No es lo que uno esperaba

Glokta se despertó al sentir el roce de un haz de luz, lleno de danzantes motas de polvo en suspensión, que se colaba por entre los cortinajes y atravesaba las arrugadas sábanas de su lecho. Intentó darse la vuelta, y torció el gesto al sentir un chasquido en el cuello. Ah, el primer espasmo del día. El segundo vino poco después. Le recorrió como una exhalación la cadera izquierda, mientras forcejeaba para intentar ponerse de espaldas, y le cortó la respiración. El dolor le bajó lentamente por la columna, se asentó en su pierna y ahí se quedó.

—Ay —gruñó. Poniendo mucho cuidado, intentó girar el tobillo y mover un poco la rodilla. El dolor aumentó de forma instantánea—. ¡Barnam! —apartó las sábanas y, como en tantas otras ocasiones, sus fosas nasales se llenaron de una peste a excrementos. No hay mejor preludio de una mañana productiva que el hedor de las propias heces.

—¡Agh, Barnam! —gimoteó, babeó y sujetó con fuerza su muslo marchito, pero no obtuvo ningún alivio. El dolor cada vez iba a más. Las fibras musculares se destacaban sobre su carne atrofiada como cables de metal y su pie mutilado daba grotescas sacudidas sin que pudiera hacer nada para controlarlo.

—¡Barnam! —chilló—. ¡Barnam, maldito bastardo! ¡La puerta! —su boca desdentada chorreaba babas, las lágrimas corrían por su cara convulsa, sus manos lanzaban zarpazos y aferraban puñados de sábanas teñidas de una coloración marronácea.

Oyó unos pasos apresurados por el pasillo y luego sonó un ruido en la cerradura.

—¡Está cerrada con llave, maldito idiota! —chilló a través de sus encías, henchido de dolor y de rabia. Para su sorpresa, el picaporte giró y se abrió la puerta. Qué demo

Ardee corrió hacia la cama.

—¡Fuera! —bufó Glokta, cubriéndose absurdamente el rostro con una mano y aferrando la ropa de la cama con la otra—. ¡Fuera!

—No —Ardee apartó de un tirón las sábanas, y Glokta contrajo el rostro esperando ver cómo se ponía pálida, cómo retrocedía con paso tambaleante, cubriéndose la boca con una mano y con los ojos desorbitados por el horror y el asco. ¿Estoy casada con… un monstruo embadurnado de mierda? Pero ella se limitó a mirar hacia abajo con gesto ceñudo durante un instante y luego le agarró su maltrecho muslo y presionó sus pulgares contra él.

Glokta resoplaba, manoteaba y se retorcía para intentar soltarse, pero ella le tenía bien cogido y sus dedos eran dos puntos de dolor clavados en medio de sus tendones contraídos.

—¡Ay! Maldita… maldita… —el músculo agarrotado se relajó y, con él, también se relajó Glokta, que se dejó caer sobre el colchón. Y así, el hecho de estar embadurnado con mi propia mierda resulta mínimamente menos embarazoso.

Permaneció tumbado, embargado de una intensa sensación de impotencia.

—No quería que me viera… así.

—Ya es un poco tarde para eso. Se casó conmigo, ¿recuerda? Ahora somos un solo cuerpo.

—Me parece que he sido yo el que ha salido ganando con el trato.

—No se crea. Yo he conservado la vida.

—Una vida muy distinta de la que suelen anhelar la mayoría de las jóvenes —mientras hablaba, observaba la cara en penumbra de Ardee, por la que entraba y salía el haz de luz—. Sé que no es esto lo que esperaba… de un marido.

—Mi sueño siempre fue un hombre con el que pudiera bailar —alzó la vista y le sostuvo la mirada—. Pero a lo mejor me conviene más alguien como usted. Los sueños son cosa de niños. Nosotros somos adultos.

—Aun así, ya ve que lo de no poder bailar es lo de menos. No tiene por qué… hacer esto.

—Quiero hacerlo —le agarró la cara con las manos y se la torció, haciéndole un poco de daño, para que la mirara a la cara—. Quiero sentirme útil. Quiero tener a alguien que me necesite. ¿Puede entenderlo?

Glokta tragó saliva.

—Sí. Pocos lo entenderían mejor que yo. ¿Dónde está Barnam?

—Le dije que podía tomarse las mañanas libres, porque a partir de ahora yo me encargaría de esto. También le he dicho que pase mi cama a este cuarto.

—Pero…

—¿Pretende decirme que no puedo dormir en la misma habitación que mi marido? —sus manos, firmes y suaves a la vez, se deslizaron sobre su carne ajada y se pusieron a masajear su piel herida, sus músculos atrofiados. ¿Cuánto hará? ¿Cuánto hará desde la última vez que estuve con una mujer que no me mirara con espanto? ¿Cuándo hará desde la última vez que estuve con una mujer que no me tocara con violencia? Yacía con los ojos cerrados y la boca abierta, segregando lágrimas que resbalaban por un lado de la cara y caían en la almohada. Casi me siento cómodo. Casi

—No me merezco esto —exhaló.

—Nadie tiene lo que se merece.

Cuando Glokta entró renqueando en el soleado salón, la Reina Terez le dirigió una mirada altiva sin hacer el más mínimo esfuerzo por disimular el desprecio y el asco que le producía su persona. Como si una cucaracha acabara de hacer acto de presencia ante su regia persona. Pero ya veremos. Después de todo, el camino ya lo conocemos. Nosotros mismos lo hemos recorrido, y hemos arrastrado por él a muchas otras personas. Primero se va el orgullo. Luego llega el dolor. Inmediatamente después viene la humildad. Y al poco ya está ahí la obediencia.

—Soy Glokta, el nuevo Archilector de su Majestad.

—Ah, el tullido —soltó con desdén. Una franqueza reconfortante. ¿Se puede saber por qué viene a estropearme la tarde? Aquí no encontrara ningún delincuente. Sólo arpías estirias.

Glokta miró de soslayo a una mujer que se erguía tiesa como un palo junto a una de las ventanas.

—Se trata de un asunto que sería preferible tratar en privado.

—La condesa Shalere y yo somos amigas desde que nacimos. No hay nada que usted pueda decirme que no pueda oír ella —la condesa miró a Glokta con un desdén casi igual de hiriente que el de la reina.

—Muy bien. No es un tema que se pueda abordar con delicadeza. Claro que tampoco me parece que la delicadeza vaya a servir de mucho en este caso. He sido informado de que no cumplís con vuestros deberes conyugales.

La indignación de Terez hizo que su cuello pareciera más fino y alargado de lo que ya era.

—¿Cómo se atreve? ¡Eso no es de su incumbencia!

—Me temo que sí. Ya sabéis. El Rey necesita herederos. El futuro de la corona. Esas cosas.

—¡Esto es intolerable! —la reina se había puesto pálida de ira. La joya de Talins echa auténticas chispas—. ¡Me veo obligada a ingerir su repugnante comida, a aguantar su insoportable clima, a recibir con una sonrisa las balbucientes divagaciones del idiota de su Rey! ¡Y ahora encima tengo que rendir cuentas ante sus deformes subordinados! ¡Esto es una cárcel!

Glokta recorrió con la vista la magnífica sala. Opulentos cortinajes. Muebles dorados. Espléndidos cuadros. Dos hermosas mujeres ataviadas con maravillosos vestidos. Y hundió con amargura un diente en la parte inferior de su lengua.

—Creedme. Éste no es el aspecto que suelen tener las cárceles.

—¡Hay muchos tipos de cárcel!

—He aprendido a vivir con cosas peores, como también lo han hecho otros. Tendría que ver la que le ha caído a mi esposa.

—¿Compartir lecho con un repugnante bastardo, con el hijo de una cualquiera, tener que aguantar que un ser peludo, apestoso y lleno de cicatrices me ponga las manos encima por la noche? —la reina se estremeció de asco—. ¡No pienso soportarlo!

Las lágrimas asomaron a sus ojos. Produciendo un sonoro frufrú con su vestido, la dama de honor corrió a su lado, se arrodilló junto a ella y trató de consolarla posando una mano sobre su hombro. Terez levantó un brazo y apretó la mano de la condesa. La acompañante de la reina se volvió hacia Glokta con una mirada de odio ciego.

—¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí y no vuelva nunca más, maldito tullido! ¡Ha disgustado a Su Majestad!

—Tengo un don especial para eso —masculló Glokta—. Una de las razones por las que tanta gente me odia… —se interrumpió, frunció el ceño y miró fijamente las dos manos que había posadas sobre el hombro de Terez. Había algo raro en la forma en que se tocaban. Un toque que intenta procurar consuelo, alivio, protección. El toque de la amiga leal, la fiel confidente, la fraternal compañera. Pero, no sé, me parece que ahí hay algo más. Se advierte demasiada familiaridad. Demasiada ternura. Casi como si fuera el toque de… Ajá.

»Los hombres no os dicen gran cosa, ¿no es así?

Las dos mujeres alzaron la vista a la vez para mirarle y Shalere retiró de inmediato la mano del hombro de la reina.

—¡Exijo una explicación! —ladró Terez. Pero le salió una voz chirriante en la que se adivinaba un deje de pánico.

—Me parece que sobran las explicaciones. Y de esta forma mi misión se simplifica considerablemente. ¡A mí! —y acto seguido dos corpulentos Practicantes irrumpieron en la sala. Y en un abrir y cerrar de ojos, la situación cambia. Es increíble el jugo que aporta a una conversación la presencia de dos hombres fornidos. Algunos tipos de poder no son más que engaños de nuestra mente. Una lección que tengo bien aprendida desde mi paso por las mazmorras del Emperador. Y las enseñanzas de mi nuevo amo no han hecho sino reafirmarla.

—¡Ni se atrevan! —chilló Terez mirando con los ojos como platos a los dos enmascarados—. ¡Ni se atrevan a ponerme las manos encima!

—La suerte ha querido que sea innecesario, aunque ya veremos —y señaló a la condesa—. Detengan a esa mujer.

Los dos enmascarados avanzaron pesadamente por la gruesa alfombra. Uno de ellos se detuvo un instante para apartar con sumo cuidado una silla que se interponía en su camino.

—¡No! —la reina se levantó de un salto y aferró la mano de Shalere—. ¡No!

—Sí —dijo Glokta.

Las dos mujeres retrocedieron agarradas la una a la otra; Terez protegía con su cuerpo a la condesa y enseñaba los dientes a las dos voluminosas sombras que se les acercaban. Una muestra de afecto mutuo conmovedora, si yo fuera de los que se conmueven por algo.

—Atrápenla. Pero a la reina, ni un rasguño.

—¡No! —chilló Terez—. ¡Esto les costará las cabezas! Mi padre… mi padre está…

—De camino a Talins, y, de todos modos, dudo mucho que esté dispuesto a iniciar una guerra por su amiga del alma. Habéis sido comprada, el pago ya se ha efectuado, y no me parece que vuestro padre sea uno de esos hombres que incumplen los tratos.

Los dos hombres y las dos mujeres se enredaron en una desmañada danza en el rincón opuesto de la sala. Uno de los Practicantes agarró a la condesa por la muñeca y la soltó de la mano de la reina de un tirón. Acto seguido la puso de rodillas a la fuerza, le retorció los brazos hasta ponérselos a la espalda y le aherrojó las muñecas con unos gruesos hierros. Terez, entretanto, se desgañitaba mientras descargaba sobre el otro Practicante una lluvia de puñetazos y patadas; hubiera dado lo mismo si hubiera decidido desahogar su rabia contra un árbol. El hombretón apenas si se movía y sus ojos se mantenían tan inexpresivos como la máscara que los cubría.

Mientras observaba tan lamentable escena, Glokta se dio cuenta de que una leve sonrisa asomaba a sus labios. Por muy lisiado que esté, por muy horrendo que sea, por más que sufra constantes dolores, aún soy capaz de disfrutar humillando mujeres hermosas. Ahora con violencia y amenazas, antes con dulces palabras y ruegos. Resulta casi igual de divertido.

Uno de los Practicantes encasquetó una bolsa en la cabeza de Shalere, cuyos gritos quedaron reducidos a sordos sollozos, y a continuación la hizo marchar hacia la puerta de la sala. El otro siguió durante unos instantes arrinconando a la reina y luego comenzó a retroceder. Al pasar junto a la silla que había movido antes, la volvió a colocar en su sitio con mucho cuidado.

—¡Maldito cerdo! —aulló Terez, apretando sus puños temblorosos, cuando la puerta se cerró y los dejó a los dos a solas—. ¡Cabrón deforme! Como le hagan daño…

—No será necesario llegar tan lejos. Porque tenéis al alcance de la mano los medios para obtener su liberación.

El pecho de la reina subía y bajaba mientras tragaba saliva.

—¿Qué debo hacer?

—Follar —la palabra sonó el doble de grosera en tan flamante entorno—. Y tener hijos. Mantendré a la condesa a la sombra durante siete días, sin hacerle nada. Si a la conclusión de ese período me entero de que no habéis estado poniendo la verga del rey al rojo vivo durante todas y cada una de esas noches, se la presentaré a mis Practicantes. Esos pobres muchachos no suelen tener demasiadas oportunidades de realizar cierto tipo de ejercicio. Con diez minutos por barba bastará. Pero hay muchos más en el Pabellón de los Interrogatorios, así que me inclino a pensar que podremos mantener a su amiga del alma bastante ocupada de día y de noche.

Un espasmo de horror sacudió el rostro de Terez. ¡Qué menos! Incluso a mí me parece un capítulo bastante zafio de mi historia.

—¿Y si hago lo que me dice?

—En tal caso la condesa será mantenida en custodia, sana y salva. Una vez que se verifique que estáis embarazada, os la devolveré. Las cosas pueden seguir como hasta ahora durante el período del parto. Un par de herederos masculinos y un par de niñas para casarlas y habremos terminado. A partir de entonces el rey podrá buscar diversión en otra parte.

—¡Pero eso puede llevar años!

—Lo podéis conseguir en tres o cuatro años si le montáis a base de bien. Y creo que comprobaréis que las cosas resultan mucho más fáciles para todos si fingís sentir placer.

—¿Que finja?

—Cuanto más parezcáis disfrutar, antes acabará. Hasta la puta más barata de los muelles es capaz de ponerse a chillar como una descosida cuando se la meten los marineros con tal de ganarse unas monedas. ¡No me digáis que no sois capaz de chillar un poco por el Rey de la Unión! ¡Herís mis sentimientos patrióticos! ¡Ah! —gimió mientras ponía los ojos en blanco parodiando un orgasmo—. ¡Ah! ¡Sí! ¡Justo ahí! ¡No pares! —y la miró frunciendo los labios—. ¿Veis que fácil? Si hasta yo puedo hacerlo. Para una farsante con vuestra experiencia no debería representar ningún problema.

Los ojos vidriosos de la reina echaron un vistazo alrededor, como si tratara de encontrar una salida. Pero no la hay. El noble Archilector Glokta, protector de la Unión, auténtico corazón del Consejo Cerrado, dechado de caballerescas virtudes, hace un despliegue de su talento para la política y la diplomacia. Mientras observaba la profunda desesperación de la reina, sintió una levísima agitación interna, una palpitación casi imperceptible en las entrañas. ¿Culpa, quizá? ¿O simplemente indigestión? En realidad da igual lo que sea. Ya tengo aprendida la lección. La compasión no es lo mío.

Muy lentamente, dio un paso adelante.

—Majestad, espero que haya quedado muy claro cuál es la otra alternativa.

Terez asintió con la cabeza y se secó los ojos. Luego alzó orgullosa la barbilla.

—Haré lo que me pide. Pero, por favor, os lo ruego, no le haga nada…

Por favor, por favor, por favor. Mis más sinceras felicitaciones, Eminencia.

—Tenéis mi palabra. Me ocuparé personalmente de que la condesa reciba un trato exquisito —se pasó la lengua por los doloridos huecos de su dentadura—. Y vos haréis lo mismo con vuestro marido.

Sentado a oscuras, Jezal observaba el bailoteo de las llamas en la gran chimenea y pensaba en lo distinto que podría haber sido todo. Pensaba, con cierta amargura, en tantos otros caminos que podría haber tomado su vida y que no le habrían hecho acabar así. Solo.

Oyó el chirrido de unas bisagras. La portezuela que comunicaba con los aposentos de la reina se abrió lentamente. Nunca se había molestado en cerrarla por su lado. No había previsto la posibilidad de que Terez fuera a usarla. Debía de haber cometido un error de etiqueta tan grave que la reina consideraba que no podía esperar al día siguiente para recriminárselo.

Se apresuró a levantarse, embargado de un ridículo nerviosismo.

Terez cruzó el incierto perfil del umbral. Estaba tan cambiada que en un primer momento casi no la reconoció. Tenía el pelo suelto e iba vestida sólo con una túnica. Su rostro estaba en sombra y mantenía la cabeza humildemente agachada. Con silenciosas pisadas, sus pies desnudos cruzaron las tablas del suelo y avanzaron luego por la gruesa alfombra en dirección al fuego. De pronto parecía muy joven. Joven, pequeña, frágil, desvalida. Más que nada, Jezal se sentía confuso, e incluso un poco asustado, pero a medida que Terez se iba acercando y la forma de su cuerpo quedaba iluminada por el resplandor del fuego, empezó a experimentar una creciente excitación.

—Terez, mi… —no daba con la palabra adecuada. «Mi vida» no parecía ajustarse demasiado a la realidad. Como tampoco, «mi amor». «Mi peor enemigo» tal vez hubiera sido lo más apropiado, pero sólo hubiera servido para empeorar las cosas—. ¿En qué puedo…?

Le cortó, como de costumbre, pero no para soltarle la diatriba que él se esperaba.

—Lamento la forma en que os he tratado hasta ahora. Y las cosas que os he dicho. Debéis pensar que soy una…

Había lágrimas en sus ojos. Verdaderas lágrimas. Hasta ese momento casi no la hubiera creído capaz de llorar. Dio un par de pasos apresurados hacia ella, con una mano extendida, pero sin tener una idea muy clara de lo que pretendía hacer. Jamás había abrigado la esperanza de que algún día le pidiera disculpas, y menos aún de una forma tan sentida y sincera.

—Lo sé —tartamudeó—. Lo sé… No soy el marido que esperabais. Y creedme que lo lamento. Pero, al igual que vos, me he visto atrapado en esta situación. Mi única esperanza es que… que tal vez podamos llegar a sobrellevarla de la mejor manera posible. Que quizá podamos llegar a sentir… respeto mutuo. Ninguno de los dos tenemos a nadie. Por favor, decidme qué debo hacer para…

—Chisss —le puso un dedo en los labios y le miró a los ojos; la mitad de su rostro estaba envuelta en sombras y la otra iluminada por el rojo resplandor del fuego. Le metió la mano en el pelo y le acercó hacia ella. Sus labios se rozaron y luego se fundieron en un desmañado beso. Jezal deslizó una mano detrás de su cuello, justo por debajo de la oreja, y le acarició la mejilla con el pulgar. Sus bocas se movían mecánicamente, acompañadas del suave pitido del aire que exhalaban por la nariz y del leve chapotear de sus salivas. Distaba mucho de ser el beso más apasionado que le hubieran dado en la vida, pero también era mucho más de lo que jamás había esperado recibir de ella. A medida que iba hundiendo su lengua en la boca de Terez comenzaba a sentir un placentero cosquilleo en la entrepierna.

Recorrió con la palma de la otra mano su espalda, sintiendo en las yemas de los dedos los pequeños bultos de las vértebras. Soltó un suave gruñido al deslizar su mano sobre su trasero, la bajó por un lado de su muslo y, mientras la subía entre sus piernas, el bajo de la combinación se le fue enrollando en la muñeca. Sintió que Terez se estremecía, que ofrecía resistencia, y la vio morderse el labio como si estuviera asustada, asqueada incluso. Retiró de inmediato la mano y ambos se apartaron y se quedaron mirando al suelo.

—Lo siento —musitó Jezal maldiciéndose en silencio por haberse mostrado tan impulsivo—. Yo…

—No. Es culpa mía. No tengo… experiencia… con los hombres —Jezal parpadeó un instante y luego sonrió acometido de una profunda sensación de alivio. Claro, eso lo explicaba todo. Aquella mujer parecía tan segura de sí, tan seca, que ni se le había pasado por la cabeza que pudiera ser virgen. Lo que la hacía temblar no era más que miedo. Miedo de defraudarle. Un sentimiento de comprensión se apoderó de él.

—No os preocupéis —murmuró, y, dando un paso adelante, la estrechó entre sus brazos. Sintió que se ponía rígida, de puros nervios sin duda, y la acarició con suavidad el pelo—. Puedo esperar… no es necesario… todavía no.

—Sí —dijo ella con conmovedora determinación, mirándole a los ojos sin ningún temor—. Sí que lo es. Tenemos que hacerlo.

Se sacó la combinación por la cabeza y la dejó caer al suelo. Luego se pegó a él, le agarró la muñeca, la guió de nuevo hasta su muslo y se la llevó hacia arriba.

—Ah —susurró Terez con voz apremiante y gutural mientras rozaba sus labios con los suyos y le soltaba cálidas bocanadas de aliento en la oreja—. Sí… Justo ahí… No paréis —y luego condujo al jadeante Jezal a la cama.

—Bien. Si no hay nada más… —Glokta paseó su mirada por el perímetro de la mesa. Los ancianos no abrieron la boca. Todos pendientes de mis palabras. El Rey se hallaba ausente una vez más, así que les hizo esperar más de lo necesario. Por si acaso aún queda alguien que abrigue dudas sobre quién manda aquí. ¿Qué tiene de malo? La razón del poder no está en la cortesía—… doy por concluida esta sesión del Consejo Cerrado.

Se apresuraron a ponerse de pie, en silencio y en buen orden, y luego Torlichorm, Halleck, Kroy y el resto enfilaron lentamente hacia la puerta. Sintiendo aún en su pierna el recuerdo de los calambres matinales, Glokta se levantó trabajosamente y se dio cuenta de que, una vez más, el Lord Chambelán se había rezagado. Y no parece estar nada contento.

Hoff aguardó a que se cerrara la puerta para hablar.

—Supongo que se puede imaginar mi sorpresa cuando me enteré de su reciente boda —le espetó.

—Una ceremonia breve y sencilla —Glokta mostró al Lord Chambelán el destrozo de su dentadura—. El amor juvenil no admite demoras, ya sabe. Le pido disculpas si se ha sentido ofendido por no haber sido invitado.

—¿Por no haber sido invitado? ¡Más quisiera! —gruñó Hoff con un ceño monumental—. ¡No fue eso lo que hablamos!

—¿Lo que hablamos? Me parece que aquí hay un malentendido. Nuestro común amigo —y Glokta dejó que sus ojos vagaran de forma harto significativa hacia el otro extremo de la mesa, donde se encontraba la silla vacía que hacía la número trece— me dejó a mí a cargo de todo. A nadie más que a mí. Considera bastante conveniente que el Consejo Cerrado hable con una sola voz. Y a partir de ahora, el timbre de esa voz va a guardar un asombroso parecido con el mío.

La rubicunda tez de Hoff había empalidecido un poco.

—Le supongo al tanto de que sobreviví a dos años de torturas. A dos años en el infierno antes de poder estar ahora aquí de pie delante de usted. O, si lo prefiere, inclinado y retorcido como la raíz de un árbol añoso. Una deforme y espantosa caricatura de un ser humano, ¿eh, Lord Hoff? Seamos sinceros el uno con el otro. A veces pierdo el control de mi pierna. O de los ojos. O incluso de la cara entera —soltó un resoplido—. Bueno, si es que a esto se le puede llamar cara. Hasta el vientre se me insubordina a veces. No es nada infrecuente que me despierte embadurnado de mi propia mierda. El dolor no me abandona nunca y el recuerdo de todo lo que he perdido me martiriza de forma constante —notó que le había empezado a palpitar un ojo. Pues que palpite—. Me imagino, por tanto, que no le extrañara que a pesar de todos mis esfuerzos por ser un hombre de disposición risueña, no pueda evitar sentir un profundo desprecio por el mundo, por todo lo que hay en él y muy especialmente por mí mismo. Un estado de cosas verdaderamente lamentable para el que no existe remedio.

El Lord Chambelán se chupó los labios como si no supiera muy bien qué decir.

—Créame que le compadezco, pero no veo qué tiene que ver eso con este asunto.

Haciendo caso omiso de la punzada que recorrió su pierna, Glokta se pegó a él y le arrinconó contra la mesa.

—Su compasión me trae al fresco y le voy a explicar por qué sí que tiene que ver. Sabiendo, como sabe, lo que he tenido que soportar, y lo que aún tengo que soportar… ¿cree usted que hay algo en este mundo que me cause temor? ¿Algo que no me atreva a hacer? El dolor más insoportable de cualquiera de mis semejantes, como mucho, me provoca un leve escozor —Glokta se arrimó aún más y dejó que sus labios se abrieran para mostrar su dentadura destrozada, que su cara palpitara, que sus ojos lloraran—. Sabiendo todo eso…, cómo es posible que le parezca una actitud sensata… para un hombre en su situación… proferir amenazas contra mi persona. Contra mi esposa. Contra mi hijo nonato.

—Por favor, yo no pretendía amenazarle. Jamás se me ocurriría…

—Eso no me vale, Lord Hoff. Simplemente no me vale. Como se ejerza sobre ellos la más mínima violencia… mire, no le deseo ni tan siquiera que se imagine el horror inhumano que tendría mi reacción —se acercó aún más y su saliva formó una suerte de neblina en torno a la papada de Lord Hoff—. No quiero volverle a oír hablar de ese asunto. Nunca más. No… quedaría muy bien… que un saco de carne sin ojos, sin lengua, sin cara y sin polla ocupara un asiento en el Consejo Cerrado —y se apartó obsequiándole con la más repulsiva de sus sonrisas—. Piénselo un poco, Lord Chambelán, ¿quién se bebería el vino si no?

Hacía un hermoso día de otoño en Adua y el sol lucía placenteramente entre las fragantes ramas de los árboles frutales, proyectando un entramado de sombras en la hierba del suelo. La placentera brisa que revoloteaba por los jardines mecía el manto púrpura del rey mientras caminaba con paso majestuoso, así como la toga blanca de su Archilector, que renqueaba con obstinación a una respetuosa distancia inclinado sobre su bastón. Los pájaros gorjeaban en los árboles y las relucientes botas de Su Majestad arrancaban a la gravilla del sendero unos crujidos que los muros de los blancos edificios de palacio devolvían en forma de agradables ecos.

Desde el otro lado de los altos muros llegaba el tenue sonido de unas obras lejanas. El repiqueteo de picos y martillos, el ruido de la tierra removida, el traqueteo de las piedras, los gritos apagados de carpinteros y albañiles. Ésos eran los sonidos que más regalaban los oídos de Jezal. Los sonidos de la reconstrucción.

—Llevará su tiempo, por supuesto —estaba diciendo.

—Por supuesto.

—Varios años, quizá. Pero buena parte de los escombros ya han sido retirados. Y ya han empezado a rehabilitarse algunos de los edificios menos dañados. En un dos por tres tendremos un Agriont más esplendoroso aún de lo que era antes. Lo he convertido en mi máxima prioridad.

Glokta inclinó aún más la cabeza.

—Y en la mía, por tanto. Así como en la de vuestro Consejo Cerrado. ¿Me permitís que os pregunte —añadió en un murmullo— por la salud de vuestra esposa, la Reina?

Jezal revolvió la saliva en el interior de su boca. No le gustaba hablar de sus asuntos personales, y menos aún con aquel hombre; sin embargo, no podía negar que, fuera lo que fuera lo que había dicho aquel maldito tullido, su intervención había tenido como resultado una mejora espectacular de la situación.

—Ha experimentado un cambio sustancial —Jezal sacudió la cabeza—. Ha resultado ser una mujer de una sensualidad… insaciable.

—Me alegro mucho de que mis súplicas hayan surtido efecto.

—Oh, desde luego que sí. Sólo que aún percibo en ella una especie de… —Jezal agitó una mano, como tratando de dar con la palabra exacta—… tristeza. A veces, de noche… la oigo llorar. Se acerca a la ventana, la abre y se queda ahí llorando varias horas seguidas.

—¿Llorando, Majestad? Quizá no sea más que añoranza. Siempre he sospechado que era una criatura mucho más dulce de lo que aparentaba.

—¡Vaya si lo es! Una mujer extremadamente dulce —Jezal se quedó pensativo durante unos instantes—. Sabe una cosa, creo que tiene razón. Añoranza, seguro que es eso —un plan empezó a cobrar forma en su mente—. ¿Y si rediseñáramos los jardines de palacio para que recordaran un poco a Talins? ¡Podríamos modificar el curso del arroyo y hacer que pareciera un canal, por ejemplo!

Glokta le dirigió una de sus sonrisas desdentadas.

—Sublime idea, Majestad. Hablaré con el Jardinero Real. Y quizá tampoco sería mala idea que volviera a mantener una breve conversación con Su Majestad la Reina para ver si puedo contener su llanto.

—Le quedaré muy agradecido por cualquier cosa que pueda hacer. Y, dígame, ¿qué tal está su mujer? —le preguntó por encima del hombro, con la intención de cambiar de tema, pero dándose cuenta al instante de que se había metido en un charco aún peor.

Pero Glokta se limitó a mostrarle de nuevo su sonrisa hueca.

—Es un gran consuelo para mí, Majestad. No consigo explicarme cómo podía vivir cuando no la tenía a ella.

Durante un rato siguieron andando sumidos en un silencio embarazoso hasta que de pronto Jezal carraspeó.

—Le he estado dando vueltas a aquel plan mío, Glokta. Ya sabe, lo de gravar con un impuesto a la banca. De esa forma tal vez se podría costear la construcción de un nuevo hospital en la zona de los muelles. Para los que no pueden permitirse pagar los honorarios de un médico. El pueblo llano ha sido muy generoso con mi persona. Me ha ayudado a alcanzar el poder y ha realizado grandes sacrificios en mi nombre. Un gobierno debe beneficiar al conjunto del pueblo, ¿no cree? Cuanto más mísera y más baja sea la condición de un hombre, mayor es su necesidad de contar con nuestra ayuda. La riqueza de un rey ha de medirse en relación con la pobreza del más paupérrimo de sus súbitos, ¿no le parece? ¿Querrá pedirle al Juez Supremo que redacte el proyecto? Poca cosa, en un primer momento; luego iremos un poco más lejos. Una vivienda gratuita para los que se han quedado sin hogar no sería mala idea. Debemos considerar…

—Majestad, he estado hablando del tema con nuestro común amigo.

Jezal se paró en seco y sintió que un escalofrío le subía por el espinazo.

—¿Ah, sí?

—Me temo que es mi obligación —el tono del tullido era el de un sirviente, pero sus ojos rehundidos no se apartaban de los de Jezal ni un solo momento—. A nuestro amigo… no le entusiasma la idea.

—¿Quién gobierna la Unión, él o yo? —Pero ambos sabían muy bien la respuesta.

—Vos sois el Rey, por supuesto.

—Por supuesto.

—Lo cual no quita para que… no queramos defraudar a nuestro común amigo —Glokta cojeó para aproximarse a él un paso más y su ojo izquierdo palpitó de forma repulsiva—. Ninguno de los dos, estoy convencido de ello, desea hacer nada que pueda animarle… a visitar Adua.

Jezal sintió de pronto que le flojeaban las rodillas. El recuerdo del insoportable dolor que había experimentado hizo que se le revolvieran las tripas.

—No —graznó—. Por supuesto que no.

La voz del tullido quedó reducida a un levísimo susurro.

—Tal vez, con el tiempo, puedan encontrarse fondos para algún pequeño proyecto. A fin de cuentas, nuestro amigo tampoco puede verlo todo, y lo que no alcance a ver no causará ningún perjuicio. Estoy seguro de que Su Majestad y yo, sin hacer ruido… podremos realizar algún bien. Pero aún no.

—No, claro. Tiene razón, Glokta. Tiene usted una aguda sensibilidad para estas cosas. No haga nada que pueda enojarle en lo más mínimo. Y, por favor, informe a nuestro amigo que sus opiniones siempre serán tenidas en cuenta por encima de las de cualquier otro. Haga saber a nuestro buen amigo que puede confiar en mí. ¿Hará el favor de decírselo?

—Descuide, Majestad. Estoy seguro de que le encantará oírlo.

—Bien —murmuró Jezal—. Bien —se había levantado una brisa gélida, así que se volvió hacia el palacio y se abrigó un poco más con el manto. Al final, el día no había resultado ser tan bueno como él había esperado.