La industria del veneno

El Superior Glokta permanecía de pie en el vestíbulo, y esperaba. Al estirar su cuello contraído, primero a un lado y luego al otro, oyó los habituales chasquidos y sintió las habituales cuerdas de dolor tensándose a través de los músculos enmarañados de sus escápulas. ¿Por qué lo hago si siempre me duele? ¿Por qué necesito poner a prueba mi dolor, pasar la lengua por la llaga, restregar la ampolla, hurgar en la costra?

—¿Y bien? —exclamó.

La única respuesta que obtuvo del busto de mármol que había a los pies de las escalinatas fue un desdeñoso silencio. Y de eso ya he tenido más que suficiente. Glokta se apartó de él con paso renqueante. Por detrás, su pierna inútil se arrastraba sobre las baldosas y el golpeteo de su bastón resonaba entre las molduras que decoraban el elevado techo.

Para lo que solían ser los grandes nobles del Consejo Abierto, Lord Ingelstad, el propietario de aquel vestíbulo desmesurado, era un hombre francamente disminuido. El cabeza de familia de un linaje cuya fortuna había ido declinando con los años, cuya riqueza e influencia habían ido menguando hasta quedar reducidas a la mínima expresión. Y cuanto más menguado el hombre, más hinchadas son sus pretensiones. ¿Cómo es que nunca se dan cuenta? Las cosas pequeñas parecen aún más pequeñas en los lugares grandes.

Desde algún rincón envuelto en sombras un reloj vomitó unas cuantas campanadas cansinas. Ya llega tarde. Cuanto más menguado el hombre, más se permite el lujo de hacerte esperar cuanto le plazca. Pero sé ser paciente si hace falta. A fin de cuentas, no me aguardan deslumbrantes banquetes, ni enfervorecidas multitudes, ni hermosas mujeres que suspiren por mí. Ya no. Los gurkos se cuidaron de que así fuera en la oscuridad de debajo de las prisiones del Emperador. Apretó la lengua contra sus encías desnudas y soltó un gruñido al cambiar de posición la pierna y sentir un aguijonazo que subió disparado por su espalda e hizo que le palpitaran los párpados. Sé ser paciente. Es lo único bueno que tiene el hecho de que cada paso sea un martirio. Pronto se aprende a andar con cuidado.

La puerta que tenía a su lado se abrió de golpe y Glokta giró bruscamente la cabeza, procurando ocultar la mueca de dolor que acompañó al crujir de sus huesos. Lord Ingelstad apareció en el umbral: un hombre corpulento y rubicundo, de aspecto paternal. Mientras obsequiaba a Glokta con una sonrisa amistosa le hizo señas de que pasara a la sala. Como si se tratara de una visita de cortesía, y bien recibida, para más señas.

—Disculpe que le haya hecho esperar, Superior. Pero he recibido tantas visitas desde que llegué a Adua que la cabeza me da vueltas. Esperemos que con tantas vueltas no salga volando. Tantas visitas. Visitas acompañadas de ofertas, sin duda. Ofertas a cambio de un voto. Ofertas a cambio de su colaboración en la elección de nuestro futuro monarca. La mía, creo, le causará gran dolor rechazarla. ¿Le apetece un poco de vino, Superior?

—No, milord, muchas gracias —Glokta traspasó el umbral renqueando dolorosamente—. No le entretendré mucho. Yo también ando bastante atareado. Las elecciones no se amañan ellas solas, por si no lo sabía.

—Desde luego, desde luego. Tome asiento, por favor —Ingelstad se dejó caer alegremente en una de las sillas y le señaló otra, invitándole a que se sentara. Glokta tardó cierto tiempo en acomodarse. Primero se agachó con cautela y luego fue moviendo las caderas hasta que dio con una postura en la que la espalda no le sometiera a un martirio constante—. ¿Y qué es lo quería tratar conmigo?

—Vengo en nombre del Archilector Sult. Confío en no ofenderle hablándole sin tapujos, pero el caso es que Su Eminencia quiere su voto.

Las carnosas facciones del noble se contrajeron fingiendo asombro. Muy mal fingido, por cierto.

—No estoy seguro de entenderle. ¿Mi voto en relación con qué asunto?

Glokta se limpió un poco de humedad que se le había acumulado bajo su ojo supurante. ¿Es necesario que nos embarquemos en tan ignominiosa danza? Usted no tiene complexión para eso y a mí me fallan las piernas.

—En relación con el asunto de quién será la persona que ocupará el trono, Lord Ingelstad.

—Ah, eso. Sí, eso. Imbécil. Verá, Superior Glokta, espero que esto no suponga una decepción para usted ni para Su Eminencia, un hombre por el que siento el máximo respeto —y acto seguido inclinó la cabeza en un exagerado despliegue de humildad—, pero he de decirle que, en conciencia, no puedo dejarme influir en un sentido o en otro. Considero que en mí, y en todos los miembros del Consejo Abierto, se ha depositado una confianza sagrada. Los lazos del deber me obligan a votar por el hombre que me parezca el mejor candidato de entre los numerosos y excelentes hombres disponibles —dicho lo cual, adoptó una sonrisa de la más absoluta suficiencia.

Brillante discurso. Puede incluso que un tonto de pueblo llegara a creérselo. ¿Cuántos discursos iguales, o similares, llevo oídos ya? Tradicionalmente, ahora debería venir el regateo. El debate sobre cuánto vale exactamente una confianza sagrada. Qué cantidad de plata pesa más que una buena conciencia. Qué cantidad de oro se necesita para cortar los lazos del deber. Pero hoy no estoy de humor para regateos.

Glokta alzó desmesuradamente las cejas.

—Debo felicitarle por tan noble postura, Lord Ingelstad. Si todo el mundo tuviera un carácter como el suyo, viviríamos en un mundo mucho mejor. Una postura muy noble, ciertamente… sobre todo considerando lo mucho que tiene usted que perder. Ni más ni menos que todo cuanto tiene, diría yo —hizo una mueca de dolor al coger el bastón con una mano y luego se balanceó trabajosamente hacia delante hasta ponerse al borde de la silla—. Pero, visto que no puedo influir sobre usted, me retiro.

—No entiendo a qué se refiere, Superior —la inquietud se reflejaba de forma patente en el rollizo rostro del noble.

—A qué va a ser, Lord Ingelstad. A sus turbios negocios.

Las rubicundas mejillas habían perdido buena parte de su color.

—Debe tratarse de un error.

—Oh, no, se lo aseguro —Glokta sacó los pliegos de las confesiones del bolsillo interior de su gabán—. Su nombre es mencionado a menudo en las confesiones de algunos de los principales miembros del Gremio de los Sederos, ¿sabe? Muy a menudo —y extendió las crepitantes hojas de papel de tal forma que ambos pudieran verlas—. Aquí, sin ir más lejos, se refieren a usted como…, y entienda que no son palabras mías, un «cómplice». Aquí se dice que es el «principal beneficiario» de una operación de contrabando de lo más sucia. Y aquí, como verá, y casi me sonroja mencionarlo, su nombre y el término «traición» aparecen muy próximos el uno del otro.

Ingelstad se derrumbó en su asiento y el vaso que tenía en la mano cayó traqueteando sobre la mesa que tenía al lado, derramando un poco de vino sobre la madera pulida. Oh, habrá que limpiar eso. Deja unas manchas horribles, y hay manchas que son imposibles de quitar.

—Su Eminencia, que le tiene a usted por un amigo —prosiguió Glokta—, ha conseguido, por el bien de todos, que su nombre no aparezca en las primeras pesquisas. Entiende que estaba usted intentando invertir el declive de la fortuna de su familia y contempla su caso con cierta simpatía. No obstante, si lo defraudara usted en la cuestión de los votos, es muy probable que esa simpatía se agotara de inmediato. ¿Entiende lo que le quiero decir? Me parece que lo he dejado meridianamente claro.

—Desde luego —repuso Ingelstad.

—¿Qué me dice de los lazos del deber? ¿Los siente ya más flojos?

El noble, cuyas mejillas habían perdido ya casi todo su color, tragó saliva.

—Ardo en deseos de servir a Su Eminencia en todo lo que me sea posible, se lo aseguro. El problema es que… ¿Y ahora qué toca? ¿Una oferta desesperada? ¿Un soborno igual de desesperado? ¿O incluso una apelación a mi conciencia? Ayer vino a verme un representante del Juez Marovia, un tal Harlen Morrow, con unos argumentos bastante similares… y unas amenazas tampoco muy distintas de las suyas —Glokta frunció el ceño. Vaya. El maldito Marovia y su pequeño gusano. Siempre un paso por delante o un paso por detrás. Pero nunca demasiado lejos. La voz de Ingelstad adquirió de pronto un tono chillón—. ¿Qué voy a hacer? ¡No puedo apoyarlos a los dos! ¡Escuche, Superior, me marcharé de Adua y no volveré a pisarla! Me… me abstendré de votar…

—¡Ni se le ocurra hacer semejante cosa! —bufó Glokta—. ¡Va usted a votar como yo le diga, y al diablo con Marovia! ¿Habrá que seguir aguijoneándole? Muy desagradable, pero sea. ¿Acaso no me he manchado ya los brazos hasta el codo? Hurgar en una o dos cloacas más no representará ninguna diferencia. —Suavizó la voz hasta convertirla en un untuoso ronroneo—. Ayer vi a sus hijas en el parque —la cara del noble perdió el último vestigio de color—. Tres jovencitas inocentes, ya casi unas mujercitas, vestidas al último grito y a cual más hermosa. ¿La más joven, qué tiene, quince años?

—Trece —apenas pudo responder Ingelstad.

—Ah —Glokta frunció hacia atrás los labios para dejar al descubierto su sonrisa desdentada—. Qué pronto ha florecido. Nunca habían estado en Adua, ¿me equivoco?

—No —respondió el noble casi en un susurro.

—Ya decía yo. Su entusiasmo y su alegría mientras paseaban por los jardines del Agriont resultaban absolutamente encantadores. Apuesto a que ya han llamado la atención de todos los solteros más cotizados de la ciudad —dejó que su sonrisa se fuera desvaneciendo—. Me partiría el alma, Lord Ingelstad, ver de pronto a esas tres criaturas tan delicadas arrastradas a una de las instituciones penales más duras de Angland. Unos lugares donde la belleza, la alcurnia y la delicadeza de carácter despiertan una atención mucho menos grata —Glokta afectó con maestría un estremecimiento de consternación mientras se inclinaba muy despacio hacia delante—. No le desearía una vida como ésa ni a un perro. Y todo a causa de las indiscreciones de un padre que tenía al alcance de la mano los medios para impedirlo.

—Pero mis hijas no están implicadas en nada…

—¡Estamos eligiendo al nuevo rey! ¡Todo el mundo está implicado! Un poco duro tal vez. Pero los tiempos que corren son duros y requieren duras medidas —Glokta se levantó con dificultad y su mano temblequeó sobre la empuñadura del bastón debido al esfuerzo—. Haré saber a Su Eminencia que puede contar con su voto.

Al instante, Ingelstad se desinfló por completo. Como un odre de vino que hubiera recibido una cuchillada. Los hombros se le hundieron y la cara se le quedó desencajada en un gesto de horror y desesperación.

—Pero ahora el Juez Supremo… —susurró—. ¿Es que no tiene piedad?

Glokta se limitó a encogerse de hombros.

—La tuve, en tiempos. De niño, se lo aseguro, era tan blando de corazón que a veces casi parecía estúpido. Sólo con ver a una mosca atrapada en una tela de araña me ponía a llorar —hizo una mueca de dolor al sentir un espasmo brutal en la pierna cuando se volvió para dirigirse a la puerta—. El dolor incesante me curó de eso.

Era una pequeña reunión íntima. Aunque no puede decirse que la compañía inspire demasiada calidez. Los ojos de pájaro del Superior Goyle brillaban en medio de su rostro huesudo mientras contemplaba a Glokta desde el extremo opuesto de la gran mesa redonda del enorme despacho circular. De una forma no excesivamente afectuosa, diría yo.

La atención de Su Eminencia el Archilector, jefe supremo de la Inquisición de Su Majestad, estaba centrada en otra parte. Fijadas a la pared curva, ocupando cerca de la mitad de la superficie total de la cámara, había trescientas veinte hojas de papel. Una por cada uno de los nobles corazones de nuestro nobilísimo Consejo Abierto. La brisa que entraba por los ventanales las hacía crujir suavemente. El veleidoso revoloteo de unos papelillos que contienen un voto no menos veleidoso. Cada una de ellas estaba marcada con un nombre. Lord tal. Lord cual. Lord no sé qué de no sé dónde. Grandes y pequeños hombres. Unos hombres cuyas opiniones, por lo general, le traían al fresco a todo el mundo hasta que el Príncipe Raynault se cayó de la cama y fue a parar a su tumba.

Muchas de las páginas lucían un pegote de cera de color en una de sus esquinas. Algunas tenían dos, e incluso tres. Las lealtades. ¿Cuál será el sentido de su voto? Azul por Lord Brock, rojo por Lord Isher, negro por Marovia, blanco por Sult, y así sucesivamente. Todos ellos, por supuesto, susceptibles de cambio, dependiendo de la dirección en que sople el viento. Un poco más abajo se veían una serie de líneas escritas con una caligrafía pequeña y apretada. La letra era demasiado pequeña para que Glokta pudiera leerla desde el lugar en donde estaba sentado, pero conocía muy bien su contenido. La esposa es una antigua prostituta. Siente debilidad por los jovencitos. Bebe más de la cuenta. Asesinó a un sirviente en un ataque de rabia. Deudas de juego no saldadas. Secretos. Rumores. Mentiras. Las herramientas de este noble oficio. Trescientos veinte nombres e idéntico número de sórdidas historietas, todas ellas listas para ser desempolvadas y utilizadas en nuestro provecho. Política. La ocupación propia de los justos, sin duda.

Entonces, ¿por qué lo hago? ¿Por qué?

El Archilector tenía asuntos más acuciantes de los que ocuparse.

—Brock sigue en cabeza —murmuró en un tono agrio mientras miraba el vaivén de los papeles con las manos entrelazadas a la espalda—. Cuenta con cerca de cincuenta votos más o menos seguros. Todo lo seguros que puedan estar en unos tiempos tan inseguros como estos. Isher le sigue de cerca con algo más de cuarenta votos a su favor. Skald, por lo que sabemos, ha incrementado también su número recientemente. Ha resultado ser un tipo bastante más implacable de lo que cabía esperar. Prácticamente tiene en sus manos a la delegación de Starikland, lo cual supone quizá unos treinta votos. Los mismos que tiene Barezin. Tal y como están las cosas, esos cuatro son los principales aspirantes.

¿Pero quién sabe? Quizá el Rey viva un año más, y para cuando llegue la hora de votar, ya nos hayamos matado los unos a los otros. La idea divirtió tanto a Glokta que tuvo que contener la sonrisa que empezaba a asomar a sus labios. La Rotonda de los Lores sembrada de cadáveres lujosamente ataviados; los de todos y cada uno de los grandes nobles de la Unión, incluidos los doce miembros del Consejo Cerrado. Cada uno de ellos apuñalado en la espalda por el hombre de al lado. La desagradable realidad del gobierno…

—¿Ha hablado con Heugen? —espetó Sult.

Goyle sacudió hacia atrás su cabeza medio calva y miró a Glokta con gesto despectivo.

—Lord Heugen sigue aferrándose a la vana ilusión de que puede ser nuestro próximo monarca, pese a ser incapaz de controlar más de doce escaños. Apenas si tuvo tiempo de escuchar nuestra oferta. Estaba demasiado ocupado buscando a quién engatusar para así poder arañar algún voto más. Puede que dentro de una o dos semanas entre en razón. Quizá entonces sea posible atraerlo a nuestro bando, aunque tengo mis dudas. Es más probable que se vaya con Isher. Según tengo entendido, esos dos siempre han estado bastante unidos.

—Pues que les vaya bien —bufó Sult—. ¿Qué hay de Ingelstad?

Glokta rebulló en su asiento.

—Le expuse vuestro ultimátum con toda contundencia, Eminencia.

—¿Entonces podemos contar con su voto?

¿Cómo se lo explico?

—No me atrevería a asegurarlo. El Juez Marovia le ha hecho prácticamente las mismas amenazas que nosotros por medio de Harlen Morrow, uno de sus hombres.

—¿Morrow? ¿No era ése uno de los lameculos de Hoff?

—Sí. Al parecer ha subido en la escala social. O ha bajado, según se mire.

—Podríamos ocuparnos de él —el rostro de Goyle había adquirido una expresión sumamente desagradable—. Sería muy fácil.

—¡No! —le espetó Sult—. ¡Cómo es posible, Goyle, que tan pronto como surge un problema con alguien lo único que se le ocurra sea liquidarlo! De momento tenemos que andarnos con cuidado, mostrarnos como unos hombres razonables y abiertos a la negociación —mientras se acercaba a grandes zancadas a la ventana, la radiante luz solar lanzaba destellos púrpura al atravesar la enorme piedra preciosa del anillo de su cargo—. Y a todo esto, la tarea efectiva de gobernar el país se ha dejado a un lado. No se recaudan los impuestos. No se castigan los delitos. ¡Ese cabrón al que llaman el Curtidor, ese demagogo, ese traidor, habla en público en las ferias de las aldeas, exhortando a la gente a la rebelión! A diario ya, los campesinos abandonan sus granjas y se dedican al bandolerismo, perpetrando todo tipo de desmanes y robos. El caos se extiende por todas partes y carecemos de los recursos necesarios para erradicarlo. En Adua sólo quedan dos regimientos de la Guardia Real, que apenas dan abasto para mantener el orden en la ciudad. ¿Y si resulta que uno de nuestro nobles se cansa de esperar y decide probar a hacerse con la corona antes de tiempo? ¡Les creo muy capaces de hacer algo así!

—¿Regresará pronto el ejército del Norte? —preguntó Goyle.

—Es poco probable. El zoquete del mariscal Burr lleva tres meses atrincherado frente a Dunbrec, lo cual ha conferido a Bethod tiempo de sobra para reagruparse al otro lado del Torrente Blanco. ¡A saber cuándo tendrá acabado por fin el trabajo, suponiendo que llegue a acabarlo alguna vez! Tres meses empleados en destruir nuestra propia fortaleza. Casi entran ganas de desear que no hubiéramos puesto tanto empeño al construirla.

—Veinticinco votos —dijo el Archilector contemplando con gesto ceñudo los papeles que crepitaban en las paredes—. ¿Nosotros veinticinco y Marovia dieciocho? ¡Apenas hacemos progresos! ¡Por cada voto que ganamos, hay otro que se nos escapa en alguna otra parte!

Goyle se inclinó hacia delante en su silla.

—Quizá, Eminencia, haya llegado el momento de hacer una visita a nuestro amigo de la Universidad…

El Archilector soltó un bufido iracundo y Goyle cerró la boca de golpe. Glokta echó un vistazo por uno de los ventanales, haciendo como si no hubiera oído nada fuera de lo normal. Los seis destartalados chapiteles de la Universidad dominaban la vista. ¿Se puede obtener ayuda en un lugar así? ¿Entre las ruinas y el polvo donde viven esos viejos imbéciles de los Adeptos?

Sult no le dio demasiado tiempo para meditar la cuestión.

—Yo mismo hablaré con Heugen —y clavó un dedo en uno de los papeles—. Goyle, escriba al gobernador Meed y trate de obtener su apoyo. Glokta, concierte una entrevista con Lord Wetterlant. Todavía no se ha pronunciado en uno u otro sentido. Y ahora, largo de aquí los dos —Sult dio la espalda a sus hojas llenas de secretos y miró fijamente a Glokta con sus acerados ojos azules—. ¡Largo de aquí y tráiganme… votos!