Ascendiendo a las Altiplanicies otra vez, y al caminar, Logen sentía cómo le entraba en la garganta ese aire frío, afilado y vigorizante que le resultaba tan familiar. La marcha había sido bastante suave mientras discurrió por los bosques, una subida apenas perceptible. Luego los árboles habían empezado a espaciarse y el sendero les había conducido a un valle bordeado de lomas de hierba, atravesado por innumerables regatos y sembrado de matas de juncia y tojo. Ahora el valle se había estrechado hasta quedar reducido a una garganta que discurría encajada entre dos laderas de roca viva e inestables canchales y cuya pendiente no paraba de aumentar. A lo lejos se atisbaban las siluetas difusas de las cumbres: de un gris oscuro las más cercanas y luego de un gris cada vez más desleído que acababa fundiéndose con el color del cielo.
El sol había salido y picaba con fuerza, haciendo que el caminar resultara sofocante y obligando a los hombres a entrecerrar los ojos para protegerse de su resplandor. Todos estaban hartos de tanto subir, de tanta inquietud, de tanto mirar a sus espaldas para ver si venía Bethod. Una larga columna compuesta de unos cuatrocientos Carls y un número similar de montañeses de rostro pintarrajeado que lanzaban escupitajos y proferían maldiciones, y cuyas botas ronzaban y resbalaban sobre la tierra seca y las piedras sueltas del sendero. Justo delante de Logen, doblada por el peso de la maza de su padre y con el cabello pegado a la cara y oscurecido por el sudor, marchaba la hija de Crummock. La propia hija de Logen ya sería más mayor que ella si no la hubieran matado los Shanka, al igual que a su madre y a sus hermanos. La idea produjo a Logen un sentimiento de culpa y de vacío. Un mal sentimiento.
—¿Eh, chica, quieres que te eche una mano con ese mazo?
—¡No necesito tu maldita ayuda! —le gritó la niña. A continuación dejó que la maza se le cayera del hombro, y sin dejar en ningún momento de mirar a Logen con cara de pocos amigos, se puso a arrastrarla ladera arriba del mango mientras la cabeza traqueteaba a sus espaldas abriendo un surco en la tierra. Logen la miraba pestañeando. Estaba visto que el encanto que pudiera tener para las mujeres había caído tan bajo que ya ni le alcanzaba para encandilar a una niña de diez años.
La figura de Crummock apareció por detrás de él, con su collar de falanges balanceándose alrededor de su cuello.
—Vaya fiera, ¿eh? ¡Hay que ser bastante fiera para salir adelante en una familia como la mía! —se inclinó hacia él y le guiñó un ojo—. Y esa pequeña zorra es la más feroz de todos. Te seré sincero: es mi favorita —luego sacudió la cabeza mientras miraba cómo la niña arrastraba la maza—. Buena le espera al pobre desgraciado que se case con ella. Por si acaso te lo estabas preguntando, te diré que ya hemos llegado.
—¿Eh? —Logen se secó el sudor de la frente y miró alrededor con gesto ceñudo—. ¿Dónde está la…?
Y entonces la vio. Ahí, justo delante de ellos, estaba la fortaleza de Crummock, por llamarla de alguna manera.
El valle no tenía más de cien zancadas de un farallón a otro y estaba atravesado de lado a lado por una muralla. Una muralla vetusta y desvencijada, formada por unos bloques bastos tan agrietados, tan cubiertos de plantas trepadoras, zarzas y hierba en grana que casi resultaba indistinguible de la propia montaña. No era mucho más empinada que el valle; en su punto más elevado debía de tener la altura de tres hombres subidos a hombros unos de otros, y en algunos tramos estaba combada como si estuviera a punto de desmoronarse por sí sola. En su centro se abría un portalón de desgastados tablones grises, salpicados de unos líquenes que producían la impresión de estar a la vez secos y podridos.
En uno de los extremos había una torre que se alzaba apoyada contra un farallón. O, cuando menos, un gran pilar natural que sobresalía de la roca, con unos cuantos bloques de piedra a medio tallar adheridos con mortero a la parte superior para formar en el costado del farallón una amplia plataforma que dominaba la muralla que se extendía a sus pies. Logen miró al Sabueso, que caminaba pesadamente a su lado, y éste escudriñó la muralla con los ojos entornados como si no diera crédito a lo que estaba viendo.
—¿Es esto? —gruñó Dow torciendo el gesto al llegar a su altura. En uno de sus lados, justo debajo de la torre, unos cuantos árboles habían echado raíces lo menos hacía cincuenta años. Ahora, sobresalían por encima de la muralla. A un hombre le resultaría muy sencillo trepar por ellos y, sin apenas estirarse, plantarse del otro lado.
Tul alzó la vista y miró fijamente aquella caricatura de fortaleza.
—Un fuerte bastión en las montañas, dijiste.
—Fuerte… cillo —dijo Crummock sacudiendo una mano—. Nosotros los montañeses nunca hemos sido muy de construir cosas. ¿Qué esperabais? ¿Diez torres de mármol y un salón más grande que el de Skarling?
—Al menos esperaba una muralla medio decente —refunfuñó Dow.
—¡Bah! ¿Murallas? Había oído decir que eras frío como la nieve y caliente como la orina, Dow el Negro, ¿y ahora resulta que quieres esconderte detrás de una muralla?
—¡Maldito loco, si se presenta Bethod nos superara en número en una proporción de diez a uno! ¡Por supuesto que quiero una muralla, y tú nos dijiste que la habría!
—Pero si tú mismo lo has dicho —Crummock se puso a darse golpes en la sien con uno de sus gruesos dedos mientras hablaba con voz suave y pausada como si le estuviera dando una explicación a un niño—. ¡Estoy loco! ¡Loco como un saco lleno de lechuzas, todo el mundo lo dice! Ni siquiera consigo acordarme de los nombres de mis propios hijos. ¿Quién puede saber lo que yo entiendo por una muralla? ¿La mayor parte de las veces ni siquiera sé lo que me digo y vosotros sois lo bastante tontos como para hacerme caso? ¡Me parece que también vosotros debéis de estar locos!
Logen se frotó el caballete de la nariz y soltó un gemido. Los Carls del Sabueso, que ya empezaban a congregarse a su alrededor, contemplaban el amontonamiento de piedras musgosas e intercambiaban murmullos. No se les veía muy contentos que digamos, y Logen los entendía. Habían realizado una marcha larga y calurosa para luego encontrarse con eso al final del camino. Pero, por lo que él alcanzaba a ver, no había más opciones.
—Ya no hay tiempo de construir una mejor —refunfuñó—. Tendremos que apañárnoslas como podamos con lo que tenemos.
—¡Así se habla, Sanguinario, a ti no te hace falta una muralla, bien lo sabes! —Crummock palmeó a Logen en el brazo con su manaza—. ¡Tú no puedes morir! ¡La luna te ama más que a cualquier otro hombre! ¡No puedes morir mientras goces de la protección de la luna! No puedes…
—Cierra la boca —dijo Logen.
Remontaron abatidos la ladera para dirigirse al portalón. Crummock pegó un grito y las vetustas puertas se abrieron con un temblequeo. Al otro lado les aguardaba una pareja de montañeses que les miraron con gesto receloso mientras iban entrando. Quejosos y exhaustos, ascendieron por una rampa labrada en la roca y accedieron a una explanada que había un poco más arriba. Un collado entre dos peñascos de unas cien zancadas de ancho y doscientas de largo, rodeado de farallones verticales de roca viva. Desperdigados por los bordes había unos cuantos barracones y cobertizos de madera, todos ellos recubiertos con una capa verde de musgo viejo, y pegado a la pared de roca se erguía un destartalado salón, provisto de una chimenea chata por la que salía un hilo de humo. Justo al lado arrancaba una escalera tallada en la roca que ascendía a la plataforma que había en lo alto de la torre.
—Ni un solo lugar adonde escapar si las cosas se ponen feas —masculló Logen.
Crummock se limitó a ensanchar aún más su sonrisa.
—Por supuesto. De eso se trata, ¿no? Bethod creerá que nos tiene tan atrapados como a un pelotón de escarabajos encerrados en una botella.
—Y no se equivocará —refunfuñó Dow.
—En efecto, pero entonces vuestros amigos aparecerán por detrás y se llevará la madre de todas las sorpresas. ¡Sólo por ver la cara que se le queda entonces a ese maldito comemierda ya valdría la pena!
Logen salivó un poco y lanzó un escupitajo al suelo pedregoso.
—Lo que yo me pregunto es qué cara se nos quedará a nosotros cuando llegue ese momento. Apuesto por unas caras desencajadas y de aspecto cadavérico —apretujado en un cercado había un rebaño de ovejas greñudas que miraban alrededor con los ojos muy abiertos mientras se balaban unas a otras. Unos animales acorralados e indefensos; Logen sabía muy bien cómo se sentían. Vista desde el interior de la fortaleza, donde el terreno era bastante más elevado, la muralla prácticamente ni existía. Un tipo con las piernas un poco largas podría subirse de una zancada a su adarve y plantarse en su destartalado y musgoso simulacro de parapeto.
—Que tu bello ser no se inquiete, Sanguinario —rió Crummock—. Mi fortaleza podría estar mejor construida, lo admito, pero el terreno juega a nuestro favor, igual que las montañas y la luna, que sonríen ante nuestro esforzado empeño. Éste es un lugar poderoso, con una poderosa historia. ¿Conoces lo que le ocurrió a Laffa el Bravo?
—Mentiría si dijera que sí —Logen no estaba muy seguro de que le apeteciera oírlo en ese preciso momento, pero hacía mucho que se había acostumbrado a no conseguir nunca lo que quería.
—Laffa fue un gran jefe de bandoleros montañeses de tiempos muy remotos. Durante muchos años, él y sus hermanos estuvieron asaltando a los clanes de la zona. Un verano muy caluroso los clanes decidieron que aquello ya había ido demasiado lejos, así que se unieron y lo persiguieron hasta acorralarlo en las montañas. Éste fue su último reducto. Aquí mismo, en esta fortaleza, resistieron Laffa y sus hermanos con toda su gente.
—¿Y qué pasó? —preguntó el Sabueso.
—Que los mataron a todos y luego les cortaron las cabezas y las metieron en unos sacos que enterraron en el hoyo que usaban para cagar —Crummock sonrió de oreja a oreja.
—¿Eso es todo? ¿Ésa es la historia?
—Eso es todo lo que yo sé, aunque no estoy seguro de que no haya algo más. Pero yo diría que ése fue el final de Laffa.
—Gracias por darnos ánimos.
—¡No hay de qué, no hay de qué! ¡Me sé muchas más historias, si queréis que os cuente otra!
—No, no, con ésa me basta —Logen se dio la vuelta y se alejó, acompañado por el Sabueso—. ¡Ya me contarás otra cuando hayamos ganado!
—¡Ja, ja, ja, Sanguinario! —gritó Crummock a sus espaldas—. Ésa sí que será una buena historia, ¿eh? ¡A mí no me engañas! ¡Eres como yo, un hombre al que ama la luna! ¡Luchamos mejor cuando tenemos una montaña a nuestra espalda y ninguna escapatoria! ¡No me digas que no! ¡Nos encanta no tener elección!
—Sí, claro —masculló Logen para sus adentros mientras se dirigía enfurecido hacia la puerta—. No hay nada como no tener elección.
El Sabueso estaba a los pies de la muralla mirando hacia arriba y preguntándose qué se podría hacer para que él y los suyos tuvieran alguna posibilidad de sobrevivir a la siguiente semana.
—No sería mala idea arrancar todas las enredaderas y los hierbajos ésos —dijo—. Hacen que sea mucho más fácil de escalar.
Tul enarcó una ceja.
—¿Estás seguro de que no son esas plantas las que la mantienen en pie?
Hosco dio un tirón a una parra y una llovizna de mortero seco se desprendió junto con ella.
—A lo mejor tienes razón —suspiró el Sabueso—. En fin, cortad todo lo que podáis, ¿eh? El tiempo que se emplee en despejar la parte de arriba estará bien aprovechado. Tener una buena pila de piedras para escondernos detrás cuando Bethod empiece a lanzarnos flechas no nos vendrá nada mal.
—Desde luego que no —apostilló Tul—. Y también podríamos excavar un foso aquí delante e hincar unas cuantas estacas en el fondo para que les resultara más difícil acercarse.
—Después asegurad bien la puerta ésa, remachadla con clavos y plantad un montón de rocas detrás de ella.
—Luego nos va a costar salir —señaló Tul.
Logen resopló con sorna.
—Que nosotros salgamos no será nuestro principal problema, creo yo.
—Tienes mucha razón —se rió Crummock acercándoseles a paso lento con una pipa encendida en una de sus manazas—. Lo que nos debe preocupar es que los muchachos de Bethod no se nos cuelen dentro.
—Tener reparadas estas murallas será un buen primer paso para que yo empiece a sentirme un poco más tranquilo —el Sabueso señaló los árboles que crecían por encima de la muralla—. A ésos habrá que talarlos y hacerlos leña, y también habrá que tallar algunas piedras, preparar mortero y todo eso. ¿Tienes gente que sepa hacer eso, Crummock? ¿Tienes herramientas?
El montañés dio una calada a la pipa, y mirando al Sabueso con gesto ceñudo, echó una bocanada de humo pardo.
—Puede que la tenga, pero no acepto órdenes de alguien como tú, Sabueso. La luna sabe de mis talentos, y lo mío es matar, no hacer mortero.
Hosco alzó la vista al cielo.
—¿Y de quién aceptas órdenes? —preguntó Logen.
—¡De ti, Sanguinario, de ningún otro! La luna te ama, y yo amo a la luna, y por eso eres tú el hombre del que…
—Pues entonces dile a tus hombres que muevan el culo y se pongan a cortar madera y piedra. Ya estoy harto de tanta cháchara.
Crummock torció el gesto y vació de cenizas la pipa golpeándola contra el muro.
—No sois nada divertidos, muchachos, sólo sabéis preocuparos. Tendríais que verle el lado bueno a todo esto. ¡Lo peor que podría pasar es que Bethod no se presentara!
—¿Lo peor? ¿Estás seguro? —el Sabueso le miró fijamente—. ¿Y si resulta que Bethod sí que aparece y sus Carls derriban de una patada tu muralla como si fuera una pila de boñigas y luego nos matan a todos?
Crummock arrugó la frente. Se quedó mirando al suelo con gesto pensativo. Y luego alzó los ojos al cielo.
—Cierto —dijo mientras una sonrisa rasgaba su rostro—. Eso es peor. Tienes una mente muy ágil, muchacho.
El Sabueso exhaló un largo suspiro y luego dirigió la vista hacia el valle. Tal vez la muralla no fuera lo que todos habían esperado, pero su emplazamiento era inmejorable. Ascender por una pendiente muy pronunciada para ir al encuentro de un nutrido grupo de aguerridos guerreros que aguardan en una posición elevada, no tienen nada que perder y están listos y perfectamente capacitados para matar no era lo que se dice divertido.
—No les va a resultar fácil organizarse ahí abajo —dijo Logen leyéndole la mente al Sabueso—. Sobre todo con las flechas cayéndoles desde arriba y sin tener un lugar donde esconderse. En una situación así el número no cuenta mucho. A mí mismo no me haría ninguna gracia tener que intentarlo. ¿Cómo lo hacemos si aparecen?
—Creo que debemos formar tres grupos —el Sabueso señaló la torre con la cabeza—. Yo me pondré ahí arriba con unos cien de los mejores arqueros. Es un buen lugar desde el que disparar. Bien alto y con una estupenda vista del frente de la muralla.
—Ajá —asintió Hosco.
—Quizá también con unos cuantos tipos fuertes para que arrojen alguna que otra roca.
—Yo lanzaré las rocas —terció Tul.
—Perfecto. Luego los mejores de los nuestros irán arriba de la muralla para enfrentarse con ellos cuerpo a cuerpo si al final consiguen subir. Ése, pienso, debe ser tu grupo, Logen. Dow, Escalofríos y Sombrero Rojo pueden ser tus lugartenientes.
Logen asintió con la cabeza, aunque no parecía que el asunto le hiciera demasiada gracia.
—Bien. De acuerdo.
—Detrás estará Crummock con sus montañeses, listos para cargar si consiguen franquear la puerta. Si aguantamos, tal vez se podrían intercambiar posiciones. Los montañeses a la muralla y Logen y los demás detrás.
—¡Vaya un plan que ha trazado este hombrecito! —Crummock descargó sobre el hombro del Sabueso su manaza y estuvo a punto de darle en la cara—. ¡Ni que te lo hubiera revelado la luna en sueños! ¡No lo cambiaría ni un ápice! —y estrelló su carnoso puño contra la palma de la mano—. ¡Me encantan las cargas! ¡A ver si no se presentan los sureños y así tocamos a más! ¡Quiero cargar ya!
—Me alegro por ti —gruñó el Sabueso—. A lo mejor podemos buscarte un precipicio para que te lances a la carga hacia él —entornó los ojos para mirar al sol y luego volvió a echar un vistazo a la muralla en la que estaban depositadas todas sus esperanzas. No le habría gustado tener que intentar subirla, al menos desde ese lado, pero de todos modos no era ni la mitad de alta, de gruesa y de fuerte de lo que él hubiera querido. Claro que las cosas no siempre son como a uno le gustaría que fueran. Eso es lo que habría dicho Tresárboles. Pero ya podían haberlo sido, aunque sólo fuera por esta vez.
—La trampa está lista —dijo Crummock contemplando el valle con una sonrisa de oreja a oreja.
El Sabueso asintió.
—Ahora ya sólo queda saber quién va a caer en ella, si Bethod o nosotros.
Logen caminaba entre las hogueras en medio de la noche. Alrededor de algunas había Carls bebiendo la cerveza de Crummock, fumando su chagga y riéndose con las historias que se contaban. En otras había montañeses, que a la luz parpadeante de las llamas parecían lobos con sus pieles bastas, sus cabellos enmarañados y sus rostros medio pintarrajeados. En alguna parte alguien cantaba. Extrañas canciones en una lengua extraña que tenía la estridencia aguda de los chillidos de los animales del bosque y se alzaba y volvía a caer como los valles y las cumbres. Logen tenía que admitir que había estado fumando por primera vez desde hacía bastante tiempo, y bebiendo también. Todo le transmitía una sensación de calidez. Las hogueras, los hombres, incluso el viento fresco. Se abría paso serpenteando en la oscuridad tratando de dar con la hoguera donde estaban sentados el Sabueso y el resto de los muchachos sin tener ni la más remota idea de dónde podía estar. Estaba perdido, y en más de un sentido.
—¿Cuántos hombres has matado, papá? —debía ser la hija de Crummock. No había demasiadas voces agudas en el campamento, por desgracia. Logen distinguió en la oscuridad la enorme silueta del montañés y, cerca de él, sentados, a sus tres hijos, con sus armas desproporcionadas apoyadas a una distancia donde fuera fácil alcanzarlas.
—Oh, he matado legiones de hombres, Isern —el retumbar de la profunda voz de Crummock alcanzó a Logen al acercarse—. Más de los que puedo recordar. Es posible que tu padre a veces no tenga la cabeza muy en su sitio, pero a nadie le gusta tenerle de enemigo. Ya lo verás cuando Bethod y sus lameculos vengan a visitarnos —alzó la cabeza y vio a Logen andando en medio de la oscuridad—. Pero te juro, y no tengo ninguna duda de que Bethod se uniría a mi juramento, que en todo el Norte sólo hay un bastardo más cruel, más sanguinario y más duro que tu padre.
—¿Y quién es ése? —preguntó el niño del escudo. Logen sintió que se le caía el alma a los pies al ver a Crummock levantar un dedo y señalarle.
—Ahí mismo lo tienes. El Sanguinario.
La niña miró con mala cara a Logen.
—Ése no vale nada. ¡Tú podrías ganarle, papá!
—¡Por los muertos!, ¡qué voy a poder! Ni se te ocurra decirlo, no vaya a ser que me ponga a orinar y forme un charco tan grande que te ahogues en él.
—No parece gran cosa.
—Ahí tenéis una buena lección para los tres. No parecer gran cosa y no decir gran cosa, ése es un buen primer paso para ser peligroso de verdad, ¿no es así, Nuevededos? De ese modo, cuando sueltas el demonio que llevas dentro, el pobre desgraciado al que le has tocado en suerte se lleva un susto el doble de grande. Susto y sorpresa, preciosos míos, y también rapidez al asestar el golpe y total ausencia de piedad. Eso es lo que define a un verdadero matador. El tamaño, la fuerza y la voz retumbante no están de más, a su debido tiempo, pero no valen nada en comparación con esa velocidad asesina, brutal y despiadada, ¿eh, Sanguinario?
Era una lección muy dura para unos niños, pero a Logen se la había contado su propio padre cuando él era muy joven y, a pesar de todos los años que habían pasado, jamás la había olvidado.
—Es la triste realidad. El primero en golpear suele ser también el que asesta el último golpe.
—¡Así es! —exclamó Crummock palmeándose uno de sus gruesos muslos—. ¡Bien dicho! Sólo que es una realizad gozosa, no triste. Os acordáis del viejo Wilum, ¿verdad niños?
—¡Ése al que alcanzó un rayo durante una tormenta en las Altiplanicies! —exclamó el niño del escudo.
—¡En efecto! ¡Ahí estaba tan tranquilo de pie cuando de pronto se oye un ruido como si el mundo entero se hubiera desplomado, se ve un resplandor brillante como el sol y al instante Wilum estaba más muerto que mis botas!
—¡Tenía los pies en llamas! —se rió la niña.
—Claro que sí, Isern, claro que sí. Ya visteis lo deprisa que murió, el susto que produjo el rayo y la poca compasión que mostró. Pues bien —y los ojos de Crummock se desviaron hacia Logen—, eso mismo es lo que le pasa a cualquiera que se cruce con ese hombre. Estás soltándole tus palabrotas, y un instante después… —chocó con fuerza las palmas de las manos y los niños pegaron un respingo—… te ha mandado de vuelta al barro. Más deprisa de lo que el rayo mandó a Wilum y con la misma indiferencia. Tu vida pende de un hilo cada instante que pases a menos de dos zancadas de ese cabrón que no parece gran cosa, ¿no es así, Sanguinario?
—Bueno… —Logen no estaba disfrutando en absoluto de aquello.
—Pues dinos cuántos hombres has matado —le gritó la niña alzando la barbilla.
Crummock soltó una carcajada y acarició con una mano el cabello de su hija.
—¡No existen números para unas cantidades tan grandes, Isern! ¡Es el rey de los asesinos! No hay un hombre más letal, nadie que se le pueda comparar bajo la luna.
—¿Y qué hay del tipo ése, el Temible? —preguntó el niño de la lanza.
—Uuuuuuuuuhhh —soltó Crummock con voz arrulladora mientras una sonrisa surcaba su rostro de lado a lado—. Ése no es un hombre, Scofen. Es otra cosa. ¿Una lucha a muerte entre Fenris el Terrible y el Sanguinario? —se frotó las manos—. Eso sí que me gustaría verlo. Eso sí que es algo que a la luna le encantaría iluminar —sus ojos se volvieron hacia el cielo y Logen los siguió. En medio de la negrura del firmamento una luna grande y blanca refulgía como un fuego recién encendido.