo que me rodeó la cintura y en un cuerpo que se pegó al mío y que siguió subiendo, dibujando la línea de mi costado. Debo reconocer que, aunque estaba a punto de volverme loca por las ráfagas de viento congelado e incandescente y por los terribles puyazos del pedrisco, aquel largo instante que tardó Farag en llegar hasta mi cara, fue uno de los más turbadores de mi vida. Y lo más extraño era que todas aquellas nuevas sensaciones que deberían haberme hecho sentir no ya culpable sino culpabilísima, me convertían en una persona libre y feliz, como si por fin emprendiera un viaje largamente postergado. Ni siquiera me inquietaba tener que responder ante Dios por estos sentimientos, como si tuviera claro que Él estaba conforme.
En cuanto Farag se puso a mi altura, pegó los labios a mi oreja y pronunció unos sonidos inconexos que no pude comprender. Los repitió una y otra vez hasta que, uniendo fragmentos con mucha imaginación, conseguí formar las palabras «Zéfiro» y «Dante». Me puse a pensar en Zéfiro, el viento del oeste, el que tira flores en compañía de su amante, la joven Cloris; Zéfiro, el viento elogiado en los grandes poemas de la Antigüedad por ser como una brisa ligera y suave que empieza con la primavera —sonaba cursi, pero lo había leído en alguna parte, seguramente en Plinio—; Zéfiro, el viento del ocaso, del poniente, del día que termina, del invierno que termina… Que termina. A lo mejor era eso lo que intentaba decirme Farag. El fin de aquella pesadilla, la salida. Zéfiro era la salida. Pero ¿cómo llegar? ¡Si no podía mover ni un dedo!, y, además, ¿dónde estaba el bothroi de Zéfiro? Había perdido por completo la orientación. Y, de repente, recordé:
Si venís libres de yacer aquí con nosotros,
y queréis pronto hallar el camino,
llevad siempre por fuera la derecha.
¡El terceto de Dante! ¡Eso era lo que quería decirme Farag, que recordara las palabras de Dante! Exprimí mi memoria para recordar lo que habíamos leído en el avión aquella mañana:
Eché a andar y mi guía echó a andar por los
lugares libres, siguiendo la roca,
cual pegados de un muro a las almenas.
¡Había que llegar al muro, a la pared! Y, una vez allí, pegados a la roca, avanzar siempre hacia la derecha hasta llegar a Zéfiro, el viento suave y templado que nos libraría del huracán y de los balines de hielo y que, quizá, nos permitiría salir.
Haciendo un gran esfuerzo, con mi mano cogí la mano de Farag y la apreté para que supiera que le había comprendido y, no sé muy bien cómo, ayudándonos el uno al otro, avanzamos lentamente, como serpientes aplastadas por una bota, sin dejar de llorar y de abrir la boca para atrapar un aire difícil de respirar. Tardamos mucho tiempo en ganar el muro y tuvimos que ir esquivando los furiosos tifones que salían por los bothroi, zigzagueando en busca de ángulos muertos que nos permitieran movernos un poco mejor. En más de una ocasión pensé que no íbamos a conseguirlo, que era un esfuerzo inútil, pero, por fin, chocamos contra la roca y supe que teníamos una oportunidad. Ahora sólo me preocupaba Glauser-Röist. Si conseguíamos ponernos en pie y, como decía Dante, pegarnos a la pared, quizá lograríamos verle gracias a la luz de la linterna.
Pero alzarse del suelo no era tan sencillo. Como niños que empiezan a caminar y se cogen a los muebles para incorporarse, tuvimos que clavar los dedos en los resquicios más inverosímiles para pasar de reptiles a bípedos, y aún eso con muchos problemas. Sin embargo, el poeta florentino había dejado sus pistas muy bien puestas, porque, en cuanto logramos adherirnos a la pared, la fuerza de los vientos dejó de aplastarnos y pudimos respirar mejor. No es que hubiera calma, ni mucho menos, pero las aberturas de los bothroi estaban dispuestas de tal forma que los cañones de aire se neutralizaban unos a otros, creando unos diminutos recodos parcialmente libres marcados por los antorcheros.
Pero si moverse y respirar era difícil, abrir los ojos era angustioso, pues se secaban en cuestión de segundos y pinchaban como si llevaran alfileres. Y, aunque las lágrimas nos caían a litros, hasta los párpados se negaban a deslizarse sobre las corneas resecas. Sin embargo, había que localizar a Glauser-Röist como fuera, así que le eché valor (y dolor) y no paré hasta que le divisé al otro extremo de la gruta, entre Trascias y Aparctias, pegado al muro como una sombra, con la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Llamarle era inútil, porque no nos hubiera oído, así que debíamos llegar hasta él. Como nosotros nos encontrábamos entre Euronoto y Noto, iniciamos el ascenso hacia el norte, hacia Bóreas, siguiendo las indicaciones de Dante de caminar siempre hacia la derecha. Lamentablemente, el capitán, que no debía recordar las pistas de la Divina Comedia, en lugar de avanzar hacia Zéfiro en la misma dirección, se aproximaba hacia nosotros, echándose al suelo cada vez que tenía que pasar por delante de uno de los vientos para impedir que la tromba le lanzara por los aires contra el sarcófago.
Yo estaba agotada. Si no hubiera sido por la mano de Farag, probablemente nunca hubiese conseguido salir de allí; y ese cansancio que me impulsaba a quedarme en el suelo cada vez que teníamos que tumbarnos para atravesar un bothros, se volvía más y más acusado con cada metro que adelantábamos.
Por fin, nos encontramos con el capitán a la altura de Helespontio y, por todo gesto, los tres fundimos nuestras manos en un estrecho y emocionado apretón que fue más elocuente que cualquier palabra que hubiéramos podido decirnos. El problema comenzó cuando Farag quiso reanudar el paso para seguir avanzando hacia Zéfiro. Por increíble que pueda resultar, Glauser-Röist se negó en redondo a desandar el camino, haciendo barrera con su cuerpo para impedírnoslo tercamente. Vi a Farag acercarse al oído del capitán y gritarle con toda su alma, pero el otro seguía diciendo que no con la cabeza y señalando con el dedo en dirección contraria. Farag volvió a intentarlo una y otra vez, pero la Roca, tan Roca como siempre, continuaba denegando y empujando a Farag hacia mí, que iba la última y que tenía a Afeliotes a menos de medio metro de mis piernas.
No hubo manera de convencerle. Por más que gritamos, gesticulamos e intentamos avanzar hacia la derecha, el capitán se opuso tenazmente, obligándonos, al final, a obedecerle. No se me ocurría qué cosa terrible podría pasar si no hacíamos lo que decía Dante, pero preferí no pensar en ello mientras iniciábamos el camino de vuelta hacia Euronoto. Mi desesperación y la de Farag se reflejaban en nuestras caras cuando nos mirábamos. El capitán se equivocaba, pero ¿cómo hacérselo comprender?
Tardamos aproximadamente media hora en cruzar los cinco vientos que nos separaban de Zéfiro y mi agotamiento era ya tan extremo que soñaba con que, al final de la prueba —si es que habíamos acertado con la solución—, los staurofílakes nos durmieran dulcemente con aquella nube de humo blanquinoso que habían utilizado en el laberinto de Rávena. Me daba rabia estar tan cansada y pensaba con envidia en la fortaleza física del capitán y en la resistencia natural de Farag. Otra cosa que tendría que proponerme cuando todo aquello terminara sería hacer un poco de gimnasia. No podía escudarme en los géneros diciendo que las mujeres éramos más débiles que los hombres (una campesina rusa nunca será más débil que un oficinista chino); la culpa de aquel cansancio era totalmente mía, por llevar una vida tan sedentaria.
Por fin arribamos al ángulo muerto entre Libs y Zéfiro. Suspiré con alivio, dibujando una sonrisa en mi cara y, como era la primera de la fila, me tocó acercarme hasta la guarida del viento que, supuestamente, era suave como una brisa y templado como un día de primavera. Acerqué muy despacio la mano derecha hacia la cavidad, temiendo verla salir despedida lejos de mí, y mi corazón estalló de júbilo cuando comprobé que, a pesar de que Zéfiro era un poco más violento de lo que afirmaban los poetas, su vehemencia no tenía nada que ver con la de sus once hermanos. Ni quemaba ni enfriaba, ni tampoco escupía escarcha o granizo, y mi mano extendida ondulaba en sus rizos como si la hubiera sacado por la ventanilla de un coche en marcha. ¡Habíamos encontrado la salida!
Zéfiro me succionó y me salvó la vida. Caí como un saco de piedras sobre su suelo cuando me introduje por el estrecho bothros y respiré sin agobios su aire manso y fino que llegó hasta mis pulmones como un perfume. La verdad es que me hubiera quedado allí un buen rato, sin moverme, pero tenía que seguir avanzando para permitir que Farag y el capitán pudieran entrar detrás de mí. Estuve segura de que lo habían hecho en cuanto escuché los gritos furiosos que Farag le lanzaba a Glauser-Röist:
—¡Se puede saber por qué demonios nos ha hecho recorrer tres cuartas partes de la gruta! —bramaba, indignado—. ¡Estábamos casi al lado de Zéfiro cuando le encontramos! ¿No recuerda que Dante decía que había que ir hacia la derecha?
—¡Cállese! —le replicó Glauser-Röist, autoritario—. ¡Eso es lo que hice!
—¿Está loco? ¿No ve que hemos caminado en el sentido de las agujas del reloj? ¿No distingue la derecha de la izquierda?
—¡Por favor! —exclamé, viendo que los ánimos estaban realmente alterados—. ¡Hemos salido y estamos bien! ¡Por favor!
—¡Escuche, profesor Boswell! —tronó la Roca—. ¿Qué decía Dante? Decía que había que llevar siempre por fuera la derecha.
—¡La derecha, Kaspar! ¡La derecha, no la izquierda! ¿Aún no lo comprende?
—¡La derecha por fuera, profesor! ¡El que no lo comprende es usted!
Fruncí el ceño. ¿La derecha por fuera? En ese caso, tenía la razón la Roca. Dante y Virgilio avanzaban por la cornisa de una montaña y su derecha daba, obviamente, al precipicio, al vacío. Pero nosotros caminábamos pegados a una pared, de modo que nuestra derecha era el centro de la gruta, nuestro lado libre era el interior, no el exterior como en el caso de Dante. De todos modos, habíamos llegado a Zéfiro, aunque por el otro lado habríamos tardado menos.
—¡Por el otro lado no habríamos llegado nunca, doctora!
—Pero ¿qué tontería está diciendo? —me sublevé.
—¡Veo que ambos han olvidado a Trascias y Argestes, que eran, casualmente, los dos últimos vientos que había que atravesar antes de llegar a Zéfiro por el otro lado!
El silencio se hizo en aquel corredor abovedado, pues ni Farag ni yo fuimos capaces de contradecirle. El capitán nos había salvado de una buena o, en el mejor de los casos, de andar y desandar inútilmente un camino agotador. Jamás hubiéramos podido cruzar Trascias y Argestes, los vientos que descargaban enormes andanadas de granizo.
—¿Lo comprenden ya o tengo que volver a explicárselo?
Tenía razón. Tenía toda la razón del mundo, y así se lo dije. Farag no tuvo reparos en pedirle disculpas en todas las lenguas que conocía, y, de hecho, empezó por el copto y luego siguió con el griego, el latín, el árabe, el turco, el hebreo, el francés, el inglés y el italiano. Al final, acabamos riéndonos y la tensión se disolvió. La Roca era un héroe y se lo dijimos.
—Déjense de tonterías y avancemos por este agujero.
—¿Por qué tengo que ir yo siempre delante? —refunfuñé de nuevo, harta de tal honor.
—Doctora, por favor…
—Ottavia…
Y ya no hubo nada más que hablar, naturalmente.
A gatas, sujetando mi linterna entre dos botones de la blusa, inicié la marcha, lamentando de nuevo haberme puesto falda aquel día. Me pareció revivir el mal rato del túnel de las catacumbas de Santa Lucía, cuando llevaba, como ahora, a Farag detrás, y me prometí a mí misma que, si salíamos de allí, las tiraría todas a la basura sin contemplaciones.
La verdad es que me costaba gatear, que no podía con mi alma, y por eso me alegré infinitamente cuando un suave aroma a resina me llegó hasta la nariz.
—Creo que vamos a tener suerte —dije—. Esta vez nos libramos del golpe.
—¿Qué dices, Basíleia?
—Que nos duermen. ¿No hueles a resina?
—No.
—Bueno, no importa. De todos modos, me despido. Te veré cuando nos despertemos.
—Basíleia…
Yo ya empezaba a notar un leve sopor y me encantaba.
—¿Sí?
—Lo que te dije en el maratón era mentira.
—¿Lo que me dijiste en el maratón?
Ahí estaba el humo blanco, el bendito humo blanco que, como un buen somnífero, me iba a proporcionar unas maravillosas horas de sueño reparador. Me detuve y me tumbé en el suelo. Que los staurofílakes hicieran lo que quisiesen con mi cuerpo, me daba exactamente lo mismo; yo sólo deseaba dormir.
—Sí, aquello de que si te ponías en pie y corrías hasta Atenas conmigo, no insistiría nunca más.
Sonreí. Era el hombre más romántico del mundo. Me hubiera gustado volverme. Pero no, mejor dormir. Además, la Roca estaba escuchándolo todo.
—¿Era mentira?
La sonrisa subió también a mis ojos, ahora entornados por el sueño.
—Totalmente mentira. Tenía que avisarte. ¿Te parece mal?
—¡Oh, no! Me parece muy bien. Estoy de acuerdo contigo.
—Vale, pues luego te veo —murmuró—. Kaspar, ¿usted también se duerme?
—No —masculló con voz amodorrada—. Su conversación es muy interesante.
¡Dios mío!, pensé. Y me adormecí.