II

Había unos cuantos astutos para quienes una selva como la ciudad de Los Ángeles y Hollywood eran algo así como paradisíaca, rebosante de víctimas. Había ejecutivos cinematográficos atrapados en las redes de los chantajistas, homosexuales encerrados en los armarios de los actores cinematográficos, directores sadomasoquistas y productores pedófilos, todos ellos temerosos de que sus secretos salieran a la luz. Andrew Pollard era famoso por la delicadeza y discreción con que resolvía semejantes asuntos, era capaz de negociar los mínimos honorarios posibles y garantizar que no habría un segundo intento.

Al día siguiente de la entrega de los premios de la Academia Bobby Bantz llamó a Andrew Pollard a su despacho.

—Quiero toda la información que puedas conseguir sobre ese tal Boz Skannet —le dijo—. Quiero todos los antecedentes de Athena Aquitane. Para ser una gran estrella, sabemos MUY POCO sobre su vida. Quiero también que llegues a un acuerdo con Skannet, Necesitamos a Athena en la película durante un período de dos, tres meses, así que llega con él a un acuerdo para que se vaya lo más lejos posible. Ofrécele veinte mil dólares al mes. Pero en caso necesario puedes llegar hasta cien.

—¿Y después podrá hacer lo que quiera? —preguntó Andrew.

—Tienes que andarte con mucho cuidado, Andrew. El tipo tiene una familia muy poderosa. La industria cinematográfica no puede ser acusada de utilizar tácticas incorrectas, eso podría hundir la película y causar un daño irreparable a los estudios. Así que procura llegar a un trato. Además utilizaremos tu empresa para la seguridad personal de Athena.

—¿Y si el tipo no acepta el trato? —preguntó Pollard.

—En tal caso tendrás que protegerla día y noche —contestó Bantz—. Hasta que se termine la película.

—Podría utilizar ciertos métodos un poco expeditivos —dijo Pollard—. Siempre dentro de los límites de la legalidad, por supuesto. No estoy insinuando nada.

—Está demasiado bien relacionado —dijo Bantz—. Las autopoliciales desconfían de él. Ni siquiera Jim Losey, que es tan amigo de Skippy Deere, se atrevería a utilizar la fuerza. Aparte de las relaciones públicas, los estudios podrían ser denunciados y se les podrían exigir enormes sumas de dinero. Tampoco estoy diciendo que le trates como a una delicada florecilla, pero…

Andrew Pollard captó el mensaje. Un poquito de fuerza para pegarle un susto, pero después se le tendría que pagar lo que quisiera.

—Necesitaré contratos —dijo.

Bantz sacó un sobre del cajón de su escritorio.

—Deberá firmar tres copias, y dentro hay un cheque por valor de cincuenta mi dólares como anticipo. Los espacios de las cifras del contrato están en blanco, puedes rellenarlos cuando lleguéis a un acuerdo.

Mientras Pollard se retiraba, Bantz le dijo a su espalda:

—Tus hombres no fueron demasiado eficaces durante la ceremonia de entrega de premios de la Academia. Debían de estar durmiendo de pie.

Andrew Pollard no se ofendió. El comentario era muy típico de Bantz.

—Eran unos simples guardias de control de multitudes —contestó—. No te preocupes, colocaré a mis mejores hombres alrededor de la señorita Aquitane.

En cuestión de veinticuatro horas, los computadores de la Pacific Ocean Security ya habían averiguado todo lo que se podía saber sobre Boz Skannet. Tenía treinta y cuatro años, se había graduado en la Universidad de Tejas, donde había sido medio de ataque del Conference All Star, y más tarde había jugado una temporada en un equipo de fútbol profesional. Su padre era propietario de un banco de mediano tamaño en Houston, pero lo más importante era que su tío dirigía la maquinaria política del Partido Demócrata de Tejas, y era amigo personal del presidente. Todo ello aderezado con un montón de dinero.

Boz Skannet era en sí mismo una pieza de mucho cuidado. Como vicepresidente del banco de su padre, había estado a punto de ser procesado por un chanchullo relacionado con una concesión petrolífera. Había sido detenido seis veces por agresión. En una de ellas propinó tal paliza a dos oficiales de policía que éstos tuvieron que ser hospitalizados. No hubo juicio porque pagó una elevada suma en concepto de daños y perjuicios. Hubo también una denuncia por acoso sexual que se resolvió en los tribunales. Antes de todo eso se había casado a los veintiún años con Athena, y al año siguiente había tenido con ella una hija a la que bautizaron con el nombre de Bethany. A los veinte años, su mujer había desaparecido junto con su hija.

Todo ello permitió a Andrew Pollard hacerse una composición de lugar. Boz era un chico malo. Un chico que le había guardado rencor a su mujer durante diez años, que se había enfrentado con unos policías armados y había sido lo bastante duro como para mandarlos al hospital. Las posibilidades de intimidar a semejante individuo eran nulas. Le pagaría el dinero, le haría firmar el contrato y procuraría retirarse cuanto antes del asunto.

Pollard llamó a Jim Losey, que estaba trabajando en el caso Skannet por cuenta del Departamento de Policía de Los Ángeles. Pollard sentía por él un temor reverencial. Losey era el policía que él hubiera deseado ser. Ambos mantenían relaciones profesionales, y Losey recibía todas las Navidades un buen regalo de la Pacific Ocean Security. Ahora Pollard quería información confidencial, quería saber todo lo que Losey había averiguado sobre el caso.

—Jim —le dijo—, ¿me podrías enviar información sobre Boz Skannet? Necesito su dirección en Los Ángeles y me gustaría saber algo más acerca de él.

—Pues claro —contestó Jim—. Pero se han retirado las denuncias contra él. ¿Por qué estás tú metido en eso?

—Un trabajo de protección —contestó Pollard—. ¿Hasta qué punto es peligroso ese tipo?

—Está más loco que una cabra —contestó Jim Losey—. Dile a los de tu equipo de guardaespaldas que empiecen a disparar si se acerca.

—Tú me detendrías —dijo Pollard riéndose—. Eso es contrario a la ley.

—Pues sí —dijo Losey—, no tendría más remedio que hacerlo; menuda faena.

Boz Skannet se alojaba en un modesto hotel de la Ocean Avenue de Santa Mónica, lo cual preocupaba mucho a Andrew Pollard pues el hotel estaba a sólo quince minutos en coche de la casa de Athena, en la Colonia Malibú. Pollard dispuso que un equipo de cuatro hombres vigilara la casa de la actriz y colocó dos hombres en el hotel de Skannet. Después concertó una cita con Skannet para aquella tarde.

Acudió al hotel en compañía de tres de los hombres más altos y fornidos de la casa. Con un tipo como Skannet nunca se sabía lo que podía ocurrir.

Skannet les franqueó la entrada a su suite y los recibió con una cordial sonrisa en los labios, pero no les ofreció ningún refresco. Curiosamente, vestía chaqueta con camisa y corbata, tal vez para demostrar que seguía siendo un banquero. Pollard se presentó y presentó a sus tres guardaespaldas, y éstos le mostraron sus carnets de la Ocean Pacific security.

—Son muy fuertes; desde luego —les dijo Skannet sonriendo—. Pero apuesto cien dólares a que en una pelea imparcial haría picadillo a cualquiera de ustedes.

Los tres guardaespaldas, que estaban muy bien entrenados, esbozaron unas leves sonrisas de aceptación, pero Pollard se ofendió deliberadamente. Una indignación calculada.

—Hemos venido aquí para hablar de negocios, señor Skannet —le dijo—, no para aguantar amenazas.

—Los Estudios LoddStone están dispuestos a pagarle ahora mismo cincuenta mil dólares y veinte mil al mes durante ocho meses. Lo único que tendrá usted que hacer es abandonar Los Ángeles.

Pollard sacó los contratos de su cartera de documentos junto con un gran cheque de color blanco y verde.

Skannet los estudió.

—Un contrato muy sencillo —dijo—. Ni siquiera necesito un abogado. Pero el dinero también es muy sencillo. Yo estaba pensando más bien en cien mil para empezar y cincuenta mil al mes.

—Demasiado —dijo Pollard—. Tenemos una orden judicial de restricción contra usted. Si se acerca a una manzana de distancia de la casa de Athena, irá a la cárcel. Tenemos montado un servicio de seguridad las veinticuatro horas del día. Y tengo unos servicios de vigilancia que seguirán todos sus movimientos. Comprenda pues que este dinero que le ofrezco es un regalo para usted.

—Hubiera tenido que venir antes a California —dijo Skannet—. Las calles están alfombradas de oro. ¿Por qué me ofrecen dinero?

—Los estudios quieren tranquilizar a la señorita Aquitante —contestó Pollard.

—Ya veo que es una gran estrella —dijo Boz Skannet en tono pensativo.

—Bueno, siempre fue un poco especial. Y pensar que solía follarla cinco veces al día… —Miró con una sonrisa a los tres guardaespaldas—. Y además era inteligente.

Pollard lo estudió con curiosidad. Era tan apuesto como el rudo modelo de los anuncios de los cigarrillos Marlboro, pero su piel estaba enrojecida por el sol y las borracheras, y su cuerpo tenía una configuración un poco más pesada. Hablaba con aquel encantador deje sureño tan peligroso y atractivo a la vez. Muchas mujeres se enamoraban de hombres como él. En Nueva York había unos cuantos policías con la misma pinta, y siempre acababan comportándose como sinvergüenzas. Les encomendabas unos casos de asesinato, y al cabo de una semana ya estaban consolando las viudas. Bien mirado, Jim Losey era un policía como ellos. Pero Pollard jamás había tenido tanta suerte.

—Vamos a hablar de negocios —dijo Pollard.

Quería que Skannet firmara el contrato y aceptara el cheque en presencia de testigos. Más tarde, en caso necesario, cabía la posibilidad de que los estudios consiguieran presentar una denuncia por extorsión.

Boz Skannet se sentó junto a la mesa.

—¿Tiene una pluma? —preguntó.

Pollard sacó una pluma de su cartera de documentos y anotó una suma de veinte mil dólares al mes. Al verlo, Skannet comentó alegremente:

—O sea que hubiera podido conseguir más. Después firmó los tres documentos. ¿Cuándo tengo que marcharme de Los Ángeles?

—Esta misma noche —contestó Pollard. Lo acompañaré al aeropuerto.

—No, gracias —dijo Skannet—. Creo que me iré en coche a Las Vegas y me jugaré el dinero de este cheque.

—Lo estaré vigilando —añadió Pollard, pensando que había llegado el momento de ejercer un poco de fuerza—. Se lo advierto; como se atreva a volver a Los Ángeles, lo mando a detener por extorsión.

La sonrosada cara de Skannet se iluminó con una radiante sonrisa de regocijo.

—Me encantará —dijo—. Seré tan famoso como Athena.

Aquella noche; el equipo de vigilancia comunicó que Boz Skannet se había marchado, pero sólo para trasladarse al Beverly Hills Hotel, y que había depositado el cheque de cincuenta mil dólares en una cuenta que tenía en el Bank of America. Todo ello le hizo comprender unas cuantas cosas a Pollard que Skannet tenía influencia porque se había ido al Beverly Hills Hotel, y que le importaba una mierda el trato que había concertado. Pollard le comunicó lo ocurrido a Bobby Bantz y pidió instrucciones. Bantz le dijo que mantuviera la boca cerrada. Le habían mostrado el contrato a Athena para tranquilizarla y convencerla de que regresara al trabajo. Lo que no le dijo a Pollard fue que ella se le había reído en la cara.

—Puedes bloquear el cheque —dijo Pollard.

—No —replicó Bantz—, es mejor que lo cobre y denunciarle por estafa, extorsión o lo que sea. No quiero que Athena sepa que aún está en la ciudad.

—Reforzaré las medidas de vigilancia a su alrededor —dijo Pollard—, pero si el tipo está loco y realmente quiere hacerle daño, no servirá de nada.

—Es un farsante —dijo Bantz—. No hizo nada la primera vez, ¿por qué iba a hacer algo ahora?

—Yo te diré por qué —contestó Pollard—. Hemos entrado en su habitación. ¿Y sabes lo que hemos descubierto? Un frasco de auténtico ácido.

—¡Mierda! —exclamó Bantz—. ¿Y no podrías informar a la policía, a Jim Losey?

—La tenencia de ácido no es un delito —contestó Pollard—. El allanamiento sí lo es. Skannet me puede meter en la cárcel.

—Tú nunca me has dicho nada —dijo Bantz—. Jamás mantuvimos esta conversación. Y olvídate de lo que sabes.

—Por supuesto, señor Bantz —dijo Pollard—. Ni siquiera te pasaré factura por la información.

—Muchas gracias —replicó Bantz en tono sarcástico—. Sigue en contacto.

Skippy Deere, en su calidad de productor de la película, informó a Claudia de la situación y le dio las debidas instrucciones.

—Tienes que besarle el culo a Athena —dijo Skippy Deere—. Tienes que llorar y arrastrarte por el suelo, te tiene que dar un ataque de nervios. Tienes que recordarle todo lo que has hecho por ella como íntima y auténtica amiga suya que eres y como profesional. Tienes que conseguir que Athena vuelva a la película.

—¿Y por qué yo? —preguntó fríamente—. Tú eres el productor, Dita es la directora, Bantz es el presidente de LoddStone. Será mejor que el culo se lo beséis vosotros. Tenéis más práctica que yo.

—Porque fue un proyecto tuyo desde el principio —contestó Skippy Deere—. Tú escribiste expresamente el guión original y te pusiste en contacto conmigo y con Athena. Si fracasa el proyecto, tu nombre quedará permanentemente asociado con el fracaso.

Cuando Deere se fue y ella se quedó sola en su despacho, Claudia comprendió que el productor tenía razón. Desesperada, pensó en su hermano Cross, el único que podía ayudarla a resolver el problema de Boz. Aborrecía la idea de abusar de su amistad con Athena y temía que ésta la rechazara, pero Cross jamás lo haría. Nunca lo había hecho.

Llamó al hotel Xanadu de Las Vegas, pero le dijeron que Cross se había ido unos días a Quogue. La información trajo de nuevo a su memoria todos los recuerdos de su infancia que siempre trataba de olvidar. Jamás llamaría a su hermano a Quogue. Jamás volvería a tener ningún contacto voluntario con los Clericuzio. No quería volver a recordar su infancia, no quería pensar ni en su padre ni en ninguno de los Clericuzio.