Fue una suerte que Steve Stallings no muriera antes de la toma del primer plano de la escena final de Mesalina. De lo contrario, la repetición hubiera podido costar varios millones de dólares.

El último plano que se rodó fue el de una escena de batalla que en realidad tenía lugar en la parte central de la película. Se había erigido una ciudad en medio del desierto; a unos ochenta kilómetros de Las Vegas, para representar la base del ejército persa que debería destruir el emperador Claudio (Steve Stallings), acompañado de su esposa Mesalina (Athena).

Al término de la jornada, Steve Stallings se retiró a su suite del hotel. Tenía su cocaína, sus botellas y dos mujeres para pasar la noche, y pensaba mandarlos a todos a la mierda porque estaba harto de ellos. Su papel estelar en la película se había reducido a un papel secundario y se daba cuenta de que estaba resbalando hacia una carrera de segunda categoría; cosa inevitable en los actores de su edad. Además Athena se había mantenido muy distante a lo largo de todo el rodaje, y él esperaba algo más. Y por si fuera poco aunque en el fondo su actitud le pareciera un poco infantil, en la fiesta de despedida y durante el pase del montaje provisional de la película no le dispensarían un trato de estrella y ni siquiera le habían asignado una de las famosas villas del Xanadu.

Después de los muchos años que llevaba trabajando en la industria cinematográfica, Steve Stallings ya sabía cómo funcionaba la estructura del poder. Cuando era un actor cotizado podía atropellar a todo el mundo. Teóricamente, el presidente de los estudios era el jefe y el que daba luz verde a una película. Un poderoso productor que tuviera una propiedad y la presentara a los estudios también era el jefe porque reunía todos los elementos por ejemplo los actores, el director y el guión, supervisaba el desarrollo del guión y buscaba financiación independiente de unos inversores, que recibían el nombre de productores asociados pero que no ejercían ningún poder. Durante aquella fase, el productor era el jefe. En cuanto se iniciaba el rodaje de la película, el jefe era el director, siempre y cuando fuera un director de serie A o, mejor aún, un director cotizado, es decir, uno de los que garantizaban público de las primeras semanas del estreno y atraían la presencia de las estrellas cotizadas en el reparto.

El director asumía toda la responsabilidad de la película. Todo tenía que pasar por sus manos: el vestuario, la música, los decorados, la forma en que los actores interpretaban sus papeles. Además, la Asociación de Directores era el sindicato más poderoso de toda la industria cinematográfica. Ningún director conocido accedía a sustituir a otro director.

Sin embargo, a pesar de su poder, toda aquella gente tenía que doblegarse a la voluntad de la estrella cotizada. Un director con dos estrellas cotizadas en el reparto de su película era algo así como un hombre montado en dos caballos salvajes. Sus pelotas podía terminar esparcidas a los cuatro vientos.

Steve Stallings había sido una estrella cotizada, pero sabía que ya no lo era.

El rodaje de aquel día había sido muy duro, y Steve Stallin necesitaba relajarse. Se duchó, se comió un gran bistec, y cuando subieron las dos chicas, unas guapas actrices locales, les ofreció cocaína y champán. Por una vez se olvidó de la prudencia y pensó que al fin y al cabo su carrera había entrado en los años crepusculares y ya no estaba obligado a tomar precauciones. Decidió pegarle fuerte a la cocaína.

Las dos chicas llevaban unas camisetas con la leyenda BESO CULO DE STEVE STALLINGS, un homenaje a sus célebres nalgas mundialmente ensalzadas por sus admiradores de ambos sexo. Las chicas estaban comprensiblemente emocionadas, y sólo después de haber esnifado la cocaína se atrevieron a quitarse la camiseta y a acostarse con él. Steve empezó a animarse y volvió a esnifar; las chicas lo acariciaron mientras le quitaban la camisa y los calzoncillos. Los cosquilleos de las chicas lo serenaron y lo indujeron a soñar despierto.

Al día siguiente, durante la fiesta de despedida, vería reunidas todas sus conquistas. Había follado con Athena Aquitane, con Claudia, la guionista de la película, y mucho tiempo atrás inclusive con Dita Tommey, cuando ésta aún no estaba plenamente convencida de su verdadera orientación sexual. Había follado con la mujer de Bobby Bantz y también con la de Skippy Deere aunque ésta ya no contara porque había muerto. Siempre experimentaba una sensación de virtuosa satisfacción cuando en el transcurso de una cena miraba a su alrededor y pasaba revista a las mujeres que en aquellos momentos estaban apaciblemente sentadas con sus maridos y amantes. Las conocía íntimamente a todas.

De repente salió de sus ensoñaciones. Una de las chicas le estaba introduciendo un dedo en el trasero, y eso era algo que siempre le molestaba. Tenía hemorroides. Se levantó de la cama para esnifar un poco más de cocaína y tomar un buen trago de champán, pero el alcohol le alteró el estómago. Le dio un mareo y se desorientó. No sabía exactamente dónde estaba.

De repente experimentó un profundo cansancio se le aflojaron las piernas y se le cayó la copa de la mano. Estaba perplejo. Oyó de lejos los gritos de una de las chicas y se puso furioso. Lo único que sintió fue el estallido de una especie de relámpago en su cabeza.

Lo que ocurrió a continuación sólo pudo ser fruto de una combinación de estupidez y maldad. Una de las chicas se puso a gritar como una histérica al ver que Steve Stallings se desplomaba encima de ella sobre la cama, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Estaba tan inequívocamente muerto que tanto ella como su compañera se aterrorizaron y empezaron a gritar. Los gritos llamaron la atención del personal del hotel y de algunas personas que estaban jugando en el pequeño casino de abajo en el que sólo había máquinas tragaperras, una mesa para jugar a los dados y una gran mesa redonda para el póquer. Cuando oyeron los gritos subieron precipitadamente al piso de arriba.

Allí, delante de la puerta abierta de la habitación de hotel de Stallings, varias personas contemplaron su cuerpo desnudo, tendido sobre la cama. A los pocos minutos empezaron a llegar centenares de personas de toda la ciudad. Todo el mundo quería entrar en la habitación para tocar el cuerpo.

Al principio sólo fueron reverentes caricias al hombre que había conseguido enamorar a mujeres de todo el mundo. Después algunas mujeres lo besaron, otras le tocaron los testículos y el miembro, y una se sacó unas tijeras del bolso y cortó un buen mechón de su negro y lustroso cabello, dejando al descubierto la pelusa gris que había debajo.

La maldad corrió a cargo de Skippy Deere, que aunque había sido uno de los primeros en llegar no se dio prisa en avisar a la policía. Vio acercarse la primera oleada de mujeres al cuerpo de Steve Stallings. Desde el lugar donde se encontraba lo podía ver todo con absoluta claridad. La boca de Stallings estaba abierta como si la muerte lo hubiera sorprendido cantando, y su rostro mostraba una expresión de asombro. La primera mujer que se acercó a él, Deere lo pudo ver perfectamente, le cerró suavemente los ojos y la boca antes de dar un suave beso en la frente, pero la siguiente oleada la apartó a lado sin miramientos. Entonces Deere sintió crecer la maldad en interior. Tuvo la sensación de que los cuernos que le había puesto Stallings años atrás le provocaban un cosquilleo en la cabeza y dejó que prosiguiera la invasión. Stallings presumía a menudo de que ninguna mujer se le podía resistir, y en eso no se había equivocado. Incluso muerto, las mujeres acariciaban su cuerpo.

Sólo cuando desapareció un fragmento de una oreja de Steve Stalings y alguien lo volvió de lado para dejar al descubierto sus célebres posaderas tan mortalmente pálidas como todo el resto del cuerpo; decidió Deere llamar finalmente a la policía, asumir el mando de la situación y resolver todos los problemas. Para eso servían los productores. Ésa era su especialidad.

Skippy Deere dispuso todo lo necesario para que se efectuara inmediatamente la autopsia al cadáver y éste se enviara a Los Ángeles, donde tendría lugar el entierro tres días más tarde.

La autopsia reveló que Steve Stallings había muerto a causa un aneurisma cerebral que, al estallar, había derramado la sangre como un torrente por todo su cerebro.

Deere fue después en busca de las dos chicas que se encontraban con Stallings en el momento de su muerte y les prometió librarlas del juicio por consumo de cocaína y ofrecerles unos pequeños papeles en la nueva película que estaba produciendo. Les pagaría 1000 dólares semanales durante dos años, pero el contrato incluía una cláusula relativa a la bajeza moral en virtud de la cual el contrato quedaría automáticamente rescindido en caso de que las chicas revelaran a alguien las circunstancias de la muerte de Stallings.

Después llamó a Bobby Bantz a Los Ángeles y le explicó lo que había hecho. Llamó también a Dita Tommey para comunicarle la noticia y rogarle encarecidamente que cuidara de que todos los que habían participado en el rodaje de Mesalina, tanto los de arriba como los de abajo; asistieran a la proyección de la copia no corregida en Las Vegas y a la fiesta de despedida. Finalmente, más trastornado de lo que hubiera estado dispuesto a reconocer, se tomó dos píldoras para dormir y se fue a la cama.

* * *

La muerte de Steve Stallings no afectó a la proyección del montaje provisional de la película ni a la fiesta de despedida en Las Vegas. Gracias a la habilidad de Skippy Deere y a la estructura emocional del mundillo cinematográfico. Cierto que Steve Stallings era una estrella, pero había dejado de ser un actor cotizado. Cierto que había hecho materialmente el amor con muchas mujeres y que se lo había hecho mentalmente a muchos millones, pero su amor sólo había sido un placer recíproco. Incluso las mujeres que habían intervenido en la película: Athena, Claudia, Dita Tommey y la otras tres estrellas del reparto, se afligieron mucho menos de lo que hubieran podido esperar los románticos. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que Steve Stallings hubiera deseado que siguiera el espectáculo y que nada lo hubiera entristecido tanto como para que se suspendiera la fiesta de despedida y el pase de la película a causa de su muerte.

En la industria cinematográfica cuando terminaba una película, uno se despedía de casi todos sus amantes con la misma cortesía con que en otros tiempos se hubiera despedido de su pareja en un baile.

Skippy Deere aseguraba que la idea de celebrar la fiesta de despedida en el hotel Xanadu y de efectuar el pase del montaje provisional de la película se le había ocurrido a él. Sabía que Athena abandonaría el país en cuestión de días, y quería asegurarse de que la actriz no tuviera que repetir ninguna escena.

Pero en realidad había sido Cross el que había propuesto la idea de la fiesta de despedida y el pase de la película en el hotel Xanadu. Lo había pedido como un favor especial.

Será una publicidad extraordinaria para el Xanadu le había dicho a Deere. A cambio invito a todos los que hayan intervenido en la película y a todas las personas a las que tu quieras invitar. Y esa noche… habitación, comida y bebida gratis. Tú y Bantz podréis alojaros en una villa, y pondré otra a disposición de Athena. Además me encargaré de que el servicio de seguridad no permita asistir al montaje provisional de la película a nadie que tú no quieras, por ejemplo los representantes de los medios de difusión. Llevas años pidiéndome una villa.

—¿Y todo eso sólo por la publicidad? —preguntó Deere. Cross lo miró sonriendo.

—Habrá centenares de personas con montones de dinero para jugar, y el casino se quedará con buena parte de él.

—Bantz no juega —dijo Deere—. Yo sí, y te quedarás con mi dinero.

—Te concederé un crédito de cincuenta mil dólares —dijo Cross—, y si pierdes no te exigiremos el pago de la deuda.

El argumento convenció a Deere.

—De acuerdo —dijo—, pero la idea tiene que ser mía; de lo contrario no se la podré vender a los estudios.

—Naturalmente —dijo Cross—. Pero oye una cosa, Skippy, tú y yo hemos hecho muchas cosas juntos y yo siempre he salido perdiendo. Esta vez es distinto. Esta vez tienes que cumplir. Esta vez no me puedes decepcionar —añadió, mirando con una sonrisa a Deere.

Por una de las pocas veces en su vida, Deere sintió una punzada de temor y no comprendió exactamente por qué. Cross no le había hecho una amenaza. Se le veía de muy buen humor y sus palabras habían sido la simple constatación de unos hechos.

—No te preocupes —dijo Skippy Deere—. El rodaje termina dentro de tres semanas. Haz los planes para entonces.

Cross tenía que conseguir que Athena asistiera a la fiesta de despedida y a la proyección de la película.

—Me resulta necesario para el hotel y será una ocasión para volver a verte —le dijo.

Athena accedió a su petición. Ahora Cross tenía que conseguir que Dante y Losey asistieran también a la fiesta, de modo que invitó a Dante a trasladarse a Las Vegas para hablarle de la LoddStone y de los proyectos de Losey sobre una película basada en sus aventuras en el Departamento de Policía. Todo el mundo sabía que Dante y Losey eran muy buenos amigos.

—Quiero que le hables a Losey de mí —le dijo a Dante—. Quiero ser coproductor de su película y estoy dispuesto a aportar un cincuenta por ciento del presupuesto.

A Dante le hizo gracia.

—¿De veras quieres introducirte en el negocio del cine? —le preguntó. ¿Por qué?

—Por la pasta —contestó Cross—. Y por las tías. —Dante soltó una carcajada.

—Ya tienes mucha pasta y te sobran las tías —dijo.

—Pero yo quiero clase. Mucha pasta y tías con clase.

—¿Y por qué no me invitas a esta fiesta? —preguntó Dante—. ¿Por qué nunca me has ofrecido una villa?

—Háblale bien de mí a Losey —dijo Cross—, y conseguirás las dos cosas. Y tráete a Losey. Si te interesa una chica, te puedo concertar un encuentro con Tiffany. Ya la has visto en el espectáculo.

Para Dante, Tiffany era la máxima encarnación del placer en estado puro, con su exuberante busto, su terso y ovalado rostro de boca grande y labios carnosos, su impresionante estatura y sus largas y bien torneadas piernas. Por primera vez, Dante se mostró entusiasmado.

—¿En serio? —dijo—. Es el doble de alta que yo. ¿Te imaginas? Trato hecho.

Se le veía demasiado el plumero, pensó Cross, confiando en que la prohibición de los actos de violencia en Las Vegas por parte de todas las familias fuera suficiente para tranquilizar a Dante. Después Cross añadió con indiferencia:

—Athena también asistirá a la fiesta. Ella es el principal motivo de que yo quiera seguir en la industria del cine.

Bobby Bantz, Melo Stuart y Claudia volaron a Las Vegas en el jet de los estudios. Athena y los demás actores del reparto se desplazaron desde el lugar del rodaje en sus caravanas personales, al igual que Dita Tommey.

El senador Wavven representaría al estado de Nevada juntamente con el gobernador de Nevada, elegido por el precario Wavven para aquel acontecimiento. Dante y Losey ocuparían dos apartamentos en una de las villas. Lia Vazzi y sus hombres se instalarían en los cuatro apartamentos restantes. El senador Wavven, el gobernador y sus acompañantes ocuparían otra villa. Cross les había organizado una cena privada con varias coristas especialmente seleccionadas. Confiaba que su presencia contribuyera a eliminar la presión de las investigaciones policiales que sin duda se llevarían a cabo, y que la influencia política de ambos suavizara las actuaciones legales y la publicidad del caso.

Cross estaba quebrantando todas las reglas. Athena ocupaba una villa, pero Claudia, Dita Tommey y Molly Flanders también tenían apartamentos en aquella villa. Los dos apartamentos restantes estaban ocupados por un equipo de cuatro hombres de Lia Vazzi encargados de proteger a Athena.

Una cuarta villa fue asignada a Bantz, Skippy Deere y sus acompañantes, y las tres villas restantes serían ocupadas por veinte hombres de Lia que sustituirían a los habituales guardias de seguridad. Sin embargo, ninguno de los equipos de Vazzi participaría directamente en la acción y ningún hombre estaba al corriente del verdadero objetivo de Cross. Los únicos verdugos serían Lia y Cross.

Cross decidió cerrar durante dos días el casino Perla de las villas. La mayoría de los personajes de Hollywood, por muy famosos que fueran, no podía permitirse el lujo de hacer las elevadas apuestas que se hacían en aquel lugar. Los acaudalados clientes que ya habían hecho reservas fueron informados de que las villas estaban en obras y no podían acogerlos.

Según el plan que habían elaborado Cross y Vazzi, Cross mataría a Dante, y Lia mataría a Losey. En caso de que el Don los considerara culpables y descubriera que Lia había eliminado efectivamente a Dante, cabía la posibilidad de que exterminara a toda la familia de Lia. En cambio, si descubría que quien había eliminado a Dante había sido Cross, no extendería su venganza a Claudia pues a fin de cuentas por sus venas corría la sangre de los Clericuzio.

Además Lia quería vengarse personalmente de Losey pues odiaba a todos los representantes del Gobierno y le apetecía aderezar aquella peligrosa operación con un poco de placer personal.

El verdadero problema era cómo aislar a los dos hombres y hacer desaparecer los cadáveres. Todas las familias de Estados Unidos se habían atenido siempre a la norma de no llevar a cabo ninguna ejecución en Las Vegas para preservar con ello la pública aceptación del juego, y el Don siempre había insistido en que dicha norma se cumpliera a rajatabla.

Cross confiaba en que Dante y Losey no sospecharan que se les preparaba una trampa. Ignoraban que Lia había descubierto el cuerpo de Sharkey y que por tanto conocía sus intenciones. El otro problema era prepararse para el golpe que Dante pensaba descargar contra Cross. Lia colocó un espía en el campamento de Dante.

Molly Flanders tomó un vuelo a primera hora del día de la fiesta. Tenía unos asuntos que resolver con Cross. Iba acompañada de un juez del Tribunal Supremo de California y de un obispo de la diócesis católica de Los Ángeles. Ambos actuarían como testigos cuando Cross firmara el testamento que ella le había preparado y que llevaba consigo. Cross sabía que sus posibilidades de salvar la vida eran muy escasas y había reflexionado con mucho cuidado sobre el destino del cincuenta por ciento de la propiedad del hotel Xanadu. Su participación estaba valorada en quinientos millones de dólares, que no era precisamente un grano de anís.

En el testamento, Cross dejaba una cómoda pensión vitalicia para la mujer y los hijos de Lia. El resto se repartía a partes iguales entre Claudia y Athena, pero Athena tendría la suya en usufructo, y la parte pasaría a su hija Bethany cuando su madre muriera. De pronto Cross se dio cuenta de que no había nadie más en el mundo a quien apreciara lo bastante como para dejarle dinero.

Cuando Molly, el obispo y el juez Llegaron a su suite de la última planta del hotel, el juez le felicitó por su madurez al otorgar testamento a una edad tan temprana. El obispo estudió en silencio el lujo de la suite como si calibrara el salario del pecado.

Ambos eran buenos amigos de Molly, la cual había trabajado gratuitamente para ellos con fines benéficos, y a petición especial de Cross había solicitado su colaboración. Cross quería unos testigos que no se dejaran corromper ni intimidar por los Clericuzio.

Cross les ofreció unas copas y después se procedió a la firma de los documentos; a continuación, los dos hombres se retiraron. Aunque habían sido invitados, no querían manchar su reputación asistiendo a una fiesta cinematográfica de despedida en el infierno del juego de Las Vegas. Al fin y al cabo, ellos no eran unos representantes elegidos del Estado.

Cross y Molly se quedaron solos en la suite. Molly entregó a Cross el original del testamento.

—Tú te quedas una copia, ¿verdad? —le preguntó Cross.

—Pues claro —contestó Molly—. Permíteme que te diga que tus instrucciones me dejaron sorprendida. No tenía ni idea de que tú y Athena estuvierais tan unidos; y además ella ya es muy rica.

—Puede que alguna vez necesite más dinero del que tiene —dijo Cross.

—¿Te refieres a su hija? —preguntó Molly—. Sé que tiene una niña, soy la abogada personal de Athena. Tienes razón, puede que Bethany necesite algún día el dinero. Te tenía en otro concepto.

—¿De veras? —dijo Cross—. ¿En cuál?

—Pensaba que habías eliminado a Boz Skannet —contestó Molly en voz baja—. Pensaba que eras un despiadado tipo de la Mafia. Recuerdo el comentario que hiciste sobre aquel pobre chico al que yo libré de la condena por asesinato y que después al parecer fue asesinado en un ajuste de cuentas entre traficantes de droga.

—Y ahora comprendes que estabas equivocada —dijo Cross, mirándola con una sonrisa.

Molly lo miró fríamente.

—Y me llevé una sorpresa cuando permitiste que Bobby Bantz te estafara tu parte de los beneficios de Mesalina.

—Eso fue simple dinero de bolsillo —dijo Cross. Pensó en el Don y en David Redfellow.

—Athena se va a Francia pasado mañana —dijo Molly—, y permanecerá algún tiempo allí. ¿Vas a acompañarla?

—No —contestó Cross—. Tengo demasiadas cosas que hacer aquí.

—Pues muy bien —dijo Molly—. Nos veremos en la proyección de la película y en la fiesta de despedida. A lo mejor el pase de la película te dará cierta idea de la fortuna que Bantz te ha estafado.

—No importa —dijo Cross.

—¿Sabes una cosa? Dita ha colocado una tarjeta al comienzo de la copia de la película. Dedicada a Steve Stallings. Bantz se pondrá furioso.

—¿Por qué?

—Porque Steve folló con todas las mujeres con quienes Bantz no pudo hacerlo —contestó Molly—. Los hombres son una mierda —añadió antes de retirarse.

Cross salió a la terraza y se sentó. La calle de abajo estaba abarrotada de gente y el público iba entrando poco a poco en los distintos casinos que flanqueaban el Strip. Las marquesinas de neón exhibían los nombres Caesars, Sands, Mirage, Aladdin, Desert Inn, Stardust… Todo parecía un multicolor arco iris sin fin hasta que uno levantaba la vista hacia el desierto y las montañas del otro lado. El ardiente sol vespertino no podía amortiguar su resplandor.

La gente de Mesalina no empezaría a llegar hasta las tres de la tarde. Entonces él vería a Athena por última vez, en caso de que las cosas fallaran. Cogió el teléfono de la terraza, marcó el número de la villa donde se hospedaba Lia Vazzi y le pidió que subiera a su suite del último piso para revisar una vez más los planes.

El rodaje de Mesalina terminó a mediodía. Dita Tommey había querido que la última toma mostrara la terrible matanza del campo de batalla romano iluminado por los rayos del sol naciente mientras Athena y Steve Stallings contemplaban la escena. Utilizó a un doble para sustituir a Steve y le cubrió el rostro con una sombra para disimular sus facciones. Ya eran casi las tres de la tarde cuando la furgoneta de las cámaras, las enormes caravanas que se utilizaban como viviendas durante el rodaje, las cocinas móviles de la empresa de catering, los remolques del vestuario y los vehículos que transportaban las armas de la época anterior a Jesucristo llegaron a Las Vegas y se unieron a otros muchos vehículos pues Cross había querido hacerlo todo al estilo del viejo Las Vegas.

Había decidido invitar a todos los que habían participado en el rodaje de Mesalina, tanto a los más modestos como a los más importantes, con habitación, comida y bebida gratis. La LoddStone le había enviado una lista de más de trescientas personas. Era un ofrecimiento muy generoso que sin duda sería unánimemente apreciado, aunque aquellas trescientas personas dejarían una considerable parte de sus salarios en las arcas del casino. Era algo que Cross había aprendido de Gronevelt. Cuando la gente se encuentra a gusto y quiere celebrar algo, lo hace jugando.

El montaje provisional de Mesalina se pasaría a las diez de la noche; aunque sin música ni efectos especiales. La fiesta de despedida empezaría cuando terminara la proyección. El inmenso salón de baile del Xanadu donde se había celebrado la fiesta en honor de Big Tim se había dividido en dos mitades, una para la proyección de la película y otra más grande para el bufé y la orquesta.

A las cuatro de la tarde todo el mundo estaría en el hotel y en las villas. Nadie se perdería nada; todo gratis en la confluencia de dos mundos esplendorosos, Hollywood y Las Vegas.

La prensa estaba indignada por las estrictas medidas de seguridad que se habían adoptado. El acceso a las villas y al salón de baile estaba prohibido. Ni siquiera se podría fotografiar a los protagonistas de aquel sugestivo acontecimiento. No se podrían captar imágenes ni de los actores de la película ni del director, el senador, el gobernador, el productor ni el presidente de los estudios. Ningún reportero podría asistir siquiera a la proyección del montaje provisional de la película. Todos ellos merodeaban por los alrededores del casino, ofreciendo elevadas sumas de dinero a los participantes más modestos a cambio de unos documentos de identidad que les permitieran entrar en el salón de baile. Algunos tuvieron éxito. Cuatro dobles sin escrúpulos y dos empleadas de la empresa de catering vendieron a los reporteros sus documentos de identidad a mil dólares cada uno.

Dante Clericuzio y Jim Losey estaban disfrutando del lujo de su villa. Losey sacudió la cabeza, asombrado.

—Un ladrón podría vivir un año sólo con el oro que hay en el cuarto de baño —dijo en voz alta.

—No, no podría —replicó Dante—. Moriría antes de seis meses.

Estaban sentados en el salón del apartamento de Dante. No habían llamado al servicio de habitaciones porque el enorme frigorífico de la cocina estaba lleno de bandejas de bocadillos y de canapés de caviar, botellas de cerveza de importación y vinos de las mejores cosechas.

—O sea que ya lo tenemos todo listo —dijo Losey.

—Sí —dijo Dante—, y cuando hayamos terminado le pediré el hotel a mi abuelo. Entonces ya tendremos la vida resuelta.

—Lo importante es conseguir que venga solo aquí —dijo Losey.

—De eso me encargo yo, no te preocupes —dijo Dante—. Y en el peor de los casos, nos lo llevaremos en el coche al desierto.

—¿Y qué harás para atraerlo a esta villa? —preguntó Losey—. Eso es lo más importante.

—Le diré que Giorgio ha volado aquí en secreto y quiere verle —contestó Dante—. Entonces haré el trabajo, y tú lo limpiarás todo cuando yo termine. Ya sabes lo que busca la policía en el escenario de un crimen.

—Lo mejor será dejarlo en el desierto —añadió en tono pensativo—. Lo más seguro es que nunca lo encuentren. —Hizo una breve pausa—. Tú ya sabes que Cross esquivó a Giorgio la noche en que murió Pippi. No creo que ahora se atreva a hacerlo de nuevo.

—Pero ¿y si lo hace? —preguntó Losey.

—Yo me quedaré aquí tocándome los cojones toda la noche.

—Athena está en la villa de al lado —dijo Dante—. Llama a la puerta y a lo mejor tienes suerte.

—Demasiado peligroso —dijo Losey.

—Nos la podríamos llevar al desierto con Cross —dijo Dante sonriendo.

—Tú estás loco —le replicó Losey, dándose repentinamente cuenta de que lo estaba de verdad.

—¿Por qué no? —dijo Dante—. ¿Por qué no divertirnos un poco? El desierto es lo bastante grande como para enterrar un par de cadáveres.

Losey pensó en el cuerpo de Athena, en su bello rostro, su voz y su majestuosa figura. Qué bien se lo pasarían él y Dante. Puesto que ya era un asesino, qué más daba que fuera un violador. Marlowe, Pippi de Lena y su viejo compañero Phil Sharkey. Era un asesino por partida triple, pero su timidez le hubiera impedido cometer una violación. Se estaba convirtiendo en uno de aquellos chiflados a los que tantas veces había detenido a lo largo de su vida, y todo por una mujer que vendía su cuerpo a todo el mundo. Menudo elemento estaba hecho aquel pelmazo que tenía delante, siempre con aquel gorro tan raro en la cabeza.

—Probaré suerte —dijo Losey—. La invitaré a tomar una copa. Si viene, ella se lo habrá buscado —dijo.

A Dante le hizo gracia el razonamiento de Losey.

—Todo el mundo se lo busca —dijo—. Nosotros también nos lo buscamos.

Repasaron todos los detalles, y después Losey regresó a su apartamento. Dante se preparó un baño, pues le apetecía utilizar los costosos perfumes de la villa. Mientras disfrutaba de la tibia y perfumada agua de la bañera, con el negro y áspero cabello típico de los Clericuzio convertido en un espumoso moño blanco en lo alto de su cabeza, se preguntó cuál sería su destino. En cuanto él y Losey abandonaran el cuerpo de Cross en el desierto, a muchos kilómetros de Las Vegas, empezaría la parte más difícil de la operación. Tendría que convencer a su abuelo de su inocencia. Si las cosas se ponían feas confesaría también la muerte de Pippi, y su abuelo lo perdonaría. El Don siempre le había tenido un cariño especial.

Además ahora él era el Martillo de la familia. Pediría ser nombrado bruglione del Oeste y Jefe supremo del hotel Xanadu. Giorgio se opondría, pero Vincent y Petie se mantendrían neutrales. Se conformarían con vivir de sus negocios legales. El viejo no viviría eternamente, y Giorgio era un burócrata. Algún día el guerrero se convertiría en emperador, pero él no entraría en la sociedad legal. Él encabezaría el regreso de la familia a la gloria de antaño. Jamás abandonaría el poder sobre la vida y la muerte.

Salió del baño y utilizó la ducha para eliminar la espuma que le cubría el cabello. Se perfumó el cuerpo con varias colonias de los elegantes frascos que llenaban los estantes y se esculpió el cabello y con el contenido de distintos tubos de aromáticos geles tras haber leído cuidadosamente las instrucciones. Después abrió la maleta donde guardaba sus gorros renacentistas y eligió uno en forma de flan, con incrustaciones de piedras preciosas y bordados hechos con hilos de color dorado y violeta. Allí, en la maleta, el gorro parecía un poco ridículo, pero cuando se lo puso vio que le confería el majestuoso aspecto de un príncipe, sobre todo por la hilera de piedras verdes de la parte anterior. Así se presentaría aquella noche ante Athena o ante Tiffany en caso de que le fallaran los planes, pero ambas podrían esperar en caso necesario.

Cuando terminó de vestirse, Dante pensó en cómo sería su vida futura. Viviría en una de aquellas villas tan lujosas como palacios. Dispondría de un surtido inagotable de bellas mujeres, un harén que ni siquiera tendría que costear pues las chicas serían las mismas que cantaban y bailaban en el espectáculo del hotel Xanadu. Podría comer en seis restaurantes distintos, con seis cocinas internacionales diferentes. Podría ordenar la muerte de un enemigo y recompensar a un amigo. Sería lo más parecido a un emperador romano que permitían los tiempos modernos. El único que se interponía en su camino era Cross.

Al regresar a su apartamento, Jim Losey examinó el rumbo que había tomado su vida. Durante la primera parte de su carrera había sido un policía extraordinario, un auténtico caballero defensor de la sociedad. Aborrecía con toda su alma a los delincuentes y especialmente a los negros. Pero poco a poco había cambiado. Le dolían las críticas y las protestas de los medios de difusión por la brutalidad de la policía. La misma sociedad a la que él defendía de la escoria lo atacaba sin compasión, y sus superiores, con sus uniformes cuajados de galones dorados, se ponían del lado de los políticos que mentían a los ciudadanos y soltaban chorradas sobre la necesidad de no odiar a los negros; y ¿qué tenía eso de malo? Eran los que más delitos cometían. ¿Acaso él no era un americano libre que podía odiar a quien le diera la gana? Eran unas cucarachas que devorarían toda la civilización. No querían trabajar ni estudiar. Para ellos, quemarse las pestañas estudiando por la noche era una estupidez pues sólo disfrutaban lanzando pelotas de baloncesto bajo la luz de la luna. Atracaban a los ciudadanos desarmados, convertían a sus mujeres en putas y mostraban un intolerable desprecio por la ley y sus representantes. Su misión era proteger a los ricos de la maldad de los pobres, y su mayor deseo era hacerse rico. Quería trajes, coches, comida, bebida y, por encima de todo, la clase de mujeres que los ricos podían permitirse el lujo de tener. Y todas aquellas cosas eran típicamente norteamericanas.

Todo empezó con los sobornos para proteger el juego. Después pasó a las acusaciones falsas para obligar a los traficantes de droga a pagar a cambio de su protección. Cierto que siempre había estado orgulloso de su condición de héroe de la policía y de las alabanzas que había recibido por su valor; pero todo aquello no tenía ninguna recompensa monetaria. Tenía que seguir comprando ropa barata y vigilar mucho los gastos para poder llegar a fin de mes. Él defendía a los ricos contra los pobres pero no recibía la menor recompensa por ello, y de hecho era un pobre. La gota final que colmó el vaso de su paciencia fue el hecho de que los ciudadanos lo tuvieran en menor estima que a los delincuentes. Algunos de sus compañeros policías habían sido juzgados y enviados a la cárcel por haberse limitado a cumplir con su deber, e incluso habían sido expulsados del cuerpo. Los violadores, los ladrones de viviendas, los atracadores asesinos y los ladrones a mano armada tenían más derechos en pleno día que los policías.

A lo largo de los años había tratado de justificar sus puntos de vista. La prensa y la televisión injuriaban a los servidores de la ley La maldita ley Miranda, el maldito Sindicato Americano de las Libertades Civiles… Ya veríamos si aquellos malditos abogados hubieran sido capaces de patrullar seis meses por las calles. Seguro que no habrían tardado mucho tiempo en declararse partidarios de los linchamientos.

Al fin y al cabo él utilizaba las triquiñuelas, las palizas y la amenazas para obligar a los delincuentes a confesar sus delitos y apartarlos de la sociedad. Pero aun así no estaba muy convencido de la bondad de sus razonamientos. Era un policía demasiado bueno como para eso. No podía aceptar el hecho de haberse convertido en un asesino.

Pero eso qué más daba. Lo importante era que se haría rico. Arrojaría la placa y las menciones honoríficas a la cara del Gobierno y de los ciudadanos. Se convertiría en jefe de seguridad del hotel Xanadu con un sueldo diez veces superior al que percibía en aquellos momentos; y desde aquel paraíso del desierto contemplaría satisfecho el desmoronamiento de Los Ángeles bajo el asalto de los delincuentes, contra los cuales él ya no tendría que luchar. Aquella noche vería la película Mesalina y asistiría a la fiesta de despedida, y a lo mejor se comería un rosco con Athena. Tuvo sensación de que la mente se le encogía de temor mientras una dolorosa punzada le recorría todo el cuerpo ante la simple posibilidad de poder ejercer sobre ella semejante dominio. En la fiesta intentaría venderle a Skippy Deere una película basada en su carrera de máximo héroe del Departamento de Policía de Los Ángeles. Dante le había dicho que Cross quería invertir, lo cual le hacía mucha gracia. ¿Por qué matar a un tipo dispuesto a invertir dinero en esa película? Muy sencillo, porque sabía que Dante lo mataría a él en caso de que se echara atrás, y él sabía que por muy duro que fuera no podría matar a Dante. Conocía demasiado bien a los Clericuzio.

Durante una décima de segundo pensó en el pobre Marlowe, un negro realmente encantador, alegre y dispuesto a colaborar en todo momento. Siempre había apreciado a Marlowe, y lo único que de verdad lamentaba era haber tenido que asesinarlo.

Aún le quedaban varias horas de espera antes de que se proyectara la película y empezara la fiesta. Hubiera podido ir a jugar un poco al casino principal, pero el juego era una actividad propia de primos. Decidió no hacerlo. Tenía una noche muy movida delante. Primero vería la película y asistiría a la fiesta y después a las tres de la madrugada, tendría que ayudar a Dante a liquidar a Cross de Lena y enterrarlo en el desierto.

A las cinco de la tarde, Bobby Bantz invitó a su villa a la plana mayor de Mesalina para tomar unas copas de celebración: Athena, Dita Tommey, Skippy Deere y, como gesto de cortesía, Cross de Lena. Sólo Cross declinó la invitación, alegando estar muy ocupado con los preparativos de aquella noche especial.

Bantz iba acompañado de su última conquista, una muchacha llamada Johanna descubierta por un cazatalentos en una pequeña localidad de Oregón. La chica había firmado un contrato de dos años en virtud del cual percibiría quinientos dólares semanales. Era guapa aunque carecía de talento, pero tenía un aspecto tan virginal que por sí solo constituía un espectáculo aparte. Sin embargo, con una astucia impropia de sus años sólo había accedido a acostarse con Bobby Bantz tras haberle arrancado la promesa de llevarla a Las Vegas para la proyección de Mesalina. Skippy Deere, que ocupaba un apartamento de la villa de Bantz; había decidido instalarse en el de su amigo, impidiendo con ello que éste pudiera echar un rápido polvo con Johanna, lo cual había provocado la irritación de Bantz. Skippy estaba tratando de venderle la idea de una película que lo entusiasmaba. El hecho de entusiasmarse por un proyecto constituía una parte muy legítima de la tarea de un productor.

Deere le estaba hablando a Bantz de un tal Jim Losey, el máximo héroe del Departamento de Policía de Los Ángeles, un hijo de puta tremendamente alto y guapo que a lo mejor incluso podría interpretar el papel principal pues la película sería la historia de su vida. Era una de esas biografías auténticas en la que uno se podía inventar cualquier cosa, por estrambótica que fuera.

Tanto Deere como Bantz sabían muy bien que la posibilidad de que Losey interpretara su propio papel era una simple fantasía inventada no sólo para engañar a Losey y conseguir que éste les vendiera barata su historia sino también para despertar el interés del público.

Skipy Deere expuso a grandes rasgos el contenido de la historia. Nadie mejor que él para vender un proyecto inexistente. Cogió el teléfono, obedeciendo a un impulso repentino, y antes de que Bantz pudiera protestar invitó al investigador al cóctel de las cinco de la tarde. Losey preguntó si podría llevar a una persona con él; y Deere le contestó que sí, suponiendo que sería una amiga. Skippy Deere, en su calidad de productor cinematográfico, era muy aficionado a mezclar mundos distintos. Nunca se sabía qué milagro podía ocurrir.

Cross de Lena y Lia Vazzi se encontraban en la suite del último piso del Xanadu, repasando los detalles de lo que iban a hacer aquella noche.

—Tengo a todos los hombres en sus puestos —dijo Lia. Controló todo el recinto de la villa. Ninguno de ellos sabe lo que tú y yo vamos a hacer; no intervendrán para nada, pero me he enterado de que Dante tiene a un equipo del Enclave cavando una tumba en el desierto. Tenemos que andarnos con mucho cuidado esta noche.

—Lo que a mí me preocupa es lo que va a pasar después de esta noche —dijo Cross—. Entonces nos las tendremos que ver con Don Clericuzio. ¿Tú crees que se tragará la historia?

—Más bien, no —contestó Lia—, pero es nuestra única esperanza.

—No tengo más remedio que hacerlo —dijo Cross encogiéndose de hombros—. Dante mató a mi padre y ahora él me tiene que matar a mí. Espero que el Don no se haya puesto de su parte desde un principio —añadió—. Entonces no tendríamos ninguna posibilidad.

—Podemos desbaratarlo todo —apuntó cautelosamente Lia—, depositar todas nuestras dificultades en manos del Don y dejar que sea él quien decida y actúe.

—No —dijo Cross—. El Don no puede tomar una decisión en contra de su nieto.

—Sí, tienes razón —le dijo Lia—, pero aún así, el Don se ha ablandado un poco últimamente. Dejó que aquellos tipos de Hollywood te estafaran; y eso es algo que jamás hubiera permitido en su juventud. No por el dinero sino por la falta de respeto.

Cross escanció un poco más de brandy en la copa de Lia y encendió un puro. No le dijo nada de David Redfellow.

—¿Te gusta tu habitación? —le preguntó con una burlona sonrisa en los labios. Lia dio una calada a su puro.

—Es preciosa, desde luego, pero ¿a quién le interesa vivir de esta manera? Te quita fuerzas y despierta envidias. No es propia de personas inteligentes insultar a los pobres de esta manera, despertar en ellos el deseo de matar. Mi padre era un hombre muy rico en Sicilia, pero nunca vivió en medio del lujo.

—Lo que ocurre es que tú no entiendes cómo es América —dijo Cross—. Cualquier pobre que vea el interior de esta villa se alegra, porque en su fuero interno sabe que algún día vivirá en un lugar como éste.

En aquel momento sonó el teléfono privado de la suite del último piso. Cross lo cogió. El corazón le dio un vuelco. Era Athena.

—¿Podemos vernos antes de la proyección de la película? —le preguntó.

—Sólo si tú subes a mi suite —contestó Cross—. Ahora no puedo salir de aquí.

—Qué amable —dijo fríamente Athena—. Pues entonces nos veremos después de la fiesta. Yo me retiraré temprano y te esperaré en mi villa.

—Es que no voy a poder ir —dijo Cross.

—Mañana por la mañana regreso a Los Ángeles —dijo Athena—, y pasado mañana viajaré a Francia. No volveremos a vernos en privado hasta que tú vayas allí… si es que vas.

Cross miró a Lia y vio que éste sacudía la cabeza frunciendo el ceño. Entonces le preguntó a Athena:

—¿Puedes venir aquí ahora? Te lo ruego.

Tuvo que esperar un buen rato antes de que ella le contestara…

—Sí, dame una hora.

—Te enviaré un coche y unos guardias de seguridad. Te estarán esperando delante de tu villa.

Colgó el teléfono y le dijo a Lia:

—Tenemos que vigilarla. Dante está lo bastante loco como para hacer cualquier barbaridad.

El cóctel en la villa de Bantz estuvo realzado por la presencia de numerosas bellezas.

Melo Stuart iba acompañado de una joven y famosa actriz de teatro a la que él y Skippy Deere querían confiar el principal papel femenino en la película sobre la vida de Jim Losey. La actriz tenía unas acusadas facciones egipcias y unos modales arrogantes. Por su parte, Bantz no se separaba ni un solo instante de su nuevo hallazgo, la ingenua virgen Johanna, de apellido desconocido. Athena más radiante que nunca, se había presentado con sus amigas Claudia, Dita Tommey y Molly Flanders. A pesar de que apenas había abierto la boca, tanto Johanna como Liza Wrongate, la actriz de teatro, la estaban mirando con una mezcla de temor reverente y envidia. Ambas se acercaron a ella; la reina a la que esperaban sustituir.

Claudia le preguntó a Bobby Bantz:

—¿No has invitado a mi hermano?

—Por supuesto que sí —contestó Bantz—, pero me ha dicho que estaba muy ocupado.

—Gracias por darle a la familia de Ernest el porcentaje que le corresponde —dijo Claudia sonriendo.

—Molly me atracó —dijo Bantz.

Siempre había apreciado a Claudia, quizá porque Marrion le tenía simpatía, de modo que no se tomó a mal su irónico comentario.

—Me puso una pistola en la sien.

—Aun así hubieras podido poner trabas —dijo Claudia—. Marrion aprobaría tu conducta.

Bantz la miró sin decir nada, y de repente sintió que las lágrimas le asomaban a los ojos. Nunca podría Llegar a ser como Marrion, y lo echaba de menos.

Entre tanto, Skippy Deere había acorralado a Johanna y le estaban hablando de su nueva película en la que había un estupendo papel de una sola escena para una joven e inocente muchacha, bárbaramente violada por un traficante de drogas.

—Sería un papel estupendo para ti. No tienes mucha experiencia, pero si Bobby da el visto bueno podrías hacer una prueba. —Tras una breve pausa añadió en tono confidencial—. Pero creo que tendrías que cambiarte de nombre. Johanna es demasiado vulgar para tu carrera —dijo, aludiendo al estrellato que la chica tenía por delante.

Johanna se retiró para hablar con Bantz, y él se reunió con Melo Stuart y Liza, su nueva amiga. A pesar de sus grandes dotes como actriz de teatro, Skippy dudaba de su futuro en la pantalla. La cámara era demasiado cruel con la clase de belleza que ella tenía, y su inteligencia no le permitiría encajar en ciertos papeles. Pero Melo había insistido en que le dieran el principal papel femenino de la película de Losey, y a veces no se podían contrariar los deseos de Melo. Además, el principal papel femenino de aquella película era una idiotez sin la menor sustancia.

Deere besó a Liza en ambas mejillas.

—Te vi en Nueva York —le dijo—. Una interpretación excepcional. Espero que participes en mi nueva película. Melo cree que será tu entrada triunfal en el cine.

Liza le dirigió una fría sonrisa.

—Primero tengo que ver el guión —dijo.

Deere reprimió la punzada de furia que siempre sentía en tales ocasiones. Le estaban ofreciendo la oportunidad de su vida, y encima la tía quería ver el maldito guión. Vio la irónica sonrisa de Melo.

—Faltaría más —dijo—, pero ten por seguro que jamás te enviaría un guión que no fuera digno de tu talento.

Melo, que siempre se mostraba más ardiente en sus negocios que en sus aventuras, dijo:

—Liza, te podemos garantizar el principal papel femenino de una película de serie A. El guión no es un texto tan sagrado como en el teatro. Se puede cambiar a tu gusto.

Liza lo miró con una sonrisa ligeramente más cordial.

—¿O sea que tú también te crees estas tonterías? Las obras teatrales se modifican. ¿Qué te imaginas que hacemos cuando las representamos fuera de la ciudad?

Antes de que uno de sus dos interlocutores pudiera contestar, Jim Losey y Dante Clericuzio entraron en el apartamento. Deere se acercó a ellos para saludarlos y presentarlos a los demás invitados.

Losey y Dante formaban una pareja casi cómica. Losey, alto, apuesto e impecablemente vestido con camisa y corbata a pesar del sofocante calor de julio de Las Vegas. A su lado Dante, con el musculoso cuerpo a punto de reventar la camiseta y un gorro renacentista con incrustaciones de piedras preciosas, coronando su áspero y corto cabello negro. Todos los presentes en la estancia, expertos en mundos de ficción, se dieron cuenta de que aquellos dos tipos no eran de ficción sino de verdad, por muy extraño que fuera su aspecto. Sus rostros eran demasiado fríos e inexpresivos. Aquello no se hubiera podido simular con maquillaje.

Losey se acercó inmediatamente a Athena y le dijo que estaba deseando verla en Mesalina. Abandonó su estilo amenazador y adoptó una actitud casi aduladora. Las mujeres siempre lo encontraban encantador. ¿Cómo era posible que Athena fuera una excepción?

Dante se llenó una copa y se sentó en el sofá. Nadie se acercó a él excepto Claudia. Se habían visto como mucho tres o cuatro veces a lo largo de toda su vida y sólo tenían en común algunos recuerdos infantiles. Claudia le dio un beso en la mejilla. Dante solía atormentarla cuando eran pequeños; pero ella siempre lo recordaba con cierto cariño.

Dante se inclinó hacia delante para abrazarla.

—Claudia, estás guapísima. Si hubieras sido así cuando éramos pequeños no te hubiera pegado tantos tortazos.

Claudia le arrancó el gorro renacentista de la cabeza.

—Cross me ha hablado de tus sombreros. Te favorecen mucho —dijo, encasquetándoselo en la cabeza—. Ni siquiera el Papa tiene un gorro como éste.

—Y eso que tiene muchos —dijo Dante—. ¿Quién hubiera imaginado que llegarías a ser un personaje tan importante en el mundo del cine?

—¿A qué te dedicas últimamente? —le preguntó Claudia.

—Dirijo una empresa de productos cárnicos —contestó Dante—. Somos proveedores de muchos hoteles. Oye —añadió con una sonrisa—, ¿me podrías presentar a tu preciosa estrella?

Claudia lo acompañó al lugar donde se encontraba Athena, todavía acosada por Jim Losey. Athena contempló con una sonrisa el gorro de Dante y éste la miró con una expresión encantadoramente cómica.

Losey aún no se había dado por vencido.

—Estoy seguro de que su película será estupenda le —dijo—. Confío en que cuando termine la fiesta me permita ser su guardaespaldas y acompañarla a la villa para tomar una copa juntos.

Estaba interpretando el papel del buen policía. Athena rechazó con suma elegancia su invitación.

—Me encantaría —contestó—, pero sólo me quedaré media hora en la fiesta y no quisiera que usted se la perdiera por mi culpa. Mañana tengo que coger el avión a primera hora, y después viajaré a Francia. Tengo muchas cosas que hacer.

Dante admiró su tacto. Se veía con toda claridad que aborrecía a Losey pero que al mismo tiempo le tenía miedo. Aún así dejaba abierta la posibilidad de que Losey pensara que podía tener alguna oportunidad con ella.

—Puedo acompañarla a Los Ángeles —dijo Losey—. ¿A que hora es el vuelo?

—Es usted muy amable —contestó Athena—, pero se trata de un pequeño vuelo chárter privado y todas las plazas están ocupadas.

En cuanto regresó a su villa, Athena llamó a Cross y le dijo que iba para allá.

Lo primero que llamó la atención de Athena fueron las medidas de seguridad. Había guardias en el ascensor que conducía a la suite del último piso del hotel Xanadu. El ascensor se abría con una llave especial, tenía cámaras de seguridad en el techo y sus puertas se abrían a una antesala vigilada por cinco hombres. Uno de ello se encontraba junto a la puerta del ascensor, otro estaba sentado junto a un mostrador con cinco pantallas de televisión, dos estaban jugando una partida de cartas en un rincón de la estancia y otro se hallaba sentado en el sofá, leyendo el Sports lllustrated. Todos la miraron con la característica expresión de sortilegio con que tantas veces la habían mirado los hombres; reconociendo la singularidad de su belleza, aunque hacía ya tiempo que semejantes miradas no despertaban su vanidad. Ahora sólo sirvieron para hacerle comprender la existencia de un peligro. El hombre del mostrador pulsó un botón que abría la puerta de la suite de Cross. Cuando hubo entrado, la puerta se cerró tras ella.

Se encontraba en la zona reservada a despacho. Cross se acercó y la acompañó a la zona de estar. Le dio un suave beso en los labios; y se dirigió con ella al dormitorio. Se desnudaron sin decir una sola palabra y se abrazaron. Cross experimentó una profunda sensación de alivio al sentir el contacto de su piel y contemplar el esplendor de su rostro.

—Hay pocas cosas en el mundo que me gusten tanto como mirarte —le dijo con un suspiro.

Ella le contestó con una caricia, le acercó los labios para que los besara y lo atrajo a la cama. Intuía su sinceridad y sabía que hubiera estado dispuesto a dar cualquier cosa que le pidiera. A cambio, ella estaba dispuesta a cumplir todos sus deseos. Por primera vez en mucho tiempo reaccionó no sólo físicamente sino también mentalmente. Lo amaba con toda su alma y le encantaba hacer el amor con él. Era consciente sin embargo de que en cierto modo Cross era un hombre peligroso, incluso para ella.

Al cabo de una hora se vistieron y salieron a la terraza.

Las Vegas estaba inundada de luces de neón, y las calles y los vulgares edificios de los hoteles aparecían bañados por la dorada luz del sol del atardecer. Más allá estaban el desierto y las montañas. Allí se sentían aislados. Las verdes banderas de las villas permanecían inmóviles pues no soplaba la menor brisa.

Athena apretó fuertemente la mano de Cross.

—¿Te veré en la proyección de la película y en la fiesta de despedida? —le preguntó.

—Lo siento pero no podré asistir —contestó Cross—. Ya nos veremos en Francia.

—Veo que es muy difícil acercarse a ti —dijo Athena—. El ascensor cerrado con llave y un montón de hombres vigilando.

—Es sólo por unos días —dijo Cross—. Hay demasiados forasteros en la ciudad.

—Me han presentado a tu primo Dante —dijo Athena—. Parece que ese investigador de la policía es muy amigo suyo. Forman una pareja encantadora. Losey se ha mostrado muy interesado por mi bienestar y mis horarios. Dante también me ha ofrecido su ayuda. Parecían muy preocupados y tenían mucho empeño en que yo llegara sana y salva a Los Ángeles.

Cross le apretó cariñosamente la mano.

—Llegarás —le dijo.

—Claudia me ha dicho que Dante es primo vuestro —dijo Athena—. ¿Por qué lleva esos sombreros tan raros?

—Dante es un chico muy simpático —dijo Cross.

—Pues Claudia me ha contado que vosotros dos sois enemigos desde la infancia —dijo Athena.

—Es cierto —dijo jovialmente Cross—, pero eso no significa que sea una mala persona.

Contemplaron en silencio las calles de abajo, llenas de automóviles y de gente que se dirigía a pie a los distintos hoteles para cenar y jugar, soñando con unos placeres preñados de peligros.

—O sea que ésta es la última vez que nos vemos —dijo Athena, volviendo a apretar la mano de Cross como si quisiera borrar lo que acababa de decir.

—Ya te he dicho que nos veremos en Francia —replicó Cross.

—¿Cuándo? —preguntó Athena.

—No lo sé —contestó Cross—. Si no aparezco, eso querrá decir que estoy muerto.

—¿Tan grave es la cosa? —preguntó Athena.

—Sí.

—¿Y no me puedes decir de qué se trata?

Cross dudó un instante antes de contestar.

—Estarás a salvo —dijo—, y creo que yo también lo estaré. Más no te puedo decir.

—Esperaré —dijo Athena—, dándole un beso antes de abandonar la suite.

Cross la vio alejarse y poco después salió a la terraza para verla salir del hotel y cruzar la columnata. Observó cómo el vehículo con los guardias de seguridad la conducía a su villa. Después cogió el teléfono y llamó a Lia Vazzi, ordenándole que reforzara todavía más las medidas de seguridad en torno a Athena.

A las diez de la noche ya estaba llena la zona del salón de baile del hotel Xanadu convertida en improvisada sala cinematográfica. El público esperaba la proyección del montaje provisional de Mesalina. Había una sección especial con mullidas butacas y una consola con un teléfono en el centro. Uno de los asientos estaba vacío y en él se había colocado una corona de flores con el nombre de Steve Stallings. Las demás butacas estaban ocupadas por Claudia, Dita Tommey, Bobby Bantz y su acompañante Johanna, Melo Stuart y Liza, y Skippy Deere, que inmediatamente tomó posesión del teléfono.

Athena fue la última en llegar, y su presencia fue acogida con vítores por parte de todos los miembros del equipo de rodaje y los dobles de inferior categoría. Los participantes más importantes, los actores secundarios del reparto y todos los ocupantes de los sillones la aplaudieron y la besaron en la mejilla mientras se dirigía al sillón del centro. Entonces Skippy Deere cogió el teléfono y le dijo al operador que ya podía empezar.

Cuando apareció la frase dedicada a Steve Stallings sobre fondo negro, el público aplaudió respetuosamente. Bobby Bantz y Skippy Deere se sabían opuesto a la inserción de la dedicatoria, pero Dita Tommey había conseguido imponer su criterio, sólo Dios sabía por qué —dijo Bantz—. Pero qué más daba, aquello era sólo un montaje provisional y además la muestra de sentimentalismo sería comentada por la prensa.

La película apareció en la pantalla.

Athena estaba arrebatadora, con una sensualidad mucho más acusada que en la vida real y un ingenio que no constituyó ninguna sorpresa para quienes la conocían. De hecho, Claudia había escrito varias frases especialmente destinadas a subrayar aquella cualidad. No habían reparado en gastos y las importantes escenas sexuales se habían realizado con un gusto exquisito.

No cabía duda de que Mesalina, después de todas las dificultades con que había tropezado, alcanzaría un éxito extraordinario. Dita Tommey estaba relumbrante de felicidad pues finalmente se había convertido en una directora cotizada. Melo Stuart ya estaba calculando cuánto podría pedir en la siguiente película de Athena. Bantz, con un semblante de no demasiado sueño, estaba preocupado pensando en lo mismo. Skippy calculaba el dinero que iba a ganar. Finalmente se podría comprar un jet privado.

Claudia estaba más emocionada que nadie. Su creación ya había conseguido llegar a la pantalla. El crédito del guión original era exclusivamente suyo. Gracias a Molly Flanders cobraría un porcentaje sobre los beneficios brutos. Cierto que Benny Sly había hecho algunos retoques, aunque no los suficientes como para figurar en los créditos.

Todo el mundo se congregó alrededor de Athena y de Dita Tommey para felicitarlas, pero Molly ya le había echado el ojo a uno de los dobles. Los dobles solían ser un poco brutos pero tenían unos músculos tremendos y eran fabulosos en la cama.

La corona de Steve Stallings había caído al suelo y la gente la estaba pisoteando. Molly vio que Athena se separaba del grupo para recogerla y volver a colocarla en el sillón. Los ojos de Athena se cruzaron con los suyos, y las dos mujeres se encogieron de hombros. Athena esbozó una tímida sonrisa como diciendo, así es el cine.

La gente se dirigió al otro lado del salón de baile. Estaba tocando una pequeña orquesta pero nadie le hizo caso y todo el mundo se precipitó hacia las mesas del bufé. Después se inició el baile. Entonces Molly se acercó al doble, que estaba mirando a su alrededor con la cara muy seria pues aquellas fiestas solían ser el lugar donde más vulnerables solían sentirse los hombres como él. Pensaban que nadie valoraba debidamente su trabajo y les molestaba que el enclenque protagonista principal de la película los obligara a desaparecer de la pantalla, siendo así que en la vida real ellos hubieran podido matar de una paliza al muy hijo de puta. Como todos los dobles ya tiene la polla dura, pensó Molly mientras él la acompañaba a la pista de baile.

Athena sólo permaneció una hora en la fiesta. Recibió las felicitaciones de todo el mundo con suma cortesía pero se vio a sí misma en aquel papel y no le gustó. Bailó con el jefe de rodaje y con otros miembros del grupo, y finalmente lo hizo con un doble cuya agresividad la indujo a retirarse antes de lo previsto.

El Rolls del Xanadu la estaba esperando con un conductor armado y dos guardias de seguridad. Cuando bajó del Rolls al llegar a su villa se sorprendió al ver a Jim Losey saliendo de la villa de al lado. El policía se acercó a ella.

—Ha estado usted estupenda en la película de esta noche —le dijo Losey—. Jamás he visto un cuerpo de mujer como el suyo, sobre todo el trasero.

Athena se hubiera puesto en guardia si el conductor y los dos guardias de seguridad no hubieran bajado del vehículo y ocupado posiciones. Observó también que Jim Losey los miraba con cierto desprecio.

—El trasero no es mío, pero gracias de todos modos —le dijo sonriendo.

De repente, Losey le cogió la mano.

—Es usted la mujer más guapa que jamás me he echado a la cara —dijo—. ¿Por qué no prueba con un tipo de verdad en lugar de montárselo con esos farsantes actores maricas?

Athena apartó la mano.

—Yo también soy actriz y no somos farsantes. Buenas noches.

—¿Me invita a tomar una copa? —preguntó Losey.

—Lo siento —contestó Athena, llamando al timbre de la villa. Abrió la puerta un mayordomo a quien ella jamás había visto. Losey hizo ademán de entrar con ella, pero entonces, para asombro de Athena, el mayordomo salió y la empujó rápidamente al interior de la villa. Los tres guardias de seguridad formaron una barricada entre Losey y la puerta.

Losey los miró despectivamente.

—¿Qué coño es eso? —preguntó.

El mayordomo permaneció en el exterior de la puerta.

—Servicio de seguridad de la señorita Aquitane —contestó—. Tendrá usted que retirarse.

Losey exhibió su placa de policía.

—Ya ve quién soy —dijo—. Os voy a pegar a todos tal paliza que cagaréis toda la mierda que lleváis dentro, y después os mandaré encerrar.

El mayordomo examinó la placa.

—Usted pertenece al Departamento de Policía de Los Ángeles. No tiene jurisdicción aquí —dijo sacando su propia placa—. Yo pertenezco al condado de Las Vegas.

Athena lo estaba observando todo al otro lado mismo de la puerta. Le extrañó que su nuevo mayordomo fuera un investigador, pero ahora ya estaba empezando a comprenderlo todo.

—Procuren no armar demasiado jaleo —dijo, cerrándoles a todos la puerta en las narices.

Los dos hombres se volvieron a guardar las placas.

Losey los miró uno a uno con odio reconcentrado.

—Me acordaré de todos vosotros —dijo.

Ninguno de los hombres reaccionó.

Losey dio media vuelta. Tenía cosas más importantes que hacer. En el transcurso de las dos horas siguientes Dante Clericuzio atraería a Cross de Lena a su villa.

Dante Clericuzio, con su gorro renacentista encasquetado en la cabeza, se lo estaba pasando muy bien en la fiesta de despedida. Las juergas eran para él un ejercicio de precalentamiento antes de iniciar una acción. Le había llamado la atención una chica del servicio de catering, pero ella lo había rechazado porque ya había puesto el ojo en uno de los dobles. El doble le dirigió a Dante una mirada amenazadora. Mejor para él, pensó Dante, yo tengo cosas que hacer esta noche. Consultó su reloj. A lo mejor el bueno de Losey había conseguido ligarse a Athena.

Tiffany no apareció, en contra de su promesa. Dante decidió empezar media hora antes de lo previsto. Llamó a Cross, utilizando el número privado a través de la telefonista. Cross se puso al aparato.

—Tengo que verte enseguida —le dijo Dante—. Estoy en el salón de baile. Una fiesta fabulosa.

—Bueno, pues sube —dijo Cross.

—No —dijo Dante—. Son órdenes terminantes. Ni por teléfono ni en tu suite. Baja tú.

Hubo una larga pausa.

—Ahora bajo —dijo finalmente Cross.

Dante se situó en un lugar desde el cual pudiera observar a Cross cruzando el salón de baile. Le pareció que allí no se había montado ningún dispositivo de seguridad. Se acarició el gorro y pensó en su infancia en común. Cross era el único niño que le daba miedo, y él se peleaba a menudo con él precisamente por eso aunque admiraba su aspecto y muchas veces le tenía envidia. También envidiaba su seguridad. Lástima…

Tras haber eliminado a Pippi, Dante había comprendido que no podría dejar con vida a Cross. En cuanto terminara lo que estaba a punto de hacer tendría que enfrentarse con el Don, pero él jamás había dudado del amor que siempre le había manifestado su abuelo. Tal vez al Don no le gustara, pero jamás echaría mano de su terrible poder para castigar a su amado nieto.

Cross se encontraba de pie delante de él. Ahora Dante tenía que conseguir que lo acompañara a la villa, donde lo estaba esperando Losey. Sería muy fácil. Él le pegaría un tiro a Cross y después transportarían el cadáver hasta el desierto y lo enterrarían. Nada de fantasías, tal como solía predicar Pippi de Lena. El vehículo ya estaba aparcado detrás de la villa.

—Bueno, ¿qué sucede? —le preguntó de pronto Cross sin sospechar aparentemente nada—. Bonito gorro —añadió sonriendo. Dante siempre le había envidiado aquella sonrisa, como si adivinara todo lo que él estaba pensando.

Dante lo hizo todo muy despacio y hablando en voz baja. Cogió a Cross del brazo y lo acompañó fuera, delante de la enorme marquesina multicolor por la que el hotel Xanadu había pagado la friolera de diez millones de dólares. Los azules, rojos y violetas intermitentes bañaban sus figuras con una fría luz teñida por la palidez de la luna del desierto.

—Giorgio acaba de Llegar —le susurró Dante a Cross—. Está en mi villa. Estrictamente confidencial. Quiere hablar contigo ahora mismo. Por eso no te he podido decir nada por teléfono.

Dante se alegró al ver la preocupada expresión del rostro de Cross.

—Me ha pedido que no te diga nada —prosiguió—, pero está enfadado. Creo que ha descubierto algo sobre tu viejo.

Cross lo miró con una siniestra expresión casi de repugnancia.

—Muy muy bien, pues vamos allá —dijo, cruzando con él la zona ajardinada del hotel para dirigirse al recinto de las villas.

Los cuatro guardias de la verja del recinto reconocieron a Cross y les franquearon la entrada.

Dante abrió la puerta con un ceremonioso gesto y se quitó el gorro renacentista.

—Tú primero —dijo, esbozando una taimada sonrisa que confirió a su rostro una traviesa expresión de diablillo.

Cross entró.

Jim Losey rebosaba de furia asesina cuando se alejó de los guardias de Athena y regresó a su villa. Una parte de su cerebro calibró la situación y emitió una señal de alarma. ¿Qué estaban haciendo allí todos aquellos guardias? Pero, qué coño Athena era una estrella y la experiencia con Boz Skannet la debía de haber marcado para siempre.

Utilizó la llave para entrar. No había nadie en la villa pues todo el mundo se encontraba en la fiesta. Faltaba más de una hora para la llegada de Cross. Se acercó a la maleta y la abrió. Allí estaba su Glock, engrasada y brillante como un espejo. Abrió otra maleta que disponía de un bolsillo secreto. Sacó el cargador lleno de balas. Ensambló ambas piezas, se puso una funda de pistola de bandolera y guardó el arma en el interior de la misma. Lo tenía todo preparado. Observó que no estaba nervioso. Jamás lo estaba en tales situaciones, por eso era un buen policía.

Abandonó el dormitorio y entró en la cocina. Menuda cantidad de pasillos había en la villa. Sacó del frigorífico una botella de cerveza de importación y una bandeja de canapés. Hincó el diente en uno de ellos. Caviar. Lanzó un leve suspiro de placer. Jamás en su vida había saboreado nada tan delicioso. Así merecía la pena vivir. Todo aquello sería suyo para el resto de su vida, caviar, y tal vez Athena algún día. Bastaría con que hiciera su trabajo aquella noche.

Se dirigió con la bandeja y la botella a la espaciosa sala de espera. Lo primero que le llamó la atención fue que el suelo y los muebles estuvieran cubiertos con unas hojas de plástico que confería a toda la estancia un blanco brillo espectral. Sentado en cubierto de plástico, vio a un hombre fumando un puro, con una copa de brandy de melocotón en la mano. Era Lia Vazzi.

¿Qué coño es eso?, pensó Losey. Depositó la bandeja la botella en la mesita y le dijo a Lia.

—Le he estado buscando.

Lia dio una calada al puro y tomó un sorbo de brandy.

—Pues ahora ya me ha encontrado —dijo, levantándose—. Ahora ya me puede volver a pegar.

Losey era un hombre demasiado experto como para no ponerse en estado de alerta. Empezaba a atar cabos; se preguntó por qué razón los demás apartamentos de la villa estaban vacíos y le pareció un poco raro. Se abrochó con aire indiferente la chaqueta y miró sonriendo a Lia. Esta vez le daría algo más que un bofetón pensó. Dante aún tardaría una hora en llegar con Cross, y entre tanto él podría trabajar. Ahora que iba armado no temía enfrentarse directamente con Lia.

De repente la estancia se llenó de hombres. Salieron de la cocina, del vestíbulo, de la sala de video televisión. Todos eran mucho más altos que él. Sólo dos de ellos llevaban armas a la vista.

—¿Sabéis que soy un policía?

—Eso lo sabemos todos —contestó Lia en tono tranquilizador. Mientras Lia se acercaba un poco más a Losey dos hombres encañonaron al policía por la espalda.

Lia introdujo las manos en el interior de la chaqueta de Losey y sacó la Glock. La entregó a otro de los hombres y cacheó rápidamente a Losey.

—Bueno —dijo Lia—. Usted siempre me hacía muchas preguntas. Aquí estoy. Pregunte.

Losey aún no estaba asustado. Le preocupaba tan sólo la posibilidad de que Dante apareciera con Cross. Le parecía increíble que un hombre como él, que había tenido la inmensa suerte de salir con vida de tantas situaciones peligrosas, se hubiera dejado ganar por alguien.

—Sé que tú te cargaste a Skannet —dijo—. Y más tarde o más temprano te pillaré.

—Tendrá que ser más temprano —dijo Lia—. No habrá un más tarde. Sí, tiene usted razón. Ahora mismo, feliz.

Losey seguía sin creer que alguien pudiera animarse a matar a sangre fría a un oficial de la policía. Bueno, los traficantes de drogas podían enzarzarse en un tiroteo y alguno medio medio chiflado podía saltar la tapa de los sesos por el solo hecho de que tú le mostraras la placa, y lo mismo podían hacer los atracadores de bancos; pero ningún hampón hubiera tenido cojones para ejecutar a un oficial de la policía. Se hubiera armado demasiado revuelo.

Alargó la mano para apartar a Lia e imponer su autoridad y dominio, pero de repente un estremecedor ramalazo de fuego le desgarró el estómago y sintió que le temblaban las piernas. Empezó a desplomarse al suelo. Algo sólido le golpeó la cabeza, notó un ardiente dolor en la oreja y se quedó sordo. Cayó de rodillas y la alfombra le pareció una enorme almohada. Levantó los ojos. De pie a su lado, Lia Vazzi sostenía una fina cuerda de seda en las manos.

Lia Vazzi se había pasado dos días cosiendo las dos bolsas que debería usar. Eran de lona marrón oscuro con un cordel de cierre en el extremo abierto. Cada bolsa podría contener un cuerpo humano de considerable tamaño. La sangre no podría filtrarse al exterior a través de la bolsa, y en cuanto se cerrara el extremo, se las podrían echar al hombro como si fueran mochilas. Losey no había reparado en las dos bolsas dobladas sobre el sofá. Los hombres introdujeron su cadáver en una de ellas. Lia tiró fuertemente del cordel para cerrarla y la dejó apoyada verticalmente contra el sofá. Después ordenó a sus hombres que rodearan la villa, pero que no aparecieran hasta que él los llamara. Ya sabían lo que tenían que hacer a continuación.

Cross y Dante cruzaron la verja y se dirigieron muy despacio a la villa de Dante. El aire nocturno aún conservaba el sofocante calor del sol del desierto. Los dos estaban sudando. Dante observó que Cross vestía pantalones deportivos, camisa con el cuello desbrochado y chaqueta abrochada. Pensó que a lo mejor iba armado…

Las siete villas, con sus banderas verdes ondeando ligeramente por efecto de la suave brisa, constituían un soberbio espectáculo bajo la luna del desierto. Parecían edificios de otro siglo, con terrazas, los verdes toldos de las ventanas y las enormes puertas pintadas de blanco y oro. Dante cogió a Cross del brazo.

—Fíjate en eso. ¿Verdad que es bonito? —le dijo—. Tengo entendido que follas con esa tía tan guapa de la película. Te felicito. Cuando te canses de ella, avísame.

—De acuerdo —dijo jovialmente Cross—. Le resultas simpático y le hace gracia tu gorro.

Dante se quitó el gorro.

—A todo el mundo le gustan mis gorros —dijo extasiado—. ¿De veras ha dicho que le soy simpático?

—Le encantas —contestó secamente Cross.

—Le encanto —dijo Dante en tono pensativo—. Tiene mucha clase.

Se preguntó por un instante si Losey habría conseguido atraer a Athena a la villa para tomar una copa. Sería la guinda del pastel. Se alegró de haber conseguido distraer a Cross. Había advertido una cierta irritación en la voz de su primo.

Ya habían llegado a la puerta de la villa. No parecía que hubiera guardias de seguridad por los alrededores. Dante pulsó el timbre, esperó, y lo volvió a pulsar. Al no obtener respuesta, se sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta. Una vez dentro se dirigió a la suite de Losey.

En su fuero interno, Dante se dijo que a lo mejor Losey estaba follando con Athena, lo cual era una curiosa manera de iniciar una operación aunque él hubiera hecho lo mismo.

Dante acompañó a Cross a la sala de estar y se llevó una gran sorpresa al ver que las paredes y los muebles estaban cubiertos con hojas de plástico transparente. Una enorme bolsa de lona marrón estaba apoyada verticalmente contra el sofá, y encima de éste había otra bolsa vacía de la misma clase. Todo envuelto en plástico.

—Pero bueno, ¿qué coño es eso? —preguntó Dante.

Se volvió hacia Cross y vio que éste tenía un arma en la mano.

—Para evitar que la sangre salpique los muebles —explicó Cross—. Debo decirte que tus sombreros jamás me parecieron graciosos y que nunca creí que un atracador hubiera asesinado a mi padre.

Dante se preguntó dónde coño estaría Losey. Lo llamó, pensando que un arma de tan pequeño calibre no podría detenerlo.

—Durante toda tu vida fuiste un Santadio —dijo Cross. Dante se volvió de lado para ofrecer un blanco más pequeño y se abalanzó sobre Cross. Su estrategia dio resultado pues la bala lo alcanzó en el hombro. Durante una décima de segundo experimentó una sensación de júbilo pensando que iba a ganar, pero de pronto estalló la bala y le arrancó medio brazo. Se dio cuenta de que no tenía esperanza. Después hizo algo que realmente sorprendió a Cross. Con el brazo sano desgarró el revestimiento plástico del suelo y formó con él una pelota. Con la sangre escapándose a borbotones de su cuerpo y los brazos llenos de plástico trató de apartarse de Cross, levantando las hojas de plástico como si fueran un escudo plateado.

Cross se adelantó. Apuntó con pausados movimientos, disparó a través del plástico y volvió a disparar. Las balas estallaron y el rostro de Dante quedó casi totalmente cubierto de diminutos fragmentos de plástico teñidos de rojo. El muslo izquierdo de Dante pareció separarse del cuerpo cuando Cross volvió a disparar. Dante se desplomó sobre la blanca alfombra en la que se habían formado unos círculos concéntricos de color escarlata. Cross se arrodilló junto al cuerpo de Dante; envolvió su cabeza con el plástico y efectuó un nuevo disparo. El gorro renacentista que aún cubría la cabeza de Dante estalló hacia arriba en el aire, pero se quedó donde estaba. Cross observó que estaba sujeto a la cabeza con una especie de prendedor, sólo que ahora descansaba sobre un cráneo abierto y parecía flotar.

Cross se levantó y se guardó el arma en la funda de la parte inferior de la espalda. En aquel momento entró Lia en la estancia. Ambos se miraron.

—Ya está hecho —dijo Lia—. Lávate en el cuarto de baño y vuelve al hotel. Y deshazte de la ropa. Dame el arma para que la limpie.

—¿Qué harás con las alfombras y los muebles? —preguntó Cross.

—Yo me encargaré de todo —contestó Lia—. Lávate y vete a la fiesta.

Cuando Cross se hubo marchado, Lia cogió un puro de la caja que había sobre una mesa de mármol y examinó la mesa por si había alguna mancha de sangre. No había ninguna, pero el suelo y sofá estaban empapados. Bueno, eso era todo.

Envolvió el cuerpo de Dante en una hoja de plástico y lo introdujo en la bolsa de lona vacía con la ayuda de dos de sus hombres. Después recogió todas las hojas de plástico que había en la estancia y las introdujo también en la bolsa de lona. Al terminar de cerrar la bolsa, tiró fuertemente del cordel.

Primero llevaron la bolsa del cuerpo de Losey al garaje de la villa y lo arrojaron al interior de la furgoneta. Después hicieron otro viaje para trasladar la bolsa que contenía el cadáver de Dante. Lia Vazzi había introducido unas modificaciones en la furgoneta, que tenía un doble fondo; un espacio intermedio. Lia y sus hombres introdujeron las bolsas en el espacio y volvieron a juntar las tablas del suelo.

En su calidad de hombre cualificado, Lia lo había preparado todo. En la furgoneta había dos bidones de gasolina, Él mismo los trasladó a la villa y vertió su contenido sobre el suelo y los muebles. Después colocó una mecha que le daría cinco minutos para escapar. Finalmente regresó a la furgoneta, la puso en marcha e inició el largo viaje hacia Los Ángeles. Delante y detrás de la furgoneta circulaban los automóviles en los que viajaban los miembros de su equipo.

A primera hora de la mañana llegó al embarcadero donde lo esperaba el yate. Descargó las dos bolsas y las subió a bordo. El yate se alejó de la orilla.

Ya era casi mediodía cuando contempló en alta mar cómo la jaula de hierro que contenía los dos cadáveres bajaba lentamente al océano. La última comunión había acabado.

En lugar de llevárselo a la villa, Molly Flanders se fue con el doble a la habitación que éste tenía en el hotel, pues a pesar de la simpatía que le inspiraban los menos poderosos, le quedaban ciertos restos del viejo esnobismo hollywoodense y no quería que se supiera que follaba con gente de baja estofa.

La fiesta de despedida terminó al amanecer, justo cuando el sol asomaba por el horizonte siniestramente teñido de rojo. Una levísima nube de humo azulado se elevó en el aire para salir a su encuentro.

Tras cambiarse de ropa y ducharse, Cross había bajado a la fiesta donde ahora estaba sentado con Claudia; Bobby Bartti; Skippy Deere y Dita Tommey, celebrando el éxito seguro de Mesalina. De repente se oyeron unos gritos de alarma procedentes del exterior. El grupo de Hollywood salió precipitadamente seguido de Cross. Una delgada columna de fuego se elevaba triunfalmente por encima de las luces de neón del Strip de Las Vegas, abriéndose en una especie de gigantesca seta de nubes de color rosa y morado sobre el trasfondo de las arenosas montañas.

—¡Dios mío! —exclamó Claudia, apretando con fuerza el brazo de Cross—. Es una de tus villas.

Cross no dijo nada. Mientras contemplaba cómo la bandera verde que ondeaba en lo alto de la villa era consumida por las llamas, oyó el silbido de las sirenas de los bomberos que bajaban por el Strip. Doce millones de dólares estaban siendo pasto de las llamas para ocultar la sangre que él había derramado. Lia Vazzi era un hombre cualificado que no reparaba en gastos y no quería correr el menor riesgo.

* * *

Puesto que el investigador Jim Losey estaba oficialmente de permiso, su desaparición no se advirtió hasta cinco días después del incendio del Xanadu y, como era de esperar, la desaparición de Dante Clericuzio no fue denunciada ante ninguna autoridad.

Las investigaciones de la policía llevaron al descubrimiento del cadáver de Phil Sharkey. Las sospechas recayeron en Losey, y la policía dedujo que éste había huido para evitar el interrogatorio.

Unos investigadores de Los Ángeles fueron a ver a Cross porque Losey había sido visto por última vez en el hotel Xanadu; pero nada permitía suponer la existencia de una relación entre ambos hombres. Cross señaló que sólo le había visto brevemente la noche de la fiesta. Sin embargo, Cross no estaba preocupado por las autoridades. Estaba esperando noticias de Don Clericuzio.

Los Clericuzio ya se habrían enterado de la desaparición de Dante y seguramente sabían que el joven había sido visto por última vez en el Xanadu. ¿Por qué razón no se habían puesto en contacto con él para obtener información? ¿Sería posible que hubieran decidido pasar por alto el asunto? No lo creyó ni por un instante.

Así pues siguió dirigiendo el hotel y ocupándose de los planes de reconstrucción de la villa incendiada. No cabía duda de que Lia Vazzi había borrado las manchas de sangre a conciencia.

Claudia acudió a visitarlo. Rebosaba de entusiasmo. Cross había ordenado que les sirvieran la cena en la suite para poder hablar con ella en privado.

—No te lo vas a creer —le dijo Claudia—. Tu hermana se acaba de convertir en la presidenta de los estudios LoddStone.

—Enhorabuena —contestó Cross, dándole un fraternal abrazo—. Siempre he dicho que tú eras la más fuerte de todos los Clericuzio.

—Asistí al entierro de nuestro padre por ti, y lo dejé bien claro para que nadie se llamara a engaño —dijo Claudia frunciendo el ceño.

Cross soltó una carcajada.

—Vaya si lo dejaste claro. Conseguiste cabrear a todos menos al Don, que dijo: “Dejémosla que haga películas y que Dios la bendiga”.

Claudia se encogió de hombros.

—Ninguno de ellos me importa un bledo.

—Pero déjame que te cuente lo que ocurrió porque fue una cosa muy extraña. Cuando abandonamos Las Vegas en el jet privado de Bobby todo parecía ir perfecto. Sin embargo, en cuanto tomamos tierra en Los Ángeles se desató un infierno. Unos investigadores de la policía detuvieron a Bobby. ¿A que no sabes por qué?

—Por hacer películas horrorosas —contestó Cross en tono burlón.

—No, verás qué cosa tan rara —dijo Claudia—. ¿Recuerdas a aquella chica llamada Johanna que acompañaba a Bantz en la fiesta de despedida? ¿Recuerdas la pinta que tenía? Pues bueno, resulta que sólo tenía quince años y detuvieron a Bobby por violación de menor y trata de blancas, simplemente por haber cruzado con ella la frontera del estado. —Claudia apenas podía contener su emoción—. Todo fue un montaje. El padre y la madre de Johanna estaban allí, proclamando a gritos que su pobre hija había sido violada por un hombre que le llevaba cuarenta años.

—Pues la verdad es que no parecía que tuviera quince años —dijo Cross—. Lo que sí parecía era una buscona.

—El escándalo hubiera sido mayúsculo —dijo Claudia—. Menos mal que el bueno de Skippy Deere se hizo cargo de todo. Consiguió sacarle momentáneamente las castañas del fuego a Bantz; impidió que lo detuvieran y que todo saltara a los medios de difusión. Todo parecía arreglado.

Cross la miró sonriendo. Estaba claro que el bueno de David Redfellow no había perdido ninguna de sus habilidades.

—No tiene ninguna gracia —dijo Claudia en tono de reproche—. Al pobre Bobby le tendieron una trampa. La chica juró que Bantz la había obligado a acostarse con él en Las Vegas. El padre y la madre juraron que no les importaba el dinero pero que querían pararles los pies a todos los futuros violadores de pobres chicas inocentes. En los estudios se armó un alboroto tremendo. Dora y Kevin Marrion se disgustaron tanto que poco faltó para que vendieran los estudios; pero Skippy entró de nuevo en acción. Contrató a la chica para el papel estelar de una película de bajo presupuesto con un guión escrito por su propio padre, a cambio de una elevada suma de dinero. Le hizo retocar el guión a Benny Sly en un solo día a cambio de un montón de pasta; lo cual por cierto no estuvo nada mal pues Benny es una especie de genio. Como te iba diciendo, parecía que todo estaba arreglado. Pero de repente el fiscal de distrito de Los Ángeles va y dice que piensa seguir adelante con la denuncia. Nada menos que el fiscal de distrito que había sido elegido con la ayuda de la LoddStone y que siempre había sido tratado a cuerpo de rey por Elí Marrion. Skippy llegó incluso a ofrecerle un puesto en el departamento de Asuntos Comerciales de los estudios, con un sueldo anual de un millón de dólares durante cinco años, pero él lo rechazó e insistió en que Bobby Bantz fuera destituido de su cargo de presidente de los estudios. Sólo entonces estaría dispuesto a llegar a un acuerdo. Nadie sabe por qué motivo ha sido tan duro de pelar.

—Un funcionario público insobornable —dijo Cross encogiéndose de hombros—. Son cosas que ocurren.

Volvió a pensar en David Redfellow. Redfellow estaría en total desacuerdo con la idea de que pudiera existir semejante ejemplar. Ya se imaginaba cómo lo habría arreglado. Probablemente Redfellow le habría dicho al fiscal de distrito ¿A quién se le ocurriría pensar que alguien lo ha sobornado para que se limite usted a cumplir con su deber? En cuanto al dinero, seguramente Redfellow habría llegado inmediatamente al límite máximo. Veinte millones, calculó Cross. Sobre un precio de compra de diez mil millones de dólares, ¿qué eran veinte millones? Y sin ningún riesgo para el fiscal de distrito, el cual se limitaría a actuar, de acuerdo con la ley. Una jugada maestra.

Claudia añadió atropelladamente:

—En cualquier caso, Bantz ha tenido que dimitir —dijo—, y Dora y Kevin han estado encantados de vender los estudios. En el acuerdo se contemplan cinco vistos buenos para sus películas y mil millones de dólares en efectivo. Inmediatamente se presenta en los estudios un pequeño italiano, convoca una reunión y anuncia que él es el nuevo propietario. Y de la noche a la mañana me nombra presidenta de los estudios. Skippy se ofendió mucho. Ahora yo soy su jefa. ¿No te parece una locura?

Cross se limitó a mirarla con una burlona sonrisa en los labios. De repente Claudia se reclinó contra el respaldo de su asiento y dirigió a su hermano la mirada más perspicaz e inteligente que éste jamás hubiera visto en su vida, pero su rostro se iluminó con una benévola sonrisa mientras decía:

—Como los chicos; ¿verdad, Cross? Ahora lo estoy haciendo exactamente como los chicos, y ni siquiera he tenido que follar con nadie.

Cross la miró asombrado.

—¿Qué ocurre, Claudia? —le preguntó—. Pensaba que estabas contenta.

—Y lo estoy —contestó Claudia sonriendo—. Lo que pasa es que no tengo un pelo de tonta, y como eres mi hermano y te quiero mucho estoy interesada en que sepas que no me chupo el dedo. Se levantó de su asiento y se sentó al lado de Cross en el sofá. He mentido al decirte que fui al entierro de papá sólo por ti. Fui porque quería formar parte de aquello de lo que él y tú formabais parte. Fui porque no podía permanecer alejada de todo eso por más tiempo. Pero aún así aborrezco lo que ellos representan, Cross, tanto el Don como los demás.

—¿Eso significa que no quieres dirigir los estudios? —preguntó Cross.

Claudia soltó una sonora carcajada.

—No, estoy dispuesta a reconocer que sigo siendo una Clericuzio y que quiero hacer buenas películas y ganar mucho dinero. Las películas pueden promover la igualdad, Cross. Puedo hacer una película estupenda sobre grandes mujeres de la historia. Veremos qué ocurre cuando empiece a utilizar las dotes de la familia para obrar el bien en lugar del mal.

Los dos hermanos se echaron a reír.

Después Cross estrechó a Claudia en sus brazos y le dio un beso en la mejilla.

—Me parece estupendo, francamente estupendo —le dijo.

Se refería tanto a sí mismo como a ella porque el hecho de que Don Clericuzio hubiera convertido a Claudia en presidenta de los estudios significaba que no lo relacionaba a él con la desaparición de Dante. El plan había dado resultado.

Después de la cena se pasaron varias horas hablando. Cuando Claudia se levantó para retirarse, Cross sacó una bolsa de fichas negras del cajón de su escritorio.

—Toma, prueba suerte en las mesas a cuenta de la casa —le dijo.

Claudia le dio una cariñosa palmada en la mejilla.

—A ver si dejas de una vez tu papel de hermano mayor y no me tratas como a una niña. La última vez estuve a punto de derribarte al suelo.

Cross la volvió a abrazar. Resultaba agradable tenerla tan cerca. En un momento de debilidad, le dijo:

—¿Sabes una cosa? Te he dejado un tercio de mis bienes en mi testamento por si me ocurre algo. Soy muy rico, así que si quieres siempre podrás permitirte el lujo de decirles a los estudios que se vayan a la mierda.

Claudia lo miró con un destello de emoción en los ojos.

—Cross, te agradezco que te preocupes por mí pero puedo mandar los estudios a la mierda, aunque tú no me dejes nada…

De repente, Claudia miró a su hermano con semblante preocupado.

—¿Ocurre algo? ¿Estás enfermo?

—No, no —contestó Cross—. Quería simplemente, que lo supieras.

—Gracias —dijo Claudia—. Ahora que yo estoy dentro es posible que tú consigas salir. Puedes separarte de la familia si quieres. Puedes ser libre.

Cross se echó a reír.

—Ya soy libre —dijo—. Muy pronto me iré a vivir a Francia con Athena.

La tarde del décimo día, Giorgio Clericuzio se presentó en el Xanadu para hablar con él. Cross tuvo una sensación de vacío en el estómago que probablemente lo hubiera arrastrado al pánico si no hubiera conseguido dominarse.

Giorgio dejó a sus guardaespaldas en el exterior de la suite junto a los miembros del servicio de seguridad del hotel, pero Cross no se hizo ninguna ilusión. Sabía que sus propios guardaespaldas obedecerían cualquier orden que les diera Giorgio. Por si fuera poco, el aspecto de Giorgio no resultaba demasiado tranquilizador. Estaba más pálido y delgado. Era la primera vez que Cross lo veía tan abatido.

Cross lo saludó efusivamente.

—Giorgio —le dijo—, qué sorpresa tan inesperada. Voy a ordenar que te preparen una Villa.

Giorgio esbozó una cansada sonrisa.

—No podemos localizar a Dante —dijo, e hizo una breve pausa antes de añadir—: Ha desaparecido del mapa y la última vez que le vieron fue aquí, en el Xanadu.

—Bueno —dijo Cross—, tú ya sabes que a veces Dante se desmadra.

Giorgio no se molestó en sonreír.

—Iba con Jim Losey, y Losey también ha desaparecido.

—Formaban una pareja un poco rara —dijo Cross—, y me extrañó un poco.

—Eran amigos —dijo Giorgio—. Al viejo no le gustaba, pero Dante era el encargado de pagarle el sueldo a Losey.

—Os ayudaré en todo lo que pueda —dijo Cross—. He de hacer indagaciones entre el personal del hotel, pero tú ya sabes que Dante y Losey no firmaron oficialmente en el registro. Nunca lo hacemos con los ocupantes de las villas.

—Eso ya lo harás a la vuelta —dijo Giorgio—. El Don quiere verte personalmente. Ha fletado incluso un aparato para llevarte.

Cross guardó un prolongado silencio.

—Voy a hacer la maleta —dijo por fin—. ¿Tan grave es la situación, Giorgio?

Giorgio lo miró directamente a los ojos.

—No lo sé —contestó.

A bordo del vuelo chárter que los trasladaba a Nueva York Giorgio empezó a estudiar el contenido de una abultada cartera unos documentos. Cross no intentó trabar conversación con él pero pareció una mala señal. De todos modos, Giorgio no hubiera facilitado la menor información.

El aparato fue recibido por tres automóviles con los cristales pintados, y seis soldados de los Clericuzio. Giorgio subió a los automóviles y le indicó por señas a Cross que subiera. Otra mala señal.

Estaba amaneciendo cuando los vehículos flanquearon la verja de seguridad de la mansión de los Clericuzio en Quogue.

La puerta de la casa estaba vigilada por dos hombres. Otros hombres estaban distribuidos por el jardín, pero no había mujeres ni niños.

—¿Dónde coño se ha metido esta gente, en Disneylandia? —le preguntó Cross a Giorgio.

Giorgio se negó a responder a la broma.

Lo primero que vio Cross en la sala fue un círculo de ocho hombres en cuyo centro había otros dos hombres, que estaban conversando amistosamente. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Eran Petie y Lia Vazzi. Vincent los estaba mirando con expresión enojada.

Petie y Lia daban la impresión de mantener excelentes relaciones. Lia llevaba tan sólo pantalón y camisa, sin chaqueta ni corbata, y Lia siempre vestía de forma impecable, lo cual significaba que lo habían registrado y desarmado. En realidad parecía un travieso ratón rodeado por unos alegres y amenazadores gatos. Cuando Giorgio acompañó a Cross al estudio de la parte de atrás de la casa, Petie se apartó del círculo y los siguió, y lo mismo hizo Vincent.

Allí los esperaba Don Clericuzio. El viejo estaba fumando uno de sus habituales puros retorcidos, sentado en un enorme sillón. Vincent se acercó a él y le ofreció una copa de vino del mueble bar. A Cross no le ofrecieron nada. Petie permaneció de pie en la puerta. Giorgio se sentó en el sofá delante del Don y le indicó por señas a Cross que se sentara a su lado.

El rostro del Don, marcado por la edad, no dejaba traslucir la menor emoción. Cross le dio un beso en la mejilla. El Don le dirigió una mirada velada de tristeza.

—Bueno, Croccifixio —le dijo—, todo se ha hecho con mucha habilidad, pero ahora deberás exponer tus razones. Soy el abuelo de Dante y mi hija es su madre. Estos hombres de aquí son sus tíos. Nos tienes que contestar a todos.

Cross trató de no perder la compostura.

—No lo entiendo —dijo.

—Tu primo Dante —terció Giorgio con aspereza—. ¿Dónde está?

—¿Y cómo quieres que yo lo sepa? —replicó Cross como si la pregunta lo hubiera sorprendido—. No lo he visto últimamente. A lo mejor estén Méjico, divirtiéndose.

—¿Así que no lo entiendes, eh? —dijo Giorgio—. No vengas con historias. Ya has sido declarado culpable. ¿Dónde lo arrojaste?

De pie junto al mueble bar, Vincent apartó el rostro como si no pudiera mirarle a la cara. A su espalda, Cross oyó a Petie que se acercaba al sofá.

—¿Dónde están las pruebas? —preguntó Cross—. ¿Quién dice que yo he matado a Dante?

—Yo —contestó el Don—. Te he declarado culpable, y mi juicio es inapelable. Te he mandado traer aquí para que presentes una petición de clemencia, pero debes justificar el asesinato de mi nieto.

Al oír el mesurado tono de su voz, Cross comprendió que todo había terminado, para él y para Lia Vazzi; aunque Vazzi ya lo sabía. Se lo había leído en los ojos.

Vincent se volvió a mirarle, y Cross observó que su rostro de granito se había suavizado.

—Dile a mi padre la verdad, Cross, es tu única oportunidad.

El Don asintió con la cabeza.

—Croccifixio, tu padre era algo más que mi sobrino, llevaba la sangre de los Clericuzio como tú. Tu padre era mi amigo más fiel. Por eso estoy dispuesto a escuchar tus razones.

Cross se preparó para responder.

—Dante mató a mi padre. Lo consideré culpable, tal como usted me considera a mí. Mató a mi padre por ambición y venganza. En el fondo de su corazón era un Santadio. —Al ver que el Don guardaba silencio, Cross añadió—: ¿Cómo podía yo abstenerme de vengar a mi padre? ¿Cómo podía olvidar que mi padre era el responsable de mi existencia? Al igual que mi padre, ya respetaba demasiado a los Clericuzio como para pensar que usted hubiera tenido algo que ver con el asesinato, y sin embargo creo que usted debió de comprender que Dante era culpable y no hizo nada. ¿Cómo podía yo por tanto acudir a usted para que remediara el daño?

—Las pruebas —dijo Giorgio.

—A un hombre como Pippi de Lena jamás se le hubiera podido pillar por sorpresa —dijo Cross—, y la presencia de Jim Losey en el lugar de los hechos era demasiada casualidad. Ningún hombre de esta habitación cree en la casualidad. Todos vosotros sabíais que Dante era culpable. Usted mismo, Don Clericuzio, me contó la historia de la guerra de los Santadio. ¿Quién sabe que planes tenía Dante para cuando me hubiera matado? Después les hubiera tocado el turno a sus tíos. —Cross no se atrevió a mencionar al Don—. Contaba con el afecto que usted le tenía —añadió, dirigiéndose al Don.

El Don apartó a un lado el puro. En su rostro inescrutable se advertía una leve tristeza.

Petie, que era el que más unido había estado a Dante, tomó la palabra.

—¿Dónde arrojaste el cuerpo? —volvió a preguntar.

Pero Cross no pudo responder, no le salieron las palabras de la boca.

Hubo un largo silencio hasta que finalmente el Don levantó la cabeza para mirarlos a todos antes de hablar.

—Los funerales en honor de los jóvenes son una pérdida de tiempo —dijo—. ¿Qué han hecho para que podamos ensalzarlos? ¿Qué respeto han merecido? Los jóvenes no tienen compasión ni gratitud. Mi hija ya está loca, ¿por qué aumentar su pena y borrar toda esperanza de recuperación? Se le dirá que su hijo ha huido y tardará años en comprender la verdad.

Todos los presentes en la estancia parecieron relajarse. Petie se adelantó y se sentó al lado de Cross en el sofá. Vincent, de pie detrás del mueble bar, se acercó una copa de brandy a los labios en una especie de saludo.

—Pero con justicia o sin ella, tú has cometido un crimen contra la familia —dijo el Don—. Tiene que haber un castigo. Para ti, dinero; para Lia Vazzi, su vida.

—Lia no tuvo nada que ver con lo de Dante —dijo Cross—. Con lo de Losey, sí. Permítame pagar un rescate por él. Soy propietario de la mitad del Xanadu. Le cederé a usted el cincuenta por ciento de esta mitad en pago por mí y por Vazzi.

Don Clericuzio pareció estudiar la propuesta.

—Eres leal —dijo. Miró a Giorgio y después a Vincent y a Petie—. Si vosotros tres estáis de acuerdo, yo también lo estaré.

Los hermanos no contestaron.

El Don lanzó un suspiro de pesadumbre.

—Cederás la mitad de tus intereses, pero deberás abandonar nuestro mundo. Vazzi deberá regresar a Sicilia con su familia, aunque podrá quedarse si quiere. Es todo lo que puedo hacer. Tú y Vazzi jamás deberéis volver a hablaros. Y ordeno a mis hijos en tu presencia no vengar jamás la muerte de su sobrino. Dispondrás de una semana para arreglar tus asuntos y firmar los documentos necesarios para Giorgio. El Don suavizó un poco el tono de voz. Quiero asegurarte que yo no tuve conocimiento de los planes de Dante. Y ahora, vete en paz y recuerda que siempre quise a tu padre como a un hijo.

En cuanto Cross abandonó la casa, Don Clericuzio se levantó de su sillón y le dijo a Vincent:

—A la cama.

Vincent lo ayudó a subir la escalera pues ahora el Don padecía cierta debilidad en las piernas. La edad estaba empezando a causar estragos en su cuerpo.