Los cascos del corcel de Jezal chapoteaban obedientes en el barro. Era un animal magnífico, del tipo que siempre había soñado con montar algún día. Carne de caballo por valor de varios miles de marcos, sin duda. Aquel noble bruto confería a cualquiera que lo montara, por muy insignificante que fuera, el aire de la realeza. La resplandeciente armadura de Jezal era una pieza forjada con acero estirio de la mejor calidad, con repujados de oro. Su manto, una obra de fina seda de Suljuk, con ribetes de armiño. La empuñadura de su espada tenía incrustados varios diamantes que centelleaban cuando las nubes del cielo se abrían para dejar que asomara un poco al sol. Había decidido prescindir de la corona aquel día y en su lugar llevaba un simple aro dorado cuyo peso resultaba bastante más soportable para las rozaduras que ya le habían salido en las sienes.
Iba investido de toda la parafernalia de la realeza.
Desde muy niño, Jezal había soñado que un día sería exaltado, venerado y obedecido. Pero ahora, sólo de pensar en ello, le entraban ganas de vomitar. Aunque tal vez eso tuviera que ver más con el hecho de que casi no hubiera dormido la noche anterior y que apenas hubiera desayunado.
El Lord Mariscal Varuz, que cabalgaba junto a Jezal, tenía todo el aspecto de un hombre al que de pronto se le hubiera echado encima la vejez. Iba encorvado y con los hombros caídos y parecía haber encogido dentro de su uniforme. Sus movimientos habían perdido su acerada rotundidad; sus ojos, su gélida penetración. De hecho, empezaba a presentar algunos síntomas que parecían indicar que no tenía ni idea de qué hacer.
—Se sigue luchando en Los Arcos, Majestad —le estaba explicando—, pero apenas si tenemos alguna que otra cabeza de puente. Los gurkos han consolidado su control sobre las Tres Granjas. Han hecho avanzar sus catapultas hasta el canal y la otra noche sus proyectiles incendiarios penetraron ampliamente en los distritos céntricos. Hasta la Vía Media, e incluso más allá. Los incendios han estado ardiendo hasta el amanecer. De hecho, en algunas zonas aún no han sido sofocados. Se han producido daños… de consideración.
Un ostensible eufemismo. Los incendios habían devastado zonas enteras de la ciudad. Filas enteras de edificios, espléndidas mansiones, concurridas tabernas y estridentes talleres, que Jezal conocía a la perfección, habían quedado reducidos a un montón de escombros calcinados. Su visión resultaba tan horripilante como la de un viejo amor que al abrir la boca dejara al descubierto dos hileras de dientes cariados. El hedor del fuego, del humo y de la muerte se aferraba a la garganta de Jezal convirtiendo su voz en una especie de graznido severo.
Un hombre cubierto de polvo y de cenizas, que estaba rebuscando entre los escombros aún humeantes de una casa, alzó la vista y miró a Jezal y a su séquito cuando pasaron al trote junto a él.
—¿Dónde está mi hijo? —chilló de pronto—. ¿Dónde está mi hijo?
Jezal apartó con disimulo la vista y propinó un levísimo aguijoneo a su montura. No tenía ninguna necesidad de ofrecer a su conciencia nuevas armas con las que apuñalarle. Bastante bien armada estaba ya.
—Pero la Muralla de Arnault aún resiste, Majestad —Varuz habló con un tono de voz innecesariamente alto en un intento inútil de tapar los desgarradores gemidos que seguían resonando entre las ruinas que habían dejado a sus espaldas—. Ni un solo soldado gurko ha puesto aún el pie en el distrito central de la ciudad. Ni uno solo.
Jezal se preguntó durante cuánto tiempo podría seguir alardeando de eso.
—¿Hay noticias del Lord Mariscal West? —inquirió por segunda vez en una hora y décima vez en un día.
Varuz dio a Jezal la misma respuesta que sin duda volvería a oír diez veces más antes de caer rendido en la cama esa noche.
—Me temo que estamos completamente aislados del resto del mundo, Majestad. Son pocas las noticias que logran atravesar el cordón gurko. Pero, según parece, hay tormentas en las costas de Angland. Debemos hacer frente a la posibilidad de que el ejército se demore.
—Perra suerte —murmuró desde el otro lado Bremer dan Gorst, cuyos ojos inspeccionaban las ruinas con rápidos vistazos en busca de la más mínima señal de una posible amenaza. Jezal masticó con gesto abatido el salado trocito de uña que le quedaba en el pulgar. Ya casi ni recordaba cuándo fue la última vez que recibió unas noticias mínimamente buenas. Tormentas, demoras. Hasta los elementos parecían haberse conjurado contra ellos.
Varuz no tenía nada con lo que levantarle el ánimo.
—Y ahora se ha declarado una epidemia en el Agriont. Una epidemia muy virulenta que se propaga con enorme rapidez. Una parte importante de los civiles a los que se abrieron las puertas de la ciudadela han sucumbido a ella de forma casi inmediata. Incluso se ha extendido al propio palacio. Se ha cobrado la vida de dos Caballeros de la Escolta Regia. Un día por la mañana estaban de guardia en sus puestos, como de costumbre, y esa misma noche se encontraban ya metidos en sendos ataúdes. Se les consumió el cuerpo, se les pudrieron los dientes y perdieron todo el cabello. Los cadáveres se queman, pero constantemente aparecen nuevos casos. Los médicos nunca habían visto cosa igual y desconocen por completo cuál pueda ser el remedio. Hay quienes hablan ya de una maldición gurka.
Jezal tragó saliva. Había bastado que aquella magnífica ciudad, erigida gracias al trabajo de tantos pares de manos a lo largo de los siglos, recibiera sus amorosas atenciones durante unas pocas semanas para verse convertida en un amasijo de escombros calcinados. Sus orgullosos habitantes habían quedado reducidos en su mayor parte a la condición de mendigos apestosos, heridos aullantes y dolientes gemebundos. Eso, los que no se habían visto reducidos a la condición de cadáveres. Era la más lamentable caricatura de rey que jamás había generado la Unión. Si ni siquiera era capaz de llevar un poco de felicidad a esa amarga parodia que era su vida conyugal, cómo iba a conseguirlo con toda una nación. Su reputación descansaba por completo en unas mentiras que no había tenido el valor de negar. Era un cero a la izquierda, un gusano impotente e indefenso.
—¿Qué lugar es éste? —masculló cuando accedieron a un amplio espacio azotado por el viento.
—Majestad, pero si son las Cuatro Esquinas.
—¿Esto? ¿No es posible que esto…? —no pudo seguir. El lugar se le había hecho reconocible de pronto con toda la violencia de un bofetón.
Del edificio que en tiempos ocupara la sede del Gremio de los Sederos sólo quedaban en pie dos muros, cuyos vanos vacíos parecían mirar con el mismo gesto acongojado de unos cadáveres petrificados en el momento de su muerte. El pavimento donde solían colocarse cientos de alegres puestecillos estaba agrietado y cubierto por un hollín pegajoso. Los jardines eran simples parcelas peladas llenas de barro y maleza chamuscada. En el aire deberían haber resonado los pregones de los comerciantes, el cotorreo de los sirvientes, las risas de los niños. Pero en lugar de ello reinaba un silencio que tan sólo alteraba el ulular de un viento gélido que soplaba entre los escombros y desperdigaba oleadas de polvo negro por el corazón de la ciudad.
Jezal tiró de las riendas, y su séquito, compuesto por unos veinte Caballeros de la Escolta Regia, cinco caballeros Mensajeros, una docena de miembros del Estado Mayor de Varuz y uno o dos pajes de aspecto nervioso, se detuvo con un traqueteo en torno a él. Gorst echó un vistazo al cielo con gesto ceñudo.
—Majestad, debemos seguir. Este lugar no es seguro. No sabemos cuándo iniciaran los gurkos el siguiente bombardeo.
Jezal no le hizo caso. Descabalgó y se internó entre los escombros. Costaba trabajo creer que ése fuera el mismo lugar al que él solía acudir para aprovisionarse de vino, comprar abalorios o tomarse medidas para un uniforme nuevo. A menos de cien zancadas de distancia, justo al otro lado de una hilera de ruinas humeantes, se alzaba la estatua de Harod el Grande. Allí fue donde tuvo la cita nocturna con Ardee, un hecho que ahora le parecía que había tenido lugar hacía cientos de años.
Ahora, cerca de ahí, había un grupo de personas en un estado lamentable que se apretujaban al borde de los restos pisoteados de un jardín. Mujeres y niños en su mayor parte, y también algún anciano. Sucios, desesperados, algunos con muletas o con vendas ensangrentadas, aferrados a los pocos enseres que habían conseguido rescatar del desastre. Gentes que habían perdido sus casas en los incendios o en los combates de la noche anterior. De pronto, a Jezal se le cortó la respiración. Una de las personas del grupo era Ardee. Estaba sentada en una piedra, con un vestido fino, temblando y mirando al suelo, con su cabellera negra cubriéndole la mitad de la cara. Se acercó a ella con una sonrisa; la primera que le salía desde hacía varias semanas.
—Ardee —la muchacha se volvió con los ojos muy abiertos y Jezal se quedó de piedra. No era ella, sino una chica más joven y bastante menos atractiva. La muchacha le miró parpadeando mientras se balanceaba de atrás adelante. Jezal hizo un gesto torpe con las manos y masculló unas cuantas palabras incoherentes. Todos le estaban mirando. No podía irse así, sin más—. Por favor, quédate con esto —busco a tientas uno de los cierres dorados de su manto carmesí, lo soltó y se lo tendió.
La muchacha no dijo nada al cogerlo, simplemente se le quedó mirando. Había sido un gesto ridículo, de una hipocresía hiriente. Pero, al parecer, los demás civiles sin techo no eran de la misma opinión.
—¡Viva el Rey Jezal! —gritó alguien, y todos prorrumpieron en un clamor.
Había un muchacho apoyado en una muleta que le miraba con unos ojos de luna teñidos de desesperación. Un soldado con un ojo vendado y el otro bordeado con un prominente ribete acuoso. Una madre que aferraba a un bebé envuelto en un trapo que guardaba un espeluznante parecido con un jirón de una bandera de la Unión. Era como si la escena hubiera sido cuidadosamente planeada para crear el máximo impacto emocional posible. Un grupo de modelos posando para una torpe y escabrosa representación pictórica de los horrores de la guerra.
—¡Viva el Rey Jezal! —volvió a gritar alguien, que de inmediato fue secundado por unos cuantos «vivas» apagados.
Su adulación era puro veneno en sus oídos. Sólo servía para que sintiera con más fuerza aún el peso de su responsabilidad. Se dio la vuelta y se alejó de allí. Se sentía incapaz de mantener ni un solo segundo más la caricatura de sonrisa que lucía en su cara.
—¿Qué he hecho? —susurró retorciéndose las manos—. ¿Qué he hecho? —y aguijoneado por la culpa, se subió trabajosamente a la silla—. Conducidme a las proximidades de la Muralla de Arnault.
—Majestad, no creo que sea…
—¡Ya me ha oído! Vamos adonde se combate. Quiero verlo.
Varuz torció el gesto.
—Está bien —volvió su montura y condujo a Jezal y a su escolta en dirección a Los Arcos, siguiendo una ruta bien conocida pero que ahora estaba horriblemente cambiada. Tras unos minutos de trayecto preñado de inquietud, el Lord Mariscal detuvo su montura y señaló una calle desierta que había hacía el oeste. Luego habló en voz baja, como si tuviera miedo de que el enemigo pudiera oírlos.
—La Muralla de Arnault se encuentra a menos de trescientas zancadas en esa dirección, y justo detrás se agolpan las tropas gurkas. Realmente creo que deberíamos…
Jezal sintió una leve vibración que le llegaba a través de la silla de montar, su caballo respingó y una nube de polvo cayó de los tejados de las casas de uno de los lados de la calle.
Se disponía a abrir la boca para preguntar qué había sido eso cuando un ruido atronador rasgó el aire. Un muro de sonido aplastante y pavoroso que hizo que los oídos de Jezal zumbaran. Los hombres miraban boquiabiertos y exhalaban gritos ahogados. Los caballos se arremolinaban, coceaban y revolvían los ojos con terror. La montura de Varuz se empinó y arrojó al viejo soldado al suelo sin ningún miramiento.
Jezal no le prestó ninguna atención. Acometido por una intensa curiosidad, estaba espoleando su montura hacia el lugar donde se había producido la explosión. Había empezado a caer una lluvia de piedrecillas, que rebotaban en los tejados y caían repicando al suelo como si fueran granizo, y en el horizonte, al oeste, se alzaba una gran nube de polvo marrón.
—¡Majestad! —se oyó gritar a Gorst con tono lastimero—. ¡Deberíamos volver! —pero Jezal no le hizo ni caso.
Llegó cabalgando a una amplia plaza, cuyo pavimento estaba sembrado de cascotes, algunos de ellos tan grandes como una leñera. Mientras el polvo asfixiante se iba posando en medio de un silencio antinatural, Jezal se dio cuenta de que conocía aquel lugar. En el lado norte había una taberna que él solía frecuentar, sin embargo, había algo que no era como él lo recordaba. El lugar parecía como más despejado y… la mandíbula se le desencajó y se quedó con la boca abierta. Un extenso lienzo de la Muralla de Arnault ceñía el límite septentrional de la plaza. Pero ahora, en su lugar, lo que había era un inmenso cráter.
Los gurkos debían de haber excavado bajo la muralla una mina, que luego habrían rellenado con su maldito polvo explosivo. El sol eligió ese preciso momento para asomarse entre las nubes y Jezal pudo contemplar a través de la grieta abierta un extenso trecho del asolado distrito de Los Arcos. Al fondo, descendiendo por una ladera de escombros con sus armaduras reluciendo al sol y las puntas de sus lanzas oscilando sobre sus cabezas, había un nutrido contingente de soldados gurkos.
Los más adelantados ascendían ya por las paredes del cráter para acceder a los restos de la destartalada plaza. Algunos defensores se arrastraban aturdidos por el polvo, tosiendo y escupiendo. Otros ni siquiera se movían. Por lo que Jezal alcanzaba a ver, no había nadie para repeler el ataque gurko. Nadie, excepto él. En ese momento se preguntó qué habría hecho Harod el Grande en una situación como ésa.
No resultaba difícil imaginar la respuesta.
El valor puede obtenerse de muchos lugares, y estar compuesto de muchos elementos diversos, de tal modo que en un momento determinado es posible que el cobarde de ayer se convierta en el héroe de mañana. La vertiginosa oleada de valor que experimentó Jezal en ese momento estaba compuesta en su mayor parte de vergüenza y miedo, de la vergüenza que le daba sentir miedo; todo ello incrementado a su vez por la irritante frustración que le producía el hecho de que las cosas nunca le salieran como él deseaba y por la súbita y un tanto vaga certeza de que su muerte podría solucionar toda una serie de enojosos problemas para los que él no veía solución alguna. Unos ingredientes nada nobles, a decir verdad. Pero nadie le pregunta al panadero qué ha metido en la empanada si lo que le da a probar está bueno.
Desenvainó la espada y la alzó a la luz del sol.
—¡Caballeros de la Escolta! —rugió—. ¡Seguidme!
Gorst hizo un intento desesperado de agarrarle las riendas.
—¡Majestad! ¡No podéis poneros en…!
Jezal picó espuelas. El animal salió disparado con un vigor imprevisto, que lanzó bruscamente la cabeza de su jinete hacia atrás y estuvo a punto de hacerle perder las riendas. Se bamboleaba sobre la silla mientras las pezuñas del caballo martilleaban el sucio pavimento, que pasaba por debajo como una exhalación. Jezal tenía la vaga impresión de que su escolta le seguía un poco más atrás, pero toda su atención se concentraba en los soldados gurkos que tenía delante, cuyo número no paraba de crecer.
Con una velocidad mareante, su montura le condujo directamente al hombre que iba al frente, un portaestandartes que llevaba una larga asta repleta de relucientes signos dorados. Mala suerte para aquel hombre que le hubieran conferido tan prominente puesto, pensó Jezal. Al ver que se le venía encima un caballo gigantesco, el hombre puso los ojos como platos, tiró el estandarte e intentó echarse a un lado. El filo del acero de Jezal se le clavó en el hombro con toda la fuerza de la carga, le produjo un desgarrón y le tiró al suelo de espaldas. Al impactar contra la masa, varios hombres más cayeron bajo las patas de su montura, aunque Jezal, desde luego, no habría sabido decir cuántos exactamente.
Luego fue el caos. Se encontró sentado encima de una masa de rostros morenos que le enseñaban los dientes, en medio de un mar de armaduras centelleantes y de lanzas que pegaban sacudidas. La madera crujía, resonaba el metal y los hombres gritaban palabras incomprensibles mientras él soltaba tajos a diestro y siniestro, aullando maldiciones. Vio una mano que trataba de cogerle las riendas y la pegó un tajo que le amputó un par de dedos. Sintió un golpe brutal en el costado y estuvo a punto de salir despedido de la silla. Luego su espada se hundió en un casco con un ruido hueco y el tipo que lo llevaba se hundió bajo la marea humana.
De pronto, su caballo lanzó un relincho muy agudo, se puso de manos y se retorció. Mientras se caía de la silla y el mundo se ponía del revés, Jezal sintió una acometida de pavor. Un instante después chocó contra el suelo y la boca y los ojos se le llenaron de polvo. Tosió, se revolvió y consiguió ponerse de rodillas. Los cascos de los caballos se estrellaban contra el pavimento agrietado. Las botas resbalaban y daban pisotones. Se llevó las manos al pelo y buscó a tientas su aro, pero debía de habérsele caído en alguna parte. ¿Cómo se sabría ahora que era un rey? ¿Pero seguía siendo un rey? Tenía la cabeza toda pegajosa. No habría sido mala idea haberse traído un casco, claro que ahora ya era un poco tarde para eso. Se puso a hurgar entre los escombros sin apenas fuerzas y dio la vuelta a una piedra plana. La verdad es que no estaba muy seguro de lo que estaba buscando. Trató de levantarse y algo le tiró del pie, se lo arrancó dolosamente del suelo y le hizo caer de bruces otra vez. Pensaba que le habían roto la crisma, pero no era más que su estribo, que seguía enganchado al imponente cadáver de su caballo. Se quitó una bota, trató de coger aire y dio un par de pasos de borracho bajo el peso de su armadura, con la espada colgándole de una mano.
Alguien alzó una hoja curva ante él y Jezal le lanzó una estocada al pecho. El tipo le echó un vómito de sangre a la cara y, al caer, le arrancó la espada de las manos. Entonces un golpe seco en el peto le arrojó de lado sobre un soldado gurko que llevaba una lanza. El soldado la dejó caer y los dos se enzarzaron en un forcejeo mientras daban tumbos de un lado a otro. Jezal empezaba a sentir un inmenso cansancio. La cabeza le estallaba. El simple hecho de tomar aire le suponía un enorme esfuerzo. La heroica idea de lanzarse a la carga le parecía ahora un craso error. Lo único que deseaba era tumbarse.
El soldado gurko consiguió soltarse una mano y la levantó en alto blandiendo un puñal. Un instante después la mano salía volando, rebanada a la altura de la muñeca, seguida de un chorro de sangre. El tipo se puso a gemir y comenzó a resbalar hacia el suelo mientras miraba fijamente el muñón.
—¡El Rey! —se oyó gritar a la vocecilla aflautada de Gorst—. ¡El Rey!
Su acero largo trazó un amplio arco y decapitó al soldado gemebundo. Entonces otro se abalanzó hacia él, blandiendo una cimitarra. Antes de que tuviera tiempo de completar una zancada, el pesado acero de Gorst le partió el cráneo en dos. Un hacha se estrelló contra su hombro acorazado; se la quitó de encima como si fuera una mosca y acto seguido derribó de un tajo al hombre que la manejaba, salpicándolo todo de sangre. Un cuarto recibió en el cuello una estocada de su acero corto y se tambaleó hacia delante con los ojos desorbitados y una mano ensangrentada aferrada a la garganta.
Mientras se bamboleaba aturdido, Jezal casi se compadecía de los gurkos. Vistos desde la distancia, su número impresionaba, pero de cerca resultaba evidente que se trataba de soldados pertenecientes a los cuerpos auxiliares, a los que se había lanzado contra el cráter para probar suerte. Un montón de hombres escuálidos, sucios y faltos de organización, provistos de armamento ligero y casi sin armaduras. Muchos de ellos, advirtió Jezal, parecían estar muertos de miedo. Gorst, sin inmutarse, se abría paso entre ellos a mandobles, como un toro en medio de un rebaño de ovejas, soltando gruñidos mientras la guadaña de sus aceros abría las carnes de sus enemigos produciendo unos ruidos que ponían la carne de gallina. Otras figuras con armaduras aparecieron detrás de él, empujando con sus escudos y soltando tajos con sus brillantes espadas, hasta que por fin consiguieron abrir en las masas gurkas un amplio espacio bañado de sangre.
Jezal sintió que las manos de Gorst se deslizaban bajo sus axilas y tiraban de él hacia atrás, arrastrándole los tacones de las botas por los escombros. Creía recordar que la espada se le había caído en alguna parte, pero le pareció una tontería ponerse a buscarla en ese preciso momento. Sin duda acabaría convertida en la inesperada e inestimable recompensa de alguno de los pordioseros que más tarde se pondrían a rebuscar entre los cadáveres. En medio de la asfixiante humareda de polvo, Jezal distinguió a un Caballero Mensajero que se mantenía sobre su montura, una silueta rematada con un casco alado que repartía golpes a diestro y siniestro con un hacha.
Medio a rastras, salió por fin del tumulto. Algunos contingentes de las tropas regulares que defendían la ciudad se habían reagrupado o habían llegado procedentes de otras zonas de la muralla. Varios hombres provistos de cascos de acero se arrodillaron al borde del cráter y comenzaron a disparar sus ballestas contra la masa de gurkos que hormigueaba en el fondo entre el barro y los escombros. Otros arrimaron una carreta y la volcaron para que hiciera de barricada provisional. Un soldado gurko dejó escapar un sollozo al recibir una herida que le hizo caer desde el borde del cráter al barro del fondo. Por todos los lados de la plaza empezaban a llegar más ballesteros y lanceros de la Unión. Traían consigo toneles, escombros y postes rotos con los que fueron improvisando una barricada hasta que finalmente el amplio hueco abierto en la Muralla de Arnault quedó cubierto y defendido por gran cantidad de hombres y lanzas.
Sometidos a un bombardeo incesante de saetas y cascotes, los gurkos comenzaron a vacilar y pronto emprendieron la retirada, trepando desordenadamente por los escombros del lado contrario del cráter, dejando el fondo sembrado de cadáveres.
—Al Agriont, Majestad —dijo Gorst—. De inmediato.
Jezal no ofreció resistencia. Ya estaba bien por hoy de combates.
Algo raro pasaba en la Plaza de los Mariscales. Varias cuadrillas de obreros, provistos de piquetas y cinceles, estaban abriendo en el pavimento unas trincheras poco profundas que no parecían responder a ningún patrón determinado, mientras unos cuantos grupos de herreros sudaban en improvisadas forjas, vertiendo hierro fundido en unos moldes. El ruido de los martillazos y de las piedras trituradas era lo bastante ensordecedor como para hacer que a Jezal le castañetearan los dientes, y sin embargo, la voz del Primero de los Magos se las arregló para sonar más potente todavía.
—¡No, pedazo de alcornoque! ¡Un círculo desde aquí hasta allí!
—Debo regresar al Cuartel General, Majestad —dijo Varuz—. Ahora que ya han abierto brecha en la Muralla de Arnault, los gurkos no tardaran en lanzar un nuevo ataque. Si no llega a ser por vuestra carga, a estas horas ya estarían en la Vía Media. ¡Ahora entiendo cómo os ganasteis vuestra reputación en el occidente! ¡Pocas veces he visto una acción más gallarda que la vuestra!
—Hummm —Jezal vio cómo se llevaban a rastras a los muertos. Tres Caballeros de la Escolta Regia, un miembro del Estado Mayor de Varuz y un paje, un chiquillo de apenas doce años, cuya cabeza se mantenía unida al cuerpo por un simple cartílago. Tres hombres y un niño a los que había conducido a la muerte. Y eso sin contar con las heridas que los leales miembros de su séquito habían sufrido por su culpa. Una acción ciertamente gallarda.
»Espera aquí —le ordenó a Gorst, y acto seguido se abrió paso entre los sudorosos obreros para dirigirse adonde estaba el Primero de los Magos. No muy lejos de él, sentada en una hilera de toneles con las piernas cruzadas, se encontraba Ferro, con las manos colgando a los costados y la misma expresión de profundo desprecio que lucía siempre su cara morena. Casi resultaba reconfortante comprobar que algunas cosas no cambiaban nunca. Bayaz, por su parte, miraba con expresión adusta un voluminoso libro negro, evidentemente de gran antigüedad, cuyas tapas de cuero estaban cuarteadas y rasgadas. Estaba pálido y demacrado, avejentado y consumido. En un lado de la cara tenía varios arañazos con costra.
»¿Dónde se había metido? —inquirió Jezal.
Bayaz frunció el ceño y un músculo palpitó en una de sus ojeras.
—Podría haceros la misma pregunta.
Jezal advirtió que el Mago ni se había molestado en decir «Majestad». Se llevó una mano a la venda ensangrentada que ceñía su cráneo.
—He estado mandando una carga.
—¿Una qué?
—Los gurkos derribaron un lienzo de la Muralla de Arnault mientras estaba inspeccionando la ciudad. No había nadie para rechazarlos, así que… lo hice yo mismo —casi le sorprendió oírse pronunciar aquellas palabras. En realidad, estaba lejos de sentirse orgulloso de lo que había hecho. Poco más que salir al galope, caerse y darse un golpe en la cabeza. En su mayor parte, el combate lo habían protagonizado Bremer dan Gorst y su propio caballo, y, por si fuera poco, contra una oposición bastante escasa. Pero aun así, se imaginaba que, por una vez, había actuado de la manera correcta, suponiendo que existiera tal cosa.
Bayaz no parecía ser de la misma opinión.
—¿Se os ha atrofiado ya el poco seso que os haya concedido el destino?
—¿Que si se me ha…? —Jezal parpadeó mientras el significado de las palabras de Bayaz se iba abriendo paso en su mente. «¿Cómo se atreve, maldito entrometido? ¡Le está hablando a un rey!». Eso era lo que le gustaría haber dicho, pero tenía la cabeza hecha un bombo y algo que advirtió en la macilenta y palpitante cara del Mago le disuadió de hacerlo. En lugar de ello, se encontró mascullando unas palabras con un tono casi de disculpa.
—Pero… no entiendo… yo creí que… ¿acaso no es eso lo que habría hecho Harod el Grande en mi lugar?
—¿Harod? —le soltó con sorna a la cara—. ¡Harod era un perfecto cobarde y un redomado estúpido! ¡El muy imbécil apenas era capaz de vestirse sin mi ayuda!
—Pero…
—Es fácil encontrar hombres capaces de encabezar una carga —el Mago pronunció cada palabra de forma enfática, como si se estuviera dirigiendo a un retrasado mental—. Lo que ya no es tan fácil es encontrar hombres capacitados para liderar una nación. No voy a permitir que todo el esfuerzo que he hecho con vos quede en nada. La próxima vez que sintáis el anhelo de poner en peligro vuestra vida os aconsejo que optéis por encerraros en una letrina. La gente respeta a los hombres que tienen la reputación de ser grandes guerreros, y en ese sentido sois afortunado. Pero no a los cadáveres. ¡Ahí no! —rugió de golpe Bayaz, rodeando con paso renqueante a Jezal mientras se dirigía a uno de los herreros haciendo aspavientos. El pobre desgraciado pegó un bote como si fuera un conejo asustado y las ascuas chisporrotearon en su crisol—. ¡Maldito imbécil, mire que se lo había dicho! ¡Tiene que seguir mis gráficos al pie de la letra! ¡Todo tiene que estar exactamente tal y como yo lo he dibujado! ¡El más mínimo error podría resultar fatal!
Jezal se le quedó mirando mientras la indignación, la culpa y el agotamiento pugnaban por hacerse con el control de su cuerpo. El agotamiento salió vencedor. Se acercó con paso cansino a los toneles y se dejó caer al lado de Ferro.
—Su mierdosa Majestad —le saludó la mujer.
Jezal se frotó los ojos con el índice y el pulgar.
—Me hacéis un gran honor con vuestras gentiles atenciones.
—No anda muy contento Bayaz, ¿eh?
—Eso parece.
—Bueno. ¿Y cuándo diablos se le ha visto contento con algo?
Jezal asintió con un gruñido. Ahora se daba cuenta de que no había vuelto a hablar con Ferro desde que le coronaron. No es que antes fueran amigos, desde luego, pero tenía que reconocer que su absoluta falta de deferencia le resultaba sorprendentemente tonificante. Era como si por un momento volviera a ser ese mismo hombre indolente, vano, inútil y feliz que había sido en tiempos. Miró con el ceño fruncido a Bayaz, que en ese momento clavaba un dedo en el libro señalando alguna cosa.
—¿Se puede saber qué está tramando ahora?
—Quiere salvar el mundo, o eso es lo que dice.
—Ah. Es sólo eso. Pues parece que ha empezado un poco tarde, ¿no?
—No soy yo quien decide cuándo hay que empezar a hacer las cosas.
—¿Y cómo tiene pensado hacerlo? ¿Con unos picos y unas forjas?
Ferro le miró fijamente. Aquellos demoníacos ojos amarillos le seguían repeliendo tanto como antes.
—Entre otras cosas.
Jezal plantó los codos en las rodillas, hundió la barbilla en las palmas de las manos y exhaló un hondo suspiro. Estaba tan cansado…
—Parece que he vuelto a meter la pata —masculló.
—Hummm —Ferro apartó los ojos de él—. Eso es algo que siempre se le ha dado muy bien.