Jezal estaba tumbado en la cama con las manos detrás de la cabeza y las sábanas alrededor de la cintura. Contempló a Ardee, que estaba mirando por la ventana, con los codos en el alféizar y la barbilla entre las manos. Agradeció al destino que a un sastre militar, largo tiempo olvidado, se le hubiera ocurrido proveer a los miembros de la Guardia Real de una chaqueta con la cintura alta. Le dio las gracias con profunda y sincera gratitud, porque la chaqueta era lo único que ella llevaba puesto.
Era increíble cómo habían cambiado las cosas entre ellos desde aquel amargo y desconcertante encuentro. Hacía una semana que no pasaban una noche separados y durante esa semana la sonrisa no se había borrado de su cara. De vez en cuando, claro, un sorprendente y horrible recuerdo brotaba de forma espontánea, como un cadáver hinchado que emergiera del fondo de un estanque cuando uno está merendando a la orilla. Era el recuerdo de Ardee mordiéndole y pegándole, llorando y gritándole a la cara. Pero cuando eso ocurría se forzaba a sonreír, y al verla a ella sonriéndole a su vez, pronto podía ahogar de nuevo esos pensamientos, al menos por el momento. Luego se enorgullecía de ser lo bastante hombre para hacerlo y para concederle a ella el beneficio de la duda.
—Ardee —dijo volviéndose hacia ella.
—¿Mmmm?
—Vuelve a la cama.
—¿Por qué?
—Porque te quiero —era curioso que cada vez le resultara más fácil decírselo.
Ella suspiró aburrida.
—Eso dices todo el rato.
—Porque es verdad.
Se dio la vuelta, dejando atrás las manos agarradas al alféizar, y su cuerpo quedó enmarcado a contraluz en la ventana.
—¿Y qué significa eso exactamente? ¿Que llevas una semana follándome y todavía no te basta?
—No creo que me baste nunca.
—Pues…
Se apartó de la ventana y dio unos pasos hacia él.
—Bueno, supongo que no tiene nada de malo comprobarlo, ¿no? —se detuvo al pie de la cama—. Pero prométeme una cosa.
Jezal tragó saliva, preocupado por lo que fuera a pedirle y preocupado por lo que él pudiera responder.
—Lo que quieras —murmuró obligándose a sonreír.
—No me falles.
Su sonrisa se amplió. A eso no resultaba tan difícil contestar con un no. A fin de cuentas, ahora era otro hombre.
—Claro que no. Te lo prometo.
—Bien.
Trepó a la cama con los ojos fijos en la cara de él, y los pies de Jezal bailaron de entusiasmo bajo la sábana. Ella se arrodilló, con una pierna a cada lado del cuerpo de él, y luego se alisó de un tirón la chaqueta.
—¿Qué, capitán? ¿Paso la revista?
—Yo diría… —repuso él metiendo las manos dentro de la chaqueta—… que eres sin duda alguna… —bajó una mano hasta uno de sus pechos y le masajeó un pezón—… el soldado con mejor aspecto de toda la Compañía.
Ella presionó con su ingle la de él y movió las caderas de atrás adelante.
—Ah, el capitán está ya en posición de firmes…
—¿Para ti? Siempre…
Ardee le lamió y le chupó la boca, salpicándole de saliva la cara. Él le metió una mano entre las piernas y ella se restregó un rato contra ella mientras los dedos húmedos de Jezal entraban y salían una y otra vez de su cuerpo. Ella gruñía y jadeaba y lo mismo hacía él. Ardee alargó una mano y quitó de en medio la sábana. Él se agarró la polla, ella movió las caderas hasta dar con el sitio indicado y luego se apretó sobre él y empezó a moverse. Su melena hacía cosquillas a Jezal en la cara y sus jadeos le hacían también cosquillas en las orejas.
Se oyeron dos fuertes golpes de nudillos en la puerta y los dos se quedaron petrificados. Luego sonaron otros dos golpes. Ardee levantó la cabeza y se pasó una mano por el pelo.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz ronca y gutural.
—Preguntan por el capitán —contestó la criada—. ¿Todavía… todavía está ahí?
Los ojos de Ardee buscaron los de Jezal.
—¡Creo que podré hacerle llegar un mensaje!
Jezal se mordió el labio para sofocar la risa y luego alargó una mano y le pellizcó a Ardee un pezón. Ella se la quitó de encima de un manotazo.
—¿Quién es?
—¡Un mensajero!
La risa de Jezal se desvaneció. Esos cabrones nunca traían buenas noticias y además tenían la manía de presentarse siempre en el peor momento.
—El Mariscal Varuz tiene que hablar urgentemente con el capitán. Le están buscando por toda la ciudad.
Jezal soltó una maldición en voz baja. Al parecer, el ejército se había enterado de su regreso.
—¡Dígale que cuando vea al capitán le daré el recado! —gritó Ardee.
Y el ruido de pisadas se alejó por el pasillo.
—Joder —soltó Jezal en cuanto se aseguró de que la criada se había ido, aunque no creía que albergara muchas dudas sobre lo que había estado ocurriendo allí dentro durante los últimos días y las últimas noches—. Tengo que irme.
—¿Ahora?
—Sí, ahora, malditos sean. Si no me voy me seguirán buscando. Cuanto antes me vaya, antes podré volver.
Ardee suspiró y se dio la vuelta hasta quedar de espaldas, mientras él se bajaba de la cama y se ponía a recoger la ropa que tenía tirada por todo el cuarto. La camisa tenía por delante una mancha de vino y el pantalón estaba todo arrugado y sobado, pero qué se le iba a hacer. Ir por el mundo hecho un pincel ya no era el principal objetivo de su vida. Se sentó en la cama para ponerse las botas y sintió que ella se arrodillaba a su lado. Luego sus manos le acariciaron el pecho y sus labios le rozaron la oreja y susurraron:
—Otra vez me vas a dejar sola, ¿verdad? ¿Te vas a Angland a matar norteños con mi hermano?
Jezal se inclinó con alguna dificultad y se puso una bota.
—Quizá sí. O quizá no.
La vida militar ya no le atraía. Había visto demasiada violencia, y bien de cerca, para saber que sólo traía miedo y sufrimiento. La gloria y la fama eran escasa recompensa para los riesgos que conllevaban.
—Estoy pensando en dejar el ejército.
—¿Ah, sí? ¿Para hacer qué?
—No estoy seguro —se volvió y la miró—. Puede que encuentre una mujer buena y siente la cabeza.
—¿Una mujer buena? ¿Conoces alguna?
—Esperaba que tú me dieras alguna idea.
Ella apretó los labios.
—Vamos a ver. ¿Tiene que ser guapa?
—No, no, las mujeres guapas son demasiado exigentes. Tan normalita como el agua de fregar, por favor.
—¿Inteligente?
Jezal resopló.
—Todo menos eso. Yo tengo fama de ser un cabeza hueca. Con una mujer inteligente al lado parecería un idiota todo el rato —se puso la otra bota, se desembarazó de las manos de Ardee y se puso de pie—. El ideal sería una vaca pasmada que no tuviera nada en la cabeza. Alguien que siempre me diera la razón.
Ardee aplaudió.
—Sí, sí, la estoy viendo: colgada de tu brazo como un traje vacío y actuando como si fuera el eco aflautado de tu propia voz. ¿Pero de sangre azul, supongo?
—Por supuesto, yo aspiro a lo mejor. Eso es innegociable. Y rubia, tengo debilidad por las rubias.
—Totalmente de acuerdo. ¡El pelo oscuro es tan vulgar! Es un color que sugiere suciedad, inmundicia, mugre —se estremeció—. Me siento manchada sólo de pensarlo.
—Sobre todo, que sea una mujer equilibrada y de buen carácter —añadió mientras metía la espada por el pasador del cinto—. Estoy harto de sorpresas.
—Naturalmente. Bastante complicada es la vida como para que encima venga una mujer a complicártela más. ¡Qué falta de dignidad! —enarcó las cejas—. Buscaré entre mis conocidas.
—Excelente. Entretanto, y aunque tú la llevarías con más garbo que yo, necesito mi chaqueta.
—Ah, sí señor —se la quitó y se la tiró. Luego se estiró desnuda en la cama, con la espalda arqueada y las manos sobre la cabeza, y empezó a balancear lentamente las caderas con una rodilla en el aire mientras le apuntaba con el dedo gordo del pie de la otra pierna.
—Pero no me vas a dejar sola mucho tiempo, ¿verdad?
Jezal la contempló un momento.
—No oses moverte ni un centímetro —dijo con voz ronca. Acto seguido, se puso la chaqueta, apretó el pene entre los muslos y salió inclinado por la puerta. Esperaba que volviera a su tamaño normal antes de su entrevista con el Lord Mariscal. Pero no estaba del todo seguro de que fuera a ser así.
Jezal se encontró una vez más en una de las enormes y tenebrosas cámaras del Juez Marovia, de pie y solo en un gran suelo vacío, ante una enorme mesa barnizada, tras la cual le miraban con gesto grave tres ancianos.
Cuando el ujier cerró las monumentales puertas con un resonante portazo, tuvo la inquietante sensación de haber pasado antes por esa experiencia. Fue el día en que le sacaron del barco que iba a zarpar hacia Angland, el día en que le separaron bruscamente de sus amigos y de sus ambiciones para enviarlo a un disparatado viaje a ninguna parte. Un viaje que le había estropeado parcialmente el físico y casi le había costado la vida. Podría decirse, sin temor a equivocarse, que no le entusiasmaba precisamente estar otra vez en el mismo sitio y que esperaba con fervor que en esta ocasión el resultado fuera mejor.
Desde ese punto de vista, la ausencia del Primero de los Magos le proporcionaba un cierto alivio, aunque el grupo allí presente estaba lejos de ser tranquilizador. Frente a él tenía los ancianos y endurecidos rostros del Lord Mariscal Varuz, el Juez Marovia y el Lord Chambelán Hoff.
Varuz estaba muy ocupado alabando los éxitos de Jezal en el Viejo Imperio. Evidentemente había recibido una versión de los hechos muy distinta de la que el propio Jezal recordaba.
—… grandes aventuras en el Oeste, según tengo entendido, sembrando de honor a la Unión en tierras extranjeras. Lo que más me impresionó fue la historia de su carga en el puente de Darmium. ¿De verdad ocurrió tal como me lo han contado?
—En el puente, señor… pues lo cierto es… —probablemente tendría que haber preguntado a ese viejo idiota de qué rayos estaba hablando, pero el recuerdo de Ardee estirada desnuda en la cama le tenía demasiado ocupado. A la mierda con su país. A la mierda con el deber. Podía pedir la excedencia del ejército y volver a su cama antes de una hora—. El caso es que…
—¿Ésa es su favorita? —terció Hoff posando su copa en la mesa—. Pues a mí la que más me gustó fue la de la hija del Emperador —y lanzó a Jezal un guiño que insinuaba el carácter picante de la historia.
—Sinceramente, Excelencia, no tengo la menor idea de dónde surgió ese rumor. No ocurrió nada de todo eso, se lo aseguro. Se ha exagerado enormemente lo ocurrido…
—Un rumor glorioso vale más que diez verdades decepcionantes, ¿no le parece?
Jezal parpadeó.
—Bueno… ejem… supongo que…
—En cualquier caso —le atajó Varuz—, el Consejo Cerrado ha recibido excelentes informes sobre su conducta en el extranjero.
—¿Ah, sí?
—Muchos y muy variados informes. Todos ellos elogiosos en grado sumo.
Jezal no pudo reprimir una sonrisa, aunque no paraba de preguntarse de dónde podían haber salido esos informes. No se imaginaba a Ferro Maljinn ponderando sus buenas cualidades.
—Sus Excelencias son muy amables, pero debo…
—Como recompensa a su entrega y a su valor en tan difícil y crucial misión, tengo el placer de comunicarle que ha sido ascendido al grado de coronel con efecto inmediato.
Jezal abrió los ojos de par en par.
—¿Ah, sí?
—Sí, muchacho, y nadie en el mundo se lo merece más.
Subir dos grados en el escalafón en una sola tarde era un honor sin precedentes, sobre todo cuando no había luchado en ninguna batalla, ni participado en ninguna acción heroica, ni hecho ningún gran sacrificio. Como no fuera dejar a medias unas suculentas jornadas de cama con la hermana de su mejor amigo. Eso sin duda había sido un sacrificio, pero no de los que suelen ganarse el favor de la corona.
—Ejem… yo…
No pudo evitar un sonrojo de satisfacción. Un uniforme nuevo, más estrellas, más gente a quien dar órdenes. La gloria y la fama serían escasa recompensa, pero ya había corrido los riesgos y ahora sólo tenía que decir que sí. ¿Acaso no había sufrido? ¿Acaso no se lo merecía?
No tuvo que pensárselo demasiado. De hecho, no tuvo que pensárselo en absoluto. Su idea de pedir la excedencia en el ejército y sentar la cabeza se perdió rápidamente en la distancia.
—Es para mí un honor aceptar este excepcional… ejem… honor.
—Entonces todos contentos —dijo Hoff con acidez—. Y ahora a lo nuestro. ¿Está al tanto, coronel Luthar, de que últimamente ha habido algunos conflictos con el campesinado?
Curiosamente, la noticia no había llegado al dormitorio de Ardee.
—Espero que no sea nada serio, Excelencia.
—Bueno, si usted considera que no es seria una revuelta campesina a gran escala.
—¿Una revuelta? —Jezal tragó saliva.
—¡Ese tipo que se hace llamar el Curtidor! —escupió el Lord Chambelán—. ¡Lleva meses recorriendo el país, promoviendo el descontento, sembrando la semilla de la desobediencia, incitando a los campesinos a cometer crímenes contra sus amos, contra sus señores naturales, contra la corona!
—Nadie sospechó que llegarían a declararse abiertamente en rebelión —Varuz hablaba con auténtica furia—. Pero tras una manifestación cerca de Keln, un grupo de campesinos, instigados por el Curtidor, se ha armado y se niega a disolverse. Obtuvieron una victoria sobre el terrateniente local y la insurrección se ha extendido. Ahora nos hemos enterado de que ayer aplastaron a un contingente nada insignificante mandado por Lord Finster y que acto seguido quemaron su casa solariega y ahorcaron a tres recaudadores de impuestos. Ahora avanzan hacia Adua devastando la campiña.
—¿Devastando? —murmuró Jezal mirando de soslayo la puerta. Una palabra verdaderamente fea, «devastando».
—Es un triste asunto —se lamentó Marovia—. El cincuenta por ciento de ellos son personas honradas y fieles a su rey, que se han visto forzadas a actuar así por la codicia de los terratenientes.
Varuz habló con repugnancia.
—¡No puede haber excusa para la traición! La otra mitad son ladrones, canallas y descontentos. ¡Se merecen ser conducidos al cadalso a latigazos!
—El Consejo Cerrado ha tomado ya una decisión —le interrumpió Hoff—. El Curtidor ha proclamado su intención de presentar una lista de peticiones al Rey. ¡Al Rey! Nuevas libertades. Nuevos derechos. Todos los hombres son iguales como si fueran hermanos y otras sandeces igualmente peligrosas. No tardará en difundirse la noticia de que avanzan hacia aquí y entonces cundirá el pánico. Habrá disturbios en apoyo de los campesinos y disturbios en su contra. Ya andamos en el filo de la navaja. ¡Con dos guerras en marcha y el Rey en mal estado de salud y sin heredero!
Hoff dio un puñetazo en la mesa y Jezal pegó un respingo.
—No se les debe permitir que lleguen a la ciudad.
El Mariscal Varuz se inclinó hacia delante y entrelazó las manos.
—Los dos regimientos de la Guardia Real que quedaron acantonados en Midderland van a ser enviados para atajar esa amenaza. Se ha dispuesto una serie de concesiones —graznó al pronunciar esta palabra—. Si los campesinos aceptan una negociación y regresan a sus casas, se les perdonará la vida. Pero si el Curtidor no atiende a razones, su mal llamado ejército será destruido. Dispersado. Disuelto.
—Aniquilado —dijo Hoff limpiando con el dedo pulgar una mancha de la mesa—. Y los cabecillas serán entregados a la Inquisición de Su Majestad.
—Es lamentable —murmuró Jezal sin pensarlo y sintiendo un escalofrío al oír el nombre de aquella institución.
—Pero necesario —dijo Marovia sacudiendo apesadumbrado la cabeza.
—Y nada sencillo —desde el lado opuesto de la mesa, Varuz miró a Jezal con el ceño fruncido—. En todos los pueblos, ciudades y granjas por las que han pasado han reclutado más hombres. El campo está infestado de descontentos. Indisciplinados, desde luego, y mal equipados, pero según nuestros últimos cálculos son unos cuarenta mil.
—¿Cuarenta… mil? —Jezal rebulló nervioso en el asiento. Había pensado que se trataría de unos pocos centenares, y además descalzos. Aquí, por supuesto, protegido tras las murallas del Agriont y de la ciudad, no había peligro. Pero cuarenta mil hombres iracundos eran muchos hombres iracundos. Por muy campesinos que fueran.
—La Guardia Real ya está haciendo los preparativos. Un regimiento de a caballo y uno de a pie. Lo único que falta ahora es el jefe de la expedición.
—Hummm —gruñó Jezal. No envidiaba al desgraciado que tuviera que ponerse al mando de una fuerza en clara inferioridad numérica para enfrentarse a un puñado de salvajes enardecidos por una causa que creían justa y por sus pequeñas victorias, borrachos de odio a la nobleza y a la monarquía, sedientos de sangre y botín…
Sus ojos se abrieron todavía más.
—¿Yo?
—Usted.
Se esforzó por encontrar palabras con las que expresarse.
—No quisiera parecerles desagradecido, pero supongo que, en fin, que habrá hombres más preparados para esa misión. Lord Mariscal, usted mismo me ha…
—Estamos viviendo momentos difíciles —Hoff miró a Jezal con severidad por debajo de sus pobladas cejas—. Momentos muy difíciles. Necesitamos alguien sin… afiliaciones. Necesitamos alguien con un historial impecable. Usted cumple admirablemente esos requisitos.
—Pero… negociar con campesinos, Excelencia, Eminencia, Lord Mariscal, ¡yo no entiendo de estos asuntos! ¡No entiendo de leyes!
—No somos ciegos a sus limitaciones —dijo Hoff—. Por eso estará acompañado por un representante del Consejo Cerrado. Alguien que tiene una gran experiencia en ese terreno.
Una mano pesada cayó de pronto sobre el hombro de Jezal.
—¡Ya le dije que sería más pronto que tarde, muchacho!
Jezal volvió lentamente la cabeza, sintiendo un espantoso abatimiento que le subía desde el estómago, y ahí estaba el Primero de los Magos, riéndose en su cara a no más de treinta centímetros de distancia y bien presente después de todo. En realidad no le cogió por sorpresa que el viejo calvo entrometido estuviera involucrado en el asunto. Todo tipo de extraños y dolorosos acontecimientos parecían seguir sus pasos, como perros callejeros ladrando detrás del carro del carnicero.
—El ejército de los campesinos, si podemos llamarlo así, está acampado a cuatro días de marcha lenta de la ciudad, desplegado por el campo aprovisionándose —Varuz se inclinó hacia delante y clavó un dedo en la mesa—. Procederá inmediatamente a interceptarlos. Todas nuestras esperanzas están depositadas en usted, coronel Luthar. ¿Ha comprendido las órdenes?
—Sí, señor —musitó, intentando, y fracasando estrepitosamente, sonar entusiasmado.
—¿Usted y yo otra vez juntos? —rió Bayaz—. Ya pueden echar a correr, ¿eh, muchacho?
—Desde luego —murmuró Jezal con abatimiento.
Había tenido la posibilidad de escapar, la ocasión de iniciar una nueva vida, y había renunciado a ella por una o dos estrellas más en la bocamanga. Se dio cuenta de su garrafal error demasiado tarde. La mano de Bayaz aumentó la presión sobre su hombro y le acercó a una paternal distancia, sin dar ninguna muestra de tener la intención de soltarle. No tenía escapatoria.
Jezal traspasó a toda prisa la puerta de sus aposentos, profiriendo todo tipo de maldiciones mientras arrastraba su baúl. Era muy desagradable verse obligado a acarrear su propio equipaje, pero el tiempo era acuciante si tenía que salvar a la Unión de la locura de su propio pueblo. Había considerado brevemente la idea de correr a los muelles y sacar un pasaje para la lejana Suljuk, pero había acabado rechazándola con furia. Había aceptado los dos ascensos con los ojos abiertos y suponía que ahora no tenía más remedio que atenerse a las consecuencias. Puestos a hacer algo, más valía no demorarlo que vivir temiéndolo, y tal y cual. Dio la vuelta a la llave en la cerradura, se volvió y retrocedió horrorizado soltando un gritito. Había alguien entre las sombras, en el lado contrario al de la puerta, y la sensación de espanto aumentó aún más al comprobar quién era.
Glokta, el lisiado, estaba pegado a la pared, apoyado pesadamente en el bastón mirándole con su desdentada y repulsiva sonrisa.
—Quisiera hablar con usted, coronel Luthar.
—Si es por el asunto de los campesinos, está controlado —fue incapaz de borrar totalmente de su cara la repugnancia que sentía—. No tiene de qué preocuparse…
—No me refiero a ese asunto.
—¿A qué se refiere?
—A Ardee West.
De pronto el corredor le pareció muy vacío, muy silencioso. Los soldados, los oficiales, los asistentes, todos estaban en Angland. Que él supiera, estaban los dos solos en el cuartel.
—No sé muy bien de qué modo le incumbe ese…
—Su hermano, nuestro común amigo Collem West, ¿le recuerda? Un tipo de cara preocupada e incipiente calvicie. Con un poco de mal genio —Jezal se sonrojó invadido de un sentimiento de culpabilidad. Se acordaba muy bien de aquel hombre, por supuesto. Y muy en concreto de su mal genio—. Poco antes de partir para la guerra de Angland fue a verme. Me pidió que me ocupara de su hermana mientras él estaba fuera, jugándose la vida. Y yo le prometí hacerlo.
Glokta se acercó un poco más, y a Jezal se le puso la carne de gallina.
—Responsabilidad que yo, se lo aseguro, me tomo tan en serio como cualquier misión que el Archilector tenga a bien asignarme.
—Ya.
Eso explicaba la presencia del tullido el otro día en su casa, cosa que hasta entonces le había causado cierta confusión. Pero eso no le hizo sentirse más tranquilo, sino considerablemente menos.
—No creo que a Collem West le agradara mucho saber lo que ha estado ocurriendo estos últimos días, ¿verdad?
Jezal se balanceó incómodo sobre uno y otro pie.
—Confieso que he ido a visitarla…
—Sus visitas —le interrumpió Glokta— no son buenas para la reputación de esa joven. Tenemos tres opciones. Primera, y ésta es mi favorita, usted se marcha, finge que no la conoce y no la vuelve a ver.
—Inaceptable —Jezal se sorprendió del tono insolente que había empleado.
—Segunda, se casa con ella y todo queda olvidado Eso era algo que Jezal ya había considerado, pero maldita sea si iba a obligarle a ello esa contrahecha piltrafa humana.
—¿Y tercera? —inquirió con lo que le pareció un adecuado desprecio.
—¿Tercera? —en el lado izquierdo de la cara de Glokta se produjo una serie de repulsivas palpitaciones—. No creo que quiera saber mucho acerca de la tercera. Digamos únicamente que incluye una larga noche de pasión con un horno y un juego de cuchillos, así como una mañana, todavía más larga, con un saco, un yunque y el fondo del canal. Descubrirá que cualquiera de las otras dos opciones le conviene más.
Sin saber lo que hacía, Jezal había dado un paso adelante, obligando a Glokta a echarse hacia la pared con una mueca de dolor.
—¡Yo no tengo por qué darle explicaciones! ¡Mis visitas sólo incumben a la señorita en cuestión y a mí, pero, para que lo sepa, hace mucho tiempo que decidí casarme con ella y sencillamente estoy esperando el momento adecuado!
Jezal quedó mudo en la oscuridad, casi sin poder creer lo que se había oído decir. ¡Maldita lengua la suya! ¡Le seguía metiendo en toda clase de líos!
El ojo izquierdo de Glokta parpadeó.
—¡Afortunada criatura!
Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, Jezal avanzó hacia delante hasta casi chocar con la cara del lisiado y aplastarle indefenso contra la pared.
—¡Efectivamente! ¡Conque ya se puede meter sus amenazas en su culo tullido!
Incluso aplastado contra la pared, la sorpresa de Glokta sólo duró un instante. Enseguida volvió a asomar su sonrisa desdentada, su ojo izquierdo parpadeó y una larga lágrima descendió por su mejilla chupada.
—Coronel Luthar, me resulta muy difícil concentrarme teniéndole tan cerca.
Acarició la solapa del uniforme de Jezal con el dorso de la mano.
—Sobre todo dado su inesperado interés por mi culo.
Jezal se echó hacia atrás de golpe, con la boca invadida de un regusto repugnante.
—Parece que Bayaz tuvo éxito donde Varuz fracasó, ¿eh? Le ha enseñado lo que es tener valor. Mi felicitación por su próxima boda. Pero creo que seguiré teniendo a mano mis cuchillos por si no cumple usted su palabra. Me alegra haber tenido esta ocasión de charlar con usted.
Y Glokta renqueó hasta las escaleras, golpeando los escalones con el bastón y raspando el suelo con la bota izquierda.
—¡También yo! —le gritó Jezal. Pero nada podía estar más lejos de la verdad.