Deudas incobrables

Superior Glokta:

Aunque creo que nunca hemos sido presentados formalmente, en estas últimas semanas he oído su nombre mencionado con bastante frecuencia. Espero que no se ofenda, pero tengo la impresión de que cada vez que entro en una habitación acaba usted de salir de ella o está a punto de entrar, y cada negociación que emprendo se ve considerablemente dificultada por sus intervenciones.

Si bien es cierto que nuestros jefes tienen puntos de vista encontrados sobre este asunto, no veo motivo alguno para que no nos comportemos como personas civilizadas. Podría ocurrir que usted y yo lográramos llegar a un acuerdo del que saliéramos con menos trabajo y mayores progresos.

Le espero en el patio del matadero que hay junto a las Cuatro Esquinas mañana por la mañana a partir de las seis. Le pido disculpas por haber elegido un lugar tan ruidoso, pero entiendo que es preferible que nuestra conversación se mantenga en privado.

Sé que ni a usted ni a mí nos va a echar atrás un poco de inmundicia bajo nuestros pies.

Harlen Morrow

Secretario del Juez Marovia

Lo menos que podía decirse era que el sitio apestaba. Por lo visto, unos centenares de cerdos vivos no huelen tan bien como cabría esperar. El suelo del oscuro almacén estaba recubierto por sus pestilentes excrementos y en la densa atmósfera atronaban sus ruidos desesperados. Gruñían, chillaban, roncaban y se daban empellones en las atestadas cochiqueras, intuyendo quizá que el cuchillo del carnicero no andaba ya muy lejos. Pero, como había observado Morrow, Glokta no era de los que se echan atrás por unos ruidos, un cuchillo o, puestos a ello, un olor desagradable. Después de todo me paso la vida chapoteando entre basura metafórica. ¿Por qué no chapotear un poco en la auténtica? El verdadero problema era lo resbaladizo del suelo. Avanzó dando pasitos, con la pierna ardiendo. Mira que si llegara a la reunión rebozado en mierda de cerdo. No creo que eso contribuyera precisamente a dar una imagen de terrorífica crueldad.

Vio a Morrow apoyado en una de las cochiqueras. Como un granjero admirando su piara de galardonados cerdos. Glokta se acercó a él cojeando. Sus botas chapoteaban, su cara se contorsionaba con toda clase de muecas y gestos y su espalda chorreaba sudor.

—La verdad, Morrow, hay que reconocer que sabe usted cómo hacer que una chica se sienta que es alguien especial.

El secretario de Marovia, un hombre bajo, de rostro redondo y con gafas, le sonrió.

—Superior Glokta, permítame que empiece por decirle que siento el máximo respeto por sus logros en Gurkhul, por sus métodos de negociación y…

—No he venido aquí a intercambiar cumplidos, Morrow. Si eso es todo lo que tiene que decirme, se me ocurren lugares de encuentro más gratamente perfumados.

—Y sin duda, también mejores compañeros. A lo nuestro, pues. Éstos son tiempos difíciles.

—Hasta ahí estoy de acuerdo.

—Cambios. Incertidumbre. Descontento entre los campesinos…

—Yo diría que algo más que descontento, ¿no le parece?

—Rebelión entonces. Esperemos que la confianza que ha depositado el Consejo Cerrado en el coronel Luthar esté justificada y que consiga detener a los rebeldes antes de que accedan a la ciudad.

—Yo ni siquiera confiaría en su cadáver para que detuviese una flecha, pero supongo que el Consejo Cerrado tendrá sus razones.

—Siempre las tiene. Aunque, desde luego, no siempre están todos de acuerdo. Nunca están de acuerdo en nada. Eso es casi una regla de ese maldito organismo. Pero son sus servidores —y Morrow dirigió una mirada muy elocuente a Glokta por encima de sus gafas— los que han de sufrir las consecuencias de esa falta de acuerdo. Pienso que nosotros, en concreto, hemos estado demasiado tiempo pisándonos mutuamente los pies.

—Ja —se burló Glokta, moviendo sus pies entumecidos dentro de la bota—. Espero que sus pies no hayan salido muy perjudicados. No podría vivir tranquilo si le hubiera procurado una cojera. ¿Tendrá por ventura una solución en mente?

—Por así llamarla —miró con una sonrisa a los cerdos, que gruñían, se retorcían y trataban de encaramarse los unos sobre los otros—. En la granja en que me crié teníamos marranos. Ay no, la historia de su vida, no. Yo era el responsable de darles de comer. Tenía que levantarme tan temprano por la mañana, que todavía estaba oscuro y mi respiración se convertía al instante en vaho. ¡Qué retrato más vívido! El joven maese Morrow, hundido hasta las rodillas en mierda, ve cómo se atiborran los cerdos mientras sueña con escapar. ¡Una vida nueva en la deslumbrante ciudad! —Morrow le sonrió. La tenue luz hizo que en los cristales de sus gafas surgieran algunos destellos—. Estos bichos comen cualquier cosa. Incluso tullidos.

Ah. Conque ésas tenemos.

Fue entonces cuando Glokta se dio cuenta de que un hombre avanzaba furtivamente hacia ellos desde el otro extremo del cobertizo. Un hombre robusto, con una chaqueta raída, que caminaba entre las sombras. Tenía el brazo apretado con fuerza contra su costado y la mano cubierta por la manga. Como si estuviera escondiendo allí un cuchillo y no se le diera muy bien. Sería mejor que se acercara con una sonrisa en los labios y el cuchillo a plena vista. Hay cien razones para llevar un cuchillo en un matadero. Pero sólo puede haber una razón para intentar esconderlo.

Miró por encima del hombro e hizo un gesto de dolor al sentir un chasquido en el cuello. Otro hombre, muy parecido al primero, avanzaba con sigilo por el lado contrario.

—¿Matones? ¡Qué poco original!

—Será poco original, pero creo que le van a parecer muy eficaces.

—¿Así que me van a matar en el matadero, eh, Morrow? ¡Descuartizado por los carniceros! ¡Sand dan Glokta, el rompecorazones, un ganador del Certamen, un héroe de la guerra contra los gurkos, reducido a la mierda que despidan los culos de una docena de cerdos! —se echó a reír a carcajadas y tuvo que limpiarse unos cuantos mocos que se le quedaron pegados al labio superior.

—Me alegra que tenga sentido del humor —murmuró Morrow algo desconcertado.

—Sí que lo tengo. Alimento de los cerdos. Resulta tan evidente que puedo decirle con toda sinceridad que no me lo esperaba —exhaló un largo suspiro—. Pero no esperado y no previsto son dos cosas completamente distintas.

En medio del estrépito de los cerdos, no se oyó el ruido de la cuerda del arco. Al principio pareció que el matón resbalaba, dejaba caer su brillante cuchillo y se desplomaba de costado sin motivo aparente. Entonces Glokta vio que tenía una saeta alojada en el costado. No es que suponga una gran sorpresa, pero siempre me parece cosa de magia.

Asustado, el matón que estaba al otro extremo del edificio dio un paso hacia atrás sin ver en ningún momento a la practicante Vitari, que trepaba por la barandilla de una cochiquera vacía que tenía a su espalda. El metal refulgió un instante en la oscuridad cuando le cortó los tendones del dorso de una rodilla y le derribó. Luego, su intento de lanzar un grito quedó sofocado de inmediato por la cadena con la que le rodeó el cuello.

Severard se descolgó con soltura desde las vigas del tramo de techo que había a la izquierda de Glokta y aterrizó con un chapoteo sobre la porquería del suelo. Con el arco al hombro, avanzó unos pasos, lanzó el cuchillo a la oscuridad de un puntapié y miró al hombre contra el que había disparado.

—Te debo cinco marcos —gritó a Frost—. No le acerté al corazón, maldita sea. ¿Al hígado a lo mejor?

—Zí, al hígado —gruñó el albino, emergiendo de entre las sombras en el extremo opuesto del almacén. Con ambas manos aferradas a la saeta que le atravesaba el costado y la cara medio cubierta de excrementos, el hombre intentó ponerse de rodillas. Frost alzó su porra y al pasar por su lado le pegó un estacazo en la parte posterior de la cabeza que puso fin a sus gritos y le lanzó de bruces sobre la mierda. Vitari, entretanto, había derribado a su hombre y estaba de rodillas encima de su espalda, tirando de la cadena que le rodeaba el cuello. Los esfuerzos del hombre por liberarse se fueron haciendo cada vez más débiles hasta que al final se detuvieron. Un poco más de carne muerta en el suelo del matadero.

Glokta miró a Morrow.

—Qué deprisa pueden cambiar las cosas, ¿eh, Harlen? En un momento todo el mundo quiere conocerte. ¿Y al siguiente? —Puso cara de pena y golpeó con su pie inútil la mugrienta punta del bastón—. Estás jodido. Es una dura lección. Nadie lo sabe mejor que yo.

El secretario de Marovia retrocedió, metiendo y sacando la lengua de la boca y con una mano extendida al frente.

—Espere un…

—¿Por qué? —el labio inferior de Glokta se superpuso al inferior—. ¿De verdad cree que nuestro amor tiene futuro después de todo esto?

—Quizá podamos llegar a algún…

—No me extraña que intentara matarme. ¿Pero hacerlo de una forma tan chapucera? Somos profesionales, Morrow. Me indigna que haya creído que esto iba a funcionar.

—Yo estoy dolido —murmuró Severard.

—Y yo herida —canturreó Vitari haciendo tintinear la cadena en la oscuridad.

—Moztalmente ofenzido —gruñó Frost mientras iba arrinconando a Morrow contra una de las cochiqueras.

—Debió seguir lamiendo el culo al borracho de Hoff. O, si no, haberse quedado en la granja con sus marranos. Ya sé que es un trabajo duro y que obliga a madrugar. Pero se gana uno la vida.

—¡Espere! ¡Esp…!

Severard le agarró un hombro por detrás, le clavó el cuchillo a un lado del cuello y le rebanó el pescuezo con la misma naturalidad con que se descabeza un pez.

La sangre manchó las botas de Glokta, que se tambaleó hacia atrás haciendo un gesto de dolor al sentir una punzada en su pierna inútil.

—¡Mierda! —soltó entre sus encías desnudas mientras se agarraba a la desesperada a la valla de al lado, librándose por los pelos de caer de culo sobre los excrementos del suelo—. ¿No te podías haber limitado a estrangularle?

Severard se encogió de hombros.

—El resultado fue el mismo, ¿no?

Morrow cayó de rodillas; sus gafas colgaban al sesgo delante de su cara y con una mano se sujetaba el gaznate mientras la sangre se le iba colando a borbotones por el cuello de la camisa.

Glokta vio cómo el funcionario caía de espaldas y una de sus piernas se ponía a dar sacudidas, abriendo un surco en la hedionda mugre del suelo con el talón. Ay, pobres marranos de la granja. Ya nunca verán a su amo, el joven Morrow, regresar por las colinas echando vaho por la boca en el frescor de la mañana tras su triunfal paso por la rutilante ciudad.

Las convulsiones del funcionario se fueron espaciando cada vez más hasta que por fin cesaron. ¿Cuándo, exactamente, me convertí en… esto? Poco a poco, supongo. Las acciones se suceden una tras otra y van trazando un camino que no tenemos más remedio que recorrer porque siempre encontramos alguna razón para seguir adelante. Hacemos lo que hay que hacer, lo que nos mandan, lo que nos resulta más fácil. ¿Qué otra cosa podemos hacer si no ir resolviendo uno por uno nuestros sórdidos problemas? Y llega un día en que, al levantar la vista, descubrimos que somos… esto.

Contempló la brillante mancha de sangre de su bota, arrugó la nariz y se la limpió restregándola contra la pernera del pantalón de Morrow. En fin, me encantaría seguir filosofando un rato más, pero tengo funcionarios que sobornar, aristócratas que chantajear, votos que comprar, secretarios que asesinar y amantes que amenazar. Un montón de cuchillos con los que hacer juegos malabares. Y cuando uno cae ruidosamente a la mugre del suelo, otro tiene que ir para arriba y ponerse a dar vueltas sobre nuestras cabezas con una hoja tan afilada como la de una navaja barbera. No es nada fácil, la verdad.

—Nuestros amigos los magos están de vuelta en la ciudad.

Severard se levantó un poco la máscara para rascarse.

—¿Los magos?

—El primero de esos cabrones, nada menos, y sus heroicos acompañantes. Él, su escurridizo aprendiz y la mujer ésa. Ah, y también el Navegante. Vigílalos, a ver si podemos separar a alguno de esos cochinillos de la piara. Es hora de averiguar qué se traen entre manos. ¿Todavía conservas tu encantadora casa junto al mar?

—Por supuesto.

—Estupendo. A ver si por una vez conseguimos ganarles la partida para que cuando Su Eminencia nos exija respuestas las tengamos. Y yo me pueda ganar por fin una palmadita en la cabeza de manos de mi dueño y señor.

—¿Qué hacemos con éstos? —preguntó Vitari, señalando a los cadáveres con su cabeza pinchuda.

Glokta suspiró.

—Por lo visto los cerdos comen de todo.

La ciudad se iba oscureciendo mientras Glokta arrastraba su pierna tullida por las calles ya casi desiertas en dirección al Agriont. Las tiendas cerraban, los dueños de las casas encendían sus lámparas y la luz de las candelas se vertía sobre las sombrías callejuelas por las rendijas de las contraventanas. Familias felices preparándose para cenas felices, no cabe duda. Amantes padres con sus encantadoras esposas, sus hijos adorables y sus vidas plenas de significado. Mi más sincera enhorabuena.

El esfuerzo que tenía que hacer para mantener el ritmo le obligaba a apretar los dientes que le quedaban contra sus encías irritadas, el sudor empezaba a empaparle la camisa y a cada renqueante paso que daba la pierna le dolía cada vez más. Pero este cacho de carne muerta no conseguirá detenerme. El dolor iba del tobillo a la rodilla, de la rodilla a la cadera, y luego ascendía por su columna retorcida hasta llegar por fin al cráneo. Todo este esfuerzo para matar a un administrativo de nivel medio, que encima trabajaba a unas pocas manzanas del Pabellón de los Interrogatorios. Una maldita pérdida de tiempo, eso es lo que es. Una maldita

—¿Superior Glokta?

Un hombre cuya cara quedaba en sombra se le acercó respetuosamente. Glokta le miró con los ojos entrecerrados.

—¿Le…?

Lo hicieron muy bien, de eso no cabía duda. Ni siquiera advirtió la presencia del otro hombre hasta que se encontró totalmente indefenso, con la cabeza metida en una bolsa y un brazo retorcido a la espalda que hizo que saliera impulsado hacia delante. Tropezó, trató de sujetar su bastón y lo oyó caer sobre el empedrado.

—¡Aaargh! —un tremendo espasmo le cruzó la espalda cuando trató inútilmente de soltarse el brazo, y no le quedó más remedio que dejarse hacer mientras resollaba de dolor dentro de la bolsa. En un momento le ataron las muñecas y sintió que una mano recia se introducía debajo de cada una de sus axilas. Una vez que lo tuvieron agarrado cada uno de un lado, los hombres emprendieron la marcha a toda prisa, transportándole casi en vilo sobre el empedrado de la calle. Vaya, hacía mucho tiempo que no caminaba tan deprisa. Le agarraban con fuerza, pero sin hacerle daño. Profesionales. Unos matones de mucha más categoría que los de Morrow. El que ha ordenado esto no es ningún idiota. Bien, ¿y quién lo ha ordenado? ¿El propio Sult, o uno de sus enemigos? ¿Uno de sus rivales en la carrera por el trono? ¿El Juez Marovia? ¿Lord Brock? ¿Alguien del Consejo Abierto? ¿O quizá los gurkos? Ellos y yo nunca hemos sido muy buenos amigos. ¿La banca Valint y Balk, que al fin ha decidido cobrarse la deuda? ¿No habré juzgado mal al joven Capitán Luthar? ¿O será sencillamente el Superior Goyle, que se ha cansado de compartir su puesto con un tullido? La lista, ahora que se veía obligado a pensar en ello, era interminable.

Oía el ruido de pisadas cercanas. Caminaban por callejuelas estrechas. No tenía ni idea de la distancia que habían recorrido. Su respiración resonaba dentro del saco, chirriante, gutural. Los latidos del corazón, la piel irritada a causa del sudor frío. Nervioso. Incluso asustado. ¿Qué querrán de mí? A nadie le raptan en la calle para ascenderle, regalarle unos dulces o darle tiernos besos. Una lástima. Sé muy bien para qué se rapta a alguien en la calle. Pocos lo saben mejor que yo.

Bajaron unos escalones y la punta de sus botas pasó rozando cada uno de los peldaños. Una pesada puerta se cerró de golpe. Luego los pasos resonaron en un corredor embaldosado. Se cerró otra puerta y un instante después le dejaron caer en una silla. Y ahora, con toda seguridad, para bien o para mal, vamos a averiguar

De pronto le arrancaron la bolsa de la cabeza y Glokta parpadeó cegado por una luz intensa. Una habitación blanca, demasiado iluminada para resultar cómoda. Un tipo de habitación que me es tristemente familiar. Sólo que resulta mucho más desagradable vista desde este lado de la mesa.

Enfrente de él había alguien sentado. O la borrosa silueta de alguien. Cerró un ojo y escudriñó con el otro tratando de ajustar su visión.

—Vaya —murmuró—. Qué sorpresa.

—Placentera, espero.

—Supongo que eso ya se verá.

Carlot dan Eider había cambiado. Y al parecer el exilio no le ha sentado del todo mal. Le había vuelto a crecer el pelo, quizá no del todo, pero sí lo suficiente para recuperar su elegancia. Las magulladuras de su cuello habían desaparecido y en las mejillas sólo quedaban unas ligerísimas marcas en los lugares que estuvieron cubiertos de costras. Había cambiado la indumentaria de arpillera propia de los traidores por el vestuario de viaje de una dama adinerada. Y le sentaba extremadamente bien. En sus dedos y alrededor de su cuello refulgían varias joyas. Parecía tan rica y tan distinguida como el día en que se conocieron. Y, por si fuera poco, estaba sonriendo. La sonrisa del jugador que tiene todos los triunfos. ¿Por qué no aprenderé nunca? Nunca le hagas un favor a nadie. Y menos a una mujer.

Delante de ella, a su alcance, había unas tijeritas de las que usan las mujeres ricas para cortarse las uñas. Pero que lo mismo pueden servir para despellejar las plantas de los pies de un hombre, para ensancharle los orificios nasales, para cortarle las orejas poco a poco

A Glokta le costó trabajo apartar la vista de aquellas hojas afiladas que brillaban a la luz de las lámparas.

—Creí haberle dicho que no volviera nunca —pero a su voz le faltaba su acostumbrado tono autoritario.

—Así es. Pero un día pensé… ¿Y por qué no? Tengo bienes en la ciudad a los que no estaba dispuesta a renunciar y posibilidades de negocio que me interesa aprovechar —cogió las tijeritas, recortó un trocito minúsculo del borde de la uña perfectamente cuidada de uno de sus dedos pulgares y contempló el resultado frunciendo el ceño—. Ahora ya no hay motivo para revelar a nadie que estoy aquí, ¿verdad?

—Mi preocupación por su seguridad está ya olvidada —repuso Glokta. Pero mi preocupación por la mía aumenta a cada momento. Nadie está tan absolutamente incapacitado que no pueda estarlo un poco más. ¿De verdad necesitaba tomarse tanto trabajo sólo para compartir conmigo sus planes de viaje?

El comentario hizo que la sonrisa de Eider se ensanchara aún más si cabe.

—Espero que mis hombres no le hayan hecho daño. Les dije que le trataran con delicadeza. Al menos por el momento.

—Pero un secuestro, por muy gentil que sea, siempre es un secuestro, ¿no le parece?

—La palabra secuestro es muy fea. ¿Por qué no lo considera como una invitación difícil de resistir? Por lo menos le he permitido seguir vestido, ¿no?

—Ese favor en concreto es beneficioso para los dos, créame. ¿Una invitación a qué, si se me permite preguntar? ¿A ser maltratado y a sostener una breve conversación?

—Me duele que necesite algo más. Pero ya que lo dice, había otra cosa —recortó alguna otra esquirla de uña y le miró a los ojos—. Una pequeña deuda impagada desde Dagoska. Me temo que no voy a dormir tranquila hasta que esté saldada.

¿Unas semanas en una celda sin luz y luego un lento estrangulamiento hasta la muerte? ¿Qué clase de ganancia obtendría yo con un pago como ése?

—Por favor —siseó entre sus encías mientras miraba parpadeando el tijereteo de las dos hojillas metálicas—. No puedo soportar el suspense.

—Vienen los gurkos.

Desconcertado, Glokta hizo una pausa.

—¿Vienen aquí?

—Sí. A Midderland. A Adua. A usted. Han construido una flota en secreto. Empezaron a construirla después de la última guerra y ahora ya la tienen completa. Con unos barcos que rivalizan con los mejores de la Unión —soltó las tijeras sobre la mesa y exhaló un largo y profundo suspiro—. Eso es lo que he oído, al menos.

La flota gurka, como ya me dijo Yulwei, mi visitante de medianoche. Rumores y fantasmas tal vez. Pero los rumores no siempre son mentiras.

—¿Cuándo llegarán?

—La verdad es que no lo sé. Organizar una expedición de esas dimensiones supone un esfuerzo colosal. Pero los gurkos siempre se han organizado mucho mejor que nosotros. Por eso es un placer hacer negocios con ellos.

Mis tratos con ellos no han sido tan placenteros, pero bueno.

—¿Qué contingente mandarán?

—Me imagino que uno muy grande.

Glokta soltó un resoplido.

—Perdóneme si considero las palabras de una traidora confesa con un cierto escepticismo, sobre todo dada la parquedad de datos.

—Como quiera. Le he traído aquí para prevenirle, no para convencerle. Creo que se lo debo por haberme salvado la vida.

Qué maravillosamente anticuada es usted.

—¿Y eso era todo?

Eider extendió las manos.

—¿No puede una señora arreglarse las uñas sin ofender?

—¿No podía haberse limitado a escribirme y haberme ahorrado que se me irritaran los sobacos? —espetó Glokta.

—Oh, vamos. Nunca le he tenido por un hombre que se irrite por haber sufrido unas ligeras molestias. Además, esto nos ha dado la oportunidad de renovar una deliciosa amistad. Tiene que concederme mi pequeño momento de triunfo, después de todo lo que me hizo pasar.

Supongo que tiene razón. He recibido amenazas bastante menos encantadoras y al menos no tiene el mal gusto de concertar una entrevista en un matadero de cerdos.

—¿Entonces me puedo ir tranquilamente?

—¿Alguien le ha amenazado con una estaca? —ninguno de los dos habló. Eider sonrió satisfecha, exhibiendo ante Glokta sus perfectos dientes blancos—. Ya puede irse arrastrando ese cuerpo que tiene. ¿Qué tal le suena eso?

Mejor que a flotar en la superficie del canal tras haber pasado unos días en el fondo, hinchado como un globo y oliendo peor que todas las tumbas de la ciudad juntas.

—Supongo que a gloria. ¿Pero qué me impide hacer que mis Practicantes sigan el rastro de su valioso perfume, cuando hayamos terminado con esto, y rematen la faena que habían dejado sin acabar?

—Muy típico de usted decir eso —repuso ella con un suspiro—. Permítame comunicarle que un antiguo y leal socio mío tiene en sus manos una carta sellada. Si yo muero, la enviará al Archilector, que de esa forma conocerá con exactitud la naturaleza de mi condena en Dagoska.

Glokta se lamió las encías. Lo que me faltaba. Otro cuchillo con el que hacer juegos malabares.

—¿Y qué pasará si, sin tener yo la culpa de nada, sucumbe a una peste? ¿O se le cae encima una cornisa? ¿O se ahoga al tragar una espina de pescado?

Eider abrió los ojos de par en par, como si fuera algo en lo que no había pensado hasta ese momento.

—En cualquiera de esas circunstancias… supongo que… la carta se enviaría de todas formas, a pesar de su inocencia —se echó a reír—. La vida no es tan justa como a una le gustaría que fuera. Y estoy segura de que los nativos de Dagoska, los mercenarios esclavizados y los soldados de la Unión que fueron masacrados porque usted les obligó a luchar por una causa perdida, estarían de acuerdo con el resultado —sonrió con dulzura, como si estuvieran hablando de jardinería—. Después de todo —añadió—, probablemente habría hecho mejor en estrangularme.

—Me lee el pensamiento. Pero ahora es demasiado tarde. Hice una cosa buena y, por supuesto, hay que pagar un precio.

—Y ahora, antes de que nuestros caminos vuelvan a separarse de forma definitiva, como sin duda deseamos los dos, dígame, ¿anda metido en el asunto ése de las elecciones?

Glokta sintió que su párpado se ponía a palpitar.

—Mis obligaciones, al parecer, abarcan parcialmente esa cuestión. En realidad me ocupa todas las horas del día.

Carlot dan Eider se inclinó hacia él, hincó los codos en la mesa, se sujetó la barbilla entre las manos y le habló en tono conspirativo.

—¿Quién cree que será el próximo rey de la Unión? ¿Brock? ¿Isher? ¿O quizá otra persona?

—Es pronto para decirlo. Estoy en ello.

—Muy bien, pues entonces ya puede ponerse a cojear —dijo adelantando el labio inferior—. Ah, por cierto, tal vez sea preferible que no mencione nuestra reunión a Su Eminencia —hizo una seña con la cabeza y Glokta volvió a sentir la áspera tela de la bolsa sobre su cara.