Con los ojos entrecerrados para protegerse del sol, el Sabueso observaba a los muchachos de la Unión que marchaban con paso renqueante en dirección opuesta. Quienes regresan derrotados de una batalla suelen tener un aspecto muy característico. El Sabueso lo había visto en multitud de ocasiones y él mismo lo había tenido más de una vez. Afligidos por la derrota. Avergonzados por haber sido batidos. Sintiéndose culpables por haberse dado por vencidos sin haber recibido una herida. El Sabueso sabía cómo se sentían, y también que aquél era uno de esos sentimientos que le roen a uno por dentro, pero la culpa duele muchísimo menos que el tajo de una espada y se cura muchísimo antes.
Algunos de los heridos no habían salido tan mal parados. Cubiertos de vendajes o entablillados, caminaban apoyándose en un palo o rodeando con el brazo el hombro de un compañero. Lo suficiente para pasarse unas cuantas semanas realizando tareas ligeras. Otros no habían tenido tanta suerte. Al Sabueso le pareció reconocer a uno de ellos. Un oficial, apenas lo bastante mayor para tener barba, cuyo rostro terso estaba contraído por el dolor y la conmoción. Tenía una pierna amputada justo por encima de la rodilla, y tanto sus ropas como las andas y los dos hombres que las transportaban estaban salpicados de sangre oscura. Era el tipo que estaba sentado junto a la verja cuando el Sabueso y Tresárboles llegaron por primera vez a Ostenhorm para unirse a las fuerzas de la Unión. El mismo que les había mirado como si fueran un par de boñigas. Ahora que pegaba un alarido con cada bote de la camilla no daba la impresión de ser tan listo, pero al Sabueso ni siquiera le arrancó una leve sonrisa. Perder una pierna le parecía un castigo excesivo por una actitud desdeñosa.
West estaba un poco más abajo, junto al camino, hablando con un oficial que tenía la frente envuelta en una venda sucia. El Sabueso no alcanzaba a oír lo que decían, pero se lo imaginaba en líneas generales. De tanto en tanto, uno de ellos señalaba hacia las colinas de las que venían: dos empinados promontorios, de aspecto inhóspito, cubiertos de árboles en su mayor parte y con unas cuantas afloraciones de roca viva. West se dio la vuelta y vio que le estaba mirando. Al Sabueso le pareció que tenía un aspecto más lúgubre que el de un enterrador. No hacía falta ser muy avispado para darse cuenta de que aún no habían ganado la guerra.
—Mierda —exclamó entre dientes el Sabueso. Sentía una especie de succión en las entrañas. Era la misma flojera que le entraba siempre que tenía que explorar un territorio desconocido, siempre que Tresárboles les decía que cogieran las armas, siempre que no había nada para desayunar excepto agua fría. Desde que era jefe, sin embargo, parecía no pasársele nunca. Ahora cualquier problema era su problema—. ¿Nada que hacer?
West negó con la cabeza mientras se acercaba a él.
—Bethod nos estaba esperando, y con una gran cantidad de hombres. Está atrincherado en esas colinas. Muy bien atrincherado y muy bien pertrechado, interponiéndose entre nosotros y Carleon. Lo más seguro es que ya lo tuviera preparado desde antes de cruzar la frontera.
—A Bethod siempre le ha gustado tenerlo todo bien preparado. ¿No hay forma de rodearlo?
—Kroy lo intentó por dos caminos distintos y en ambos casos recibió una soberana paliza. Ahora Poulder ha intentado atacar de frente las colinas y ha salido aún peor parado.
El Sabueso suspiró.
—Vamos, que no hay forma de rodearlo.
—Ninguna que no brinde a Bethod una magnífica oportunidad de clavarnos un cuchillo hasta la empuñadura.
—Y Bethod no dejará escapar una oportunidad como ésa. Es lo que está esperando.
—El Lord Mariscal es de la misma opinión. Quiere que coja a sus hombres y tire hacia el norte —West miró unas colinas grises que se atisbaban más a lo lejos—. Quiere encontrar un punto débil. Es imposible que Bethod pueda tener cubierta toda la sierra.
—¿Ah, sí? —inquirió el Sabueso—. Bueno, eso ya lo veremos —y dicho aquello, se internó entre los árboles. A los muchachos les iba a encantar la idea.
Avanzó a grandes zancadas por el sendero y pronto llegó al lugar donde estaba acampada su gente. Su número no paraba de crecer. Debían de andar ya por los cuatrocientos, y, en conjunto, formaban un grupo de lo más aguerrido. El contingente más numeroso lo formaban los que nunca habían sentido demasiada simpatía por Bethod y habían luchado contra él en las guerras. Claro que, bien pensado, también eran los que habían luchado contra el Sabueso. Andaban por todos los rincones del bosque: sentados en torno a hogueras, cocinando, puliendo las armas, reparando el equipo, incluso había un par de ellos que habían echado mano de los aceros y estaban entrenándose. El Sabueso hizo un gesto de dolor al oír el entrechocar de los metales. Más tarde habría mucho más de eso, y con unas consecuencias bastante más sangrientas, no albergaba muchas dudas al respecto.
—¡Es el jefe! —gritaron—. ¡El Sabueso! ¡El jefe! ¡Hey, hey! —batían palmas y golpeaban sus armas contra las rocas en las que estaban sentados. El Sabueso alzó un puño, lanzó alguna que otra media sonrisa, dijo «bien, bien» unas cuantas veces y todo ese tipo de cosas. A decir verdad, seguía sin tener ni la más remota idea de cómo debía de actuar un jefe, así que se limitaba a hacer poco más o menos lo mismo que había hecho siempre. La banda, en cualquier caso, parecía bastante satisfecha. Se imaginaba que así solían ser las cosas. Hasta que perdieran un combate y decidieran que querían cambiar de jefe, claro está.
Se acercó a la hoguera donde el grupo más selecto de Hombres Renombrados estaba pasando el día. No había ni rastro de Logen, pero el resto de sus viejos camaradas estaban sentados alrededor del fuego con cara de aburridos. Los que seguían con vida, cuanto menos. Tul le vio venir.
—El Sabueso ha vuelto.
—Ajá —soltó Hosco, que estaba recortando las plumas de una flecha con una navaja.
Dow, por su parte, parecía muy atareado rebañando la grasa de un cazo con un mendrugo de pan.
—¿Qué tal les ha ido a los de la Unión en las colinas ésas? —en su voz se apreciaba un tono desdeñoso que daba a entender que ya sabía la respuesta—. La han cagado, ¿verdad?
—Bueno, han quedado en segundo lugar, si es a eso a lo que te refieres.
—Ser segundo cuando sólo hay dos bandos es a lo que yo llamo cagarla.
El Sabueso respiró hondo y lo dejó correr.
—Bethod se ha atrincherado a base de bien y vigila los caminos que conducen a Carleon. No parece que haya una forma sencilla de atacarle ni tampoco una forma sencilla de rodearle. Da la impresión de que lo tenía todo bien planeado.
—¡Esa mierda ya te la podría haber dicho yo! —ladró Dow arrojando por la boca una llovizna de migas grasientas—. Tendrá a Huesecillos en una de las colinas y a Costado Blanco en la otra, luego, a los lados, estarán Pálido como la Nieve y Goring. Esos cuatro se bastan y se sobran para no dar a nadie ni la más mínima oportunidad, pero si decidieran hacerlo, detrás, esperando sentado, estaría Bethod con todos los demás, y con sus Shanka, y con el cabrón del Temible, para aplastarlos por partida doble.
—Es más que probable —Tul alzó la espada para mirarla a la luz y luego continuó puliendo la hoja—. A Bethod siempre le ha gustado tenerlo todo bien planeado.
—¿Y qué se cuentan los que nos tienen cogidos con una correa? —soltó con desdén Dow—. ¿Qué clase de trabajo tiene pensado el Furioso para sus animalitos?
—Burr quiere que avancemos un trecho hacia el norte, atravesando los bosques, para ver si Bethod se ha dejado algún agujero sin cubrir por ahí arriba.
—Ja —resopló Dow—. Bethod no tiene por costumbre dejar agujeros. A no ser que haya dejado uno para que nos caigamos en él. Para que nos caigamos en él y nos rompamos la crisma.
—En tal caso será mejor que miremos por donde pisamos, ¿no?
—Otra vez haciendo malitos recados.
El Sabueso se imaginaba que estaba empezando a estar tan harto de las constantes quejas de Dow como solía estarlo Tresárboles.
—Y qué otra cosa esperabas, ¿eh? La vida es eso. Un montón de recados. Y si vales una mierda procuras hacerlos lo mejor posible. Además, ¿qué mosca te ha picado ahora?
—¡Esto! —Dow giró bruscamente la cabeza y señaló hacia los árboles—. ¡Esto, maldita sea! No parece que las cosas hayan cambiado mucho, ¿no crees? Puede que hayamos cruzado el Torrente Blanco y que estemos de nuevo en el Norte, pero ahora resulta que Bethod está perfectamente atrincherado ahí arriba y los de la Unión son incapaces de rodearle sin que les deje con el culo al aire. Y si al final consiguen desalojarlo de ahí, ¿servirá eso de algo? Y si llegan hasta Carleon y consiguen entrar y la incendian de arriba abajo como hizo el propio Nuevededos la otra vez, ¿crees que eso cambiará las cosas? No cambiará nada. Bethod seguirá a lo suyo, igual que siempre, luchando y replegándose, porque siempre habrá colinas donde pueda atrincherarse y lugares para tender sus trampas. Y un día los de la Unión dirán que ya han tenido bastante, se largarán pitando al Sur y nos dejarán el asunto a nosotros. Y entonces Bethod dará la vuelta, ¿y sabes lo que pasará? Que será él quien nos persiga de un extremo al otro del Norte. De invierno a verano y de verano a invierno, y otra vez estaremos metidos en la misma mierda de siempre. Míranos, aquí estamos otra vez, bastantes menos de los que solíamos ser, pero dando vueltas por los bosques como unos imbéciles. ¿Te suena?
Ahora que lo decía, sí que le sonaba, un poco, pero el Sabueso no veía que él pudiera hacer nada el respecto.
—Bueno, Logen ha vuelto. Eso es una ventaja, ¿no?
Dow volvió a lanzar un resoplido.
—¡Ja! ¿Desde cuándo el Sanguinario trae otra cosa aparte de muerte?
—¡Ojo con lo que dices! —gruñó Tul—. Estás en deuda con él, ¿recuerdas? Todos lo estamos.
—Toda deuda tiene un límite, creo yo —Dow arrojó el cazo al lado del fuego y se levantó limpiándose las manos en su zamarra—. ¿Dónde estuvo metido todo este tiempo, eh? Nos dejó tirados en los valles sin decir palabra, ¿o no? Nos dejó con los Cabezas Planas y se largó a darse una vuelta por medio mundo. ¿Quién nos dice que no volverá a hacerlo, si le apetece, o que no se pasará del lado de Bethod, o que no se pondrá a matar a la gente por cualquier tontería, o los muertos saben qué?
El Sabueso miró a Tul, y Tul le devolvió la mirada con gesto compungido. Los dos habían visto las siniestras hazañas de Logen cuando le entraba la vena.
—De eso hace mucho tiempo —dijo Tul—. Las cosas cambian.
Dow se limitó a sonreír.
—¡Qué van a cambiar! Contaros ese cuento si eso os ayuda a dormir más tranquilos, pero yo andaré siempre con un ojo abierto. ¡Podéis estar seguros! ¡Es del Sanguinario de quien estamos hablando! ¡A saber lo que hará la próxima vez!
—Se me está empezando a ocurrir una idea —el Sabueso se dio la vuelta y vio a Logen apoyado en un árbol. Ya iba a ponerse a reír, cuando de repente se fijó en la expresión de sus ojos. Una expresión que el Sabueso recordaba de mucho tiempo atrás y que traía consigo todo tipo de recuerdos desagradables. La misma expresión que tienen los moribundos cuando se les escapa la vida y ya todo les da igual.
—Si tienes algo que decirme, dímelo a la cara —Logen se dirigió hacia donde estaba Dow y se paró cerca de él, con la cabeza ladeada y todas sus cicatrices resaltando pálidas en su rostro caído. El Sabueso notó que se le erizaba el vello de los brazos y sintió un intenso frío a pesar de que el sol picaba con fuerza.
—Venga, Logen —trató de engatusarle Tul, dando a entender que todo aquel asunto no era más que una broma, a pesar de que estaba tan claro como una muerte lenta que no lo era—. Dow no hablaba en serio. Sólo estaba…
Logen habló interrumpiendo a Tul sin dejar de mirar en ningún momento a Dow con sus ojos de cadáver.
—La última vez que te di una lección pensé que nunca más volverías a necesitar otra. Pero, según parece, algunos tipos son muy flacos de memoria —se puso un poco más cerca, tan cerca que sus caras casi se tocaban—. Dime, muchacho, ¿necesitas otra lección?
El Sabueso hizo un gesto de dolor. Estaba convencido de que iban a empezar a matarse el uno al otro y no tenía ni idea de qué podía hacer para pararlos una vez que se metieran en faena. Un momento tan tenso que parecía que iba a durar eternamente. A ningún otro hombre, ni vivo ni muerto, le hubiera aguantado Dow el Negro una cosa así, ni siquiera a Tresárboles, pero al final lo único que hizo fue rasgar su cara con una sonrisa biliosa.
—No. Con una lección basta —ladeó la cabeza, carraspeó y escupió al suelo. Luego retrocedió despacio, sin borrar la sonrisa de su rostro, como queriendo decir que esta vez haría caso de la advertencia, pero que la próxima vez las cosas podían ser muy diferentes.
Una vez que se hubo ido, sin que hubiera derramamiento de sangre, Tul soltó un fuerte resoplido como si se hubieran librado de una acusación de asesinato.
—Bueno, al norte pues, ¿no? Será mejor que vaya a decirles a los muchachos que hay que ponerse en marcha.
—Ajá —soltó Hosco, y, tras meter en la aljaba la última de sus flechas, se internó entre los árboles siguiendo a Tul.
Logen se quedó un rato quieto viendo cómo se alejaban. Cuando se perdieron de vista, se dio la vuelta y se puso en cuclillas junto al fuego, con el cuerpo encorvado hacia delante, los brazos apoyados en las rodillas y las manos colgando en el aire.
—Benditos sean los muertos. Casi me cago encima.
En ese momento el Sabueso se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y soltó todo el aire de golpe.
—Me parece que a mí se me ha escapado un poco. ¿Era necesario hacer eso?
—Sabes perfectamente que sí. Deja que un tipo como Dow se tome libertades y ya no habrá forma de pararle los pies. Bien pronto el resto de los muchachos empezarán a pensar que el Sanguinario no es tan fiero como lo pintan y ya sólo será cuestión de tiempo que cualquier tipo que tenga alguna cuenta pendiente conmigo decida ensartarme con su acero.
El Sabueso sacudió la cabeza.
—Es una forma muy dura de ver las cosas.
—Las cosas son así. No han cambiado en absoluto. Nunca cambian.
Tal vez fuera cierto, pero tampoco iban a poder cambiar si nadie les daba ni media oportunidad.
—De todos modos, ¿de veras crees que era necesario?
—Para alguien como tú puede que no. Tienes la suerte de caerle bien a la gente —Logen se rascó la mandíbula mientras miraba con tristeza en dirección a los bosques—. Calculo que yo perdí esa oportunidad hará unos quince años. Y ya no voy a tener otra.
El bosque transmitía una sensación cálida y familiar. Los pájaros gorjeaban en las ramas sin importarles absolutamente nada ni Bethod, ni la Unión ni las acciones de los hombres. No se podía uno imaginar un lugar más apacible, y eso al Sabueso no le hacía ni pizca de gracia. Venteó el aire, tamizándolo a través de la nariz y haciéndolo pasar por encima de su lengua. En los últimos tiempos se mostraba el doble de precavido, por el recuerdo de aquella flecha que había matado a Cathil durante la batalla. Es posible que si se hubiera fiado un poco más de su nariz hubiera podido salvarla. Y le hubiera gustado tanto salvarla… Pero desear las cosas no sirve de nada.
Dow se agachó entre los arbustos y escrutó el bosque inmóvil.
—¿Qué ocurre Sabueso? ¿Hueles algo?
—Hombres, creo, pero con un olor agrio —volvió a olfatear un poco más—. Huele como a…
Una flecha surgió de entre los árboles, se clavó con un chasquido en el tronco que el Sabueso tenía al lado y se quedó vibrando.
—¡Maldita sea! —chilló mientras resbalaba sobre su trasero y se sacaba a tientas el arco del hombro, demasiado tarde como siempre. Dow se dejó caer a su lado y se quedaron enredados. El Sabueso casi se saca un ojo con el hacha de Dow antes de conseguir quitárselo de encima de un empujón. De inmediato, levantó la palma de la mano para indicar a los hombres que venían detrás que se detuvieran, pero ellos ya habían empezado a dispersarse para ponerse a cubierto o a reptar en busca de un árbol o una roca mientras preparaban las armas y miraban en dirección al bosque.
Una voz surgió de entre los árboles que tenían delante.
—¿Estáis con Bethod? —aquel tipo, quienquiera que fuera, hablaba la lengua del Norte con un acento extraño.
Dow y el Sabueso se miraron durante cerca de un minuto y luego se encogieron de hombros.
—¡No! —respondió Dow con un rugido—. ¡Pero si vosotros sí que lo estáis, ya podéis iros preparando para reuniros con los muertos!
Se produjo un breve silencio.
—¡Nosotros no estamos con ese cabrón ni lo estaremos nunca!
—¡Tanto mejor! —gritó el Sabueso levantando la cabeza unos milímetros con el arco tenso y listo para disparar—. ¡Dejaros ver pues!
Un hombre salió de detrás de un árbol que debía de estar a unas seis zancadas. El Sabueso se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de soltar la cuerda y dejar que la flecha saliera volando. Más hombres empezaron a surgir por todos los rincones del bosque. Los había a docenas. Tenían el pelo enmarañado, los rostros tiznados con vetas de tierra marrón y pintura azul e iban ataviados con pieles andrajosas y cueros a medio curtir. Pero las puntas de sus lanzas y sus flechas y las hojas de sus toscas espadas refulgían impolutas.
—Montañeses —masculló el Sabueso.
—¡Montañeses somos y muy orgullosos de serlo! —una voz fuerte y poderosa resonó desde el bosque. Algunos de los hombres comenzaron a hacerse a un lado como si estuvieran abriéndole paso a alguien. El Sabueso pestañeó. Quien pasaba entre ellos era una criatura. Una niña de unos diez años que caminaba descalza con unos pies cubiertos de mugre. Al hombro llevaba un mazo enorme, un grueso palo de madera de una zancada de largo con un cotillo formado por un pedazo de hierro del tamaño de un ladrillo. El arma era demasiado grande para que pudiera blandirla y el simple hecho de mantenerla erguida ya le costaba bastante trabajo.
Luego apareció un niño pequeño que llevaba cruzada a la espalda una rodela demasiado grande para él y arrastraba un hacha enorme con ambos brazos. A su lado había otro niño con una lanza el doble de alta que él, cuya punta oscilaba muy por encima de su cabeza, lanzando destellos dorados bajo los rayos del sol. De vez en cuando miraba hacia arriba para asegurarse de que no se le quedaba enganchada en alguna rama.
—Estoy soñando —masculló el Sabueso—. ¿Verdad?
Dow frunció el ceño.
—Si es así, resulta un sueño muy extraño.
Los tres niños no estaban solos. Detrás de ellos venía un hombre gigantesco. Sus anchos hombros iban cubiertos con una piel andrajosa y sobre su prominente barriga colgaba un collar enorme. Un collar de huesos. De huesos de dedos, advirtió el Sabueso cuando lo tuvo más cerca. Huesos de dedos humanos mezclados con unas piezas planas de madera decoradas con extraños signos. Una sonrisa biliosa rasgaba la barba marrón grisácea del gigante, pero eso no hizo que el Sabueso se sintiera más tranquilo.
—Mierda —gimió Dow—. Vámonos de aquí. Vámonos al Sur. Ya estoy harto de todo esto.
—¿Qué pasa? ¿Sabes quién es?
Dow giró la cabeza y escupió.
—Crummock-i-Phail, quién iba a ser si no.
El Sabueso casi hubiera preferido que se tratara de una emboscada en lugar de una charla. Hasta los niños pequeños lo sabían: Crummock-i-Phail, el jefe de los montañeses, era el cabrón más chiflado que había en todo el Norte.
Mientras avanzaba, iba apartando con suavidad las lanzas y las flechas.
—No hay necesidad de eso ahora, ¿no os parece, amados míos? Aquí todos somos amigos, o al menos tenemos los mismos enemigos, lo cual es mucho mejor, ¿no creéis? Claro que allá en las montañas todos tenemos muchos enemigos, ¿verdad? Bien sabe la luna lo mucho que aprecio una buena lucha, pero de ahí a cargar de frente contra esas rocas a las que se han encaramado Bethod y todos sus lameculos media un trecho. Eso es demasiada lucha para cualquiera, ¿eh? Incluso para vuestros nuevos amigos del Sur.
Se detuvo justo delante de ellos y las falanges del collar se bambolearon y chocaron entre sí produciendo una especie de repiqueteo. Los tres niños se pararon detrás de él y se pusieron a toquetear sus armas mientras lanzaban miradas ceñudas a Dow y al Sabueso.
—Soy Crummock-i-Phail, jefe de los montañeses —dijo—. O al menos de todos los que no son una mierda —sonrió como si fuera un invitado que acabara de llegar a una boda—. ¿Se puede saber quién está al mando de tan jovial expedición?
El Sabueso volvió a sentir una especie de hueco en el estómago, pero la cosa no tenía remedio.
—Me parece que ése soy yo.
Crummock le miró alzando las cejas.
—No me digas. Pareces un tipo un poco pequeño para andar diciéndoles a estos grandullones lo que tienen que hacer, ¿no? Debes de llevar un buen nombre a los hombros, digo yo.
—Soy el Sabueso. Y éste es Dow el Negro.
—Extraña compañía traes contigo —terció Dow mirando con gesto ceñudo a los niños.
—¡Ah, sí! ¡Claro que sí! ¡Y bien valientes que son! El chico que me lleva la lanza es mi hijo Scofen. El que me lleva el hacha es mi hijo Rond —Crummock frunció el ceño al mirar a la niña—. Del nombre de ese otro chico no me acuerdo.
—¡No soy un chico, soy tu hija! —gritó la niña.
—¿Qué pasa, es que me he quedado ya sin hijos varones?
—Scenn ya se ha hecho mayor y le diste tu propia espada, y Sceft es aún demasiado pequeño para cargar con nada.
Crummock sacudió la cabeza.
—No me parece del todo apropiado eso de que una mujer cargue con una maza.
La niña dejó caer la maza y le pegó una patada a Crummock en la espinilla.
—¡Pues entonces carga con ella tú!
—¡Ay! —graznó, y acto seguido soltó una carcajada y se puso a frotarse la pierna—. Ahora ya me acuerdo de ti. Tú eres Isern. Esa patada ha hecho que me venga de golpe. Puedes llevar el mazo, claro que puedes. Los más pequeños tienen las cargas más grandes, ¿eh?
—¿Quieres el hacha, papá? —el chico más pequeño alzó el hacha, que se quedó oscilando en el aire.
—¿Quieres la maza? —la niña la sacó de la maleza tirando de ella y apartó a su hermano con el hombro.
—No, amados míos, de momento lo único que necesito son palabras y de ésas tengo de sobra sin necesidad de contar con vuestra ayuda. Si todo sale bien, no tardaréis en ver a vuestro padre cobrándose unas cuantas vidas, pero hoy no hacen falta hachas ni mazas. No hemos venido aquí a matar a nadie.
—¿Y para qué has venido aquí? —inquirió el Sabueso, aunque no estaba muy seguro de querer saber la respuesta.
—Directo al grano y sin perder el tiempo con amabilidades, ¿eh? —Crummock estiró el cuello hacia un lado, alzó los brazos por encima de la cabeza y luego levantó un pie y se puso a darle vueltas en el aire—. Vine aquí porque me desperté en medio de la noche, y me interné caminando en la oscuridad, y la luna me susurró. En el bosque, ¿sabes? En los árboles, en las voces de los búhos de los árboles. ¿Y sabes lo que me dijo la luna?
—Que estás como una cabra —gruñó Dow.
Crummock se dio una palmada en su colosal muslo.
—Hablas muy bien para ser un tipo tan feo, Dow el Negro, pero te equivocas. La luna me dijo… —y le hizo una seña al Sabueso como si quisiera compartir con él un secreto—… que tenéis con vosotros al Sanguinario.
—¿Y qué pasa si es así? —Logen se había acercado desde detrás sin hacer ruido y llevaba la mano izquierda posada sobre la empuñadura de su espada. Tul y Hosco venían con él, lanzando miradas ceñudas a los montañeses pintarrajeados que había alrededor, a los tres niños sucios y, por encima de todo, a su grueso y gigantesco padre.
—¡Ahí está, es él! —rugió Crummock, señalando con un dedo tembloroso del grosor de una salchicha—. ¡Aparta tu puño de ese acero, Sanguinario, antes de que me orine encima! —y acto seguido se dejó caer de rodillas en el suelo—. ¡Es él! ¡Éste es el hombre que buscamos! —avanzó arrastrándose por la maleza, se aferró la pierna de Logen y se restregó contra ella como haría un perro con su amo.
Logen bajó la vista para mirarle.
—Suéltame la pierna.
—¡Lo que tú digas! —Crummock se apartó de golpe y cayó en tierra sobre su grueso trasero. El Sabueso nunca había visto un espectáculo semejante. Parecía que el rumor de que estaba chiflado no era falso—. ¿Sabes una cosa admirable, Sanguinario?
—Más de una.
—Pues aquí va otra. Te vi combatir con Shama el Cruel. Te vi partirlo en dos como a un pichón que se va a echar al caldero. Mi bendita persona no habría podido hacerlo mejor. ¡Fue algo precioso! —El Sabueso torció el gesto. Él también había estado presente y no recordaba que tuviera nada de precioso—. Lo dije entonces —Crummock se puso de rodillas—, lo he seguido diciendo luego —se puso de pie—, y volví a decirlo cuando bajé de los montes para buscarte —alzó un brazo para señalar a Logen—: ¡No hay otro hombre al que la luna ame tanto como a ti!
El Sabueso miró a Logen, y Logen se encogió de hombros.
—¿Quién puede saber lo que le gusta o le deja de gustar a la luna? ¿Y además, qué pasa con eso?
—¡Que qué pasa, dice! ¡Ja! ¡Verle matar a la humanidad entera sería para mí el espectáculo más hermoso del mundo! Lo que pasa es que tengo un plan. Brotó de los frescos manantiales de las montañas, lo transportaron los arroyos entre las piedras y llegó a la orilla del lago sagrado, justo a mi lado, mientras me bañaba los pies en sus aguas heladas.
Logen se rascó las cicatrices de su mandíbula.
—Mira, Crummock, estamos bastante ocupados, así que si tienes algo importante que decir suéltalo de una vez.
—Eso haré. Bethod me odia, y el sentimiento es mutuo, pero a ti te odia aún más. Tú te rebelaste contra él y eres la prueba viviente de que un hombre del Norte puede ser su propio dueño. Que no hay por qué ponerse de rodillas ni chuparle el trasero al cabrón ése del gorro de oro, ni a los gordos de sus hijos, ni a su bruja —Crummock frunció el ceño—. Aunque se me podría convencer de que a ella le metiera un poco la lengua. ¿Me sigues?
—Por ahora sí —dijo Logen. El Sabueso, en cambio, no estaba muy seguro de poder decir lo mismo.
—Pégame un silbido si te quedas rezagado, que yo retrocederé para cogerte. A lo que quiero llegar es a esto. Si se le presentara a Bethod la oportunidad de pillarte totalmente solo, lejos de tus amigos de la Unión, de esos amantes del sol que pululan como hormigas en tierras lejanas, entonces, tal vez se mostrara dispuesto a renunciar a muchas cosas con tal de no dejarla escapar. Es posible que una oportunidad como ésa sirviera para hacerle bajar de sus preciosas colinas. ¿No crees, hummm?
—Me parece que exageras su odio por mí.
—¿Qué? ¿Dudas que un hombre pueda odiarte tanto? —Crummock se volvió y estiró sus enormes brazos para abarcar a Tul y a Hosco—. ¡No eres sólo tú, Sanguinario! ¡Sois todos vosotros, y también yo, y mis tres chicos! —la niña volvió a tirar el mazo al suelo y se puso de jarras, pero Crummock no la hizo caso y siguió desbarrando—. Lo que estoy pensando es que vuestros muchachos y los míos se unan; eso haría que contáramos con unas ochocientas lanzas. Luego marchamos hacia el norte, como si nos dirigiéramos a las Altiplanicies con la intención de rodear a Bethod y divertirnos haciéndole jugarretas en su trasero. Creo que eso hará que le hierva la sangre. Y creo que no dejará pasar una oportunidad como ésa de mandarnos a todos de vuelta al barro.
El Sabueso se lo pensó. Era muy probable que a estas alturas muchos de los hombres de Bethod anduvieran un poco nerviosos. Que les preocupara estar luchando en el lado equivocado del Torrente Blanco. A lo mejor les había llegado la noticia de que el Sanguinario había vuelto y estaban empezando a preguntarse si no se habrían equivocado de bando. A Bethod le encantaría poder disponer de unas cuantas cabezas para clavarlas en unas estacas y que todo el mundo las viera. La de Nuevededos, la de Crummock-i-Phail, las de Tul Duru y Dow el Negro, incluso tal vez la del propio Sabueso. Sí, a Bethod le encantaría. Así podría demostrar que en el Norte no había futuro sin él. Vaya si le encantaría.
—¿Pero cómo sabrá Bethod que hemos marchado hacia el norte? —preguntó el Sabueso.
La amplitud de la sonrisa de Crummock superó a la de todas las anteriores.
—Lo sabrá porque su bruja lo sabrá.
—Maldita bruja —soltó con voz chillona el chico de la lanza mientras hacía esfuerzos con sus finos brazos para mantener enhiesta el asta.
—Sí, esa cocinera de hechizos pintarrajeada que tiene consigo Bethod. Eso suponiendo que no sea ella la que le tiene a él. Vaya, una buena pregunta. En fin, sea como sea, esa zorra lo vigila todo, ¿no es así, Sanguinario?
—Sé de quién me hablas. Caurib —dijo Logen, y no parecía nada contento—. Un amigo me dijo una vez que tenía el don del ojo largo —el Sabueso no entendía ni un ápice de lo que estaban hablando, pero si Logen se lo tomaba en serio suponía que él también debía hacerlo.
—¿El ojo largo, es así como lo llama? —sonrió Crummock—. Tu amigo le ha puesto un nombre muy bonito a un truco muy sucio. Con eso puede ver cualquier cosa que esté pasando. Y muchas cosas que a nosotros nos vendría mucho mejor que no viera. Bethod se fía más de los ojos de esa mujer que de los suyos. Nos tendrá a todos vigilados, y a ti más que a ningún otro. Tendrá sus dos largos ojos bien abiertos, vaya si los tendrá. Tal vez yo no sea un mago —y se puso a dar vueltas a uno de los signos de madera del collar—, pero la luna sabe que tampoco soy del todo ajeno a ese tipo de asuntos.
—¿Y aunque las cosas salieran como tú dices, qué ganaríamos con eso? —tronó Tul—. ¿Aparte de haberle regalado a Bethod nuestras cabezas?
—Eh, grandullón, a mí me gusta que mi cabeza se quede donde está. Que lo atrajéramos hacia el norte, eso es lo que me dijo el bosque. Arriba en las montañas hay un lugar, un lugar bienamado de la luna. Un poderoso valle por el que velan los muertos de mi familia, y los muertos de mi pueblo, y los muertos de las montañas desde los tiempos en que se creó el mundo.
El Sabueso se rascó la cabeza.
—¿Una fortaleza en las montañas?
—Un bastión fuerte e inexpugnable. Lo bastante fuerte e inexpugnable para que unos pocos hombres puedan resistir contra muchos hasta que lleguen refuerzos. Nosotros lo atraemos hasta el valle mientras vuestros amigos de la Unión le siguen a una distancia prudencial. Lo bastante lejos para que su bruja, que estará muy ocupada vigilándonos a nosotros, no los vea venir. Entonces, mientras él está muy ocupado tratando de acabar con nosotros, los sureños se le acercan sigilosamente por detrás y… —pegó una sonora palmada con las manos—. ¡Aplastamos a ese maldito follador de ovejas entre los dos!
—Follador de ovejas —maldijo la niña dando una patada al mazo caído.
Se miraron unos a otros durante unos instantes. Al Sabueso no le hacía demasiada gracia el plan. Nada podía hacerle menos gracia que apostar sus vidas a lo que dijera aquel montañés chiflado. Pero se daba cuenta de que el plan tenía posibilidades de éxito y eso le impedía rechazarlo sin más, aunque le hubiera gustado poder hacerlo.
—Tenemos que hablarlo.
—Cómo no, mis nuevos y muy queridos amigos, cómo no. Pero no os alarguéis mucho, ¿eh? —Crummock sonrió de oreja a oreja—. Llevo ya demasiado tiempo lejos de las Altiplanicies, y el resto de mis preciosos hijos, mis preciosas esposas y mis preciosas montañas me estarán echando de menos. Vedle el lado bueno. Si Bethod no nos sigue, pasaréis unas cuantas noches en las Altiplanicies en el ocaso del verano, calentándoos alrededor de mi fuego, escuchando mis canciones y viendo el sol ponerse en las montañas. No suena tan mal, ¿verdad?
—¿No pensarás hacerle caso a ese chiflado? —masculló Tul una vez que estuvieron lo bastante lejos para que no pudiera oírlos—. ¿Brujas, magos, qué clase de mierda es ésa? ¡Seguro que se lo va inventando a medida que habla!
Logen se rascó la cara.
—No está tan loco como parece. Lleva años resistiendo a Bethod. Es el único que lo ha hecho. ¿Cuánto tiempo lleva ya escondiéndose, lanzando incursiones, manteniéndose siempre un paso por delante de Bethod? ¿Doce inviernos? Arriba en las montañas, sí, pero no por eso deja de tener su mérito. Para conseguir una cosa así hay que ser tan escurridizo como un pez y tan duro como el hierro.
—¿Entonces te fías de él? —preguntó el Sabueso.
—¿Que si me fío de él? —Logen soltó un resoplido—. Una mierda me voy a fiar. Pero su enemistad con Bethod es más antigua aún que la nuestra. Y tiene razón en lo de la bruja, yo mismo la he visto. Ni te imaginas la de cosas que he visto este último año. De modo que si Crummock dice que esa mujer puede ver lo que hacemos, yo, al menos, me lo creo. De todos modos, si no fuera así, y al final Bethod no se presenta, ¿qué habremos perdido?
La sensación de vacío en las tripas que tenía el Sabueso se hizo más intensa aún. Echó un vistazo a Crummock, que aguardaba sentado en una roca rodeado de sus hijos, y el montañés loco le respondió con una sonrisa que dejó al descubierto dos hileras de dientes amarillentos. Estaba lejos de ser el tipo de hombre en el que uno cifraría todas sus esperanzas, pero el Sabueso era de los que saben cuándo ha cambiado la dirección del viento.
—Vamos a correr un riesgo enorme —masculló—. ¿Y si Bethod nos coge antes y se sale con la suya?
—¡Nosotros sabemos movernos deprisa! ¿O no? —gruñó Dow—. Esto es una guerra. ¡Si queremos ganarla tenemos que correr riesgos!
—Ajá —gruñó Hosco.
Tul asintió moviendo su enorme cabeza.
—Hay que hacer algo. No he llegado hasta aquí para ver a Bethod tranquilamente sentado en lo alto de una colina. Tenemos que hacerle bajar de ahí.
—¡Hacerle bajar a un lugar donde podamos darle una buena paliza! —bufó Dow.
—Pero eres tú quien debe decidir —Logen dio una palmada al Sabueso en el hombro—. Tú eres el jefe.
En efecto, él era el jefe. Recordó el momento en que los demás tomaron la decisión alrededor de la tumba de Tresárboles. El Sabueso tenía que reconocer que hubiera preferido mandar a Crummock al carajo, dar la vuelta y regresar adonde estaba West para decirle que no habían encontrado nada en los bosques. Pero cuando a uno se le encomienda una misión, se cumple y punto. Eso es lo que habría dicho Tresárboles. El Sabueso exhaló un hondo suspiro mientras la sensación que tenía en las entrañas subía burbujeando hacia arriba hasta casi hacerle vomitar.
—De acuerdo. Pero este plan no nos va a traer más que muerte a no ser que los de la Unión estén dispuestos a cumplir su parte del plan y a su debido tiempo. Hablaremos con Furioso para que le haga saber al jefe Burr lo que vamos a hacer.
—¿Furioso? —preguntó Logen.
Tul sonrió.
—Es una larga historia.