CAPÍTULO 5

El helipuerto vaticano era una estrecha superficie romboidal totalmente sitiada por la robusta muralla Leonina que separaba la Ciudad del resto del mundo desde hacía once siglos. El sol acababa de salir por el este y ya iluminaba un cielo radiante y despejado, de un hermoso tono azul claro.

—¡Vamos a tener un vuelo visual magnifico, capitán! —gritó el piloto del Dauphin AS-365-N2 al capitán Glauser-Röist—. ¡Hace una mañana espléndida!

Los motores del Dauphin estaban en marcha y las palas se movían suavemente, con un ruido semejante al de un ventilador gigantesco (que en nada se parecía al que se escuchaba en las películas cuando salía un helicóptero). El piloto, un joven rubio y grande, muy robusto y de tez rubicunda, iba ataviado con un mono de vuelo de color gris lleno de bolsillos por todas partes. Tenía una sonrisa franca y simpática, y no dejaba de examinarnos a los tres preguntándose quiénes debíamos ser para que nos dejaran utilizar su brillante Dauphin blanco.

Yo jamás había volado en helicóptero y estaba un poco nerviosa. A mi lado, Farag examinaba con atención todo cuanto nos rodeaba con la curiosidad propia del turista extranjero que visita una pagoda china.

La noche anterior había preparado mi equipaje con una gran inquietud. Ferma, Margherita y Valeria me habían ayudado muchísimo —poniendo lavadoras a toda prisa, planchando, plegando y guardando— y me habían animado con bromas y una buena cena que estuvo llena de risas y buen humor. Hubiera debido sentirme como una heroína que se dispone a salvar al mundo, pero, en lugar de eso, estaba atemorizada, aplastada por un peso interior que no podía definir. Era como si estuviera viviendo los últimos minutos de mi vida y disfrutando de mi última cena. Pero lo peor de todo fue cuando entramos las cuatro a rezar en la capilla y mis hermanas expresaron en voz alta sus peticiones por mí y por la misión que iba a realizar. No pude contener las lágrimas. Por alguna razón desconocía, sentía que no iba a volver, que no volvería a rezar allí donde tantas veces había rezado y que no volvería a hacerlo en compañía de mis hermanas. Intenté quitarme estos vanos temores de la cabeza y me dije que debía ser más valiente, menos asustadiza y menos cobarde. Si no volvía, al menos habría sido por una buena causa, por una causa de la Iglesia.

Y ahora me encontraba allí, en aquel helipuerto, vestida con mis pantalones recién lavados y planchados, a punto de subir en un helicóptero por primera vez en mi vida. Me santigüé cuando el piloto y el capitán nos indicaron que debíamos entrar en el aparato, y me sorprendí al comprobar lo cómodo y elegante que era el interior. Nada de incómodos bancos metálicos ni de aparataje militar. Farag y yo tomamos asiento en unos mullidos sillones de cuero blanco, en una cabina con aire acondicionado, anchas ventanas y un silencio comparable al de una iglesia. Nuestros equipajes fueron cargados en la parte posterior de la nave y el capitán Glauser-Röist ocupó el lugar del segundo piloto.

—Estamos despegando —me anunció Farag, mirando por la ventana.

El helicóptero se apartó del suelo con un leve balanceo y, si no hubiera sido por la fuerte vibración de los motores, ni me habría enterado de que ya estábamos en el aire.

Era increíble volar así, con el sol a nuestra derecha y ejecutando una especie de baile y unos movimientos que jamás podrían realizarse con un avión, mucho más estable y aburrido. El cielo deslumbraba de una manera increíble, de modo que trataba de mirar por la ventana achicando los ojos. De repente, la figura de Farag se interpuso entre la luz y yo y, al mismo tiempo que me clavaba algo en las orejas, me dijo:

—No es necesario que me las devuelvas —sonrió—. Como eres un ratón de biblioteca, sabía que no tendrías.

Y me colocó un par de gafas de sol que me permitieron mirar con naturalidad por primera vez desde que habíamos despegado. Me llamó la atención cómo se reflejaba contra su pelo claro la luz horizontal que se colaba por los cristales.

El sol estaba cada vez más alto y nuestro helicóptero sobrevolaba ya la ciudad de Forli, a veinte kilómetros de Rávena. En unos quince minutos, nos dijo Glauser-Röist por los altavoces de la cabina, llegaríamos al delta del Po. Una vez allí, nosotros tres desembarcaríamos y el helicóptero volaría hasta el aeropuerto de la Spreta, en Rávena, donde esperaría instrucciones.

Los quince minutos pasaron en un suspiro. De repente, el aparato se inclinó hacia delante y comenzamos una bajada vertiginosa que me aceleró el corazón.

—Hemos descendido a unos quinientos pies de altitud —anunció la voz metalizada del capitán—. Estamos sobrevolando el bosque de Palù. Observen la espesura.

Farag y yo pegamos las caras a las ventanillas y vimos una interminable alfombra verde, formada por unos árboles enormes, que no tenía ni principio ni fin. Mi vaga idea de cuánto podrían ser cinco mil hectáreas resultó sobrepasada con mucho.

—Menos mal que no hemos tenido que cruzarlo andando —musité, sin dejar de mirar hacia abajo.

—No adelantes acontecimientos… —replicó Farag.

—A la izquierda pueden ver el monasterio —dijo la voz del capitán—. Aterrizaremos en el claro que hay frente a la entrada.

Boswell se puso a mi lado para contemplar la abadía. Un modesto campanario de forma cilíndrica, dividido en cuatro pisos y con una cruz sobre el tejadillo, indicaba el emplazamiento exacto de lo que, muchos siglos atrás, debió de ser un hermoso lugar de recogimiento y oración. En la actualidad, sólo permanecía en pie la robusta muralla oval que cercaba el complejo, porque el resto, a vista de pájaro, sólo era un montón de piedras derruidas y de paredes solitarias, aquí y allá, que mantenían difícilmente el equilibrio. Únicamente cuando iniciamos el descenso hacia el claro, provocando con el aire de las palas una gran agitación en el boscaje, divisamos unas pequeñas edificaciones cercanas a los muros.

El helicóptero tomó tierra con suavidad y Farag y yo abrimos la portezuela del compartimiento de pasajeros. No caímos en la cuenta de que las hélices no se habían detenido y que giraban con una potencia salvaje que nos empujó como míseras bolsas de plástico en mitad de un huracán. Farag tuvo que sujetarme por el codo y ayudarme a salir de la turbulencia, porque yo me hubiera quedado, como una tonta, a merced del ciclón.

En la cabina de mando, el capitán se demoraba hablando con el joven piloto que ahora sólo era un casco redondo de visera negra y deslumbrante. El hombre hizo gestos de asentimiento y aceleró de nuevo los motores mientras Glauser-Röist, con menor esfuerzo que nosotros, atravesaba el torbellino. La máquina volvió a elevarse en el aire y, en pocos segundos, ya no era más que una lejana mota blanca en el cielo. Mi primer vuelo en helicóptero había sido apasionante, algo digno de repetir en la primera ocasión, y, sin embargo, en una fracción de segundo mi mente lo había convertido en agua pasada: Farag, el capitán y yo nos encontrábamos frente a la cancela de entrada del solitario monasterio benedictino de Agios Konstantínos Akanzón y el único sonido que escuchábamos era el canto de los pájaros.

—Bueno, pues ya hemos llegado —declaró la Roca, echando un vistazo a los alrededores—. Ahora vayamos en busca de nuestro amigo, el staurofílax que vigila esta prueba.

Pero no fue necesario porque, como surgidos de la nada, dos monjes ancianos, ataviados con los hábitos negros de los benedictinos, aparecieron por el camino de piedrecillas que terminaba en la verja.

—¡Hola, buenos días! —exclamó uno de ellos, agitando el brazo en el aire, mientras el otro abría las puertas—. ¿Queréis albergue?

—¡Sí, padre! —le respondí.

—¿Y vuestras mochilas? —preguntó el más viejo de los dos, juntando las manos sobre el pecho y cubriéndolas con las mangas.

La Roca levantó la suya para que la vieran.

—Aquí llevamos todo lo necesario.

Ya estábamos reunidos los cinco junto a la cancela. Los monjes eran mucho más viejos de lo que yo había supuesto, pero exhibían un agradable ánimo jovial y unas sonrisas amables.

—¿Habéis desayunado? —preguntó el que todavía conservaba un poco de pelo.

—Sí, gracias —respondió Farag.

—Pues vamos a la hostería y os daremos habitaciones —nos examino de arriba abajo y añadió—: Tres, ¿verdad? ¿O alguno de ellos es tu marido, joven?

Yo sonreí.

—No, padre. Ninguno es mi marido.

—¿Y por qué habéis venido en helicóptero? —quiso saber el otro, el nonagenario, con curiosidad infantil.

—No disponemos de mucho tiempo —le explicó la Roca, que caminaba muy despacio para que sus zancadas no dejaran atrás a los ancianos.

—¡Ah! Pues debéis de ser muy ricos, porque un viaje en helicóptero no puede permitírselo todo el mundo.

Y ambos frailes se rieron a carcajadas como si hubieran oído el chiste más gracioso del mundo. Nosotros, a hurtadillas, intercambiamos miradas perplejas: o aquellos staurofílakes eran unos actores consumados o nos habíamos equivocado por completo de lugar. Yo los examinaba minuciosamente intentando detectar la menor señal de engaño, pero en sus arrugadas caras se reflejaba una total inocencia y sus francas sonrisas parecían absolutamente sinceras. ¿Habríamos cometido algún error?

Avanzamos hacia la hostería mientras los monjes nos contaban de manera sucinta la historia del monasterio. Estaban muy orgullosos de los frescos bizantinos que decoraban el refectorio y del buen estado de conservación de la iglesia, tarea a la que dedicaban su vida entera al margen de la atención a los pocos excursionistas que llegaban hasta allí. Quisieron saber cómo se nos había ocurrido visitar San Constantino Acanzzo y cuánto tiempo íbamos a quedarnos. Por supuesto, nos recalcaron, estábamos invitados a compartir su mesa y, si sus atenciones nos parecían correctas, no estaría de más que, puesto que éramos tan ricos, dejáramos, al irnos, una buena propina para la abadía. Y, después de decir esto, volvieron a reírse como niños felices.

El caso es que, caminando y charlando, pasamos junto a un huertecillo en el que había otro anciano benedictino inclinado sobre una pala que hundía costosamente en la tierra.

—¡Padre Giuliano, tenemos invitados! —gritó uno de nuestros acompañantes.

El padre Giuliano se puso la mano sobre los ojos para mirarnos mejor y emitió un gruñido.

—El padre Giuliano es nuestro abad, así que, acercaos a saludarle —nos recomendó en voz baja uno de nuestros acompañantes—. Lo más probable es que os entretenga un buen rato con preguntas, de manera que nosotros os esperaremos en la hostería. Cuando terminéis, seguid aquel senderillo de allá y luego tomad a la derecha. No tiene pérdida.

El capitán empezaba a dar muestras de impaciencia y de mal humor. La sensación de habernos equivocado y de estar perdiendo el tiempo comenzaba a ser muy acusada. Aquellos monjes no respondían, ni remotamente, al patrón que nos habíamos formado de los staurofílakes. Pero, en realidad, me pregunté mientras nos adelantábamos en el huertecillo, ¿qué idea era la que teníamos de los staurofílakes? Con total certeza, sólo habíamos visto a uno —nuestro joven etíope, Abi-Ruj Iyasus—, porque los otros dos —el sacristán de Santa Lucía y el cura maloliente de Santa María in Cosmedín—, podían no ser otra cosa que lo que aparentaban.

Los frailes habían desaparecido por el sendero mientras el abad, inmóvil como un monarca en su trono, aguardaba nuestra llegada apoyado en su pala.

—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? —nos preguntó a bocajarro, cuando estuvimos cerca de él.

—No mucho —respondió la Roca, con el mismo mal talante.

—¿Qué os ha traído hasta San Constantino Acanzzo? —por el tono de su voz, aquello parecía un interrogatorio en tercer grado. No podíamos verle bien la cara porque llevaba la cabeza cubierta con la amplia capucha del hábito.

—La flora y la fauna —contestó desabridamente el capitán.

—El paisaje, padre, el paisaje y la tranquilidad —se apresuró a añadir el profesor, más conciliador.

El abad sujetó la pala con las dos manos y, tomando impulso, volvió a clavarla en la tierra, dándonos la espalda.

—Id a la hostería. Os están esperando.

Confusos y extrañados por aquella breve conversación, desanduvimos el camino a través del huerto y enfilamos por la vereda que nos habían indicado. La senda penetraba en un umbrío trecho de bosque y se iba estrechando hasta no ser más que un caminillo.

—¿Qué clase de árboles tan altos son estos, Kaspar?

—Hay un poco de todo —explicó la Roca, sin levantar la cabeza para mirarlos, como si ya los hubiera examinado—: robles, fresnos, olmos, álamos blancos… Pero estas especies no son tan altas. Es posible que la composición química del terreno sea muy rica, o quizá los monjes de San Constantino hayan llevado a cabo alguna selección de semillas a lo largo de los siglos.

—¡Son impresionantes! —exclamé, elevando la mirada hacia la compacta cúpula vegetal que sombreaba el camino.

Después de un buen rato de caminar en silencio, Farag preguntó:

—¿No dijeron los monjes que había una bifurcación que debíamos tomar a la derecha?

—Ya no debe faltar mucho —contesté.

Pero sí faltaba, porque los minutos seguían pasando y allí no aparecía el cruce.

—Creo que no vamos bien —dijo la Roca, mirando su reloj.

—Eso ya lo dije yo hace un rato.

—Sigamos andando —objeté, recordando que habíamos tomado bien el sendero.

Sin embargo, al cabo de más de media hora, tuve que admitir mi error. Daba la sensación de que nos estábamos adentrando en lo más profundo del bosque. El camino apenas estaba indicado y, aparte de que el follaje se había vuelto muy espeso, la falta de luz solar, por lo tupido de las copas de los árboles, nos impedía saber en qué dirección caminábamos. Por suerte, el aire era fresco y limpio y la marcha no se hacía pesada.

—Volvamos atrás —ordenó Glauser-Röist con cara de pocos amigos.

Ni Farag ni yo le discutimos porque era evidente que, aunque camináramos todo el día, por allí no llegaríamos a ninguna parte. Lo raro fue que, apenas hubimos retrocedido un kilómetro, más o menos, encontramos la intersección de senderos.

—Esto es una majadería —bramó la Roca—. Antes no pasamos por este cruce.

—¿Queréis saber mi opinión? —preguntó Farag, sonriendo—. Creo que estamos empezando el viaje por la segunda cornisa. Debieron ocultar estos caminos y ahora los han despejado para que los encontremos. Alguno de ellos lleva al lugar correcto.

Aquello pareció serenar un tanto al capitán.

—En ese caso —dijo—, actuemos como se espera que lo hagamos.

—¿Por dónde vamos? ¿Derecha o izquierda?

—¿Y si no es la prueba? —objeté, frunciendo los labios—. ¿Y si, simplemente, nos hemos perdido y estamos viendo visiones?

Por toda respuesta obtuve un silencio indiferente. Cada uno por su lado se puso a husmear, remover y apartar piedrecillas del suelo con los zapatos. Parecían dos exploradores indios o, peor aún, dos perros de caza buscando una presa caída entre la hojarasca.

—¡Aquí, aquí! —gritó de pronto Farag.

Minúsculo como una uña, un pequeño crismón constantiniano asomaba en el tronco de un árbol situado junto al camino de la izquierda.

—¡Qué os dije! —continuó, muy satisfecho—. ¡Es por aquí!

Ese «por aquí», sin embargo, resultó un nuevo tramo larguísimo que nos llevó, cerca ya del mediodía, hasta un seto de casi tres metros de altura que se interpuso en nuestro camino. Nos detuvimos frente a él con la misma sensación de asombro que podría tener un tuareg si encontrara un rascacielos en mitad del desierto.

—Creo que hemos llegado —murmuró el profesor.

—Y ¿ahora qué hacemos?

—Seguirlo, supongo. Quizá tenga una abertura. Puede que al otro lado haya algo para nosotros.

Bordeamos el lindero durante unos veinte minutos hasta que, por fin, su perfecta regularidad se rompió. Un acceso de unos dos metros de ancho parecía invitarnos a entrar y un crismón de hierro clavado en el suelo no dejaba lugar a dudas sobre lo que había que hacer.

—El circulo de los envidiosos —murmuré, un tanto acobardada, llevándome la mano izquierda al antebrazo en el que tenía, todavía tierna, la escarificación de la primera cruz.

—¡Vamos, Basíleia, que no se diga que somos cobardes! —profirió Farag, alborozado, adentrándose por el hueco.

Un segundo seto se extendía frente a nosotros, sin que se pudiera divisar el final ni por un lado ni por el otro, de manera que, entre ambos, se formaba un interminable pasillo.

—¿Prefieren los señores la derecha o la izquierda? —prosiguió Boswell con el mismo tono de buen humor.

—¿Qué dirección toma Dante cuando llega a la segunda cornisa? —pregunté.

El capitán sacó rápidamente de la mochila su manoseado ejemplar de la Divina Comedia y se puso a hojearlo.

—Escuchen lo que dice la tercera estrofa del Canto —dijo, visiblemente emocionado—. «No había sombras ni señales de ellas: liso el camino, lisa la muralla». Y cuatro versos más abajo, refiriéndose a Virgilio: «Luego en el sol clavó fijamente los ojos; hizo de su derecha el centro del movimiento y se volvió hacia la izquierda». Convendrán conmigo en que no se puede pedir una indicación más clara.

—¿Y dónde está el sol? —inquirí, buscándolo con la mirada. Los gigantescos árboles estaban dispuestos de tal modo que era difícil adivinar en qué lugar se encontraba en ese momento.

El capitán miró su reloj, sacó una brújula y señaló hacia un punto en el cielo.

—Debe estar más o menos por allí —indicó.

Y sí, era cierto, pues una vez que lo sabíamos, era más sencillo reconocer la fuerza de la luz que atravesaba el ramaje por aquella zona.

—Pero no podemos estar seguros de que la hora a la que Virgilio miró el sol —replicó Farag—, fuera la misma a la que nosotros lo estamos mirando. Este dato podría variar por completo la dirección.

—Dejemos que el azar tire también sus dados —argüí—. Si los staurofílakes quisieran que tomásemos una dirección concreta, nos lo habrían hecho saber.

Glauser-Röist, que seguía consultando la Divina Comedia, levantó la cabeza y nos miró con los ojos brillantes:

—Pues, si como usted ha dicho, doctora, el azar ha tirado sus dados, resulta que ha acertado de lleno, porque Virgilio y Dante llegan al segundo círculo exactamente después del mediodía. O sea, casi a la misma hora que nosotros.

Con una sonrisa de satisfacción, me puse de cara hacia el sol, fijé bien el pie derecho en el suelo y giré hacia la izquierda, y la izquierda resultó ser el pasillo de la derecha, de modo que empezamos a caminar por «el liso camino» entre «las lisas murallas», que, sin embargo, sólo eran lisas en apariencia, pues estaban formadas por una prieta enramada. Tampoco «el liso camino» era totalmente liso, ya que, cada cien o doscientos metros, firmemente anclada al suelo de tierra, aparecía una estrella de madera. Al principio nos llamaron mucho la atención esas figuras y nos hicimos cábalas sobre su posible significado, pero, al cabo de más de una hora de paseo, decidimos que, fueran lo que fuesen, nos daba lo mismo.

Caminamos a buen paso durante otra hora más sin que el paisaje sufriera la menor variación: un pasillo de tierra en el centro, salpicado de estrellas, y un par de elevadísimos muros verdes que, por efecto de la perspectiva, terminaban juntándose a cierta distancia delante de nosotros.

El cansancio empezaba a hacer mella en mí. Tenía los pies ardientes y doloridos dentro de los zapatos y hubiera dado cualquier cosa por una silla o, mejor aún, por un cómodo sillón como el del helicóptero. Pero, al igual que Dante y Virgilio —aunque este, por ser un espíritu, nunca desfallecía—, también nosotros, antes de encontrar algo digno de mención, tuvimos que caminar bastante.

—Me estoy acordando de una frase de Borges —murmuro Farag— que dice: «Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective». Creo que es de Artificios.

—¿Y no recuerdas aquello del «circulo infinito cuyo centro está en todas partes y su circunferencia es tan grande que parece una línea recta»? —yo también había leído a Borges, así que ¿por qué no presumir?

Sobre las cinco de la tarde, y sin que ninguno se hubiera acordado del hambre ni de la sed, por fin, el segundo seto, el interno, nos mostró una irregularidad en su trazado: una puerta de hierro, tan alta como el cercado y de unos ochenta centímetros de ancho. Al empujarla y traspasar el dintel descubrimos, además, un par de cosas interesantes: la primera, que nuestros enormes setos no eran sino muros de gruesa y sólida piedra (de casi medio metro de espesor) enteramente cubiertos por las enredaderas; y la segunda, que aquella puerta estaba diseñada de tal manera que, en cuanto la hubiéramos cerrado a nuestras espaldas, ya no podríamos volverla a abrir.

—Salvo que pongamos un tope —propuso Boswell, que ese día estaba inspirado.

Como no había piedras en las cercanías ni podíamos prescindir de nada de lo que llevábamos encima, y como, para remate, la dichosa enredadera era fuerte como el cáñamo y pinchaba como un demonio, la única solución que encontramos fue poner como traba el reloj de Farag, que lo ofreció generosamente arguyendo que era de titanio y que aguantaría sin problemas. Sin embargo, en cuanto apoyamos la hoja de hierro sobre él, y eso que lo hicimos con muchísima delicadeza, la pobre máquina, aunque aguantó unos segundos, cedió bajo el peso y se descompuso en mil pedazos.

—Lo siento, Farag —le dije, intentando consolarle. Pero él, más que disgustado, parecía confuso e incrédulo.

—No se preocupe, profesor, el Vaticano le indemnizará. Lo malo —concluyó— es que ahora la puerta se ha cerrado y no hay manera de volver a abrirla.

—Bueno, ¿y acaso no quiere eso decir que vamos bien? —repuse, animosa.

Reiniciamos la marcha en el mismo sentido, percatándonos de que este segundo pasillo era algo más estrecho que el anterior. La oscuridad empezaba a volverse peligrosa. Quizá fuera del bosque todavía hubiera bastante luz, pero bajo aquel espeso cielo de ramas la visibilidad era muy pobre.

Aún no habíamos caminado cien metros cuando topamos con un nuevo símbolo en el suelo, aunque este era mucho más original:

Por su color y tacto, parecía estar hecho de plomo (aunque no podíamos estar muy seguros) y, desde luego, quien lo hubiera puesto allí se había cerciorado de que fuera imposible moverlo ni un ápice. Parecía formar parte de la tierra, como brotado de ella.

—El caso es que su forma me suena mucho —comenté, examinándolo en cuclillas—. ¿No es un signo zodiacal?

El capitán se mantuvo erguido, a la espera de que los dos expertos en asuntos clásicos dieran su veredicto.

—No. Lo parece, pero no —objetó Farag, limpiando con la palma de la mano la broza acumulada sobre la pieza—. Es el símbolo por el cual, desde la antigüedad, se conoce al planeta Saturno.

—¿Y qué tiene que ver Saturno con todo esto?

—Si lo supiésemos, doctora, ya podríamos volver a casa —refunfuñó la Roca.

Disimuladamente, enseñé los colmillos en un gesto de desprecio que sólo pudo ver Farag, que sonrió a escondidas. Luego nos pusimos de pie y seguimos andando. La noche se cernía sobre nosotros. De vez en cuando, se oía el grito de algún pájaro y el rumor de las hojas movidas por una racha de viento. Por si algo faltaba, estaba empezando a refrescar.

—¿Tendremos que pasar aquí la noche? —inquirí, subiéndome el cuello de la chaqueta. Menos mal que era de piel y que tenía un buen forro de franela.

—Me temo que sí, Basíleia. Espero que usted, Kaspar, haya previsto esta contingencia.

—¿Qué quiere decir Basíleia? —preguntó el capitán por toda respuesta.

A mí me temblaron las piernas de repente.

—Era una palabra muy común en Bizancio. Significa «mujer digna».

¡Qué mentiroso!, pensé, al tiempo que daba un silencioso suspiro de alivio. Ni Basíleia hubiera podido traducirse jamás por «mujer digna» ni, desde luego, era una palabra común en Bizancio, ya que su sentido literal era «Emperatriz» o «Princesa».

Sólo eran las seis y media de la tarde, pero el capitán tuvo que encender su potente linterna porque estábamos inmersos en la más completa penumbra. Llevábamos todo el día caminando sin llegar a ninguna parte a través de aquellos largos caminos de tierra. Por fin, hicimos un alto y nos dejamos caer en el suelo para tomar la primera comida desde el desayuno en Roma. Mientras masticábamos los que ya empezaban a ser famosos sándwiches de salami con queso (el capitán no cambiaba el menú de una prueba a otra), recapitulamos sobre los datos recogidos aquel día y llegamos a la conclusión de que nos faltaban aún muchas piezas del puzzle. Al día siguiente sabríamos con mayor certeza a qué atenernos. Un termo con café caliente nos devolvió el buen humor.

—¿Qué tal si nos quedamos aquí, dormimos y, en cuanto amanezca, nos ponemos de nuevo en camino? —aventuré.

—Sigamos un poco más —se opuso la Roca.

—¡Pero estamos cansados, capitán!

—Kaspar, opino que deberíamos hacer caso a Ottavia. Ha sido un día muy largo.

La Roca cedió —a disgusto, eso sí—, de manera que montamos allí mismo un improvisado campamento. El capitán empezó por entregarnos un par de buenos gorros de lana que nos hicieron reír y mirarle como si estuviera loco. Por supuesto, se molestó.

—¡Su ignorancia es vergonzosa! —tronó—. ¿No han oído nunca el dicho «Si tienes frío en los pies, ponte el sombrero»? La cabeza es responsable de buena parte de la pérdida de calor del cuerpo. El organismo humano está programado para sacrificar las extremidades si el torso y la espalda se enfrían. Si evitamos la pérdida de calor por la cabeza, mantendremos la temperatura y, por lo tanto, los pies y las manos calientes.

—¡Uf, qué complicado! ¡Yo sólo soy un sencillo hombre del desierto! —se carcajeó Farag, quien, sin embargo, y al mismo tiempo que yo, se caló el gorro hasta las orejas. El que me había dado el capitán me resultaba ligeramente familiar, pero no pude recordar por qué hasta un poco más tarde.

A continuación, la Roca sacó de su mochila mágica lo que parecían unas cajetillas de tabaco y quiso darnos una a cada uno. Por supuesto, rechazamos el ofrecimiento de la manera más amable posible, pero Glauser-Röist, armándose de paciencia, nos explicó que se trataba de mantas de supervivencia, una especie de hojas de materia plástica aluminizada que no pesaban nada pero que mantenían muchísimo el calor. La mía era roja por un lado y plateada por el otro, la de Farag, amarilla y plateada y la del capitán, naranja y plateada. Y, en efecto, resultaron muy calientes, pues entre el gorro y la manta, que, eso sí, crepitaba de manera insoportable cuando te movías, apenas nos enteramos de que estábamos a la intemperie en mitad de un bosque. Apoyando la espalda con mucho cuidado contra la enredadera, me senté entre ambos y el capitán apagó la linterna. Supongo que fui deslizándome despacito, sin darme cuenta, hasta apoyarme contra Farag pero, el caso fue que, en cuanto dejé caer la cabeza sobre su hombro, entre sueños, recordé que el gorro de lana que yo llevaba era el mismo que lucía la chica morena de la foto que había visto en el salón de la casa del capitán.

Empezó a clarear —si se puede llamar clarear a pasar del negro al gris oscuro— sobre las cinco de la madrugada. Nos despertamos los tres al mismo tiempo, seguramente por el bullicioso canto de los pájaros, que era toda un aria coral ensordecedora. Vagamente, medio dormida, recordé que era sábado y que, sólo una semana antes, yo estaba en Palermo con mi familia, en el velatorio de mi padre y de mi hermano. Oré por ellos en silencio e intenté aceptar la realidad demencial que me rodeaba antes de abrir definitivamente los ojos.

Nos incorporamos a trompicones, bebimos un poco de café frío y recogimos los bártulos, poniéndonos en camino a partir del punto donde lo habíamos dejado. Caminamos sin descanso hasta las nueve o nueve y media de la mañana, contabilizando unos treinta y tantos símbolos de Saturno. Descansamos un rato y reanudamos la marcha, preguntándonos si aquella era una prueba purgatorial o una prueba de resistencia. De pronto, al fondo, vimos un muro enorme que clausuraba el pasillo.

—¡Atención! —anunció Farag—. ¡Hemos llegado!

Aceleramos el paso, animados por unas ganas locas de alcanzar la última etapa. Pero no, no habíamos llegado al final porque, aunque aquella muralla cubierta de maleza cerrara el corredor por el que veníamos, una nueva puerta de hierro, idéntica a la que habíamos atravesado el día anterior, se ofrecía a nuestra izquierda. Sabiendo que no podríamos impedir su clausura, la empujamos y cruzamos con resignación, intuyendo que al otro lado íbamos a descubrir un panorama muy similar al que abandonábamos. De hecho, si no hubiera sido porque el nuevo pasillo era aún más estrecho que el anterior, podríamos haber jurado que no habíamos cambiado de lugar.

—Da la impresión de que atravesamos líneas paralelas cada vez más unidas entre sí —señaló Farag extendiendo los brazos de lado a lado para comprobar que, en este tercer callejón, las puntas de los dedos de sus manos quedaban a un palmo de las enredaderas. Pero las enredaderas también habían variado: los muros de tres metros de altitud ya no estaban cubiertos sólo por enrevesados tallos y hojas; ahora también, entrelazadas, enormes matas de espinos, zarzas, abrojos y ortigas amenazaban con aguijonearnos al menor roce.

—Desde luego, los pasillos son más estrechos —convino la Roca, que estaba mirando su brújula—, pero lo que ya no está tan claro es que avancemos por líneas rectas paralelas. Al parecer hemos girado unos setenta grados hacia la izquierda.

—¿En serio? —se sorprendió Farag, que, incrédulo, se puso junto a él para observar la medición—. ¡Es cierto!

—Creo que fui yo la que mencioné el «circulo infinito cuyo centro está en todas partes y su circunferencia es tan grande que parece una línea recta» —comenté burlona, mientras con las yemas de los dedos examinaba uno de los puntiagudos espinos que sobresalían de la barda. Si su origen no hubiera sido claramente vegetal, hubiera apostado por el mejor fabricante de agujas de todos los tiempos. El pincho soltó una suave pelusilla negra que, en cuestión de segundos, enrojeció mi piel y, enseguida, aquella rojez empezó a quemarme como si hubiera tocado la cabeza de una cerilla encendida—. ¡Dios mío, estas ortigas son terribles! ¡Hay que alejarse de ellas!

—Déjeme ver.

Pero mientras el capitán estudiaba mi mano, el rubor y el escozor fueron desapareciendo poco a poco.

—Afortunadamente, el prurito de la ortiga que ha tocado es pasajero, pero no sabemos si el de todas las especies que hay aquí será igual. Lleven cuidado.

Intentando no rozarnos con las plantas espinosas, cuyos floretes podían perfectamente rasgarnos la ropa, caminamos unos cien o ciento cincuenta metros más hasta que el capitán, que iba un paso por delante, se detuvo en seco.

—Otra figura extraña —comento.

Farag y yo nos inclinamos a observarla. Se trataba de un artístico número cuatro, fabricado con algún nuevo metal de resoles azulados:

—El símbolo del planeta Júpiter —señaló Boswell, cada vez más sorprendido—. No sé… Si es cierto que estamos girando y que en cada nuevo pasillo aparece un planeta, es posible que todo esto no sea más que una gran representación cosmológica.

—Quizá —admitió la Roca, tocando la figura con la mano—, pero una representación cosmológica hecha de estaño.

—Saturno era de plomo —recordé.

—No sé, no sé… —repitió Farag, malhumorado—. Todo esto es muy raro. ¿A qué nos están haciendo jugar esta vez?

La siguiente puerta la encontramos unas cinco horas más tarde, tras haber pisado el planeta Júpiter por lo menos treinta veces. Comimos algo antes de atravesarla, sentados en el suelo huyendo de los matorrales espinosos. El siguiente corredor —o círculo gigantesco, según como se mirara— era un poco más estrecho y las plantas punzantes habían aumentado en densidad y peligro. Aquí, el símbolo era el del planeta Marte y estaba hecho de hierro:

—En fin, creo que ya no hay la menor duda —comentó el capitán.

—Estamos caminando por el sistema solar.

—Creo que no debemos pensar en términos contemporáneos —me corrigió Farag, inclinado sobre la figura—. Nuestros conocimientos actuales sobre los planetas y el universo no tienen nada que ver con lo que se sabía en la Antigüedad. Si se fijan bien, verán que el orden seguido hasta ahora es Saturno-Júpiter-Marte, es decir, que faltan los tres primeros planetas, los más exteriores, Plutón, Neptuno y Urano, descubiertos en estos últimos tres siglos. De modo que yo diría que nos movemos en la concepción universal que imperó desde la Grecia clásica hasta el Renacimiento, es decir, la Esfera de las estrellas fijas, que fue el primer pasillo que recorrimos, los siete planetas y la Tierra.

—Esa es también la concepción que Dante tiene del universo.

—Por supuesto, capitán. Dante Alighieri, como todos antes e, incluso, mucho después de él, creía que había nueve esferas, unas dentro de otras. La más exterior, y que englobaba a todas las demás, era la de las estrellas fijas y la más interior la Tierra, donde vivía el ser humano. Ninguna de estas dos esferas se movía, su posición siempre era la misma. Las que sí se movían, girando, eran las esferas que había entre una y otra, las de los siete planetas conocidos: Saturno, Júpiter, Marte, Mercurio, Venus, Sol y Luna.

—Nueve esferas y siete planetas —observó Glauser-Röist—. Siete y nueve otra vez.

Miré a Farag sin poder ocultar mi profunda admiración. Era el hombre más inteligente que había conocido en mi vida. Todo lo que había dicho, punto por punto, era completamente cierto, lo que indicaba que su memoria era excelente, mejor, incluso, que la mía. Y yo jamás había conocido a nadie de quien pudiera afirmar algo así.

—O sea, que la órbita siguiente será la de Mercurio.

—Estoy seguro de ello, Kaspar, pero además creo que cada vez vamos a avanzar más deprisa, puesto que los círculos se contienen unos a otros y los perímetros, a la fuerza, deben ser más pequeños.

—Y los caminos más estrechos —añadí yo.

—Andando, pues —ordenó la Roca—. Nos quedan cuatro planetas por visitar.

Llegamos a la puerta de Mercurio al atardecer, cuando yo me estaba planteando que Abi-Ruj Iyasus, aquel cuerpo muerto sobre la camilla del Instituto Forense de Atenas, debía ser una especie de Coloso, un verdadero Hércules, si había superado las pruebas de la hermandad, y, con él, el resto de los staurofílakes. —Dante y el padre Bonuomo incluidos—. ¿Qué tipo de fe, o de fanatismo, empujaba a esas personas a soportar todas estas calamidades? ¿Y por qué, si eran tan especiales, tan sabios, aceptaban luego permanecer en humildes puestos de vigilancia, llevando unas vidas anodinas y ocultas?

Hicimos noche sobre uno de los símbolos de Mercurio, fabricado esta vez con algún metal de aguas violáceas, muy brillante y bruñido, que no supimos reconocer, y tuvimos que dormir tumbados sobre el suelo, en fila a lo largo del pasillo, porque el margen entre los espinosos muros del corredor ya no permitía demasiadas alegrías.

Al amanecer del día siguiente, domingo, sobresaltados otra vez por el estruendoso canto de los pájaros, con las primeras luces reemprendimos el camino, castigados en todos y cada uno de los huesos y músculos de nuestro cuerpo.

Alcanzamos la quinta órbita planetaria cuando el sol estaba en lo más alto. El capitán nos anunció que habíamos girado más de doscientos grados sobre nuestro punto original, así que ya nos faltaba menos de la mitad para rematar una vuelta completa. En este pasillo de Venus encontramos su símbolo sólo veintidós veces, realizado en cobre de tonalidades pardorrojizas. Pero la gran sorpresa nos esperaba en el siguiente corredor, cuya perspectiva, como el anterior, ya no era de líneas rectas convergentes allá donde la vista se perdía, sino de arcos que giraban ostensiblemente hacia la izquierda. Pues bien, nada más cruzar el umbral y penetrar en este círculo del Sol, observamos, sorprendidos, que una espinosa cubierta de zarzales y abrojos unía ahora, sobre nuestras cabezas, los muros laterales, los cuales, además, estaban ya tan cercanos entre sí que el capitán Glauser-Röist, el más corpulento de los tres, sólo podía avanzar torciendo los hombros. Farag, por su parte, antes de que encontrásemos el primero de los símbolos, ya llevaba desgarradas las mangas de la chaqueta, y yo tenía que andarme con cien ojos si no quería clavarme inadvertidamente algunos cientos de aquellos temibles alfileres.

Y sí, el primer símbolo apareció casi inmediatamente, un sencillo circulo con un punto más sencillo todavía en el centro, pero de oro puro, de un oro purísimo que, incluso en la cerrada penumbra del pasaje centelleaba bajo la poca luz que atravesaba el techo. Si no nos hubiéramos encontrado en una situación tan apurada, con las largas espinas amenazándonos por todas partes, rasgándonos la ropa y arañándonos la piel, seguramente nos habríamos detenido a contemplar tanta riqueza (pues contabilizamos quince de aquellas representaciones solares), pero teníamos prisa por salir de allí, por llegar a algún lugar donde poder movernos sin agobios, sin pinchazos y sin las erupciones que nos producían las ortigas; y, además, la noche se nos estaba echando encima.

En aquellos momentos pensábamos con verdadero pánico en lo que podríamos encontrar al cruzar la puerta del séptimo y último planeta, la Luna, pero cualquier suposición que nos hubiéramos hecho, por terrible que fuera, se quedó corta al lado de la casi increíble realidad. De entrada, la hoja de hierro, como si tuviera un obstáculo detrás, apenas se abría lo suficiente como para dejarnos pasar con bastantes aprietos; pero el obstáculo sólo era la maleza del muro de enfrente: el pasillo era ya tan estrecho que sólo un niño hubiera podido recorrerlo sin arañarse. Los setos de espinos de las paredes y el techo, podados de manera que dejaban en el centro un hueco con forma humana, nos obligaban a caminar con la cabeza enjaulada por dos finos aleros de zarzas que se cerraban en torno al cuello, impidiéndonos cualquier acción que no fuera seguir el camino marcado. Como Farag y el capitán superaban la altura y la anchura de la forma recortada —que se acoplaba a mi cuerpo como un traje ajustado—, me empeñé en darles mi chaqueta y mi jersey para evitarles, en lo posible, los espantosos arañazos que iban a sufrir, y en ponerles encima, sobre todo al capitán, las mantas de supervivencia. Sin embargo, Farag se negó en redondo a dejarse envolver.

—¡Todos vamos a recibir arañazos, Basíleia! —me gritó, enfadado—. ¿Es que no ves que la prueba consiste en eso? ¡Forma parte del plan! ¿Por qué tendrías tú que sufrir más que nosotros?

Le miré fijamente a los ojos, intentando transmitirle toda la determinación que sentía.

—Escúchame, Farag: yo sólo recibiré arañazos, ¡pero vosotros vais a tener heridas muy serias si no os tapáis con toda la ropa posible!

—Profesor Boswell —atajó la Roca—, la doctora Salina está en lo cierto. Coja su chaqueta y cúbrase.

—Y los gorros —añadí—, pónganse los gorros sobre la cara.

—Habrá que cortarlos. Hacer agujeros para los ojos.

—Tú también te protegerás la cara con el gorro, Ottavia. No me gusta nada todo esto… —farfulló Boswell.

—Sí, no te preocupes. Yo también me cubriré.

El corredor del séptimo planeta fue una horrible pesadilla, aunque el capitán dijo que los símbolos del suelo, lunas crecientes de plata semejantes a cuencos, eran los más bellos de todo el laberinto. Él podía verlos porque iba el primero y llevaba la linterna, pero supongo que, aunque yo hubiera conseguido inclinar la cabeza para mirarlos —maniobra imposible—, me habría dado exactamente lo mismo. Recuerdo haber sentido ganas, en mi desesperación, de incrustarme contra las plantas para terminar de una vez con aquellos cientos de insoportables pellizcos diminutos, de pinchazos afilados, de cortes que me hacían sangrar por los brazos, las piernas e, incluso, las mejillas, porque no había lana, ni tejido alguno, capaz de parar los asaltos de aquellas dagas. Recuerdo sentir el frío de los hilillos de sangre al secarse, recuerdo haber intentando calmarme pensando en lo que Cristo sufrió camino del Calvario con su Corona de Espinas, recuerdo haberme encontrado al borde de la desesperación, de la histeria incontrolada. Recuerdo, sin embargo, sobre todas las demás cosas, la mano pringosa de sangre de Farag buscando la mía. Y creo que fue entonces, en esos momentos en que no podía ejercer ningún tipo de control sobre mí misma, cuando me di cuenta de que me estaba enamorando de aquel extraño egipcio que parecía estar siempre pendiente de mí y que me llamaba emperatriz a escondidas de todo el mundo. Era imposible y, sin embargo, aquello que sentía no podía ser otra cosa que amor, aunque no tuviera ninguna referencia anterior en mi vida con la que poder compararlo. Porque yo nunca me había enamorado, ni siquiera cuando era adolescente, así que jamás entendí el significado de esa palabra, ni tuve ningún problema sentimental. Dios era mi centro y siempre me había protegido de esos sentimientos que volvían locas a mis hermanas mayores y a mis amigas, obligándolas a decir y hacer tonterías y estupideces. Sin embargo, ahora, yo, Ottavia Salina, religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María y con casi cuarenta años a mis espaldas, me estaba enamorando de ese extranjero de los ojos azules. Y ya no sentí más los espinos. Y si los sentí, no lo recuerdo.

Obviamente, el resto del corredor del séptimo planeta fue una larga lucha conmigo misma, una lucha perdida, aunque yo entonces pensaba que todavía podía hacer algo por impedir lo que me estaba ocurriendo, y, de hecho, eso fue lo que decidí antes de que llegáramos frente a la última puerta de aquel diabólico laberinto de rectas: ese desconocido sentimiento que me aturdía, que me aceleraba el corazón y que me daba ganas de llorar, y de reír, y que me hacía existir sólo por aquella mano que todavía apretaba la mía, era el producto absurdo de las terribles situaciones que estaba viviendo. En cuanto esta aventura de los staurofílakes terminara, yo volvería a mi casa y todo sería como antes, sin más arrebatos ni boberías. La vida tornaría a su cauce y yo regresaría al Hipogeo para enterrarme entre mis códices y mis libros… ¿Enterrarme? ¿Había dicho enterrarme? En realidad, no podía soportar la idea de volver sin Farag, sin Farag Boswell… Mientras pronunciaba en voz baja su nombre, para que no me oyera, una sonrisa infantil se dibujaba en mis labios. Farag… No, no podría volver a mi vida anterior sin Farag, pero ¡no podía volver con Farag! ¡Yo era religiosa! ¡No podía dejar de ser monja! Mi vida entera, mi trabajo, giraban en torno a ese eje.

—¡La puerta! —exclamó el capitán.

Hubiera querido volverme para mirar al profesor, para sonreírle y hacerle saber que yo estaba allí. ¡Necesitaba verle!, verle y decirle que habíamos llegado, aunque él ya lo supiera, pero si giraba la cabeza un solo centímetro lo más probable era que perdiera la nariz en el intento. Y eso me salvó. Aquellos últimos segundos antes de salir del pasillo de la Luna me devolvieron la cordura. Quizá fue el hecho de estar llegando al final, o quizá, la certeza de que me perdería a mí misma para siempre si seguía dando rienda suelta a esas intensas emociones, así que la sensatez se impuso y mi parte racional —o sea, toda yo— ganó aquella primera batalla. Arranqué el peligro de raíz, lo ahogué en su mismo nacimiento, sin piedad y sin contemplaciones.

—¡Ábrala, capitán! —grité, soltando bruscamente la mano que, un instante antes, era lo único que me importaba en la vida. Y, al soltarla, aunque dolió, se borró todo.

—¿Estás bien, Ottavia? —me preguntó, preocupado, Farag.

—No lo sé —la voz me temblaba un poco, pero la dominé—. Cuando pueda respirar sin pincharme te lo diré. ¡Ahora necesito salir urgentemente de aquí!

Habíamos llegado al centro del laberinto y di gracias a Dios por aquel amplio espacio circular en el que podíamos movernos y estirar los brazos, y hasta correr si nos apetecía.

El capitán dejó la linterna sobre una mesa que había en el centro y contemplamos el paraje como si fuera el palacio más hermoso del mundo. Lo que ya no resultaba tan agradable era nuestro propio aspecto, parecido al de los mineros a la salida del trabajo. Pero no era hollín lo que nos manchaba, era sangre. Multitud de pequeños cortes goteaban todavía en nuestras frentes y mejillas cuando nos quitamos los gorros de la cara, y también en nuestros cuellos y brazos; incluso bajo los pantalones y los jerséis teníamos heridas que sangraban, además de incontables hematomas y exantemas producidos por el líquido urticante de las plantas. Pero, por si no era bastante con aquellas pintas de eccehomo, lucíamos algunas espinas clavadas por aquí y por allá, a modo de sutil toque artístico.

Por suerte, llevábamos un pequeño botiquín en la mochila del capitán, así que, con un poco de algodón y agua oxigenada, fuimos limpiando la sangre de las heridas —todas superficiales, gracias a Dios—, y luego, a la luz de la linterna, les aplicamos una buena capa de yodo. Al terminar, ligeramente recompuestos, y reconfortados por nuestra nueva situación, echamos una ojeada al recinto.

Lo primero que nos llamó la atención fue la rudimentaria mesa sobre la que descansaba la linterna, y que, tras un rápido examen, se reveló como otra cosa muy diferente: se trataba de un antiguo yunque de hierro, bastante grande, duramente castigado en su parte superior por largos años de servicio en alguna herrería. Pero lo más curioso no era precisamente el yunque, que hasta resultaba decorativo, sino un enorme montón de martillos de distintos tamaños apilados descuidadamente en un rincón como si fueran trastos.

Nos quedamos en silencio, incapaces de adivinar qué era lo que se suponía que debíamos hacer con todo aquello. Si al menos hubiera habido una fragua y algún pedazo de metal que moldear, lo habríamos comprendido, pero sólo había un yunque y una montaña de martillos, y eso no era mucho para empezar.

—Propongo que cenemos y que nos vayamos a dormir —sugirió Farag, dejándose caer en el suelo y apoyando la espalda contra la suave y mullida enredadera que ahora cubría de nuevo las paredes circulares de piedra—. Mañana será otro día. Yo ya no puedo más.

Sin pronunciar ni media palabra, totalmente de acuerdo con él, los que faltábamos nos sentamos a su lado y le imitamos al pie de la letra. Mañana sería otro día.

Ya no teníamos café frío en el termo, ni agua en la cantimplora, ni sándwiches de salami y queso en la mochila. Ya no teníamos nada, aparte de un montón de heridas, un cansancio abrumador y muchos crujidos en las articulaciones. Ni siquiera las mantas de supervivencia nos habían mantenido calientes durante la noche, pues los desgarrones del día anterior las habían vuelto inservibles. De manera que, o Dios nos ayudaba a salir de allí, o terminaríamos formando parte de los cuantiosos aspirantes a staurofílakes —seguramente demasiados— fallecidos en el intento.

La razón me indicaba que, pese a las apariencias, nuestra situación no había cambiado mucho respecto al círculo de la Luna, pues si en aquel una jaula vegetal nos obligaba a seguir por la fuerza el camino trazado, en este centro aparentemente libre y diáfano, desde el que podíamos divisar la dureza fría y pura del cielo, no había otra cosa que hacer aparte de resolver el problema del yunque y los martillos. O eso o nada. Así de simple.

—Habrá que moverse —murmuró Farag, todavía adormilado—. Por cierto…, buenos días.

Hubiera querido volverme y mirarle, pero sujeté férreamente mi cabeza y resistí las tontas ganas de llorar que me acometieron. Estaba empezando a cansarme de mí misma.

Glauser-Röist se puso en pie e inició unos ejercicios físicos para desentumecer sus músculos. Yo no me moví.

—Podríamos pedir un buen desayuno al servicio de habitaciones.

—¡Yo quiero un café exprés muy caliente con bizcocho de chocolate! —supliqué, juntando las palmas de las manos.

—¿Y qué les parece si empezamos a trabajar? —nos cortó la Roca, con los brazos detrás de la nuca, intentando arrancarse la cabeza.

—¡Como no quiera que forjemos alguna escultura con el hierro de los martillos! —me burlé.

El capitán se dirigió hacia ellos y se quedó plantado delante, sumamente concentrado. Después se agachó y en ese momento lo perdí de vista porque el yunque le ocultó. Farag se incorporó para seguirle con la mirada y terminó por levantarse y caminar hacia él.

—¿Ha descubierto algo, Kaspar? —le preguntó. Entonces la Roca se puso en pie y volví a verle de medio cuerpo. Llevaba un martillo en la mano.

—Nada en especial. Son martillos vulgares —dijo, sopesando la herramienta—. Algunos están usados y otros no. Los hay grandes, pequeños y medianos. Pero no parecen tener nada extraordinario.

Farag se agachó y se levantó enseguida, llevando otro de esos mazos de hierro en la mano. Lo levantó en el aire, le dio volteretas, lo lanzó hacia arriba y lo recogió con habilidad.

—Nada extraordinario, en efecto —se lamentó y, al hacerlo, dio un paso hacia el yunque y lo golpeó. El sonido retumbó como una campanada inmensa en mitad del bosque. Nos quedamos helados, aunque no así los pájaros, que levantaron el vuelo en manadas desde las altas copas de los árboles y se alejaron chillando. Cuando, segundos después, el estruendo cesó, ninguno de los tres se atrevió a moverse, espantados todavía por lo sucedido, incrédulos, solidificados como estatuas.

—¡Señor…! —balbucí, parpadeando nerviosamente y tragando saliva.

La Roca soltó una carcajada.

—¡Menos mal que no era nada extraordinario, profesor! ¡Si llega a serlo…!

Pero Farag no se rió. Estaba serio e inexpresivo. Sin decir nada, giró sobre sí mismo, le arrebató el martillo de las manos al capitán y, antes de que pudiéramos impedírselo, golpeó de nuevo el yunque con todas sus fuerzas. Me llevé las manos a las orejas en cuanto le vi iniciar el inequívoco movimiento, pero no sirvió de mucho: el golpe del hierro contra el hierro se me clavó en el cerebro a través de los huesos del cráneo. Me puse en pie de un salto y me fui directa hacia él. Prefería mil veces tener una discusión que volver a sufrir aquello. ¿Y si le daba por utilizar todos los martillos?

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —le pregunté de malos modos, encarándome con él por encima del yunque. Pero no me contestó. Le vi retroceder hacia el montón de martillos, dispuesto a coger alguno más—. ¡Ni se te ocurra! —le grité—. ¿Es que te has vuelto loco?

Me miró como si me viera por primera vez en su vida y, dando rápido un rodeo al yunque, se plantó delante de mí y me sujetó por los brazos como si se hubiera vuelto loco.

¡Basíleia, Basíleia! —me llamó—. ¡Piensa, Basíleia! ¡Pitágoras!

—¿Pitágoras…?

—¡Pitágoras, Pitágoras! ¿No es fantástico?

Mi cerebro rebobinó lo sucedido desde que habíamos descendido del helicóptero, al tiempo que, en segunda pista, repasaba velozmente todo lo qué tenía almacenado sobre Pitágoras: laberinto de rectas, el famoso Teorema («el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos», o algo así), los siete círculos planetarios, la Armonía de las Esferas, la Hermandad de los staurofílakes, la secta secreta de los pitagóricos… ¡La «Armonía de las Esferas» y el yunque y los martillos! Sonreí.

—¡Ya lo sabes, ¿eh?! —afirmó Farag, sonriendo también sin dejar de mirarme—. ¡Ya te has dado cuenta! ¿Verdad?

Asentí. Pitágoras de Samos, uno de los filósofos griegos más eminentes de la Antigüedad, nacido en el siglo VI antes de nuestra era, estableció una teoría según la cual los números eran el principio fundamental de todas las cosas y la única vía posible para esclarecer el enigma del universo. Fundó una especie de comunidad científico-religiosa en la que el estudio de las matemáticas era considerado como un camino de perfeccionamiento espiritual y puso todo su empeño en transmitir a sus alumnos el razonamiento deductivo. Su escuela tuvo numerosos seguidores y fue el origen de una cadena de sabios que se prolongó, a través de Platón y Virgilio (¡Virgilio!) hasta la Edad Media. De hecho, hoy día estaba considerado por los estudiosos como el padre de la numerología medieval, que tan al pie de la letra había seguido Dante Alighieri en la Divina Comedia. Y fue él, Pitágoras, quien estableció la famosa clasificación de las matemáticas que se prolongaría por más de dos mil años en el llamado Quadrivium de las Ciencias: Aritmética, Geometría, Astronomía y… Música. Sí, música, porque Pitágoras vivía obsesionado por explicar matemáticamente la escala musical, que entonces era un gran misterio para los seres humanos. Estaba convencido de que los intervalos entre las notas de una octava podían ser representados mediante números y trabajó intensamente en este tema durante la mayor parte de su vida. Hasta que un día, según cuenta la leyenda…

—¿Y si alguno de ustedes dos me lo explicara a mí? —refunfuñó Glauser-Röist.

Farag se volvió, igual que alguien que despierta de un trance, y miró a la Roca con cierta culpabilidad.

—Los pitagóricos —comenzó a explicarle— fueron los primeros en definir el cosmos como una serie de esferas perfectas que describían órbitas circulares. ¡La teoría de las nueve esferas y los siete planetas en la que se basa el laberinto por el que vinimos, capitán! Fue Pitágoras quien la expuso por primera vez… —se quedó pensativo un instante—. ¿Cómo no me di cuenta antes? Verá, Pitágoras sostenía que los siete planetas, al describir sus órbitas, emitían unos sonidos, las notas musicales, que creaban lo que él llamó la Armonía de las Esferas. Ese sonido, esa música armoniosa no podía ser escuchada por los humanos porque estábamos acostumbrados a ella desde nuestro nacimiento. Es decir, que cada uno de los siete planetas emitía una de las siete notas musicales, del Do al Si.

—¿Y qué tiene eso que ver con los martillazos que usted ha dado?

—¿Se lo cuentas tú, Ottavia?

Por alguna razón desconocida, yo sentía un nudo en la garganta. Miraba a Farag y sólo quería que siguiera hablando, así que rechacé su oferta con un gesto. La antigua Ottavia había muerto, me dije apesadumbrada. ¿Dónde había quedado mi afán de exhibición intelectual?

—Cierto día —siguió explicando Farag—, mientras Pitágoras paseaba por la calle, escuchó unos golpeteos rítmicos que le llamaron poderosamente la atención. El ruido procedía de una herrería cercana hasta la cual el sabio de Samos se aproximó, atraído por la musicalidad de los golpes de los martillos sobre el yunque. Estuvo allí bastante rato, observando cómo trabajaban los herreros y cómo utilizaban sus herramientas, y se dio cuenta de que el sonido variaba según el tamaño de los martillos.

—Es una leyenda muy conocida —dije yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por aparentar normalidad—, que, incluso, tiene visos de ser cierta, porque, después de aquello, efectivamente, Pitágoras descubrió la relación numérica entre las notas musicales, las mismas notas musicales que emitían los siete planetas al girar alrededor de la Tierra.

El sol apareció, brillante, por detrás de la muralla, iluminando con planos rectos aquel circulo terrestre del que estábamos intentando escapar. Glauser-Röist parecía impresionado.

—Y en esa Tierra —concluyó Farag, contento—, centro de la cosmología pitagórica, es donde ahora nos hallamos. De ahí los símbolos planetarios que encontramos en los círculos anteriores.

—Supongo que ya habrá asimilado que su querida numerología dantesca viene directamente de Pitágoras, ¿no es cierto? —le dije al capitán con ironía.

La Roca me miró y yo diría que había reverencia en sus ojos de acero.

—¿No comprende, doctora, que todo esto no hace sino aumentar mi convicción de que hemos perdido sabidurías muy hermosas y profundas a lo largo de la historia?

—Pitágoras estaba equivocado, capitán —le recordé—. Para empezar, la Luna no es un planeta, sino un satélite de la Tierra, y, desde luego, ningún astro emite notas musicales mientras sigue su órbita, que, por cierto, no es redonda, sino elíptica.

—¿Está usted segura, doctora?

Farag nos escuchaba con gran atención.

—¿Que si estoy segura, capitán? ¡Por Dios! ¿Es que no recuerda lo que le enseñaron en el colegio?

—De los múltiples caminos posibles —reflexionó—, la humanidad eligió, probablemente, el más triste de todos. ¿No le gustaría creer que existe música en el universo?

—Pues, si quiere que le diga la verdad, me da lo mismo.

—A mí no —declaró y, dándome la espalda, se dirigió silenciosamente hacia los martillos. ¿Cómo un tipo tan duro podía albergar una sensibilidad tan indulgente?

—Recuerda —me dijo en voz baja Farag— que el Romanticismo nació en Alemania.

—Y eso ¿a qué viene? —me incomodé.

—A que, a veces, la fama o la imagen exterior no se corresponde con la verdad. Ya te dije que Glauser-Röist era una buena persona.

—¡Yo nunca he dicho que no lo fuera! —protesté.

Un espantoso martillazo retumbó en ese momento. El capitán había golpeado el yunque con todas sus fuerzas.

—¡Tenemos que encontrar la Armonía de las Esferas! —gritó a pleno pulmón cuando el estruendo disminuyó—. ¿Qué hacen ahí perdiendo el tiempo?

—Creo que ninguno de nosotros tendrá la cabeza en su sitio cuando acabemos con esta historia —me lamenté, observando a la Roca.

—Espero que, al menos, tú sí, Basíleia. La tuya es demasiado valiosa.

Al volverme, tropecé con el fondo sonriente de sus ojos azules. ¡Oh, Dios mío…! ¡Qué equivocado estaba Farag! Mi cabeza ya estaba perdida.

—¡Por favor! —insistió el capitán—. ¿Podrían explicarme qué hizo Pitágoras con los malditos martillos?

Boswell se giró hacia él y sonrió.

—Se hizo traer un montón como el que tenemos allí —le relató— y estuvo probándolos sobre un yunque hasta que encontró los que hacían sonar algunas notas de la escala musical. Bueno, en realidad los griegos dividían las notas en tetracordios ya que las nuestras, Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, tienen su origen en la primera sílaba de cada verso de un himno medieval dedicado a san Juan, pero es exactamente lo mismo.

—Yo conocía ese himno —dije—. Pero ahora mismo no me acuerdo.

—¿Y qué más hizo Pitágoras después de encontrar esos martillos? —resopló el capitán.

—Encontró la relación numérica entre el peso de los que tenía y así pudo deducir el peso de los que le faltaban. Se los hizo confeccionar y los siete sonaron como recién afinados.

—Bien, y ¿cuál es esa relación numérica?

Farag y yo nos miramos y, luego, miramos al capitán.

—Ni idea —dije.

—Supongo que lo sabrán los matemáticos y los músicos —se justificó Farag—. Y nosotros no somos ni una cosa ni la otra.

—O sea, que hay que encontrarlos.

—Pues parece que sí. Sólo recuerdo una cosa, pero no estoy seguro de que sea cierta, y es que el martillo que hacía sonar el Do, pesaba exactamente el doble del que hacía sonar el Do de la octava siguiente.

—Es decir —continué yo—, que el Do más agudo lo producía el martillo que pesaba la mitad del que producía el Do más grave. Sí, eso también me suena a mí.

—Es una de esas curiosidades históricas que, por lo que tiene de anécdota, siempre se recuerda.

—Siempre se recuerda más o menos —objeté rápidamente—, porque, de no ser por la situación en la que estamos, yo no hubiera vuelto a desenterraría de mi memoria jamás.

—Bueno, pero el caso es que llevamos tres días aquí dentro y que, si queremos ver de nuevo el mundo, tenemos que hacer uso de la Armonía de las Esferas.

Sólo de pensar que teníamos que hacer retumbar aquellos martillos una y otra vez hasta encontrar los siete que buscábamos, ya me ponía enferma. ¡Con lo que a mí me gustaba el silencio!

Propuse hacer montones distintos de martillos en función de su peso aproximado para empezar con una rápida clasificación, y esta tarea nos llevó más tiempo del que pensábamos porque, en la mayoría de los casos, entre un martillo de, por ejemplo, un kilo y otro de un kilo y doscientos cincuenta gramos o un kilo y medio, las diferencias eran inapreciables. Al menos disfrutábamos de una buena luz, porque el sol seguía ascendiendo hacia lo más alto, pero lo que no teníamos era ni comida ni agua, así que yo me estaba temiendo una hipoglucemia en cualquier momento.

Después de un par de horas, resultó que era más fácil hacer una larga fila de martillos (en realidad, una espiral, porque aquel recinto no daba para muchas alegrías), empezando por el más grande y terminando por el más pequeño, de modo que pudiéramos ir intercalando los que quedaban en función de su volumen. Finalmente lo conseguimos, pero, para entonces, ya estábamos sudando por el esfuerzo y tan sedientos como las arenas del desierto. A partir de aquí la tarea fue mucho más sencilla. Cogimos el martillo más grande y golpeamos suavemente el yunque; luego, elegimos el octavo martillo a partir del primero y también lo hicimos sonar. Como no estábamos muy seguros de que la nota fuera la misma, probamos también con el séptimo y con el noveno, pero con ello sólo conseguimos confundirnos más, así que, tras un largo debate y tras sopesar los martillos, decidimos que, en efecto, nos habíamos equivocado, y que había que intercambiar el octavo por el noveno. De este modo, tras realizar el ajuste en el catálogo, las notas sonaron mejor.

Lamentablemente, el martillo que se suponía que tenía que dar la nota Re, el segundo de la espiral, no sonaba a Re para nada (todo el mundo sabe cantar la escala musical y a ninguno de los tres nos pareció que el Do y el Re sonaran como en la musiquilla). Sin embargo, en la segunda octava, la del Do conseguido tras el intercambio, el segundo martillo sí sonaba como el Re de su correspondiente Do, así que algo íbamos avanzando, igual que el día, que pasaba de largo sin que nos diéramos cuenta. Pero tampoco la segunda escala disponía de un Mi, o eso nos pareció después de probarlos todos, así que tuvimos que localizar el tercer Do y encontrar su Re y su Mi, que, para variar, no estaba en su sitio, sino un par de lugares más abajo.

Aquello era una locura, no había forma de localizar una octava completa, bien porque la disposición de los martillos era incorrecta, bien porque, sencillamente, los martillos no estaban, así que entre la desesperación, los baquetazos sobre el yunque, el hambre y la sed, a mí me empezó uno de mis habituales dolores de cabeza que no hizo sino aumentar conforme pasaba el tiempo. Pero, por fin, a media tarde, creímos haber completado la escala. Desde luego, casi todas las notas sonaban bien, pero yo no estaba muy segura de que fueran correctas, es decir, que no parecían absolutamente exactas, como si faltaran o sobraran algunos gramos de hierro por alguna parte. No obstante, Farag y el capitán estaban persuadidos de que habíamos cumplido el objetivo.

—Bueno, y ¿por qué no pasa nada? —pregunté.

—¿Qué es lo que tiene pasar? —me replicó Glauser-Röist.

—Pues que tenemos que salir de aquí, capitán, ¿recuerda?

—Pues nos sentaremos a esperar. Ya nos sacaran.

—¿Por qué no puedo convencerles de que esa escala musical no es del todo correcta?

—Es correcta, Basíleia. Eres tú la que te empeñas en lo contrario.

Enfurruñada por el dolor de cabeza y por su tozudez, me dejé caer en el suelo, apoyando la espalda contra el yunque, y me encerré en un silencio tormentoso que prefirieron ignorar. Pero los minutos iban pasando, y luego pasó media hora, y ellos empezaron a poner cara de circunstancias, planteándose si no tendría yo razón. Con los ojos cerrados y respirando acompasadamente, reflexionaba y me daba cuenta de que aquel rato de descanso nos estaba viniendo bien. Cuando llevas todo el día oyendo ruidos (ruidos que, encima, quieren ser notas musicales), llega un momento en que ya no oyes nada. De manera que, después de que el silencio nos hubiera limpiado a fondo los oídos, a lo mejor Farag y la Roca estarían más dispuestos a cambiar de opinión si volvían a escuchar su maravillosa escala musical.

—Prueben otra vez —les animé, sin levantarme.

Farag no hizo el menor intento de moverse, pero el capitán, irreducible hasta para contradecirse a sí mismo, lo intentó de nuevo. Hizo sonar las siete notas y, con mayor claridad, se percibió un ligero error en el Fa de la octava.

—La doctora tenía razón, profesor —admitió la Roca a regañadientes.

—Ya lo he notado —repuso Farag, encogiéndose de hombros y sonriendo.

El capitán dio un rodeo por la espiral hasta localizar los martillos inmediatamente anterior y posterior al Fa defectuoso. De nuevo había un error, y de nuevo probó y probó hasta que dio con la herramienta adecuada, la que daba la nota correcta.

—Hágalas sonar todas otra vez, Kaspar —le pidió Farag.

Glauser-Röist golpeó el yunque con los siete martillos definitivos. Estaba anocheciendo. El cielo se deslucía con una luz cálida y dorada, y todo fue armonía y sosiego en el bosque cuando retomó el silencio. Pero tanta armonía y sosiego había, que me di cuenta de que me estaba quedando dormida. A decir verdad, percibí enseguida que no era un sueño natural, que no era mi manera normal de dormirme, y lo supe por esa inmensa lasitud que se apoderó de mi cuerpo y que me introdujo, lentamente, en un oscuro pozo de letargo. Abrí los ojos y vi a Farag con una mirada vidriosa y al capitán apoyado en el yunque, con los dos brazos tensos como sogas, intentando mantenerse en pie. En el aire había un suave aroma a resma. Mis párpados se cerraron de nuevo con un ligero temblor, como si se vieran obligados a caer contra su voluntad. Empecé a soñar inmediatamente. Soñé con mi bisabuelo Giuseppe, que estaba dirigiendo los trabajos de construcción de Villa Salina y eso me sobresaltó. Mi parte consciente, quizá todavía no demasiado vencida, me avisó de que aquello no era real. Entreabrí de nuevo los ojos, con un gran esfuerzo, y, a través de una tenue nube de humo blanquinoso que entraba en el círculo por la parte baja del muro y subía desde el suelo, contemplé cómo Glauser-Röist caía de rodillas, murmurando un soliloquio que no pude comprender. Se agarraba al yunque para no perder el equilibrio y sacudía la cabeza intentando mantenerse despierto.

—Ottavia… —la voz de Farag, que me llamaba, me reanimó lo suficiente para extender mi mano hacia él, aunque no le pude contestar. Las yemas de mis dedos rozaron su brazo e, inmediatamente, su mano buscó la mía. De nuevo unidas, como en el laberinto, nuestras manos fueron mi último recuerdo lúcido.

Y mi primer recuerdo lúcido fue un frío intenso y una potente luz blanca que me enfocaba directamente a los ojos. Como si de mí sólo existiera la esencia de la persona que yo era, sin entidad real, sin pasado, sin recuerdos, incluso sin nombre, volví lentamente a la vida flotando en una burbuja que ascendía dentro de un mar de aceite. Fruncí la frente y noté la rigidez de mis músculos faciales. Tenía la boca tan seca que no podía despegar la lengua del paladar ni separar las mandíbulas.

El ruido del motor de un coche que pasaba muy cerca y la incómoda sensación de frío terminaron de despertarme. Abrí los ojos y, aún sin identidad ni conciencia, observé frente a mí la fachada de una iglesia, una calle iluminada por farolas y un trozo escaso de zona verde que terminaba bajo mis pies. La luz blanca que me enfocaba no era sino una de aquellas altas luces callejeras situada en la acera. Lo mismo hubiera podido tratarse de Nueva York como de Melbourne, y yo, tanto podía ser Ottavia Salina como María Antonieta, reina de Francia. Y entonces recordé. Tomé aire profundamente hasta llenar mis pulmones y, al mismo ritmo que el aire, volvieron el laberinto, las esferas, los martillos y ¡Farag!

Di un salto en el asiento y le busqué con la mirada. Estaba allí mismo, a mi izquierda, profundamente dormido entre el capitán, que también dormía, y yo. Otro coche pasó por la calle con las luces encendidas. El conductor no se fijó en nosotros y, si lo hizo, debió pensar que éramos tres vagabundos que pasaban la noche en un banco del parque. La hierba estaba húmeda de rocío. Me dije que tenía que despertar a los bellos durmientes y averiguar rápidamente dónde estábamos y qué había pasado. Puse la mano en el hombro de Farag y le sacudí suavemente. Al hacerlo, un dolor similar al que sentí al despertar en la Cloaca Máxima de Roma, me acometió en el interior del antebrazo izquierdo. No me hizo falta subir la manga para saber que allí había otro apósito que cubría una nueva escarificación con forma de cruz. Los staurofílakes certificaban, a su peculiar modo, que habíamos superado con éxito la segunda prueba, la del pecado de la envidia.

Farag abrió los ojos. Me miró y sonrío.

—¡Ottavia…! —murmuró, y se pasó la lengua reseca por los labios.

—Despierta, Farag. Estamos fuera.

—¿Hemos salido de…? No me acuerdo. ¡Ah, sí! El yunque y los martillos.

Echó una ojeada a nuestro alrededor, todavía adormilado, y se pasó las palmas de las manos por las hirsutas mejillas.

—¿Dónde estamos?

—No lo sé —le dije, sin quitar la mano de su hombro—. En un parque, creo. Hay que despertar al capitán.

Farag intentó ponerse en pie y no pudo. Su cara expreso sorpresa.

—¿Nos golpearon muy fuerte?

—No, Farag, no nos golpearon. Nos durmieron. Recuerdo un humo blanco.

—¿Humo blanco…?

—Nos drogaron con algo que olía a resma.

—¿Resma? Te aseguro, Ottavia, que no recuerdo nada en absoluto a partir del momento en que Kaspar golpeó el yunque con los siete martillos.

Se quedó en suspenso un instante y, luego, volvió a sonreír, llevándose la mano al antebrazo izquierdo.

—¡Nos han marcado, ¿eh?! —parecía encantando.

—Sí. Pero, ahora, por favor, despierta a la Roca.

—¿La Roca? —se extraño.

—¡Al capitán! ¡Despierta al capitán!

—¿Le llamas Roca? —se apresuró a preguntar, muy divertido.

—¡Ni se te ocurra decírselo!

—No te preocupes, Basíleia —prometió, muerto de risa—. Por mí no lo sabrá.

El pobre Glauser-Röist era, de nuevo, el que estaba en peores condiciones. Hubo que sacudirle bruscamente y darle un par de bofetadas para que se empezara a reanimar. Nos costó mucho devolverle a la vida y dimos gracias de que no pasara por allí en aquel momento ninguna patrulla de la policía porque hubiéramos acabado en la cárcel con toda seguridad.

Para cuando la Roca volvió en sí, el tráfico había empezado a menudear en la calle aunque sólo eran las cinco de la mañana. Tuvimos la gran suerte de que, en la acera, muy cerca de nosotros, había una señal que indicaba la proximidad del Mausoleo de Gala Placidia. Eso nos confirmó que estábamos en Rávena, en el mismo centro de la ciudad. Glauser-Röist, utilizando su teléfono móvil, hizo una llamada y estuvo mucho rato hablando. Cuando colgó, se volvió hacia nosotros, que esperábamos pacientemente, y nos miró con ojos extraños:

—¿Quieren saber algo gracioso? —dijo—. Parece que estamos en los jardines del Museo Nacional, muy cerca del Mausoleo de Gala Placidia y de la Basílica de San Vitale, entre la Iglesia de Santa Maria Maggiore y aquella que tenemos ahí enfrente.

—¿Y qué tiene eso de gracioso? —pregunté.

—Que aquella que tenemos ahí enfrente es la Iglesia de la Santa Cruz.

En fin, ya estábamos curtidos en este tipo de detalles. Y más que lo estaríamos, me dije.

El tiempo pasaba muy despacio mientras cada uno de nosotros intentaba despejarse a su manera. Yo paseaba de un lado a otro, cabizbaja, observando la hierba.

—Por cierto, Kaspar —exclamó de repente Farag—, debería mirar en sus bolsillos, a ver si nos han dejado alguna pista para la siguiente cornisa del purgatorio.

El capitán buscó y, en el bolsillo derecho de su pantalón, como en la prueba anterior, halló una hoja plegada de papel grueso e irregular, de fabricación casera.

—«Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre» —traduje—. ¿Qué es lo que quieren que hagamos en Jerusalén? —estaba desconcertada.

—Yo no me preocuparía, Basíleia. Esa gente conoce perfectamente nuestros movimientos. Ya nos lo harán saber.

Un coche con los faros encendidos se aproximaba rápidamente por la calle.

—De momento, tenemos que salir de aquí —murmuró la Roca, pasándose la mano por el pelo. El pobre aún estaba un poco adormilado.

El vehículo, un Fiat pequeño de color gris claro, se detuvo delante de nosotros y la ventanilla del conductor se deslizó hacia abajo.

—¿Capitán Glauser-Röist? —inquirió un joven clérigo con alzacuellos.

—Soy yo.

El sacerdote tenía cara de haber sido despertado sin demasiados miramientos.

—Vengo del Arzobispado. Soy el padre Iannucci. Tengo que llevarles al aeropuerto de La Spreta. Suban, por favor.

Salió del vehículo para abrirnos amablemente las puertas.

Llegamos al aeródromo en pocos minutos. Era un recinto minúsculo, en absoluto parecido a los grandes aeropuertos de Roma. Incluso el de Palermo parecía enorme al lado de este. El padre Iannucci nos dejó en la entrada y se esfumó con la misma afabilidad con la que había aparecido.

Glauser-Röist interrogó a una solitaria azafata de tierra y la joven, con los ojos aún hinchados por el sueño, nos indicó una zona apartada, junto al Aeroclub Francesco Baracca, en la que se apostaban los aviones privados. De nuevo con el móvil en la mano, Glauser-Röist hizo una llamada al piloto y este le informó de que el Westwind estaba listo para despegar en cuanto embarcásemos. El propio piloto, a través del teléfono, nos fue guiando hasta que encontramos la nave, a poca distancia de las avionetas del Aeroclub, con los motores en marcha y las luces encendidas. Comparada con los mosquitos de alrededor parecía un gigantesco Concorde, pero, en realidad, se trataba de un avión de pequeño tamaño, con cinco ventanillas y, naturalmente, de color blanco. Una joven azafata y un par de pilotos de Alitalia nos esperaban a pie de la escalerilla y, tras saludarnos con cierta frialdad profesional, nos invitaron subir.

—¿Seguro que este avión puede llegar hasta Jerusalén? —me cuestioné en voz baja, recelosa.

—No vamos a Jerusalén, doctora —pregonó la Roca a pleno pulmón mientras ascendíamos por los escalones—. Aterrizaremos en el aeropuerto de Tel-Aviv y, desde allí, volaremos en helicóptero hasta Jerusalén.

—Pero —insistí—, ¿cree usted que este avioncito podrá cruzar el Mediterráneo?

—Tenemos prioridad en el despegue —dijo, en ese momento, uno de los pilotos al capitán—. Podemos irnos cuando usted quiera.

—Ya —ordenó lacónicamente Glauser-Röist.

La azafata nos enseñó nuestros asientos, indicándonos la ubicación de los chalecos salvavidas y de las puertas de emergencia. La cabina era muy estrecha y de techo muy bajo, pero el espacio estaba perfectamente aprovechado con un par de largos sofás laterales y cuatro sillones al fondo, encarados, tapizados con una piel tan blanca como la nieve.

El avión despegó suavemente a los pocos minutos y el sol, que todavía no iluminaba Italia, inundó con sus primeros rayos el interior de la cabina. ¡Jerusalén!, me dije emocionada, ¡voy a Jerusalén!, ¡a los lugares donde Jesús vivió, predicó y murió para resucitar al tercer día! Era este un viaje que había querido hacer durante toda mi vida, un maravilloso sueño que, por culpa del trabajo, nunca había podido realizar. Y, ahora, inesperadamente, era el propio trabajo el que me llevaba hasta allí. Sentía crecer la emoción en mi interior y, cerrando los ojos, me dejé mecer por el suave renacimiento de mi firme e irrenunciable vocación religiosa. ¿Cómo había permitido que unos sentimientos irracionales traicionaran lo más sagrado de mi vida? En Jerusalén pediría perdón por esa pasajera y absurda locura y allí, en los Lugares más Santos del mundo, sería definitivamente liberada de pasiones ridículas. Pero, además, en Jerusalén había otro asunto muy importante para mí: mi hermano Pierantonio, quien, a esas horas, no podía ni imaginar que me encontraba dentro de un endeble avión volando hacia sus dominios. En cuanto pisara tierra —si es que volvía a pisarla—, le llamaría para decirle que estaba en Jerusalén y que clausurara todas sus obligaciones de ese día porque tenía que dedicarme todo su tiempo. ¡Se iba a llevar una buena sorpresa el respetable Custodio! Tardamos poco menos de seis horas en llegar a Tel-Aviv, durante las cuales la amabilísima azafata se esmeró tanto en hacernos agradable el viaje que, en cuanto la veíamos aparecer de nuevo por el pasillo, nos echábamos a reír. Cada cinco minutos, más o menos, nos ofrecía comida y bebida, música, películas de video o periódicos y revistas. Al final, Glauser-Röist la despachó con un exabrupto y pudimos adormilamos en paz. ¡Jerusalén, la hermosa y santa Jerusalén! Antes de que acabara ese día, estaría pisando sus calles.

Poco antes de aterrizar, la Roca sacó de la mochila su manoseado ejemplar de la Divina Comedia.

—¿No sienten curiosidad por lo que nos espera?

—Yo ya lo sé —dijo Farag—. Una cortina impenetrable de humo.

—¡Humo! —dejé escapar, estupefacta, abriendo los ojos de par en par.

El capitán pasó varias hojas rápidamente. Por las ventanillas entraba una luz radiante.

—Canto XVI del Purgatorio —declaró—. Verso 1 y siguientes:

Negror de infierno y de noche

sin estrellas, bajo un mezquino cielo

tenebroso de nubes hasta lo sumo,

no echarían sobre mi rostro un velo tan denso

como aquel humo que nos envolvió,

siendo de tan punzante aspereza,

que no podía siquiera abrir los ojos;

por lo que, sabia y fiel, la escolta mía

vino hacia mí ofreciéndome su hombro.

—¿Dónde nos encerrarán esta vez? —pregunté—. Tendrá que ser algún lugar que puedan llenar con una densa humareda.

—Con nosotros dentro, claro —apuntó Farag.

—Naturalmente —concluí—. Y ¿qué más pasa en la tercera cornisa, capitán? ¿Cómo salen de allí?

—Caminando —repuso este—. No pasa nada más.

—¿Nada más? ¿No les clavan nada ni se caen por un saliente rocoso ni…?

—No, doctora, no pasa nada. Simplemente caminan por la cornisa, se encuentran con las almas de los iracundos que recorren a ciegas el círculo envueltos por el humo, hablan con ellos y, luego, ascienden al siguiente círculo, después de que el ángel limpie de la frente de Dante una nueva «P».

—Y ¿ya está?

—Ya está, ¿no es así, profesor?

Farag hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pero hay algunas cosas curiosas —añadió este con su ligero acento árabe—. Por ejemplo, este círculo es el más breve del Purgatorio, ya que sólo dura un Canto y medio: el XVI, como ha dicho el capitán, de apenas unas pocas páginas, y un fragmento, corto, del XVII —suspiró y cruzó las piernas—. Y esta es la segunda curiosidad, ya que, contra su costumbre, Dante no hace coincidir el final del círculo con el final del Canto. Es decir, la cornisa de los iracundos comienza en el Canto XVI, como ha dicho el capitán, pero se prolonga… ¿hasta dónde, Kaspar?

—Hasta el verso 79 del Canto XVII. Otra vez el siete y el nueve.

—Y en el verso 79, empieza, sorprendentemente, en mitad de la nada, el cuarto círculo purgatorial, el de los perezosos. Es decir, que tampoco la cuarta cornisa comienza con el principio del siguiente Canto. El florentino, por alguna razón desconocida, fusiona el final de un círculo con el principio del siguiente dentro de un mismo capítulo, cosa que no ha hecho antes en ningún momento.

—¿Y eso significa algo?

—¿Cómo vamos a saberlo, Ottavia? Pero tranquila porque, con toda seguridad, lo descubrirás por ti misma.

—Gracias.

—De nada, Basíleia.

Aterrizamos en el aeropuerto internacional Ben Gurion, en Tel-Aviv, alrededor de las doce de la mañana. Un vehículo de la compañía El Al nos llevó hasta el cercano helipuerto, donde subimos a un helicóptero militar israelí que nos trasladó a Jerusalén en apenas veinticinco minutos. En cuanto tomamos tierra, un coche oficial, con los cristales negros, nos condujo velozmente a la Delegación Apostólica.

Lo poco que pude ver durante el trayecto me decepcionó: Jerusalén era como cualquier otra ciudad del mundo, con sus avenidas, su tráfico y sus edificios modernos. Difícilmente se distinguían, en la distancia, algunos minaretes musulmanes apuntando al cielo. Entre la población, totalmente corriente, destacaban, eso sí, los judíos ortodoxos, con sus sombreros negros y sus enroscadas patillas, y decenas de árabes tocados con la kafía[30] y el akal[31]. Supongo que Farag vio la decepción pintada en mi cara, porque intentó consolarme:

—No te preocupes, Basíleia. Esta es la Jerusalén moderna. La ciudad vieja te gustará más.

Yo no veía, como había esperado, ninguna señal evidente del paso de Dios por la tierra. Soñaba con visitar algún día Jerusalén y siempre había estado segura de que, en el preciso momento en que pusiera el pie en un lugar tan especial, percibiría la indudable presencia de Dios. Pero no era así, al menos por el momento. Lo único que de verdad llamaba mi atención era la abigarrada mezcla de arquitecturas orientales y occidentales, y que todas las señalizaciones urbanas estaban en hebreo, árabe e inglés. También despertó mi curiosidad la gran cantidad de militares israelíes que circulaban por las calles armados hasta los dientes. Entonces recordé que Jerusalén era una ciudad endémicamente en guerra, y que no convenía olvidarlo. Los staurofílakes habían vuelto a acertar con la adjudicación del pecado: Jerusalén seguía estando llena de ira, de sangre, de rencor y de muerte. Bien podía Jesús haber elegido otra ciudad para morir y Mahoma otra para ascender al cielo. Habrían salvado muchas vidas humanas y muchas almas que no hubieran conocido el odio.

La gran sorpresa, sin embargo, la recibí en la Delegación Apostólica, un inmenso edificio que, excepto por su tamaño, no se diferenciaba en nada de sus vecinos más cercanos. Nos recibieron en la puerta varios sacerdotes de edades y nacionalidades variadas, encabezados por el propio Nuncio Apostólico, Monseñor Pietro Sambi, quien nos condujo, a través de numerosas dependencias, hasta una elegante y moderna sala de reuniones en la que, entre otras altas personalidades, ¡se encontraba mi hermano Pierantonio!

—¡Pequeña Ottavia! —exclamó nada más hube cruzado las puertas, tras el capitán y Monseñor.

Mi hermano se abalanzó hacia mí y nos estrechamos en un largo y emotivo abrazo. Del resto de los asistentes, que eran muchos, brotó un divertido clamor.

—¿Cómo estás, eh? —me preguntó, separándome al fin y mirándome de arriba abajo—. Bueno, aparte de sucia y malherida, quiero decir.

—Cansada —repuse al borde de las lágrimas—, muy cansada, Pierantonio. Pero también muy contenta de verte.

Como siempre, mi hermano tenía un aspecto magnífico, imponente, a pesar de su sencillo hábito franciscano. Pocas veces le había visto ataviado de esa manera porque, cuando venía a casa, vestía ropa seglar.

—¡Te has convertido en todo un personaje, hermanita! Mira cuanta gente importante se ha reunido hoy aquí para conocerte.

Glauser-Röist y Farag estaban siendo presentados a los concurrentes por Monseñor Sambi, así que mi hermano hizo los honores conmigo: el arzobispo de Bagdad y vicepresidente de la Conferencia de Obispos Latinos, Paul Dahdah; el Patriarca de Jerusalén y presidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos de Tierra Santa, Su Beatitud Michel Sabbah; el arzobispo de Haifa, el greco-melkita Boutros Mouallem, vicepresidente de la Asamblea de Ordinarios Católicos; el Patriarca ortodoxo de Jerusalén, Diodoros I; el Patriarca ortodoxo armenio, Torkom; el exarca grecomelkita Georges El-Murr… Una verdadera pléyade de los más importantes patriarcas y obispos de Tierra Santa. Tras cada nueva presentación, mi desconcierto aumentaba. ¿Acaso nuestra misión ya no era tan secreta como al principio? ¿Es que no había dicho Su Eminencia el cardenal Sodano que debíamos guardar completo silencio sobre lo que estábamos haciendo y lo que estaba pasando?

Farag se dirigió hacia Pierantonio y lo saludó con afecto mientras que Glauser-Röist se mantuvo a una discreta distancia que no me pasó desapercibida. Ya no me cabía la menor duda de que entre mi hermano y la Roca existía una profunda animadversión por algún motivo desconocido. No obstante, a lo largo de la charla que tuvo lugar a continuación, también pude comprobar que muchos de los presentes se dirigían a la Roca con un cierto temor, y algunos, incluso, con un marcado desprecio. Me prometí a mí misma que ese misterio no iba a quedar sin resolver antes de abandonar Jerusalén.

La reunión fue larga y aburrida. Los Patriarcas y obispos de Tierra Santa pusieron de manifiesto, uno tras otro, su gran preocupación por los robos de Ligna Crucis. Según nos contaron, las Iglesias cristianas más pequeñas fueron las primeras en sufrir las sustracciones de los staurofílakes, y eso que, a menudo, sólo contaban con alguna astilla diminuta o con un poco de serrín dentro de un relicario. Lo que había comenzado como un oscuro accidente en un monte perdido de Grecia, me dije sorprendida, se había convertido en un incidente internacional de dimensiones desproporcionadas, como una bola de nieve que no había parado de crecer hasta aplastar a la cristiandad. Todos los presentes estaban sumamente preocupados por las consecuencias que aquello pudiera tener en la opinión pública si el escándalo saltaba a los medios de comunicación, pero yo me preguntaba hasta qué punto podía guardarse silencio cuando tanta gente importante estaba ya enterada del asunto. En realidad, aquella reunión no tenía otro fundamento que la curiosidad de Patriarcas, obispos y delegados por conocernos a nosotros, pues, de todo lo que se dijo, ni Farag, ni el capitán, ni yo sacamos nada provechoso. A lo sumo, el hecho de saber que contábamos con la ayuda de todas aquellas Iglesias para cualquier cosa que necesitáramos. De modo que me aproveché.

—Con el debido respeto —dije en inglés, usando las mismas fórmulas de cortesía que ellos utilizaban—, ¿alguno de ustedes ha oído hablar de alguien que guarda unas llaves aquí, en Jerusalén?

Se miraron entre sí, desconcertados.

—Lo siento, hermana Salina —me respondió Monseñor Sambi—. Creo que no hemos entendido muy bien la pregunta.

—Debemos localizar en esta ciudad —le interrumpió Glauser-Röist, impaciente— a alguien que tiene unas llaves y que, cuando abre lo que sea, nadie puede cerrarlo, y viceversa.

Volvieron a mirarse entre sí con cara de no tener ni la más remota idea de lo que les estábamos hablando.

—¡Pero, Ottavia! —me reprendió mi hermano de muy buen humor, ignorando a la Roca—. ¿Sabes cuántas llaves importantes hay en Tierra Santa? ¡Cada iglesia, basílica, mezquita o sinagoga tiene su propio e histórico muestrario de llaves! Lo que dices no tiene sentido en Jerusalén. Lo siento, pero es, simplemente, ridículo.

—¡Procura tomarte este asunto más en serio, Pierantonio! —por un momento, olvidé dónde estábamos, olvidé que me dirigía al importantísimo Custodio de Tierra Santa en mitad de una asamblea ecuménica de prelados (algunos de los cuales eran similares al Papa en dignidad), y sólo vi a mi hermano mayor tomándose a sorna una cuestión que había estado a punto de acabar con mi vida en tres ocasiones—. Es muy importante localizar «al que tiene las llaves», ¿comprendes? Si hay muchas o hay pocas en Jerusalén, no es el tema. El tema es que, en esta ciudad, hay alguien que tiene unas llaves que nosotros necesitamos.

—Muy bien, hermana Salina —me respondió, y yo me quedé de piedra al ver, por primera vez en mi vida, a Pierantonio con un gesto de respeto y comprensión en su gran cara de príncipe soberano. ¿Acaso la «pequeña Ottavia», de repente, era más importante que el Custodio? ¡Oh, Dios mío, eso sí que era una buena noticia! ¡Tenía poder sobre mi hermano!

—Bien, pues… En fin… —Monseñor Sambi no sabía cómo terminar con aquella insólita disputa familiar en el seno de una reunión tan notable—. Creo que todos los presentes debemos tomar nota de lo que, tanto el capitán Glauser-Röist como la hermana Salina, nos han dicho, y disponer que se inicie la búsqueda de ese portador de las llaves.

Hubo consenso general y el cónclave se disolvió amistosamente en una comida servida por la delegación en el lujoso comedor del edificio. Según me contaron, allí era donde, recientemente, había almorzado en varias ocasiones el Papa durante su viaje a Tierra Santa. No pude evitar una sonrisa irónica al pensar que nosotros llevábamos tres días sin duchamos y que debíamos oler bastante mal.

Cuando, tras la sobremesa, subimos a las habitaciones que nos habían asignado, descubrí que un par de monjas húngaras ya habían deshecho mi equipaje y dispuesto mis cosas en perfecto orden en el armario, el cuarto de baño y la mesa de trabajo. Pensé que no deberían haberse tomado tantas molestias porque, al día siguiente, probablemente de madrugada (o a cualquier otra hora intempestiva), estaríamos volando hacia Atenas con más magulladuras, heridas y escarificaciones en el cuerpo. Y, pensando precisamente en las escarificaciones, me dirigí al baño, me quité la ropa de cintura para arriba y despegué cuidadosamente los dos apósitos que cubrían la parte interior de mis antebrazos. Allí estaban las marcas, aún enrojecidas e inflamadas —la de Roma mucho menos que la de Rávena, hecha apenas unas horas antes—; dos bellas cruces que irían conmigo el resto de mi vida, me gustara o no. Ambas tenían unas líneas verdosas profundamente hundidas en la carne, como si hubieran inyectado allí algún extracto de plantas y hierbas. Decidí que no era buena idea sentir aprensión, así que, terminé de desvestirme, me di una buena ducha que me supo a gloria y, una vez seca, con lo que encontré en un armarito sanitario escondido tras la puerta, me hice las curas y me vendé los antebrazos. Afortunadamente, con las mangas largas aquel desaguisado no podía verse.

A media tarde, después de descansar apenas una hora, mi hermano Pierantonio nos propuso acercarnos hasta la ciudad vieja, la antigua Jerusalén, para hacer un breve recorrido turístico. El Nuncio manifestó una cierta preocupación por nuestra seguridad, ya que, apenas unos días antes habían tenido lugar, entre palestinos e israelíes, los enfrentamientos más duros desde el fin de la Intifada. Nosotros, como estábamos tan absortos en nuestros propios problemas, no nos habíamos enterado, pero, por lo visto, en dichos enfrentamientos había habido al menos una decena de muertos y más de cuatrocientos heridos. El gobierno de Israel se había visto obligado a entregar tres barrios de Jerusalén —Abu Dis, Azaria y Sauajra— a la Autoridad Palestina con la esperanza de reabrir una vía de negociación y terminar con la revuelta en los territorios autónomos. De manera que la situación era tensa y se temían nuevos atentados en la ciudad, por eso, y también por el cargo que ocupaba Pierantonio, el Nuncio nos instó a utilizar un discreto vehículo de la delegación para trasladarnos hasta la ciudad vieja. También nos proporcionó al mejor de los guías: el padre Murphy Clark, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, un hombre grande y gordo como una barrica, con una preciosa barba blanca recortada, que era uno de los mejores especialistas del mundo en arqueología bíblica. Aparcamos el coche, también con cristales ahumados, en las proximidades del Muro de las Lamentaciones y, desde allí, andando, hicimos un viaje en el tiempo y retrocedimos dos mil años de historia.

Yo quería verlo todo y no tenía ojos suficientes para abarcar, de una vez, la inmensa belleza de aquellas callejuelas empedradas, con sus tiendas de camisetas y recuerdos, y su extraña población, vestida a la usanza de las tres culturas de la ciudad. Pero lo más emocionante fue recorrer la Vía Dolorosa, el camino seguido por Jesús en dirección al Gólgota con la cruz a cuestas y la corona de espinas clavada en la frente. ¿Cómo se puede explicar emoción semejante? No hay palabras que lo describan. Pierantonio, que podía leer en mí como en un libro abierto, se rezagó y se puso a mi lado, dejando que el capitán, el padre Clark y Farag nos fuesen marcando el camino. Resultaba evidente que mi hermano no estaba pensando precisamente en rezar el Viacrucis conmigo. En realidad, su idea era sonsacarme el máximo de información acerca de la misión que estábamos realizando.

—Pero, vamos a ver, Pierantonio —protesté—, ¿es que no lo sabes todo ya? ¿Por qué no dejas de hacerme preguntas?

—¡Porque no me cuentas nada! ¡Tengo que sacarte las cosas con sacacorchos!

—Pero ¿qué es lo que quieres sacarme, si puede saberse? ¡No hay nada más!

—Cuéntame lo de las pruebas.

Suspiré y miré al cielo en busca de ayuda.

—No son exactamente pruebas, Pierantonio. Estamos recorriendo una especie de Purgatorio que debe purificar nuestras almas para hacernos dignos de llegar hasta el Paraíso Terrenal staurofílax. Ese es nuestro único objetivo. Una vez que localicemos la Vera Cruz, llamaremos a la policía y ellos se encargarán del resto.

—Pero ¿y lo de Dante? ¡Dios mío, si parece increíble! ¡Cuéntamelo, anda!

Me detuve en seco, en mitad de una procesión de norteamericanos que rezaba las estaciones del Viacrucis, y me volví hacia él.

—Vamos a hacer un trato —le dije muy seria—. Tú me hablas sobre Glauser-Röist y yo te cuento la historia con todo detalle.

La cara de mi hermano se transformó. Juraría que vi un rayo de odio cruzando sus santos ojos. Negó con la cabeza.

—En Palermo me dijiste —insistí— que Glauser-Röist era el hombre más peligroso del Vaticano y, si la memoria no me falla, me preguntaste qué hacía yo trabajando con alguien al que temían cielo y tierra y que era la mano negra de la Iglesia.

Pierantonio se puso nuevamente en marcha, dejándome atrás.

—Si quieres que te cuente la historia de Dante Alighieri y los staurofílakes —le tenté cuando me puse a su lado—, tendrás que hablarme sobre Glauser-Röist. Recuerda que tú mismo me enseñaste cómo conseguir información, incluso por encima de la propia conciencia.

Mi hermano volvió a detenerse en mitad de la Vía Dolorosa.

—¿Quieres saberlo todo sobre el capitán Kaspar Linus Glauser-Röist? —me preguntó desafiante, soltando chispas de ira—. ¡Pues lo vas a saber! Tu querido colega es el encargado de hacer desaparecer todos los trapos sucios de los miembros importantes de la Iglesia. Desde hace unos trece años, Glauser-Röist se dedica a destruir todo cuanto pueda empañar la imagen del Vaticano; y, cuando digo destruir, quiero decir destruir: amenaza, extorsiona, y no me extrañaría nada que incluso hubiera llegado a matar en cumplimiento de su deber. Nadie escapa a la larga mano de Glauser-Röist: periodistas, banqueros, cardenales, políticos, escritores… Si tienes algún secreto en tu vida, Ottavia, más vale que no lo sepa Glauser-Röist. Ten en cuenta que, algún día, podría usarlo en tu contra con absoluta sangre fría y sin sentir la menor lástima por ti.

—¡No será para tanto! —le rebatí, pero no porque pusiera en duda sus afirmaciones, sino porque sabía que así le acicateaba para que continuase hablando.

—¿Qué no? —se indignó. Reanudamos el paseo porque el padre Clark, Farag y la Roca se habían adelantado mucho—. ¿Necesitas pruebas? ¿Recuerdas el «caso Marcinkus»?

Bueno, sí, algo sabía de todo aquello, aunque no mucho. Por costumbre, todo cuanto fuera contra la Iglesia quedaba más o menos alejado de mi vida y de la vida de todos los religiosos y religiosas. No es que no pudiéramos saber —que podíamos—, es que no queríamos; a priori, no nos gustaba escuchar este tipo de acusaciones y hacíamos oídos más o menos sordos a los escándalos anticlericales.

—En 1987 los jueces italianos ordenaron el arresto del arzobispo Paul Casimiro Marcinkus, director a la sazón del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, también conocido como Banca Vaticana. La acusación, tras siete meses de investigaciones, era por haber llevado fraudulentamente a la bancarrota al Banco Ambrosiano de Milán. Quedó demostrado que el Banco estaba controlado por un grupo de corporaciones extranjeras, con sede en los paraísos fiscales de Panamá y Liechtenstein, que, en realidad, servían de tapadera al IOR y al propio Marcinkus. El Banco Ambrosiano presentaba un «agujero» de más de mil doscientos millones de dólares, de los cuales el Vaticano, tras muchas presiones, sólo devolvió a los acreedores doscientos cincuenta. Es decir, el Vaticano se tragó más de novecientos millones de dólares. ¿Sabes quién fue el encargado de impedir que Marcinkus cayera en manos de la justicia y de echar tierra sobre este turbio asunto?

—¿El capitán Glauser-Röist?

—Tu amigo el capitán consiguió trasladar a Marcinkus al Vaticano con un pasaporte diplomático que impidió que la policía italiana pudiera detenerle. Una vez a salvo, organizó una campaña de despiste de la opinión pública, consiguiendo, no se sabe bien con qué métodos, que algunos periodistas calificaran a Marcinkus de gestor ingenuo, negligente y despistado. Después le hizo desaparecer, organizándole una nueva vida en una pequeña parroquia norteamericana del estado de Arizona, donde permanece hasta el día de hoy.

—Yo no veo nada delictivo en esto, Pierantonio.

—¡No, si él nunca hace nada fuera de la ley! ¡Sólo la ignora! ¿Qué un cardenal es detenido en la frontera suiza con una maleta llena de millones que quiere hacer pasar como valija diplomática? Allá va Glauser-Röist para remediar el entuerto. Recoge al cardenal, lo devuelve al Vaticano, consigue que los guardias fronterizos «olviden» el incidente y borra toda huella del asunto hasta conseguir que la misteriosa evasión de divisas no haya existido nunca.

—Sigo diciendo que todavía no encuentro motivos para temer a Glauser-Röist.

Pero Pierantonio estaba lanzado:

—¿Que una editorial italiana publica un libro escandaloso sobre la corrupción en el Vaticano? Glauser-Röist identifica rápidamente al monseñor o monseñores que han traicionado la ley vaticana de silencio, les pone una mordaza en la boca con no se sabe bien qué amenazas, y consigue que la prensa, tras el escándalo inicial, entierre completamente el asunto. ¿Quién crees que elabora los informes con los detalles más escabrosos de la vida privada de los miembros de la Curia para que, luego, estos no tengan otro remedio que transigir en silencio con determinados desmanes? ¿Quién crees que entró en primer lugar en el apartamento del comandante de la Guardia Suiza, Aloïs Estermann, la noche en que este, su esposa y el cabo Cédric Tornay, murieron asesinados, supuestamente por los disparos efectuados por el cabo? Kaspar Glauser-Röist. Él fue quien se llevó de allí las pruebas de lo que sucedió realmente y quien se inventó la versión oficial de la «locura transitoria» del cabo, al que la Iglesia llegó a acusar, con rumores en la prensa, de consumidor de drogas y de «desequilibrado lleno de rencor». Él es el único que sabe lo que pasó de verdad aquella noche. ¿Qué un prelado del Vaticano organiza una «juerguecita», digamos… subida de tono, y un periodista va a publicarlo y a sacar fotografías escandalosas? No hay de qué preocuparse. El artículo no ve jamás la luz y el periodista cierra la boca para el resto de su vida después de una visita de Glauser-Röist. ¿Por qué? ¡Ya te lo puedes imaginar! Ahora mismo hay un importante prelado de la Iglesia, el arzobispo de Nápoles, que está siendo investigado por la fiscalía judicial de Basilicata, que le acusa de usura, asociación delictiva y apropiación indebida de bienes. Apuéstate lo que quieras a que saldrá absuelto. Por lo que me han contado, tu amigo ya está tomando cartas en el asunto.

Un pensamiento muy siniestro estaba surgiendo en mi mente, un pensamiento que no me gustaba nada y que me causaba una gran desazón.

—¿Y tú qué tienes que ocultar, Pierantonio? No hablarías así del capitán si no hubieras tenido, directamente, algún problema con él.

—¿Yo…? —parecía sorprendido. De repente, toda su ira se había esfumado y era la viva imagen del cordero pascual, pero a mí no podía engañarme.

—Sí, tú. Y no me vengas con el cuento de que sabes todo eso acerca de Glauser-Röist porque la Iglesia es una gran familia donde todo se comenta.

—¡Hombre, eso también es cierto! Los que estamos dentro de la Iglesia, ocupando determinados puestos, lo sabemos todo de casi todo.

—Puede ser —murmuré mecánicamente, mirando las lejanas nucas de Murphy Clark, la Roca y Farag—; pero a mí no me engañas. Tú has tenido algún problema con el capitán Glauser-Röist y me lo vas a contar ahora mismo.

Mi hermano soltó una carcajada. Un rayo de sol, que se afiló al pasar entre dos nubes, le iluminó directamente la cara.

—¿Y por qué tendría que contarte nada, pequeña Ottavia? ¿Qué podría impulsarme a confesarte pecados que no se pueden revelar y, mucho menos, a una hermana pequeña?

Le miré fríamente, con una sonrisa artificial en los labios.

—Porque, si no lo haces, me voy ahora mismo con Glauser-Röist, le cuento todo lo que me has dicho y le pido que me lo explique él.

—No lo haría —replicó muy ufano. En serio que no le pegaba nada el humilde habito franciscano—. Un hombre como él jamás hablaría de este tipo de asuntos.

—¿Ah, no…? —si él estaba jugando fuerte, yo podía ser mucho más fanfarrona—. ¡Capitán! ¡Eh, capitán!

La Roca y Farag se volvieron a mirarme. El padre Murphy giró su inmensa barriga un poco más tarde.

—¡Capitán! ¿Puede venir un momento?

Pierantonio se había puesto lívido.

—Te lo contaré —masculló viendo que Glauser-Röist retrocedía para acercarse hasta nosotros—. ¡Te lo contaré, pero dile que no venga!

—¡Capitán, perdóneme, me he equivocado! ¡Siga adelante, siga!

Y le hice un gesto con la mano indicándole que volviera con los otros.

La Roca se detuvo, me observó detenidamente y luego giró y continuó adelante. Un extraño grupo de seis o siete mujeres vestidas íntegramente de negro nos empujó hacia un lado y nos adelantó. Iban cubiertas con un largo manto que las envolvía desde el cuello hasta los pies y, en la cabeza, llevaban un curioso tocado, una especie de minúsculo sombrerito redondo, caído sobre la frente, que sujetaban con un pañuelo atado alrededor de la cabeza. Por su aspecto, deduje que debían de ser monjas ortodoxas, aunque no pude adivinar a qué Iglesia pertenecían. Lo curioso fue que, casi inmediatamente, nos sobrepasó otro grupo semejante, aunque sin sombrerito y con largos cirios de cera amarilla entre las manos.

—¡Pequeña Ottavia, te estás volviendo muy terca!

—Habla.

Pierantonio se mantuvo silencioso y meditabundo durante bastante tiempo, pero, al final, inspiró profundamente y comenzó:

—¿Recuerdas que te hablé, allá, en casa, de los problemas que tenía con la Santa Sede?

—Lo recuerdo, sí.

—Te hablé de las escuelas, los hospitales, las casas de ancianos, las excavaciones arqueológicas, las casas de acogida de peregrinos, los estudios bíblicos, el restablecimiento del culto católico en Tierra Santa…

—Sí, sí, y me hablaste también de la orden que te había dado el Papa de recuperar el Santo Cenáculo sin facilitarte, a cambio, el dinero necesario.

—Exacto. El tema va por ahí.

—¿Qué has hecho, Pierantonio? —le pregunté, apenada. De pronto, la Vía Dolorosa se había vuelto dolorosa de verdad.

—Bueno… —titubeó—. Tuve que vender algunas cosas.

—¿Qué cosas?

—Algunas de las cosas encontradas en nuestras excavaciones.

—¡Oh, Dios mío, Pierantonio!

—Lo sé, lo sé —afirmó, contrito—. Si te sirve de consuelo, se las vendía al propio Vaticano, a través de un testaferro.

—¿Qué estás diciendo?

—Hay grandes coleccionistas de arte entre los príncipes de la Iglesia. Poco antes de que se inmiscuyera Glauser-Röist, el abogado que trabajaba a mis órdenes en Roma vendió a un prelado, al que tú conoces personalmente porque estuvo mucho tiempo en el Archivo Secreto, un antiguo mosaico del siglo VIII, encontrado en las excavaciones de Banu Ghassan. Pagó casi tres millones de dólares. Creo que ahora lo exhibe en el salón de su casa.

—¡Oh, Dios mío! —gemí. Estaba hundida.

—¿Sabes cuántas cosas buenas hicimos con todo ese dinero, pequeña Ottavia? —mi hermano no parecía sentirse culpable en absoluto—. Fundamos más hospitales, dimos de comer a mucha más gente, creamos más casas de ancianos y más escuelas para niños. ¿Qué fue lo que hice mal?

—¡Traficaste con obras de arte, Pierantonio!

—¡Pero si se las vendía a ellos! Nada de lo que comercié fue a parar a manos que no estuvieran bendecidas por el sacerdocio, y todo el dinero que gané lo invertí en las necesidades más urgentes de los pobres de Tierra Santa. Algunos de esos príncipes de la Iglesia tienen muchísimo dinero y aquí nos falta de todo… —respiró entrecortadamente y vi reaparecer el odio en su mirada—. Hasta que, un buen día, se presentó en mi despacho tu amigo Glauser-Röist, del que yo ya había oído hablar. Resulta que había estado haciendo averiguaciones y que estaba al tanto de mis actividades. Me prohibió continuar con las ventas, so pena de hacer estallar el escándalo, manchando mi nombre y el nombre de mi Orden. «Tengo recursos para que mañana su cara salga en la foto de portada en los diarios más importantes del mundo», me dijo sin alterarse. Le hablé de los hospitales, los asilos, los comedores públicos, los colegios… Le dio exactamente lo mismo. Ahora, las deudas nos ahogan y no sé cómo voy a resolver esta situación.

¿Qué me había dicho Farag en las catacumbas de Santa Lucía? «Aunque la verdad haga daño, siempre es preferible a la mentira». Ahora yo me preguntaba si la bondad de mi hermano, aunque hiciera daño no era preferible a la injusticia. ¿O quizá dudaba porque se trataba de mi hermano y estaba buscando desesperadamente la manera de justificarle? ¿O quizá era que la existencia no estaba formada por bloques blancos o negros, y se trataba, en realidad, de un mosaico multicolor de combinaciones infinitas? ¿No era la vida, acaso, un cúmulo de ambigüedades, de matices intercambiables que intentábamos constreñir en una estructura absurda de normas y dogmas?

Para cuando yo me hacía estas disquisiciones, nuestro pequeño grupo entró, de golpe, nada más doblar una esquina, en la plazuela de la basílica del Santo Sepulcro. Me quedé en suspenso, conmocionada. Allí, frente a mí, se hallaba el lugar donde Jesús fue crucificado. Sentí que las lágrimas subían a mis ojos y que la emoción me desbordaba.

La basílica mandada construir por santa Helena en el lugar donde creyó descubrir la Verdadera Cruz de Cristo era impresionante —ángulos rectos, piedra sólida y milenaria, grandes ventanas enrejadas, torres cuadradas con cubiertas de ladrillo rojo…— y la plaza estaba abarrotada de gente de toda raza y condición. Grupos de turistas se arremolinaban en torno a estrechas cruces de madera y entonaban cantos religiosos en varias lenguas que, al mezclarse en la caja de resonancia que era la plaza, semejaban un zumbido discordante. Allí se encontraban también, en el pórtico, las monjas ortodoxas con las que nos habíamos cruzado en el camino, dando la espalda a otras monjas —estas católicas— vestidas con hábitos claros de falda corta. Muchas mujeres llevaban colgando del cuello, a modo de collares, hermosos rosarios y, algunas otras, los rezaban puestas de rodillas sobre el duro suelo empedrado. Había también muchos sacerdotes católicos y religiosos de las órdenes más diversas, y abundaban las largas barbas pobladas, típicas de los monjes ortodoxos que iban, además, cubiertos con negros gorros tubulares de variados modelos: lisos, adornados con ribetes y puntillas, con un tejadillo en forma de chimenea o, incluso, con una larga toca que colgaba a lo largo de la espalda hasta la cintura. Por encima de todo este caos humano, volaban multitud de palomas blancas que parecían ignorar al gentío, planeando de una cornisa a otra, de una ventana a otra, buscando la mejor vista del espectáculo.

La fachada de la basílica era muy curiosa, con unas puertas gemelas situadas bajo dos ventanas también gemelas de arco apuntado, aunque, extrañamente, la puerta de la derecha aparecía tapiada con grandes sillares. Y el interior… Bueno, el interior era deslumbrante. Como la entrada se efectuaba por un lateral de la nave, no se podía tener una perspectiva completa hasta que no se había avanzado lo suficiente, pero, mientras tanto, la luz de cientos de candiles orientales iluminaba el trayecto. Fue un momento tan emocionante que apenas puedo recordar todo lo que vi. El padre Murphy nos iba explicando detalladamente los pormenores de cada lugar por el que pasábamos. En el atrio, a la entrada, rodeada de candelabros y lámparas, se encontraba la Piedra de la Unción, una gran losa rectangular de caliza roja en la que se suponía que habían puesto el cuerpo de Jesús tras bajarlo de la cruz. La gente, enfervorecida, echaba agua bendita sobre la piedra y luego decenas de manos se lanzaban a humedecer en ella pañuelos y rosarios. No había manera de poder acercarse hasta allí. En el centro de la basílica se hallaba el Catholicón, el lugar donde supuestamente estuvo el Santo Sepulcro, con una fachada cubierta de lamparillas dentro de preciosos globos de plata. Encima de la puerta había tres cuadros que hablaban de la Resurrección de Jesús, cada uno de ellos de un estilo diferente: latino, griego y armenio. Pasando la puerta del Catholicón, se llegaba a un pequeño vestíbulo llamado Capilla del Ángel, porque se suponía que era allí donde este había anunciado la Resurrección a las Santas Mujeres. Tras otra portezuela, se encontraba el Santo Sepulcro propiamente dicho, un recinto pequeño y estrecho en el que se divisaba un banco de mármol que recubría la piedra original en la que fue colocado el cuerpo de Jesús. Me arrodillé un segundo —la afluencia de gente no permitía mucho más—, y salí con menos unción de la que tenía al entrar. El entorno quizá fuera hipnótico y proclive a un cierto tipo de síndrome religioso de Estocolmo, pero el agobio de la multitud me restaba fervor.

Bajando por unas escaleras llegamos al lugar donde santa Helena descubrió las tres cruces, según contaba Santiago de la Vorágine en su Leyenda dorada. La cámara era una estancia amplia y vacía, de piedra, en uno de cuyos rincones una barandilla de hierro protegía el punto exacto donde aparecieron las reliquias. El padre Murphy, mesándose la barba, empezó a contarnos la leyenda y de ese modo descubrimos que sabíamos mucho más que uno de los más reputados expertos mundiales. Pero el afable y grueso arqueólogo se dio cuenta pronto de que se hallaba en compañía de expertos, así que, con toda humildad, escuchó algunas de nuestras apreciaciones.

Recorrimos la basílica de arriba abajo —rotonda de la Anástasis incluida— y, durante la visita, Pierantonio y el padre Murphy nos contaron que tanto la comunidad latina, como la greco-ortodoxa y la armenio-ortodoxa eran copropietarias a partes iguales del templo, que se regía por un status quo, es decir, por un frágil acuerdo que, a falta de otra solución mejor, intentaba poner paz entre las iglesias cristianas de Jerusalén. También los coptos ortodoxos, los sirio-ortodoxos y los etíopes podían oficiar sus ceremonias en la basílica y, por ese motivo, Farag protestó vehementemente, ya que los copto-católicos no gozaban de semejante derecho; pero el padre Murphy le suplicó, medio en broma medio en serio, que no echara más leña al fuego, que no estaban las cosas para nuevos levantamientos populares.

Cuando acabamos el recorrido por la basílica, mi hermano y el padre Murphy nos propusieron continuar nuestra ruta turística visitando otros santos lugares de la ciudad.

—Aún queda algo aquí que no hemos visto —rechacé—. La cripta subterránea.

Pierantonio me miró sin comprender y Murphy Clark esbozó una sonrisa satisfecha.

—¿Cómo conoce usted, doctora, la existencia de la cripta? —preguntó, intrigado.

—Sería muy largo de contar, Murphy —le respondió Farag, quitándome la palabra de la boca—, pero estaríamos muy interesados en verla.

—Va a ser complicado… —murmuró pensativo, volviendo a mesarse la barba—. Esa cripta es propiedad de la Iglesia Ortodoxa Griega y sólo unos pocos sacerdotes católicos, que pueden contarse sobradamente con los dedos de una mano, han conseguido entrar en ella. Acaso su hermano, el Custodio Salina, podría obtener el permiso.

—¡Pero si yo ni siquiera sabía que existía! —alegó mi hermano, desconcertado.

—Yo tampoco la he visto, padre —repuso Murphy—, pero, como a su hermana, me encantaría poder hacerlo. Pídale autorización al Patriarca ortodoxo de Jerusalén. Con una llamada bastara.

—¿Es absolutamente necesario? —quiso saber mi hermano antes de empezar a pedir favores políticamente comprometidos.

—Te aseguro que sí.

Pierantonio se dirigió a la salida y, resguardándose de la multitud en un rincón del atrio, fuera de las puertas, sacó el teléfono móvil del bolsillo de su hábito. Sólo tardó unos minutos.

—¡Hecho! —nos anunció alegremente a su vuelta—. Vamos a buscar al padre Chrisostomos. ¡No ha sido fácil! Por lo visto se trata de una bóveda secreta, oculta en lo más profundo de la basílica. Tendríais que haber oído las exclamaciones de sorpresa e incredulidad que me han llegado a través del teléfono. ¿Cómo es que conocíais su existencia?

—Es una historia muy larga, Pierantonio.

Mi enardecido hermano se dirigió al primer sacerdote ortodoxo que se le puso por delante y pocos minutos después nos hallábamos frente a un pope de barba grisácea que usaba el gorro modelo «tejadillo de chimenea», idéntico al de los hombres de la Florencia renacentista. El padre Chrisostomos, que llevaba unas gafas sobre el pecho colgando de un hilillo, nos miró absolutamente desconcertado. Su expresión delataba bien a las claras que todavía no se había repuesto de la reciente llamada que le avisaba de nuestra llegada y del motivo de la misma. Pierantonio se adelantó y se presentó a sí mismo utilizando todos sus cargos, que eran más de los que yo conocía, y el padre Chrisostomos le estrechó la mano con respeto, aunque sin variar el gesto de sorpresa que parecía habérsele petrificado en la cara. Luego fuimos presentados los demás y, por fin, el sacerdote ortodoxo dejó salir la angustia que oprimía su sobrecogido corazón:

—No quisiera ser indiscreto, pero ¿podrían explicarme cómo han conocido la existencia de la Cámara?

La Roca le respondió:

—Por unos documentos antiguos que hablaban de su construcción.

—¿Ah, sí? Pues, si no les incomodan mis preguntas, me gustaría saber algo más. El padre Stephanos y yo llevamos toda nuestra vida custodiando las reliquias de la Verdadera Cruz que se conservan en la cripta, pero no teníamos noticias de que esta fuera conocida y de que hubiera documentos que hablaran de su construcción.

Mientras descendíamos, piso tras piso, hacia las profundidades de la tierra, entre Farag, la Roca y yo, fuimos contando lo que sabíamos sobre las cruzadas y la cámara secreta, aunque sin mencionar a los staurofílakes. Por fin, después de bajar cientos de escalones de piedra, llegamos hasta un recinto rectangular aparentemente habilitado como trastero. Cuadros de antiguos patriarcas colgaban de las paredes, muebles cubiertos por fundas de plástico parecían dormir el sueño de los justos, incluso había un viejo hábito ortodoxo, colgado de una percha, inmóvil como un fantasma. Al fondo, una cancela de hierro protegía una segunda puerta de madera que parecía ser nuestro objetivo. Un viejecito de larga barba blanca se levantó de una silla al vernos entrar.

—Padre Stephanos, tenemos invitados —anunció el padre Chrisostomos.

Los dos curas intercambiaron un breve diálogo en voz baja y luego se volvieron hacia nosotros.

—Adelante.

El cura ortodoxo viejecito sacó un manojo de llaves de hierro de entre los pliegues de su sotana, se dirigió hacia la cancela y la abrió muy lentamente, como a cámara lenta. Antes de hacer lo mismo con la puerta de madera, pulsó un interruptor antediluviano situado en el dintel.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al entrar en la bóveda secreta de los staurofílakes, la cripta construida en torno al año 1000 para proteger la reliquia de la Vera Cruz de la destrucción ordenada por el enloquecido califa Al-Hakem, me encontré con una suerte de barracón militar amueblado como una cocina. Un segundo vistazo, tras reponerme a duras penas de la impresión, me permitió distinguir un pequeño altar en el centro de la estancia en el que se mostraba un bello icono con una imagen de la crucifixión y, delante, un par de cruces de pequeño tamaño que resultaron ser los relicarios que contenían las santas astillas. A mi izquierda, unos viejos armarios metálicos de oficina servían de complemento perfecto para las sillas plegables y las mesas de madera abandonadas por doquier. ¡Si los staurofílakes vieran aquello! Aunque, pensándolo mejor, quizá fuera la forma más inteligente —si es que se trataba de una decisión consciente— de proteger algo tan valioso.

El padre Stephanos y el padre Chrisostomos se santiguaron repetidamente al modo ortodoxo y, luego, con una gran reverencia y respeto nos enseñaron, a través de los cristales de los relicarios, los menudos pedazos de madera de la cruz encontrada por santa Helena. Todos procedimos a besar aquellos objetos, a excepción de la Roca, que nos daba la espalda y permanecía inmóvil como una estatua de sal. El padre Stephanos, al darse cuenta, se acercó despacito hasta él y buscó con la mirada lo que el capitán estaba contemplando con tanto interés.

—Es hermoso, ¿verdad? —dijo en un correctísimo inglés.

Los demás nos acercamos también hasta allí y, ¡oh, sorpresa!, descubrimos un bello Crismón de Constantino pintado sobre una gran tabla de madera oscura que contenía un largo texto griego. La tabla descansaba directamente sobre el suelo y se apoyaba contra la pared.

—Es mi oración preferida. Llevo cincuenta años meditando acerca de ella y, créame, cada día encuentro algún nuevo tesoro en su sencilla sabiduría.

—¿Qué es? —preguntó Farag, agachándose para examinarla mejor.

—Hace unos treinta años, unos expertos ingleses nos dijeron que se trataba de una oración cristiana muy antigua, probablemente del siglo XII o XIII. El penitente que la encargó, o el artista que la realizó, no era griego, porque el texto contiene muchos errores. Los expertos dijeron que probablemente se trataría de algún hereje latino que visitó este lugar y que, en agradecimiento, regaló a la basílica esta hermosa tabla con los pensamientos que le inspiró la Verdadera Cruz.

Me puse en cuclillas junto a Farag y traduje en voz baja las primeras palabras: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia». Me incorporé de un saltó y miré significativamente al capitán.

—«Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia» —repetí en italiano.

El capitán, comprendiendo el mensaje, abrió mucho los ojos. Cualquier aspirante a staurofílax que hubiera superado las pruebas de Roma y Rávena, es decir, las cornisas de la soberbia y la envidia, sabría que aquel mensaje le estaba personalmente dirigido.

—Eso es lo que dice la primera frase, la que está pintada con letras unciales rojas.

El padre Stephanos me miró cariñosamente.

—¿La señorita ha comprendido el sentido de la oración?

—¡Perdón! —me disculpé precipitadamente—. He cambiado de idioma sin darme cuenta. Lo lamento.

—¡Oh, no se preocupe! Me ha alegrado mucho ver la emoción en sus ojos cuando ha leído el texto. Creo que ha captado la importancia de la plegaria.

Farag se puso en pie y los tres intercambiamos significativas miradas de inteligencia; y para que no faltara de nada en aquella escena, a renglón seguido, los tres miramos al padre Stephanos… ¿Padre Stephanos o Stephanos, el staurofílax?

—¿Les interesa? —quiso saber el anciano—. Si les interesa puedo darles un folleto que se imprimió poco después de la visita de los expertos ingleses. Incluye una fotografía completa de la tabla y varias más pequeñas con detalles concretos. Lo malo es que se trata de una publicación un poco antigua y las imágenes son en blanco y negro. Pero la oración viene traducida, aunque —añadió muy sonriente y orgulloso— debo avisarles de que el traductor fui yo —y poniendo cara de emoción, empezó a recitar de memoria—: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén». ¿A que es hermosa?

—Es… bellísima, padre Stephanos —murmure.

—¡Oh, veo que les ha emocionado! —exclamó, feliz—. ¡Voy a buscar esos folletos y les daré uno a cada uno!

Y con su paso vacilante y lento, salió de la cripta y desapareció.

La tabla era, indiscutiblemente, muy antigua. La madera estaba oscurecida por el humo de los cirios que, durante siglos, habían brillado frente a ella, aunque ahora no tuviera ninguno. Mediría aproximadamente un metro de alto por metro y medio de largo y las letras eran unciales griegas. El texto estaba escrito con tinta negra, aunque en la primera y la última frase las letras aparecían pintadas con un borde rojo. Encima, como un escudo o una seña de identidad, el Crismón del emperador con el travesaño horizontal.

Mi hermano percibió rápidamente que habíamos dado con algo importante. Así que se enzarzó en una conversación banal con el padre Murphy y con el padre Chrisostomos para que Farag, la Roca y yo pudiéramos hablar.

—Esta tabla —observó el capitán— es lo que hemos venido a buscar a Jerusalén.

—El mensaje no puede ser más claro —asintió Farag—. Tendremos que estudiarlo cuidadosamente. El contenido es muy extraño.

—¿Extraño? —exclamé—. ¡Rarísimo! Vamos a quemarnos los ojos intentando comprenderlo.

—¿Y qué me dicen del padre Stephanos? —preguntó la Roca.

—Staurofílax —respondimos Farag y yo a la vez.

—Sí, está claro.

El mencionado padre reapareció con sus folletos en las manos, bien sujetos para que no se le cayeran.

—Recen esta oración todos los días —nos pidió mientras nos los entregaba—, y descubrirán cuánta belleza puede esconderse en sus palabras. No se imaginarían la devoción que puede llegar a inspirar si se recita con paciencia.

Sentí crecer una ira absurda en mi interior contra aquel cínico staurofílax. Arrinconé la idea de que era un anciano, de que podía no ser miembro de la hermandad, y deseé ardientemente agarrarlo por la sotana y gritarle que dejara de reírse de nosotros porque habíamos estado a punto de morir varias veces por culpa de su extraño fanatismo. Entonces recordé que aquella nueva prueba era, no por casualidad, la de la ira, e intenté sofocar la furia que —estaba segura— el cansancio físico y mental alentaban. Sentí ganas de llorar al darme cuenta de que aquella ruta iniciática estaba meticulosamente calculada por esos endiablados diáconos milenaristas.

Sonámbulos, salimos de aquel recinto llevando con nosotros el cariño del viejo sacerdote y la simpatía y el agradecimiento del padre Chrisostomos, al que habíamos prometido enviar toda la documentación histórica sobre la construcción de la cripta. A esas horas de la tarde, todavía estaban entrando oleadas de turistas en la basílica del Santo Sepulcro.

Nos cedieron un modesto despacho en la delegación para que pudiéramos trabajar sobre el texto de la plegaria. El capitán exigió un equipo informático con acceso a la red y Farag y yo pedimos varios diccionarios de griego clásico y griego bizantino que nos fueron traídos desde la biblioteca de la Escuela Bíblica de Jerusalén. Después de cenar frugalmente, Glauser-Röist se colocó frente al ordenador y empezó a trastearlo. Los ordenadores eran para él como instrumentos musicales que debían estar perfectamente afinados o como potentes motores cuyas piezas debían girar siempre bien engrasadas. Mientras se entretenía en estos quehaceres informáticos, Farag y yo extendimos los folletos sobre la mesa y empezamos a trabajar en la oración.

La traducción del padre Stephanos podía calificarse de meritoria. Su interpretación del texto griego era irreprochable desde el punto de vista del estilo, aunque, gramaticalmente, dejaba algo que desear. Sin embargo, reconocimos que el anciano no hubiera podido hacer otra cosa con un material tan deficitario como el que proporcionaba la plegaria. Resultaba evidente que su autor no dominaba bien la lengua griega: algunos tiempos verbales, aún admitiendo que manejar los verbos griegos es sumamente complicado, estaban mal escritos y algunas palabras estaban mal colocadas en las frases. Lo lógico hubiera sido pensar que, quien redactó aquella oración, había puesto toda su buena voluntad en trasladar sus pensamientos a una lengua que no conocía lo suficiente, impulsado por alguna necesidad social o religiosa, pero sabiendo como sabíamos que se trataba en realidad de un mensaje staurofílax, no podíamos pasar por alto aquellas irregularidades. Lo primero que nos llamó la atención fueron las frases que contenían numerales, en parte porque resultaban absurdas en el contexto y en parte porque estábamos casi seguros de que podía tratarse de algún tipo de clave: «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos», y también: «Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes». El número siete no podía ser casual —a esas alturas lo teníamos bastante claro—, pero ¿y el número cien, el cincuenta, el noventa y el dos?

Aquella noche no pudimos adelantar mucho. Estábamos tan cansados que apenas podíamos mantener los ojos abiertos. Así que nos fuimos a la cama, convencidos de que, unas cuantas horas de sueño, obrarían maravillas sobre nuestras capacidades intelectuales.

Pero el día siguiente tampoco obtuvimos buenos resultados. Volvimos el texto del revés, lo analizamos palabra por palabra, y, a excepción de las frases primera y última, las que venían remarcadas por un borde de color rojo, nada en el cuerpo de la plegaria aludía directamente a las pruebas de los staurofílakes. A última hora de la tarde, sin embargo, averiguamos un dato que sólo entenebreció más las pocas ideas que se nos habían ocurrido: la frase «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos» no tenía otro sentido que la referencia al pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces, en el cual el evangelista Marcos decía textualmente que la multitud «se acomodó en grupos de cien y de cincuenta»[32]. O sea, que nos habíamos quedado otra vez con las manos vacías.

El despacho que nos había proporcionado la delegación pronto se quedó pequeño. Los libros de consulta que nos traían de la Escuela Bíblica, las notas, los diccionarios, las hojas impresas de material extraído de Internet, fueron peccata minuta en comparación con los paneles que empezamos a utilizar durante el siguiente fin de semana. Farag pensó que quizá veríamos algo —o veríamos más— si trabajábamos sobre una fotografía en formato grande de la oración. El capitán procedió a escanear la imagen del folleto dotándola de la máxima definición, y luego, como hizo con la silueta en papel de Abi-Ruj Iyasus, empezó a imprimir hojas que adhirió sobre una lámina de cartón de las mismas dimensiones que la tabla original. Luego, aquella reproducción fue colocada sobre un trípode de patas largas que ya no cupo en el despacho. Así que el domingo nos trasladamos con todos nuestros enseres a otra estancia más amplia en la que, además, disponíamos de una pizarra grande sobre la que dibujar esquemas o analizar oraciones.

El domingo por la tarde, abandoné a su suerte a mis desgraciados compañeros —la desesperación empezaba a hacer mella en nuestro ánimo— y me dirigí, yo sola, hasta la iglesia de los Franciscanos en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Mi hermano Pierantonio celebraba misa todos los domingos a las seis, y yo no podía perderme algo tan especial estando allí (entre otras cosas porque mi madre me hubiera matado). Como la iglesia de los Franciscanos estaba adosada a los muros de la basílica del Santo Sepulcro, una vez que abandoné el coche de la delegación fuera de las murallas, caminé siguiendo la misma ruta del primer día. Necesitaba pasear tranquilamente, reencontrarme conmigo misma y ¿qué mejor sitio que Jerusalén? Me sentía una auténtica privilegiada por recibir codazos y empujones a lo largo de la Vía Dolorosa.

Según las indicaciones que me había dado Pierantonio por teléfono, la iglesia de los Franciscanos quedaba justo en el lado opuesto a la entrada de la basílica, de modo que no llegué hasta la plaza, sino que me desvié hacia la derecha un par de callejuelas antes. Di un extraño rodeo, completamente sola, para llegar a mi destino.

Escuché misa con devoción y recibí la comunión de manos de Pierantonio, con el que me fui de paseo al finalizar. Hablamos mucho; pude contarle detalladamente toda la historia de los robos de Ligna Crucis y los staurofílakes. Y, cuando ya anochecía, se ofreció a acompañarme hasta la delegación apostólica. Regresamos sobre nuestros pasos —vía Cúpula de la Roca, la mezquita de Al-Aqsa, y muchas otras cosas más— y nos detuvimos en la plaza de la basílica del Santo Sepulcro, atraídos por una pequeña multitud que se congregaba junto a la puerta disparando fotografías y grabando con cámaras de video la clausura de las puertas por ese día.

—¡Es increíble! ¡A la gente le llama la atención cualquier cosa! —ironizó mi hermano—. ¿Y tú, turista? ¿También quieres verlo?

—Eres muy amable —respondí con sarcasmo—, pero no, gracias.

Sin embargo, di un paso en aquella dirección. Supongo que no podía sustraerme al encanto de un anochecer en el corazón cristiano de Jerusalén.

—Por cierto, Ottavia, hay algo que quería comentarte y no había encontrado el momento de hacerlo.

Como en una atracción circense, un hombrecillo menudo, subido a una altísima escalera apoyada contra las puertas, estaba siendo iluminado por los focos y los destellos de las cámaras fotográficas. El hombre se afanaba con la sólida cerradura de hierro.

—Por favor, Pierantonio, no me digas que tienes más asuntos turbios que contarme.

—No, si no tiene nada que ver conmigo. Es sobre Farag.

Me giré bruscamente hacia él. El hombrecillo empezaba a descender por la escalera.

—¿Qué pasa con Farag?

—A decir verdad —empezó mi hermano—, con Farag no pasa nada que no pueda pasar. La que parece tener problemas eres tú.

El corazón se me paró en el pecho y noté que la sangre huía de mi cara.

—No sé de qué estás hablando, Pierantonio.

Unos gritos y un murmullo de alarma salieron del grupo de espectadores. Mi hermano se volvió rápidamente a mirar, pero yo me quedé como estaba, paralizada por las palabras de Pierantonio. Había intentado mantener a raya mis sentimientos, había hecho todo lo posible para no dejar que se traslucieran y hete aquí que Pierantonio me había pillado.

—¿Qué ha pasado, padre Longman? —oí que preguntaba mi hermano. Levanté la mirada del suelo y vi que se dirigía a otro fraile franciscano que se encontraba cerca de nosotros.

—Hola, padre Salina —le saludó el interpelado—. El Guardián de las Llaves se ha caído al bajar por la escalera. Se le ha ido el pie y se ha desplomado. Menos mal que ya estaba cerca del suelo.

Me encontraba tan entumecida por la pena y el susto que tardé unos segundos en reaccionar. Pero, gracias a Dios, mi cerebro volvió a funcionar bien, y una voz subconsciente empezó a repetirme dentro de la cabeza: «El Guardián de las Llaves, el Guardián de las Llaves». Salí de la bruma con grandes dificultades mientras Pierantonio le daba las gracias a su hermano de Orden.

—El hombre de la escalera ha dado un traspiés… Bueno, volvamos a lo nuestro. Me había prometido a mí mismo que hoy hablaría, sin falta, de este asunto contigo. En fin, que, si no me he equivocado, tienes un problema muy serio, hermanita.

—¿Qué te ha dicho exactamente ese fraile de tu Orden?

—No intentes cambiar de tema, Ottavia —me reconvino Pierantonio, muy serio.

—¡Déjate de tonterías! —le increpé—. ¿Qué te ha dicho exactamente?

Mi hermano estaba más que sorprendido por mi súbito cambio de humor.

—Que el portero de la basílica, cuando estaba bajando la escalera, ha dado un traspiés y se ha caído.

—¡No! —grité—. ¡No ha dicho portero!

Alguna luz debió hacerse de pronto en la mente de mi hermano porque el gesto de su cara cambió y vi que había comprendido.

—¡El Guardián de las Llaves! —articuló entre titubeos—. ¡El que tiene las llaves!

—¡Tengo que hablar con ese hombre! —exclamé mientras le dejaba con la palabra en la boca y me abría paso entre los turistas. Alguien que recibe el nombre de «Guardián de las Llaves» de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén tiene que estar bastante relacionado con aquel «que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre». Y si no era así, pues bueno; pero había que intentarlo.

Para cuando llegué al centro del corro, el hombrecito ya se había puesto en pie y se estaba sacudiendo la suciedad de la ropa. Como otros muchos árabes que había tenido ocasión de contemplar esos días, iba en camisa y sin corbata, con el cuello abierto y las mangas dobladas, y lucía un fino bigotito sobre el labio superior. Su gesto era de enfado y de rabia contenida.

—¿Es usted al que llaman el «Guardián de las Llaves»? —le pregunté en inglés, un poco azorada.

El hombrecillo me miró con indiferencia.

—Creo que está claro, señora —repuso muy digno y, acto seguido, me dio la espalda y pasó a ocuparse de la escalera, que continuaba apoyada contra las puertas. Sentí que estaba perdiendo una oportunidad única, que no debía dejarlo escapar.

—¡Escuche! —le grité para llamar su atención—. ¡Me dijeron que preguntara al que tiene las llaves!

—Me parece muy bien, señora —respondió sin volverse, dando por sentado que yo era una pobre loca. Golpeó un ventanuco disimulado en una de las hojas y este se abrió.

—No lo entiende, señor —insistí, apartando a dos o tres peregrinos que se empeñaban en filmar con sus cámaras cómo la escalera desaparecía por el postigo—. Me dijeron que preguntara al que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre.

El hombre se quedó unos segundos en suspenso y luego se volvió y me miró fijamente. Durante un instante, me observó como el entomólogo que estudia un insecto, y luego, no pudo evitar manifestar su sorpresa:

—¿Una mujer?

—¿Acaso soy la primera?

—No —articuló, después de pensar un poco—. Hubo otras, pero no conmigo.

—Entonces ¿podemos hablar?

—Por supuesto —dijo, pellizcándose el bigote—. Espéreme aquí mismo dentro de media hora. Si no le importa, ahora debo terminar.

Dejé que continuara su trabajo y volví con Pierantonio, que me esperaba impaciente.

—¿Era él?

—Sí. Me ha citado aquí dentro de media hora. Supongo que quiere verme sin gente alrededor.

—Bueno, pues demos un paseo.

Media hora no era mucho tiempo, pero si lo que mi hermano pretendía era volver sobre el tema de Farag, podía convertirse en una eternidad. Así que, para gastar minutos, le pedí el teléfono móvil y llamé al capitán. La Roca se mostró satisfecho por la noticia del «Guardián de las Llaves», pero también alarmado porque ni Farag ni él podrían llegar a la cita aunque salieran corriendo de la delegación. De manera que empezó a enumerar una larga lista de preguntas para hacerle al Guardián y terminó repitiéndose lamentablemente como un disco rayado, recordándome que hiciera o dijera aquello que acababa de decirme que hiciera o dijera. La verdad es que, después de cuatro días de retraso sobre nuestros planes, haber encontrado una pista tan importante era una luz en medio de la oscuridad. Ahora ya podríamos llevar a cabo la prueba de Jerusalén, fuera la que fuera, y salir hacia Atenas cuanto antes.

De este modo, hablando extensamente con el capitán, conseguí que transcurriera el plazo de tiempo sin que mi hermano tuviera ocasión de hacerme ninguna pregunta comprometida. Cuando, por fin, le devolví el móvil, Pierantonio, sonrió. Estábamos delante de su iglesia, la franciscana.

—Supongo que piensas que ya no podemos hablar sobre tu amigo Farag —me dijo, sujetándome por el codo y dirigiéndome hacia la callejuela empedrada que iba a dar a la Vía Dolorosa.

—Exactamente.

—Sólo quiero ayudarte, pequeña Ottavia. Si lo estás pasando mal, puedes contar conmigo.

—Lo estoy pasando muy mal, Pierantonio —admití, cabizbaja—, pero supongo que todos los religiosos atravesamos alguna vez una crisis de este tipo. No somos seres especiales, ni estamos a salvo de los sentimientos humanos. ¿Acaso a ti no te ha pasado nunca?

—Bueno… —murmuró, mirando en la dirección contraria a mí—. Lo cierto es que sí. Pero hace mucho tiempo de aquello y, al final, a Dios gracias, triunfó mi vocación.

—En eso confío yo, Pierantonio —hubiera querido abrazarle, pero no estábamos en Palermo—. Confío en Dios, y si Él quiere que siga Su llamada, me ayudará.

—Rezaré por ti, hermanita.

Habíamos llegado a la plaza del Santo Sepulcro y el Guardián de las Llaves me esperaba delante de la puerta, tal y como me había dicho. Me acerqué despacito y me planté a pocos pasos de él.

—Repítame la frase, por favor —me pidió amablemente.

—Me dijeron: «Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre».

—Muy bien, señora. Ahora escuche con atención. El mensaje que tengo para usted es el siguiente: «La séptima y la novena».

—¿«La séptima y la novena»? —repetí, desorientada—. ¿Qué séptima y qué novena? ¿De qué está hablando?

—No lo sé, señora.

—¿No lo sabe?

El hombrecillo se encogió de hombros. Hacía calor aquella noche.

—No, no señora. Yo no sé lo que significa.

—¿Y, entonces, qué tiene usted que ver con… con los staurofílakes?

—¿Con quién? —arqueó las cejas y se peinó el flequillo negro con la palma de la mano—. No sé nada de todo eso, discúlpeme. Verá, mi nombre es Jacob Nusseiba. Mují Jacob Nusseiba. Nosotros, los Nusseiba, hemos sido los encargados de abrir y cerrar todos los días las puertas de la basílica del Santo Sepulcro desde el año 637, cuando el califa Omar nos las entregó. Cuando el califa entró en Jerusalén, mi familia formaba parte de su ejército. Para evitar conflictos entre los cristianos, que estaban muy enfrentados unos con otros, nos entregó las llaves a nosotros. Desde entonces, y durante trece siglos, el hijo mayor de cada generación Nusseiba ha sido el Guardián de las Llaves. En algún momento de la historia, a esta larga tradición se unió otra de carácter secreto. Cada padre le dice a su hijo en el momento de pasarle las llaves: «Cuando te pregunten si tú eres el que tiene las llaves, el que abre y nadie cierra y el que cierra y nadie abre, deberás contestar: “La séptima y la novena”». Lo memorizamos y lo decimos desde hace muchos siglos cuando alguien nos pregunta, como ha hecho usted hoy.

La séptima y la novena, de nuevo el siete y el nueve, los números de Dante, pero ¿a qué podían referirse esta vez?

—¿Desea alguna otra cosa, señora? Es tarde…

Agité suavemente la cabeza para salir de mi ensueño y miré al Mují Nusseiba. Aquel hombrecito tenía un árbol genealógico más antiguo que el de muchas casas reales europeas y, sin embargo, por su aspecto, nadie diría que no era el insignificante camarero de un café.

—¿Ha venido mucha gente como yo, preguntándole? Quiero decir…

—La entiendo, la entiendo —se apresuró a responder, haciendo un ademán con la mano para que me callara—. Mi padre me entregó las llaves hace diez años y, desde entonces, he repetido la respuesta diecinueve veces. Con usted, veinte.

—¡Veinte!

—Mi padre la repitió sesenta y siete veces. Creo que se la dijo a cinco mujeres.

La Roca me había dicho que preguntara también por Abi-Ruj Iyasus, pero el Guardián de las Llaves no me dio oportunidad de hacerlo.

—De verdad que lo siento, señora, pero tengo que irme. Me esperan en casa y es muy tarde. Espero haberle sido de ayuda. Qué Alá la proteja.

Y, diciendo esto, desapareció con paso rápido, dejándome con bastantes más interrogantes de los que tenía antes de empezar a hablar con él.

Un brazo sin cuerpo y con un móvil en la mano apareció de pronto frente a mi cara.

—¿Quieres llamar a tus compinches? —me preguntó Pierantonio.

—¿«La séptima y la novena»? —exclamó el capitán dando pasos de gigante de un lado a otro del despacho. Parecía un león enjaulado; llevaba cuatro días encerrado tecleando frases de la plegaria en el ordenador para ver si encontraba correspondencias en algún documento del mundo, y lo único que había conseguido era perderse el encuentro con el Guardián de las Llaves y perder también la poca paciencia que le quedaba escuchando la enigmática indicación que este me había dado—. ¿Está segura de que dijo «La séptima y la novena»?

—Estoy totalmente segura, capitán.

—«La séptima y la novena» —repitió Farag, pensativo—. ¿La séptima prueba y la novena, que no existe? ¿La séptima palabra y la novena de la oración? ¿La séptima y la novena estrofas del circulo de los iracundos? ¿La séptima y la novena sinfonías de Beethoven? ¿La séptima y la novena de algo que desconocemos?

—¿Cuáles son la séptima y la novena estrofas de esta cornisa en Dante?

—¿Pero no le dije que el cuarto circulo no tenía nada interesante a parte del humo? —bramó Glauser-Röist, sin detener su desesperado paseo.

Farag cogió de la mesa el ejemplar de la Divina Comedia y empezó a buscar el Canto XVI del Purgatorio. El capitán le observó con desprecio.

—¿Es que nadie me hace caso? —se lamentó.

—La séptima estrofa del decimosexto Canto —dijo Farag—, del verso 19 al 21, dice así:

Agnus Dei, era, pues, como empezaban

todos a un tiempo, y en un tono tan igual

que en completa concordia parecían.

—¿De qué habla Dante? —quise saber.

—De las almas que se acercan a Virgilio y a él. Como no las pueden ver venir porque están cegados por el humo, saben que se aproximan porque las escuchan cantar el Agnus Dei.

—¿El Agnus Dei? —voceó la Roca.

—Lo que rezamos durante la Misa mientras el sacerdote parte el Pan: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros».

—¡Ya les dije que esas estrofas no tenían nada que ver!

Farag bajó de nuevo los ojos al libro:

—La estrofa novena del mismo Canto dice:

¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,

y de nosotros hablas como si

aún midieses el tiempo por calendas?

—Las almas se sorprenden de encontrar a alguien vivo en su cornisa —deduje—. Nada interesante.

—No, desde luego —estimó Farag, revisando las estrofas.

Glauser-Röist soltó un bufido de impaciencia.

—¡Ya lo dije! Aquí, lo único importante es el humo y el humo es esta maldita plegaria que no nos deja ver nada.

—¿Qué otras opciones mencionaste, Farag?

—¿Qué opciones?

—Cuando dijiste que la séptima y la novena podían ser estrofas del Canto XVI, también señalaste otras posibilidades.

—¡Ah, sí! Comenté que podían ser las pruebas que estamos realizando, pero, como sólo son siete, esta alternativa queda eliminada. Tampoco creo que se trate de las sinfonías de Beethoven, ¿no? ¡Y bueno, también dije que podían ser la séptima y la novena palabra de la plegaria del padre Stephanos!

—Eso suena bien —declaré, poniéndome en pie y acercándome a la fotografía del panel que reproducía el texto a tamaño natural. Después de cuatro días de trabajar intensamente sobre aquella oración, la había memorizado y no necesitaba mirarla para saber lo que decía: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén». Suspire… De una cosa no cabía la menor duda: como había dicho Glauser-Röist, era una auténtica cortina de humo.

—Coge el rotulador, Ottavia —me pidió Farag desde su asiento—. Se me está ocurriendo algo.

Le obedecí prestamente porque, cuando Farag tenía una idea, siempre era una buena idea. De modo que, enarbolando el grueso rotulador negro en la mano derecha, me quedé inmóvil como una alumna diligente, a la espera de que el profesor empezara a compartir su sabiduría.

—Bien, supongamos que las dos frases que están escritas a dos tintas tienen, por sí mismas, un significado especial.

—Eso ya lo hemos estudiado varias veces durante esta semana —desaprobó hoscamente la Roca.

—«Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia». No cabe duda de que este primer enunciado es una llamada de atención. El aspirante a staurofílax llega hasta la cripta del Santo Sepulcro y, cuando se encuentra frente a los relicarios, descubre la tabla con esa frase que le avisa de que lo que viene a continuación es parte de la prueba que debe superar.

—Lo que no entiendo —murmuré— es cómo los staurofílakes que llegan a Jerusalén pueden averiguar la existencia de esa bóveda secreta y cómo consiguen entrar en ella.

—¿Cuánto tiempo hace que empezamos con las pruebas? —preguntó de pronto la Roca, deteniendo su paseo y apoyándose en el respaldo de su sillón.

—Hace exactamente dos semanas —le respondí—. El domingo, 14 de mayo. Ese día yo estaba en Palermo en el funeral de mi padre y de mi hermano cuando Farag y usted me llamaron por teléfono. Hoy es 28 de mayo, y domingo, de modo que han pasado dos semanas justas.

—Dos semanas, ¿eh? Bueno, pues suponga que, en lugar de desplazarnos de una ciudad a otra en helicóptero o avión, en lugar de disponer de ordenadores y de Internet, de contar con la inestimable ayuda de sus amplios conocimientos y de los conocimientos de otros que, en sus respectivas ciudades, nos están ayudando, suponga, digo, que uno sólo de nosotros hubiera tenido que hacer todos los desplazamientos a pie o a caballo y averiguar lo de Santa Lucía o lo de Pitágoras. ¿Cuánto cree que hubiera tardado?

—No es lo mismo, Kaspar —protestó el profesor—. Piense que lo que para nosotros son conocimientos históricos desfasados, para alguien de los siglos XII a XVIII eran los contenidos normales de sus estudios. La educación estaba encaminada a conseguir la plenitud, a lograr que una persona fuera, a la vez, pintor, escultor, poeta, arquitecto, astrónomo, músico, matemático, atleta, juglar… ¡Todo al mismo tiempo! Ciencia y arte no estaban separados como lo están ahora. Recuerde a Hildegarda de Bingen, a León Batista Alberti, a Trótula Ruggiero o a Leonardo da Vinci. Cualquier aspirante medieval o renacentista a staurofílax, como Dante Alighieri, estudiaba desde pequeño todas estas cosas que nosotros tenemos que rescatar del baúl de los recuerdos. Dante también era médico, ¿lo sabía?

—Bueno, pero Abi-Ruj Iyasus —objeté—, por mencionar el único caso actual que conocemos, no recibió esa educación clásica de la que hablas. En realidad, no creo que recibiera ningún tipo de educación.

—¿Y cómo estás tan segura?

—Bueno, no lo estoy, pero, siendo de Etiopía, un país en el que la gente se muere de hambre y en el que más de la mitad de la población vive en campos de refugiados…

—No te equivoques, Ottavia —me contradijo Farag—. Etiopía es uno de los países con una historia, una tradición y una cultura que ya las quisieran para sí Europa y América. Antes de atravesar esta catastrófica situación que vive ahora, Etiopía, o Abisinia, fue rica, fuerte, poderosa y, sobre todo, culta, muy culta. Lo que pasa es que las imágenes que nos ofrece hoy día la televisión nos hacen pensar en un país miserable que se pierde en algún lugar remoto de África, pero piensa que la reina de Saba era etíope y que la casa real de ese país se consideraba descendiente del rey Salomón.

—¡Por favor, profesor! —atajó la Roca, de malos modos—. ¡No nos desviemos del asunto! Yo les hice una simple pregunta y ustedes no me han contestado. ¿Cuánto tiempo tardaría en realizar estas pruebas uno solo de nosotros sin contar con ayuda?

—Meses probablemente —respondí—. Años incluso.

—¡Pues a eso me refiero! Los aspirantes a staurofílakes no tienen prisa. Van de una ciudad a otra, de una prueba a otra disponiendo de todo el tiempo del mundo. Estudian, preguntan, utilizan el cerebro… Si llegan a Jerusalén, lo lógico es que vivan varios meses en esta ciudad hasta…

—Hasta perder la paciencia, que es de lo que se trata —apuntó Farag, con una sonrisa.

—¡Exacto! Pero nosotros no tenemos ese tiempo. En dos semanas hemos completado el Antepurgatorio y los dos primeros círculos.

—Y, con un poco de suerte, Kaspar, si esta noche seguimos trabajando, en unos pocos días habremos resuelto la primera parte del tercer círculo.

Las palabras de Farag sonaron como una llamada de atención, así que yo sujeté de nuevo con fuerza el rotulador y él continuó:

—Estaba diciendo, antes de esta agradable charla, que cuando el aspirante a staurofílax llega hasta la cripta de la Vera Cruz, se encuentra con esa tabla que luce el Crismón constantiniano y un par de frases en rojo que llaman su atención, indicándole, la primera de ellas, que se halla, por fin, en la prueba del pecado de la ira y que debe ser paciente para resolverla, muy paciente, ya que la paciencia es la virtud teologal opuesta al pecado capital de la ira. Y la última frase, la que dice «Que tu paciencia se vea colmada por esta oración», le advierte que debe buscar la solución en la propia plegaria, pues ella colmará su búsqueda. De modo que, eliminando las dos frases en rojo, nos queda el cuerpo en negro, y creo que es ahí donde debemos buscar «La séptima y la novena».

—Entonces ¿la séptima y la novena palabras? —pregunté, volviéndome hacia la fotografía.

—Vamos a intentarlo, a falta de otra idea mejor —y Farag miró a la Roca, que no hizo el menor movimiento.

—La séptima palabra es «οταν», cuando —dije, encerrándola con un trazo ovalado—, y la novena «ελιος», sol.

Hótan hó hélios… —pronunció Boswell con satisfacción—. Cuando el sol… ¡Creo que hemos acertado, Basíleia! Al menos, tiene sentido.

—No cante victoria tan pronto —le reprendió Glauser-Röist—. Puede haber sonado la flauta por casualidad. Además, esas palabras no coinciden con las de la traducción.

—Ninguna traducción puede coincidir nunca, Kaspar. Pero esas palabras sí concuerdan con la traslación literal, que, en esta primera frase sería «Igual que la planta prospera impetuosa cuando quiere el sol».

—Bueno, suponiendo que sean la séptima y la novena palabra de cada frase —anuncié, para impedir que volvieran a enzarzarse en una discusión—, las siguientes son «κατεδυ» y «εκ», ponerse y desde.

—¡Ahí tiene la prueba, Kaspar! Hótan hó hélios katédi ek… O, lo que es lo mismo, Cuando el sol se ponga desde… Es la expresión griega para decir al anochecer. ¿Qué les parece?

Yo seguí contando palabras y rodeándolas por círculos hasta que el mensaje completo quedó extraído y destacado del texto de la plegaria:

—«Cuando el sol se ponga —leí textualmente al finalizar— desde el de los cien y noventa dos atenienses tumba hasta el recaudador. Corre y llega antes de amanecer. Como suplicante golpea los siete golpes a la puerta».

—¡Tiene sentido! —gritó Farag.

—¿Ah, sí? —se burló la Roca—. Pues, venga, acláremelo, porque yo no lo veo.

Farag, de un salto, se puso a mi lado.

—Al anochecer, desde la tumba de los ciento noventa y dos atenienses hasta el recaudador. Corre y llega antes de amanecer…

—¿Por qué pones los puntos y seguidos como en la plegaria? —aduje—. Si los quitas, la frase funciona mejor.

—Es cierto. Veamos. Al anochecer, humm… Al anochecer, corre desde la tumba de los ciento noventa y dos atenienses hasta el recaudador y llega antes del amanecer. Como suplicante, llama con siete golpes a la puerta. En griego, llamar a la puerta y golpear la puerta es lo mismo.

—Creo que está muy bien. La traducción es correctísima —dije.

—¿Está segura, doctora? Porque yo no entiendo eso de correr desde los ciento noventa y dos atenienses hasta el recaudador. Si no le molesta que lo diga, claro.

—Creo que deberíamos bajar a cenar y continuar más tarde —propuso Farag—. Estamos agotados y nos vendrá bien descansar, reponer fuerzas y pasar la escoba por el cerebro hablando de otras cosas. ¿Qué les parece?

—Estoy de acuerdo —me adherí, entusiasta—. Vamos, capitán. Es hora de parar.

—Bajen ustedes —dijo la Roca—. Yo tengo cosas que hacer.

—¿Por ejemplo? —pregunté, recuperando mi chaqueta del sillón.

—Podría decirle que es asunto mío —me contestó, con tono desagradable—, pero quiero investigar sobre esos atenienses y su recaudador.

Mientras descendíamos hacia el comedor por la escalera, no pude evitar recordar todo lo que mi hermano me había contado sobre el capitán Glauser-Röist. Estuve a punto de comentárselo a Farag, pero pensé que no debía hacerlo, que ese tipo de información no debía circular o, al menos, no a través de mí. Para ciertas cosas, prefería ser una estación término que una de tránsito.

Cuando salí de mis pensamientos, sentados ya a la mesa, los ojos azul turquesa del profesor me contemplaban de tal forma que no pude sostenerle la mirada. Durante toda la cena los estuve esquivando como si quemaran, aunque intenté que mi conversación y mi voz fueran completamente normales. Debo reconocer, sin embargo, que, pese a luchar con todas mis fuerzas, aquella noche le encontré… muy guapo. Sí, ya lo he dicho. Muy atractivo. No sé cómo le caía el pelo sobre la frente, ni cómo gesticulaba, ni cómo sonreía, pero el caso es que tenía algo… ¡Vaya, que estaba guapísimo! Mientras deshacíamos el camino y volvíamos al despacho donde nos esperaba el simpático Glauser-Röist —Farag llevaba un plato para él con algo de cena—, sentí que las piernas me flaqueaban y deseé huir, volver a casa, salir corriendo y no volver a verle nunca más. Cerré los ojos en un intento desesperado por refugiarme en Dios, pero no pude.

—¿Estás bien, Basíleia?

—¡Quiero terminar de una vez con esta odiosa aventura y volver a Roma! —exclamé con toda mi alma.

—¡Caramba! —su voz sonaba triste—. ¡Esa respuesta era lo último que me esperaba!

Cuando entramos en el despacho, Glauser-Röist tecleaba velozmente instrucciones al ordenador.

—¿Cómo ha ido, Kaspar?

—Algo tengo… —masculló sin dejar de mirar la pantalla—. Vean esas hojas. Les va a encantar.

Cogí el puñado de papeles que descansaba en la bandeja de salida de la impresora y empecé a leer los títulos: «El túmulo de Maratón», «La ruta original del Maratón», «La carrera de Fidípides», «La ciudad de Pikermi» y, para mi sorpresa, dos páginas en griego, «Tímbos Maratános» y «Maratonas».

—¿Qué significa todo esto? —pregunté, alarmada.

—Significa que va a tener que correr el maratón en Grecia, doctora.

—¿Cuarenta y dos kilómetros corriendo? —el tono de mi voz no podía sonar más agudo.

—En realidad, no —dijo la Roca, frunciendo la frente y apretando los labios—. Sólo treinta y nueve. He descubierto que la carrera que se corre hoy día no se corresponde con la que corrió Fidípides en el año 490 antes de nuestra era para anunciar a los atenienses la victoria sobre los persas en las llanuras de Maratón. Según explica el Comité Olímpico Internacional en una de sus páginas web, el trayecto moderno de cuarenta y dos kilómetros se estableció en 1908, en los Juegos Olímpicos de Londres, y es la distancia que existe entre el castillo de Windsor y el estadio de White City, al oeste de la ciudad, donde se celebraron los Juegos. Entre el pueblo de Maratón y la ciudad de Atenas, sólo hay treinta y nueve kilómetros.

—No quisiera ser desagradable —empezó a decir Farag, recuperando el marcado acento árabe que casi había perdido durante las últimas semanas—, pero creo que el tal Fidípides murió nada más dar la buena noticia.

—Sí, pero no por la carrera, profesor, sino por las heridas de la batalla. Al parecer, Fidípides ya había recorrido varias veces los ciento sesenta y seis kilómetros que separan Atenas de Esparta para llevar mensajes de una ciudad a otra.

—Bueno, pero, a ver… ¿Qué tiene que ver todo esto con los ciento noventa y dos atenienses?

—En Maratón existen dos tumbas gigantes, o túmulos —explicó la Roca mientras consultaba las nuevas páginas que salían de la impresora—. Esos túmulos, al parecer, contienen los cadáveres de los que murieron en la famosa batalla: seis mil cuatrocientos persas por un lado, y ciento noventa y dos atenienses por otro. Esas son, además, las cifras que menciona Heródoto. Según eso, debemos partir, al anochecer, desde el túmulo de los atenienses y llegar, antes del amanecer, a la ciudad de Atenas. Lo que sigo sin tener claro es el destino en Atenas: el recaudador.

—O sea, que la resolución de la prueba de Jerusalén es la pista de la prueba de Atenas.

—En efecto, doctora. Por eso Dante funde los dos círculos en mitad del Canto XVII.

—¿Y no van a marcarnos con la cruz?

—No se preocupe por eso. Ya lo harán.

—¡O sea, que nos vamos corriendo a Grecia! —rió Farag.

—En cuanto resolvamos lo del recaudador.

—Me lo temía —rezongué, tomando asiento y leyendo los papeles que aún conservaba en las manos. Conociendo al capitán, no iba a poder despedirme de mi hermano.

—¿Ha probado a buscar la palabra «recaudador» en griego, Kaspar?

—No. El teclado del ordenador no me deja. Tendría que bajar alguna actualización del navegador que me permitiera escribir las búsquedas en otros alfabetos.

Se afanó a la tarea durante un rato, mientras mordisqueaba la cena que le habíamos subido. Farag y yo, entretanto, leímos las páginas impresas sobre la carrera de Maratón. Yo, que jamás hacía el menor ejercicio físico, que llevaba la vida más sedentaria del mundo y que nunca me había sentido atraída por ningún tipo de deporte, estudiaba ahora con atención los detalles de la histórica carrera que muy pronto iba a tener que afrontar. ¡Pero si no sabía correr!, me repetía, angustiada. ¡Estúpidos staurofílakes! ¿Cómo pretendían que hiciera treinta y nueve kilómetros en una noche? ¡Y a oscuras! ¿Es que creían que cualquiera podía ser Abebe Bikila[33]? Lo más probable es que muriera abandonada en alguna colina solitaria, a la fría luz de la luna, con la única compañía de animales peligrosos. ¿Y todo eso para qué? ¿Para conseguir otra bonita escarificación en mi cuerpo?

Por fin, el capitán anunció que estaba listo para introducir texto griego en los buscadores de Internet que lo admitieran, de modo que me desplacé hasta el ordenador y ocupé su puesto. Era difícil porque las letras latinas que pulsaba no se correspondían exactamente con las letras griegas virtuales que se dibujaban en la pantalla, pero, en poco tiempo, empecé a dominar los trucos y pude manejarme con bastante soltura. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, porque, en cuanto tecleaba καπνικαρειας (kapnicareías), el capitán me quitaba del sillón y volvía a tomar las riendas del ordenador; pero, como seguía necesitándome para saber qué decían las páginas que aparecían en el monitor, acabó pareciendo que estábamos jugando al juego de las sillas.

Como el griego clásico y el bizantino presentan diferencias importantes con respecto al griego moderno, había muchas palabras, o construcciones enteras, que yo no comprendía, así que pedí ayuda a Farag y, entre los dos, intentamos traducir, aproximadamente, lo que salía en pantalla. Por fin, cerca ya de la medianoche, un buscador griego llamado Hellas, nos proporcionó una pista que resultó fundamental: una breve nota a pie de página (virtual) nos indicaba que no había encontrado más referencias que las que nos mostraba pero que, por similitud, tenía doce páginas más que también podíamos consultar si queríamos. Naturalmente, aceptamos. Una de reseñas afines era la página de una preciosa iglesita bizantina, situada en el corazón de Atenas, llamada Kapnikaréa. La página explicaba que la iglesia Kapnikaréa era conocida como la iglesia de la Princesa porque se atribuía su fundación a la emperatriz Irene, que reinó en Bizancio entre los años 797 y 802 de nuestra era. Sin embargo, el verdadero fundador había sido un rico recaudador de impuestos sobre bienes inmuebles que había decidido darle el nombre de su lucrativa profesión: Kapnikaréas, recaudador.

Origen y destino estaban ya en nuestro poder; sólo nos faltaba viajar a Grecia, a la hermosa ciudad de Atenas, cuna del pensamiento humano. Pero eso lo hicimos al día siguiente, después de que Glauser-Röist se pasara toda la noche colgado al teléfono dando instrucciones, pidiendo información y organizando los próximos días de nuestra vida con la ayuda del Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia. Abandonábamos definitivamente el territorio que aún podía considerarse latino y católico para entrar de lleno en el mundo cristiano oriental. Si todo discurría como era de esperar, después de Atenas, la ciudad en la que superaríamos a la carrera el pecado de la pereza, visitaríamos la avara Constantinopla, la glotona Alejandría y la lujuriosa Antioquía.