El oriental era feísimo. Un tipo enorme, envuelto en pestilentes pieles sin curtir y con una oxidada cota de malla, que tenía más de adorno que de protección. Su pelo negro y grasiento, sujeto aquí y allá por bastos anillos de plata, estaba empapado por la lluvia. Tenía una gran cicatriz a lo largo de una mejilla, otra vertical en la frente, incontables tajos y picaduras, restos de antiguas heridas, varios forúnculos como los de un adolescente y una nariz aplastada y torcida como una cuchara abollada. Apretaba los ojos por el esfuerzo que estaba haciendo, enseñaba una dentadura amarillenta a la que le faltaban las dos piezas centrales y, por esa abertura, sacaba una lengua grisácea. Una cara que había visto la guerra todos los días. Una cara que había vivido por la espada, el hacha y la lanza y para la que un día más de vida era una propina.
Para Logen, era como mirarse en un espejo.
Estaban tan juntos como un par de amantes, ciegos a todo lo que les rodeaba. Se movían pesadamente de atrás adelante como luchadores borrachos. Se zarandeaban, se mordían, trataban de sacarse mutuamente los ojos, forcejeaban con helada furia, echándose el uno al otro hediondas bocanadas de aliento. Un baile horrible, fatigoso y fatal. Y, entretanto, la lluvia seguía cayendo.
Logen recibió un doloroso puñetazo en el estómago y tuvo que revolverse y retorcerse para amortiguar otro. Lanzó sin mucho convencimiento un cabezazo y no consiguió más que rozar con la frente la cara del feo. Estuvo a punto de tropezar y vio que el oriental descargaba su peso al otro lado del cuerpo, intentando encontrar una postura que le permitiera derribarle. Antes de que pudiera hacerlo, Logen consiguió clavarle un muslo en los huevos. Eso bastó para que el tipo aflojara por un instante los brazos y para que él pudiera ir deslizando una mano hacia el cuello del feo.
Forzó a su mano a seguir subiendo, dolorosamente, centímetro a centímetro, hasta que el dedo índice trepó por la agujereada cara del oriental, que lo miró bizqueando y trató de librarse de él inclinando la cabeza. Agarró con fuerza la muñeca de Logen para intentar apartar su mano, pero Logen tenía el hombro agachado y el peso perfectamente distribuido. El dedo bordeó la boca de su adversario por encima del labio superior, se introdujo en la nariz torcida del feo y Logen sintió que su uña rota se hundía en la carne de la fosa nasal. Dobló el dedo, apretó los dientes y se puso a retorcerlo lo mejor que pudo.
El oriental bufó y manoteó, pero estaba atrapado. No pudo hacer otra cosa que agarrar la muñeca de Logen con la otra mano y tratar de sacar ese dedo del interior de su nariz. Pero eso dejaba a Logen una mano libre.
Sacó un cuchillo, soltó un gruñido y le apuñaló una y otra vez. Eran golpes rápidos y cortos, pero terminados en acero. La hoja penetró al oriental en el vientre, en los muslos, en un brazo, en el pecho. La sangre brotó a chorros, los salpicó a los dos y goteó sobre los charcos que había debajo de sus botas. Cuando lo tuvo bien apuñalado, le agarró de las pieles, apretó las mandíbulas y, soltando un rugido, lo arrojó por encima de la muralla. Cayó a plomo, tan desmadejado como el cadáver en que estaba a punto de convertirse, y se estrelló contra el suelo en medio de sus compañeros.
Logen se asomó por el parapeto, echando el aliento al aire húmedo y rodeado de gotas de lluvia que pasaban fugazmente junto a su cara. Parecía haber centenares de ellos arremolinados en el mar de fango que se extendía junto a la base de la muralla. Hombres bárbaros, procedentes de más allá del Crinna, que apenas sabían hablar y a los que no les importaban nada los muertos. Empapados de agua y salpicados de mugre, se protegían detrás de unos toscos escudos y blandían brutales mazas de pinchos. A su espalda, los estandartes tremolaban bajo la lluvia; huesos y cueros raídos, sombras fantasmales bajo un diluvio.
Unos empujaban hacia delante desvencijadas escalas, o alzaban las que ya habían sido derribadas para intentar hincarlas junto a la muralla y levantarlas mientras a su alrededor rocas, lanzas y flechas mojadas se hundían ruidosamente en el fango. Otros escalaban ya, protegiéndose la cabeza con los escudos. En el lado de Dow había dos escalas, en el de Sombrero Rojo una, y otra más a la izquierda de Logen. Un par de gigantescos salvajes descargaban hachazos contra las maltrechas puertas, produciendo nubes de astillas con cada golpe. Logen los señaló y gritó inútilmente bajo el aguacero. Nadie le oyó, ni podía oírle en medio del estruendo de la lluvia, del estrépito de los aceros que golpeaban o raspaban los escudos, del ruido sordo de las flechas que se clavaban en la carne, de los gritos de batalla y los aullidos de dolor.
Recogió de entre los charcos del adarve su espada, cuya hoja mate relucía llena de gotas de agua. Muy cerca de él uno de los Carls de Escalofríos trataba de deshacerse de un oriental que había saltado desde lo alto de una escala. Intercambiaron un par de golpes, hacha contra escudo, y luego un fallido tajo de espada que barrió el aire. El brazo con el que el oriental blandía el hacha volvió a alzarse y Logen se lo cortó por el codo, se tiró sobre él y le derribó. El Carl le remató soltándole un tajo en el cráneo y luego señaló con la punta ensangrentada de su espada por encima del hombro de Logen.
—¡Allí!
Un oriental con una enorme nariz aguileña acababa de llegar a lo alto de la escala y se encontraba inclinado sobre las almenas con el brazo derecho echado hacia atrás para arrojar una lanza. Con un rugido, Logen se abalanzó sobre él.
Abrió mucho los ojos y la lanza tembló en su mano: ya era demasiado tarde para lanzarla. Intentó quitarse de en medio agarrándose a la madera mojada con su mano libre, pero sólo consiguió arrastrar la escala hacia un lado raspando las almenas. La espada de Logen se le clavó bajo el brazo y el oriental se fue hacia atrás con un gruñido y dejó caer su lanza. Logen volvió a acometerle, resbaló, la estocada le quedó demasiado larga y le faltó poco para caer en sus brazos. El narigudo le agarró y trató de arrojarle por encima del parapeto. Logen le atizó en plena cara con el mango de la espada y la cabeza del oriental salió rebotada hacia atrás, luego, le asestó un segundo golpe que le rompió varios dientes. El tercero le dejó sin sentido y el narigudo cayó a plomo desde la escala llevándose consigo al fango a un compañero que venía detrás.
—¡Venga ese palo! —gritó Logen al Carl de la espada.
—¿Qué?
—¡Ese palo, maldito imbécil!
El Carl agarró un palo empapado y se lo tiró entre la lluvia. Logen dejó caer la espada, encajó el extremo ahorquillado del madero en un travesaño de la escala y empujó con todas sus fuerzas. El Carl se acercó, añadió su peso al de él y la escala crujió, se bamboleó y empezó a irse hacia atrás. Por encima de las almenas apareció la cara sorprendida de un oriental. Vio el palo. Vio a Logen y al Carl jadeando. Y al apartarse la escala de la muralla, cayó de espaldas sobre las cabezas de los que esperaban abajo.
En otro punto de la muralla habían fijado otra escala y los orientales empezaban a trepar por ella con los escudos sobre sus cabezas mientras Sombrero Rojo y sus muchachos les arrojaban piedras. En el tramo de la muralla de Dow algunos habían llegado ya arriba, y desde allí le llegaban los gritos del combate, los ruidos de la matanza. Logen se mordió el labio herido mientras se preguntaba si no debería acudir en su ayuda. Decidió no hacerlo. Dentro de nada le iban a necesitar donde estaba.
Cogió la espada del Creador, hizo una seña al Carl que le había ayudado, se irguió y contuvo la respiración. Esperó a que los orientales reanudaran el ataque, mientras a su alrededor los hombres luchaban y mataban y morían.
Demonios en un infierno frío, lluvioso y sangriento. Sólo llevaba allí cuatro días y le parecía que había estado toda la vida. Como si nunca se hubiera marchado. Y es que quizá no se había marchado nunca.
Como si la vida del Sabueso no fuera ya bastante complicada, encima tenía que llover.
La lluvia era el peor enemigo de un arquero. Después de ser derribado por hombres a caballo, quizá. Pero no era probable que los hubiera encima de una torre. Los arcos estaban resbaladizos, las cuerdas mojadas y las plumas saturadas de agua, todo lo cual hacía que los disparos fueran casi ineficaces. La lluvia les estaba costando su ventaja, y eso era para preocuparse, pero les podía llegar a costar mucho más que eso antes de que acabara el día. Había tres gigantescos bastardos junto a las puertas, dos de ellos descargando unas pesadas hachas contra la madera reblandecida y el tercero intentando introducir una palanca en los agujeros que habían abierto en el maderamen.
—¡Como no acabemos con ellos, las puertas se van a venir abajo! —gritó el Sabueso.
—Hummm —dijo Hosco sacudiendo la cabeza y logrando con ese movimiento que su mata de pelo se convirtiera en un escobón que escupía lluvia.
Costó bastante que él y Tul se entendieran con un intercambio de gestos y gritos, pero al final el Sabueso consiguió que un montón de muchachos se alinearan junto al parapeto. Tres veintenas de arcos empapados bajados al mismo tiempo, todos echados hacia atrás con un crujido, todos apuntando a ese portón. Tres veintenas de hombres concentrados, apuntando a un mismo blanco, todos ellos chorreando agua y mojándose más y más a cada minuto.
—¿Listos? ¡Disparad!
Todos los arcos dispararon más o menos a la vez, produciendo un ruido sordo. Las flechas volaron hacia abajo, rebotaron en el muro húmedo, se alojaron en la madera rugosa de las puertas y agujerearon el lugar donde estuvo el foso antes de convertirse en una masa de fango. Desde luego no podía decirse que los disparos hubieran sido muy precisos, pero eran muchas flechas y, a falta de precisión, hay que contentarse con el número. El oriental de la derecha dejó caer el hacha con tres flechas clavadas en el pecho y una atravesándole una pierna. El de la derecha resbaló, se cayó de costado y se arrastró para ponerse a cubierto, con una flecha alojada en el hombro. El de la palanca cayó de rodillas manoteando y luego se echó un brazo atrás para tratar de arrancar la flecha que tenía clavada en la parte baja de la espalda.
—¡Muy bien, perfecto! —gritó el Sabueso.
Nadie más intentó atacar el portón, lo cual era muy de agradecer. Quedaban todavía muchas escalas, pero eso ya era más difícil desde el lugar en que estaban. Con el tiempo infernal que hacía, lo mismo podían acabar con los suyos que con el enemigo. El Sabueso apretó los dientes y lanzó una inofensiva flecha húmeda hacia la multitud de abajo. La muralla era cosa de Escalofríos, y de Dow, y de Sombrero Rojo. La muralla era cosa de Logen.
Se oyó un crujido tremendo, como si el cielo acabara de derrumbarse. El mundo se convirtió en un torbellino brillante que se movía con gran lentitud y todo se llenó de ecos. Logen avanzaba dando tumbos por aquel espacio onírico, con la espada colgando de sus dedos inertes. Se chocó con la muralla y forcejeó con ella para que dejara de moverse mientras intentaba comprender lo que había pasado sin conseguirlo.
Dos hombres se peleaban por una lanza, dando vueltas y vueltas, y Logen no conseguía recordar por qué. Un hombre de pelo largo recibió al ralentí un mazazo en el escudo, del que saltaron un par de astillas, y luego se puso a hacer molinetes con un hacha, enseñando unos dientes brillantes, y le barrió las piernas a un hombre de aspecto brutal. Había hombres por todas partes, mojados y furiosos, sucios y manchados de sangre. ¿Una batalla, quizá? ¿Y de qué lado estaba él?
Sintió una especie de picor caliente en un ojo y se lo tocó con la mano. Contempló las yemas de los dedos, que se volvían de color rosa bajo la lluvia. Sangre. ¿Es que alguien le había dado un golpe en la cabeza? ¿O era un sueño? Un recuerdo de hace mucho tiempo.
Se dio vuelta antes de que la maza cayera y le cascara el cerebro como un huevo y agarró con las dos manos las muñecas de un peludo hijo de mala madre. El mundo se aceleró de pronto, se llenó de ruidos y la cabeza de Logen palpitó de dolor. Se lanzó contra el parapeto y se encontró con una cara sucia, barbuda e iracunda, pegada a la suya.
Soltó una mano de la maza y buscó un cuchillo en su cinturón. No encontraba ninguno. La de tiempo que se había pasado afilando todos esos cuchillos, y ahora que necesitaba uno, no daba con él. Entonces se dio cuenta. La hoja afilada que buscaba estaba clavada en el cabrón feo aquél que estaba caído en el barro al pie de la muralla. Rebuscó al otro lado del cinturón, sin soltar la maza, pero ahora perdiendo la batalla al no poder usar más que una mano. Poco a poco, Logen se iba encontrando cada vez más doblado sobre el parapeto. Por fin, sus dedos encontraron un cuchillo. El oriental melenudo liberó su maza y la blandió abriendo la boca de par en par y soltando un alarido.
Logen le apuñaló en plena cara y la hoja le entró por una mejilla y le salió por la otra, llevándose por delante un par de dientes. El bramido del melenudo se convirtió en un estridente alarido. Soltó la maza y se apartó tambaleándose con los ojos fuera de las órbitas. Logen se agachó, sacó su espada de entre los pies de los dos que luchaban por una lanza, esperó un momento a que el oriental volviera a pasar a su lado, y le dio un tajo en el muslo que le hizo caer al suelo gritando en un lugar donde el Carl podría dar buena cuenta de él.
El peludo sangraba profusamente y estaba tirando del mango del cuchillo que le atravesaba la cara para intentar arrancárselo. La espada de Logen le abrió una raja roja en las pieles que le cubrían el costado, y el oriental cayó de rodillas. El siguiente golpe le partió la cabeza en dos.
A menos de diez zancadas, Escalofríos pasaba por una situación muy apurada: tres orientales le tenían acorralado, otro empezaba a asomar ya en lo alto de una escala y sus muchachos estaban demasiado ocupados para acudir en su auxilio. Recibió un mazazo en el escudo, cayó hacia atrás y el hacha se le escapó de la mano y resonó contra las piedras. Por la mente de Logen cruzó el pensamiento de que él estaría más cómodo si a Escalofríos le aplastaban la cabeza. Pero todo apuntaba a que la suya sería la siguiente.
Así que respiró hondo, soltó un bramido y se lanzó al ataque.
El primero se volvió justo a tiempo de que le abriera la cara en vez del cráneo. El segundo levantó el escudo, pero Logen se agachó, le rebanó la espinilla y le envío al suelo chorreando sangre sobre los charcos de agua que cubrían el adarve. El tercero era un gigante con una cabeza llena de pelos rojos que apuntaban en todas direcciones. Tenía a Escalofríos atontado y de rodillas junto al parapeto, con el escudo colgando y la sangre manando de un tajo que cruzaba su frente. El pelirrojo alzó su maza para rematar la faena. Pero Logen se le adelantó y le hundió la espada en la espalda hasta la empuñadura. Nunca mates a un hombre cara a cara si puedes matarle por la espalda, le decía su padre. Y aquél era un buen consejo que Logen siempre había procurado seguir. El del pelo rojo se retorció y chilló mientras exhalaba su último aliento, arrastrando tras de sí a Logen por el mango de la espada. Pero no tardó mucho en caer.
Logen agarró a Escalofríos por los sobacos y le puso en pie. Cuando los ojos del muchacho lograron enfocar, se dio cuenta de quién le estaba ayudando. Se inclinó y recogió rápidamente su hacha. Logen se preguntó por un momento si no iría a clavársela a él en el cráneo, pero Escalofríos se limitó a quedarse quieto de pie mientras la sangre de la herida que tenía en la frente corría por su cara empapada.
—Espalda con espalda —le dijo Logen por encima del hombro. Escalofríos se volvió, Logen hizo lo mismo y se pusieron de espaldas el uno al otro. Quedaban aún tres o cuatro escalas alrededor del portón y la batalla en las murallas se había disgregado en una serie de pequeños y sangrientos combates cuerpo a cuerpo. Varios orientales, con los rostros y las armas brillantes debido a la humedad, se encaramaron al parapeto, gritando en su jerga ininteligible, y corrieron hacia él mientras detrás de ellos comenzaban a auparse varios más. A su espalda oía el ruido que hacía Escalofríos al pelear, pero no le prestó atención. En ese momento sólo se podía ocupar de lo que tenía delante. En estos casos hay que ser realista.
Retrocedió unos pasos, mostrando un cansancio que sólo era fingido a medias, y, luego, cuando llegó el primero, apretó los dientes, pegó un salto hacia delante y le soltó un mandoble en la cara que le envío al suelo dando gritos y llevándose las manos a los ojos. Logen chocó con otro y el borde del escudo del oriental le impactó debajo de la barbilla e hizo que se mordiera la lengua.
Estuvo a punto de caerse al tropezar con el cadáver despatarrado de un Carl que había en el suelo, consiguió enderezarse, lanzó un tajo con la espada, no acertó a nadie, salió girando del impulso y de pronto sintió que algo se le clavaba en la pierna. Soltó un grito ahogado, pegó unos botes a la pata coja y se puso a lanzar tajos a diestro y siniestro completamente desequilibrado. Arremetió contra un montón de pieles en movimiento, su pierna cedió y se derrumbó encima de alguien. Cayeron juntos y la cabeza de Logen rebotó contra la piedra. Rodaron unos instantes por el suelo hasta que por fin Logen, gritando y echando espumarajos, consiguió quedarse arriba. Entonces enroscó los dedos en la grasienta melena del oriental y le machacó la cabeza una y otra vez hasta que el cráneo se partió. Luego se alejó a rastras, oyó el ruido de un acero al chocar contra la pared donde había estado unos segundos antes y logró ponerse de rodillas con la espada colgando de su mano pegajosa.
Se quedó arrodillado, respirando hondo, mientras la lluvia le chorreaba por la cara. Más orientales se le venían encima y no tenía adonde ir. Le dolía la pierna y sus brazos se habían quedado casi sin fuerzas. Sentía la cabeza ligera, como si fuera a flotar. Ya apenas tenía fuerzas para seguir luchando. Aparecieron más y más, acaudillados por un tipo que llevaba unos gruesos guantes de cuero y una porra tachonada de clavos ensangrentados, como si acabara de romper un cráneo con ella y el de Logen fuera a ser el siguiente. Entonces, por fin, habría ganado Bethod.
Sintió un pinchazo helado en las tripas. Y una sensación de vacío. Sus nudillos crujieron doloridos cuando apretó con fuerza la espada.
—¡No! —siseó—. ¡No, no, no!
Pero fue como si le dijera no a la lluvia. La sensación de frío se extendió por la cara de Logen y dibujó en sus labios una sonrisa sangrienta. Los guantes se acercaron y la porra raspó las piedras. De pronto, el oriental miró hacia atrás.
Y su cabeza se separó del tronco, lanzando al aire un surtidor de sangre. Crummock-i-Phail rugió como un oso enfurecido, y las falanges de su collar se pusieron a bailotear alrededor de su cuello mientras su colosal maza trazaba amplios círculos sobre su cabeza. El siguiente intentó retroceder levantando el escudo. Crummock blandió la maza con ambas manos, le barrió las piernas del suelo y el oriental salió dando volteretas hasta que se quedó parado con la cara contra las piedras. A pesar de su corpulencia, el montañés se plantó de un salto en el adarve con la agilidad de un bailarín, y propinó a otro oriental un mazazo en el estómago que le lanzó por los aires y lo estrelló contra las almenas.
Jadeando sin parar, Logen se quedó contemplando cómo los dos grupos de salvajes se mataban entre sí. Los muchachos de Crummock, con la pintura de sus caras corrida por la lluvia, aullaban y chillaban mientras accedían en tropel a la muralla y acometían a los orientales con sus toscas espadas y sus relucientes hachas, obligándoles a retroceder, empujando sus escalas y arrojándolos por encima del parapeto al barrizal de abajo.
Y allí siguió, arrodillado sobre un charco, apoyado en la fría empuñadura de la espada de Kanedias, con la punta hincada en la piedra. Se inclinó y respiró hondo; su vientre helado se hinchaba y deshinchaba, tenía la boca en carne viva y con un regusto salado y la nariz llena del fétido olor de la sangre. Casi no se atrevía a levantar la mirada. Apretó los dientes, cerró los ojos y escupió sobre las piedras. Hizo un esfuerzo para desprenderse de la gélida sensación que tenía en el vientre y logró que de momento al menos desapareciera, lo que le dejó tan sólo con la preocupación del dolor y el cansancio.
—Parece que esos bastardos ya han tenido suficiente —la carcajeante voz de Crummock surgió de la lluvia. El montañés echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca, sacó la lengua para que se le mojara y se lamió los labios—. Hoy has hecho un buen trabajo, Nuevededos. No es que no me produzca un extraordinario placer verte en faena, pero también me gusta participar —alzó su larga maza con una mano y la puso a girar como si fuera la rama de un sauce. Al escudriñar su cabeza, descubrió una gran mancha de sangre con un pegote de pelo y sonrió de oreja a oreja.
Aunque casi ni tenía fuerzas para levantar la cabeza, Logen alzó la vista para mirarle.
—Sí, sí. Buen trabajo. Pero ya que tanto te divierte, mañana seremos nosotros los que se queden detrás. Ocúpate tú de la maldita muralla.
La lluvia fue amainando y acabó convertida en una simple llovizna. Por entre las nubes bajas apareció un débil resplandor que dejó de nuevo al descubierto el campamento de Bethod, con su fangosa trinchera y sus pendones y sus tiendas que se extendían por todo el valle. El Sabueso le echó una mirada y le pareció ver delante a unos cuantos hombres que observaban la precipitada huida de los orientales. También advirtió una especie de destello metálico. Tal vez fuera uno de esos catalejos que usaban los de la Unión, por lo general para mirar por el lado equivocado. El Sabueso se preguntó si sería Bethod, contemplando lo que pasaba. Era muy propio de él haberse agenciado un cachivache de ésos.
Una manaza le palmoteó el hombro.
—Les hemos dado una buena tunda, ¿eh, jefe? —dijo Tul.
De eso no quedaba la menor duda. Había muchos orientales muertos desperdigados por el barro en la base de la muralla, muchos heridos que eran transportados por sus compañeros o se arrastraban lenta y dolorosamente hacia sus líneas. Pero en su lado de la muralla también había muchos muertos. El Sabueso podía ver una pila de cuerpos embarrados en la parte de atrás de la fortaleza, que era donde los estaban enterrando. Y también oía a alguien gritando. Unos gritos terribles, desgarradores, como los de un hombre al que van a cortar un brazo o una pierna, o al que ya se la han cortado.
—Les hemos dado una buena tunda, sí —repuso el Sabueso—. Pero ellos también a nosotros. No sé cuánto vamos a poder aguantar. —En los toneles, las flechas se habían reducido a la mitad, y las rocas estaban a punto de acabarse—. ¡Que vaya gente a recoger las armas de los muertos! —gritó por encima del hombro—. ¡Y que cojan todas las que puedan, mientras puedan!
—En una situación como ésta nunca sobran flechas —dijo Tul—. Con la cantidad de bastardos del Crinna que hemos matado hoy, seguro que esta noche tenemos más lanzas que esta mañana.
El Sabueso consiguió sonreír.
—Ha sido un detalle traernos algo con lo que luchar.
—Sí. Supongo que se aburrirían enseguida si nos quedásemos sin flechas —Tul se echó a reír y dio al Sabueso una palmada en la espalda tan fuerte que hizo que le castañearan los dientes—. ¡Estuvimos bien! ¡Estuviste bien! Y seguimos vivos, ¿no?
—Algunos —el Sabueso contempló el cuerpo del único de los suyos que había muerto en la torre. Un hombre mayor, con el pelo casi gris, que tenía una flecha clavada en el cuello. Ya era mala suerte que en un día tan lluvioso como aquél le hubiera matado una saeta, pero la suerte siempre está presente en un combate, sólo que unas veces es buena y otras mala. Miró con gesto ceñudo el valle, que ya había empezado a oscurecerse.
—¿Dónde rayos se han metido los de la Unión?
Por lo menos había dejado de llover. Hay que estar agradecido por las pequeñas cosas buenas de la vida, como estar cerca de una hoguera cuando hace mal tiempo. Hay que estar agradecido por esas pequeñas cosas, porque cualquier minuto puede ser el último de tu vida.
Logen estaba sentado solo junto a una llama diminuta, acariciándose muy despacio la palma de la mano derecha. Estaba dolorida, de color rosa, entumecida por haberse pasado todo el día agarrando la áspera empuñadura de la espada del Creador y con las articulaciones de los dedos llenas de ampollas. La cabeza la tenía cubierta de moratones. La herida de la pierna le seguía doliendo un poco, pero podía andar relativamente bien. Hubiera podido salir peor librado. Ya habían enterrado a más de sesenta; de doce en doce, como había vaticinado Crummock. Más de sesenta que habían vuelto al barro y por lo menos el doble de heridos, algunos de ellos graves.
Por encima de la hoguera oyó a Dow describiendo con voz ronca cómo había apuñalado a un oriental en los huevos. También oyó la atronadora risa de Tul. Pero Logen ya no se sentía parte de todo ello. Tal vez nunca había sido así. Un grupo de hombres con los que había luchado y a los que había vencido. Unos hombres a los que había perdonado la vida sin ninguna razón lógica. Unos hombres que le habían odiado más que a la muerte, pero que se habían visto obligados a seguirle. Seguramente no eran más amigos suyos de lo que pudiera serlo Escalofríos. Puede que el Sabueso fuera el único amigo que tenía en todo el Círculo del Mundo y, aun así, de vez en cuando, a Logen le parecía advertir en sus ojos una huella de duda, una huella de miedo. Vio al Sabueso surgir de la oscuridad y se preguntó si podría advertirla ahora.
—¿Crees que vendrán esta noche? —preguntó.
—Antes o después lo intentarán en la oscuridad —respondió Logen—, pero pienso que lo dejarán para cuando estemos un poco más agotados.
—¿Se puede estar más agotado?
—Ya lo descubriremos —hizo una mueca de dolor al estirar las piernas—. ¡Uf!, creía recordar que hacer esta mierda era más fácil.
El Sabueso soltó una especie de resoplido. No fue exactamente una risa. Más bien una forma de hacer saber a Logen que le había oído.
—La memoria a veces hace prodigios. ¿Te acuerdas de Carleon?
—Claro que me acuerdo —Logen contempló el muñón de su mano y juntó los dedos, comprobando que tenía el mismo aspecto de siempre—. Es curioso que en aquellos tiempos todo resultara tan fácil de entender. Para quién luchabas, por qué. Aunque creo que a mí siempre me dio igual.
—Pues a mí no —dijo el Sabueso.
—¿Ah no? Debiste decirme algo.
—¿Me hubieras hecho caso?
—No. Supongo que no.
Permanecieron en silencio un minuto.
—¿Tú crees que saldremos de ésta? —preguntó el Sabueso.
—Puede ser. Si la Unión aparece mañana o pasado.
—¿Y crees que aparecerá?
—Puede ser. Esperemos que sí.
—Esperar que pase una cosa no significa que vaya a pasar.
—No, más bien suele ser lo contrario. Pero cada día que sigamos vivos tenemos una posibilidad más. Puede que esta vez las cosas salgan bien.
El Sabueso contempló el movimiento de las llamas.
—Eso son muchos «puede que».
—Así es la guerra.
—¿Quién iba a pensar que íbamos a tener que contar con una panda de sureños para que nos sacaran las castañas del fuego, eh?
—Cada uno resuelve los problemas como puede. Hay que ser realista.
—Pues seamos realistas. ¿Crees que vamos a salir de ésta?
Logen se lo pensó un momento.
—Puede.
Se oyó el chapoteo de unas botas en el lodo y apareció Escalofríos acercándose en silencio al fuego. Tenía vendado el tajo que le habían dado en la cabeza y por debajo del vendaje le colgaba el pelo, húmedo y grasiento.
—Jefe —dijo.
El Sabueso se puso de pie sonriendo y le palmoteó en el hombro.
—Muy bien, Escalofríos. Hoy has hecho un buen trabajo. Me alegra que te pasaras a nuestro bando, muchacho. Todos nos alegramos —posó una larga mirada sobre Logen—. Todos. Bueno, me parece que me voy a ir a descansar un rato. Nos vemos cuando vuelvan ésos otra vez. Que probablemente será pronto.
Se internó despacio en la noche y dejó a Escalofríos y a Logen mirándose de hito en hito.
Logen debería haber tenido a mano un cuchillo, haberse mantenido atento a cualquier movimiento brusco y todas esas cosas. Pero estaba demasiado cansado y dolorido para hacerlo. Así que se quedó allí sentado, mirando. Escalofríos apretó los labios y se puso en cuclillas al otro lado del fuego, lentamente y de mala gana, como si supiera que estaba a punto de comer un alimento que estaba podrido pero no le quedara más remedio que hacerlo.
—Si yo hubiera estado en tu lugar —dijo al cabo de unos instantes—, habría dejado que esos malditos bastardos me mataran hoy.
—Hace unos años seguro que los hubiera dejado.
—¿Qué ha cambiado?
Logen se lo pensó. Y luego se encogió de hombros.
—Estoy intentando ser mejor de lo que era.
—¿Crees que eso es suficiente?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Escalofríos contempló el fuego con gesto ceñudo.
—Lo que quiero decirte es… —dio vueltas a las palabras en la boca y al fin las escupió—… que te estoy agradecido, supongo. Hoy me has salvado la vida, lo sé —se sentía incómodo al decirlo y Logen sabía por qué. Es duro que te haga un favor un hombre a quien odias. Es duro seguir odiándole después de eso. Perder a un enemigo puede ser peor que perder a un amigo, si lo tienes desde hace mucho tiempo.
Así que Logen volvió a encogerse de hombros.
—No hay de qué. Es lo que un hombre tiene que hacer por los suyos, eso es todo. A ti te debo mucho más, lo sé. Nunca podré pagarte lo que te debo.
—No, pero por algo se empieza, digo yo —Escalofríos se levantó y dio un paso para alejarse. Pero se detuvo y se volvió. La luz de la hoguera iluminaba un lado de su cara enfurecida—. No es nada fácil saber si un hombre es bueno o malo, ¿verdad? Ni tú. Ni Bethod. Ni nadie.
—No. —Logen siguió sentado contemplando las llamas—. No, no es nada fácil. Todos tenemos nuestras razones. Los buenos y los malos. Todo depende de cómo se mire.