—Es peligroso ser razonable con las personas estúpidas —dijo Don Clericuzio, tomando un sorbo de vino mientras apartaba a un lado el puro italiano—. Presta mucha atención. Es una larga historia y no todo fue lo que parecía. Ocurrió hace treinta años… —El Don señaló hacia sus tres hijos—. Si me olvido de algo importante, ayudadme.
Sus tres hijos sonrieron ante la idea de que el Don pudiera olvidar algo importante.
La luz del estudio era una suave neblina dorada mezclada con el humo del puro, y los olores de la comida eran tan fuertes y aromáticos que parecían afectar a la luz.
—Me convencí de ello después de que los Santadio… —El Don hizo una pausa para tomar un sorbo de vino—. Hubo un tiempo en que los Santadio igualaban nuestro poder, pero los Santadio se habían creado demasiados enemigos, llamaban demasiado la atención de las autoridades y no tenían el menor sentido de la justicia. Crearon un mundo sin valores, y un mundo sin sentido de la justicia no puede perdurar. Les propuse a los Santadio muchos acuerdos; hice concesiones porque deseaba vivir en un mundo de paz, pero como eran muy fuertes, los Santadio tenían el sentido del poder propio de las personas violentas, creían que el poder lo era todo. Y así estalló la guerra entre nosotros.
—¿Por qué tiene Cross que conocer esta historia? —preguntó Giorgio, interrumpiendo a su padre—. ¿De qué nos servirá eso a él o a nosotros?
Vincent apartó la mirada de Cross, y Petie lo miró fijamente con la cabeza ladeada, como si lo estuviera estudiando. Ninguno de los tres hijos quería que el Don contara la historia.
—Porque se lo debemos a Pippi y a Croccifixio —contestó el Don, y dirigiéndose a Cross añadió—: Saca de esta historia las conclusiones que tú quieras, pero mis hijos y yo somos inocentes del crimen que tú sospechas. Pippi era como un hijo para mí, y tú eres como un nieto. Todos lleváis la sangre de los Clericuzio.
—Eso no nos hará ningún bien —insistió Giorgio.
Don Clericuzio agitó el brazo con impaciencia y después preguntó a sus hijos:
—¿Es cierto lo que he dicho hasta ahora?
Los tres asintieron con la cabeza.
—Los hubiéramos tenido que liquidar a todos desde un principio —dijo Petie.
El Don se encogió de hombros y le dijo a Cross:
—Mis hijos eran muy jóvenes, tu padre era muy joven, ninguno de ellos había cumplido todavía los treinta años. Yo no quería desperdiciar sus vidas en una gran guerra. Don Santadio, que en paz descanse, tenía seis hijos, pero más que hijos los consideraba soldados. Jimmy Santadio era el mayor y trabajaba con nuestro viejo amigo Gronevelt, que en paz descanse también. Por aquel entonces los Santadio eran propietarios de la mitad del hotel. Jimmy era el mejor de todos, el único que comprendía que la paz era la mejor solución para todos nosotros, pero el viejo y los otros hijos estaban sedientos de sangre. Ahora bien, yo no tenía ningún interés en que la guerra fuera sangrienta.
Yo quería tiempo para utilizar la razón y convencerlos de la sensatez de mis propuestas. Yo les hubiera cedido a ellos el negocio de la droga, y ellos me hubieran tenido que ceder a mí el del juego. Yo quería su mitad del Xanadu, y a cambio permitir que ellos controlaran todo el tráfico de droga de Estados Unidos, un negocio muy sucio que exigía una mano firme y violenta. Era una propuesta muy razonable. Con la droga se podía ganar mucho más dinero y era un negocio que no exigía estrategias a largo plazo, un negocio sucio con mucho trabajo operativo; y por tanto muy apropiado para los Santadio. Yo quería que los Clericuzio controlaran todo el juego, que era un negocio menos arriesgado menos provechoso que el de la droga, pero que si se gestionaba con inteligencia, a la larga podía ser más lucrativo, y me parecía más apropiado para la familia Clericuzio. Yo siempre he aspirado a convertirme algún día en un miembro de la sociedad, y el juego podía llegar a ser una mina de oro legal, sin necesidad de correr riesgos diarios y vernos obligados a hacer trabajos sucios. En eso, el tiempo me ha dado la razón.
Por desgracia, los Santadio lo querían todo. Todo. Ten en cuenta, sobrino, que era una época muy peligrosa para todo el mundo. El FBI ya estaba al corriente de la existencia de las familias y sabía que colaborábamos las unas con las otras. El Gobierno, con sus recursos y su tecnología, destruyó muchas familias. La muralla de la omertà se estaba desmoronando.
Los jóvenes que ya habían nacido en Estados Unidos colaboraban con las autoridades para salvar el pellejo. Por suerte yo creé el Enclave del Bronx y traje a nuevos hombres de Sicilia para que fueran mis soldados.
Lo único que jamás he podido comprender es cómo pueden las mujeres causar tantos problemas. Mi hija Rose Marie tenía dieciocho años por aquel entonces. ¿Cómo pudo perder la cabeza por Jimmy Santadio? Decía que eran como Romeo y Julieta. ¿Quiénes eran Romeo y Julieta? ¿Pero quién coño era esa gente? No podían ser italianos.
Cuando me lo dijeron, me resigné. Abrí nuevamente las negociaciones con la familia Santadio y rebajé mis exigencias para que las dos familias pudieran coexistir. En su ceguera, ellos lo consideraron una muestra de debilidad, y así se inició la tragedia que ha durado treinta años.
El Don hizo una pausa. Giorgio se sirvió otro vaso de vino, una rebanada de pan y un trozo de cremoso queso. Después se situó de pie detrás del Don.
—¿Por qué hoy?
—Porque aquí mi querido sobrino está preocupado por la forma en que murió su padre y tenemos que disipar cualquier sospecha que pueda albergar en relación con nosotros —contestó el Don.
—Yo no sospecho de usted, Don Domenico —dijo Cross.
—Todo el mundo sospecha de todo el mundo —dijo el Don—. Así es la naturaleza humana. Pero dejadme continuar. Rose Marie era muy joven y no tenía el menor conocimiento de los asuntos mundanos. Se le partió el corazón cuando las dos familias se opusieron a la boda, pero ella no tenía ni idea de cuál era la verdadera razón, y decidió juntarlos a todos, creyendo que el amor vencería todos los obstáculos, tal como ella misma me dijo más tarde. Entonces era encantadora y era la luz de mi vida. Mi mujer había muerto muy joven y jamás me volví a casar porque no podía resistir la idea de compartir mi hija con una desconocida. No le negaba nada y tenía grandes esperanzas para su futuro, pero no hubiera podido soportar que se casara con un Santadio. Se lo prohibí. Y también era joven entonces y pensé que mis hijos obedecerían mis órdenes. Quería enviarla a estudiar a la universidad y que se casara con alguien que no perteneciera a nuestro mundo. Giorgio, Vincent y Petie tenían que mantenerme en esta vida, y yo necesitaba su ayuda. Esperaba que sus hijos también pudieran escapar a un mundo mejor, al igual que Silvio, mi hijo menor.
El Don señaló la fotografía de la repisa de la chimenea del estudio.
Cross jamás la había examinado con detenimiento porque no conocía su historia. Era la fotografía de un joven de veinte años muy parecido a Rose Marie pero de aspecto más dulce y con unos ojos más grises e inteligentes. Era el rostro de un ser tan bondadoso que Cross se preguntó si no habrían retocado la fotografía.
La atmósfera de la estancia sin ventanas estaba cada vez mas llena de humo. Giorgio había encendido un enorme puro habano.
—Se me caía la baba por Silvio, más incluso que por Rose Marie. Tenía mejor corazón que la mayoría de la gente. Lo habían admitido en la universidad con una beca. Había esperanzas para él; pero era demasiado inocente.
—No conocía las calles —dijo Vincent—. Ninguno de nosotros se hubiera atrevido a salir sin protección, como hacía él. —Giorgio prosiguió el relato.
—Rose Marie y Jimmy Santadio se habían ido a vivir juntos al motel Commack, y a Rose Marie se le ocurrió la idea de preparar un encuentro entre Jimmy y Silvio, pensando que de esta manera las dos familias se podrían reconciliar. Llamó a Silvio y éste acudió al motel sin decírselo a nadie. Los tres prepararon la estrategia. Silvio siempre llamaba Roe a Rose Marie. Las últimas palabras que le dirigió a su hermana fueron “Todo se arreglará, Roe. Papá me escuchará”.
Pero Silvio jamás tendría ocasión de hablar con su padre. Por desgracia, dos de los hermanos Santadio, Fonsa e Italo, estaban vigilando a su hermano Jimmy.
Habían reconocido a Silvio, y cuando salió del motel lo atraparon en el piso elevado Robert Moses y lo mataron de un tiro. Después le quitaron el reloj y el billetero para que pareciera un robo. Fue un acto de barbarie típico de la mentalidad de los Santadio.
Don Clericuzio no se llamó a engaño en ningún momento. Jimmy Santadio acudió al velatorio; desarmado y sin escolta, y pidió ser recibido en privado por el Don.
—Don Clericuzio —le dijo—, mi dolor es casi tan grande como el suyo. Pongo mi vida en sus manos, si usted cree que los Santadio son responsables de lo ocurrido. He hablado con mi padre y él no dio esa orden, y me ha autorizado a decirle que reconsiderará todas sus propuestas. Además, me ha dado permiso para casarme con su hija.
Rose Marie entró en la estancia y tomó el brazo de Jimmy. La angustia de su rostro era tan grande que el corazón del Don se ablandó por un instante. La tristeza y el temor conferían al semblante de su hija una trágica belleza. Sus grandes y brillantes ojos oscuros estaban llenos de lágrimas. Miraba a su alrededor como si estuviera aturdida y no comprendiera nada.
Apartó los ojos del Don y miró a Jimmy Santadio con tanto amor que, en una de las pocas ocasiones de su vida, Don Clericuzio pensó en la clemencia. ¿Cómo podía causar dolor a una hija tan hermosa?
—Jimmy se horrorizó al pensar que tú pudieras creer que su familia había tenido algo que ver con lo ocurrido —le dijo Rose Marie a su padre—. Sé que no han tenido nada que ver con ello, y me ha prometido que su familia llegará a un acuerdo.
Don Clericuzio ya había declarado culpable del asesinato a la familia Santadio. No necesitaba ninguna prueba, pero la clemencia era otra cosa.
—Te creo y te acepto —dijo el Don, y era cierto que creía en la inocencia de Jimmy, aunque tal cosa no bastara para hacerle cambiar de opinión—. Rose Marie, tienes mi permiso para casarte, pero no en esta casa; ningún miembro de mi familia estará presente. Jimmy, dile a tu padre que nos sentaremos juntos para hablar de negocios después de la boda.
—Gracias. Lo comprendo —dijo Jimmy Santadio—. La boda se celebrará en nuestra casa de Palm Springs. Dentro de un mes toda mi familia estará allí y toda su familia será invitada. Si prefieren no asistir, la decisión será suya.
El Don se ofendió.
—¿Tan pronto, después de todo lo que ha pasado? —dijo, señalando el féretro con la mano.
Entonces Rose Marie se arrojó en brazos de su padre. El Don intuyó su terror.
—Estoy embarazada —le susurró Rose Marie.
—Ah —dijo el Don, mirando con una sonrisa a Jimmy Santadio.
—Lo llamaré Silvio —añadió Rose Marie en voz baja—. Será como Silvio.
El Don le acarició el negro cabello y le dio un beso en la mejilla.
—Muy bien —dijo—, pero sigo sin querer asistir a la boda.
Rose Marie ya había recuperado su audacia. Levantó el rostro y besó a su padre en la mejilla. Después le dijo:
—Papá; alguien tiene que asistir, alguien me tiene que entregar. —El Don se volvió hacia Pippi, que se encontraba de pie a su lado.
—Pippi representará a la familia en la boda. Es mi sobrino y le encanta bailar. Pippi, tú entregarás a tu prima y después os podréis ir todos a la mierda.
Pippi se inclinó para besar a Rose Marie en la mejilla.
—Allí estaré —le dijo—. Y si Jimmy te deja plantada, huiremos juntos.
Rose Marie lo miró agradecida y se arrojó en sus brazos.
Un mes más tarde, Pippi de Lena cogió un avión en Las Vegas con destino a Palm Springs para asistir a la boda. Había pasado todo aquel mes en la mansión de Don Clericuzio en Quogue, manteniendo reuniones con Giorgio, Vincent y Petie.
El Don había dado instrucciones precisas en el sentido de que Pippi debería estar al frente de la operación y de que sus órdenes deberían ser cumplidas como si las hubiera dado él mismo, cualesquiera que fueran.
Sólo Vincent se atrevió a poner reparos a la decisión del Don:
—Si los Santadio no han matado a Silvio…
—No importa —contestó el Don—. Eso lleva su marca y nos podría perjudicar en el futuro. Sólo tendremos que enfrentarnos a ellos en otra ocasión. Por supuesto que son culpables. La malquerencia ya es en sí misma un asesinato. Si los Santadio no son culpables, tendremos que reconocer que el destino está en contra nuestra. ¿Qué preferís vosotros?
Por primera vez en su vida, Pippi observó que el Don estaba apenado. Pasaba largas horas en la capilla del sótano de la casa. Comía muy poco y bebía más vino que de costumbre, y durante unos cuantos días colocó la fotografía enmarcada de Silvio en su dormitorio. Un domingo le pidió al cura que decía la misa que lo oyera en confesión. Al llegar el último día, el Don se reunió a solas con Pippi.
—Pippi —le dijo—, la operación es muy complicada. Puede surgir una situación en la que se plantee la posibilidad de perdonar la vida a Jimmy Santadio. No lo hagas, pero nadie deberá saber que la orden la he dado yo. Las consecuencias de la acción tendrán que recaer sobre ti; no sobre mí, ni tampoco sobre Giorgio, Vincent o Petie. ¿Estás dispuesto a cargar con la culpa?
—Sí —contestó Pippi—. Usted no quiere que su hija lo odie o le haga algún reproche, o que se lo haga a sus hijos.
—Puede surgir una situación en la que Rose Marie corra peligro —dijo el Don.
—Sí —dijo Pippi.
El Don lanzó un suspiro.
—Haz todo lo posible por salvaguardar a mis hijos —dijo—. Tú deberás tomar las decisiones finales, pero yo jamás te di la orden de eliminar a Jimmy Santadio.
—¿Y si Rose Marie descubriera que ha sido? —preguntó Pippi.
El Don miró directamente a Pippi de Lena.
—Es mi hija y la hermana de Silvio. Jamás nos traicionará.
La mansión de los Santadio en Palm Springs tenía cuarenta habitaciones repartidas en tres pisos y estaba construida en estilo español, haciendo juego con el desierto circundante. Un muro de piedra roja la separaba del inmenso campo de arena que la rodeaba. El recinto del interior albergaba no sólo la casa sino también una enorme piscina, un campo de tenis y una pista de bochas.
Para el día de la boda se había preparado una enorme barbacoa un estrada para la orquesta y una pista de baile de madera sobre el césped. La pista de baile estaba rodeada de mesas largas de banquete. Delante de la gran verja de bronce del recinto se encontraban estacionados tres grandes camionetas de una empresa de caterin.
Pippi de Lena había llegado a primera hora de la mañana del sábado con una maleta llena de ropa para la boda. Le asignaron una habitación del primer piso, a través de cuyas ventanas penetraba la dorada luz del sol del desierto.
Empezó a deshacer el equipaje. La ceremonia religiosa se celebraría hacia el mediodía en Palm Springs, a sólo media hora en coche. Después los invitados regresarían a la casa para participar en la fiesta.
Llamaron a la puerta y entró Jimmy Santadio. Miró a Pippi resplandeciente de felicidad y le dio un fuerte abrazo. Aún no se había puesto el traje para la boda. Estaba muy guapo con unos pantalones blancos y una camisa de seda de color gris perla. Sostuvo las manos de Pippi entre las suyas para manifestarle su afecto.
—Me alegro mucho de que hayas venido —dijo—. Roe está muy emocionada porque la vas a entregar tú, pero el viejo quiere conocerte antes de que empiece la fiesta.
Sin soltar su mano, Jimmy lo acompañó a la planta baja y recorrió con él un largo pasillo que conducía a la habitación de Don Santadio. Don Santadio estaba tendido en la cama con un pijama de color azul. Parecía mucho más viejo que Don Clericuzio, pero tenía unos ojos tan perspicaces como los de éste, escuchaba con la misma atención y su cabeza calva era redonda como una pelota. Le hizo señas a Pippi de que se acercara y alargó los brazos para que éste lo pudiera abrazar.
—Es muy justo que hayas venido —dijo el viejo en un áspero susurro—. Cuento contigo para ayudar a nuestras familias a abrazarse como hemos hecho nosotros dos. Tú eres la paloma de la paz que traerá la concordia entre nosotros. Que Dios te bendiga; que Dios te bendiga. Volvió a recostarse sobre la almohada y cerró los ojos. Qué feliz me siento este día.
En la habitación había una fornida enfermera de mediana edad. Jimmy la presentó como su prima. La enfermera les pidió en voz baja que se retiraran pues el Don tenía que reservar sus fuerzas para poder participar más tarde en los festejos. Pippi reconsideró por un instante la situación. Estaba claro que a Don Santadio no le quedaba mucho tiempo de vida. Entonces Jimmy se convertiría en el jefe de su familia, y quizá se podrían arreglar las cosas. Sin embargo Don Clericuzio jamás aceptaría el asesinato de su hijo Silvio, y nunca podría haber una auténtica paz entre las dos familias. En cualquier caso, el Don le había dado instrucciones muy precisas.
Entre tanto, dos de los hermanos Santadio; Fonsa e Italo, estaban registrando la habitación de Pippi en busca de armas o de aparatos de comunicación. El vehículo de alquiler de Pippi también había sido minuciosamente registrado.
Los Santadio habían organizado una fastuosa boda para su príncipe. Por todo el recinto se habían distribuido unos enormes cestos de mimbre llenos de flores góticas. Había vistosas carpas en las que unos camareros no paraban de escanciar champán. Un bufón vestido con atuendo medieval estaba haciendo juegos de magia para entretener a los niños, y la música que surgía de los altavoces se propagaba a todos los rincones del recinto. Cada invitado había recibido un número para un sorteo de veinte mil dólares que se celebraría más tarde. ¿Dónde hubiera podido haber una fiesta más espléndida?
Sobre el cuidado césped se habían levantado unas carpas de alegres colores para proteger a los invitados del calor del desierto, unas carpas verdes sobre la pista de baile; una carpa roja sobre la orquesta y unas carpas azules sobre la pista de tenis, donde se habían dispuesto los regalos de boda. Entre ellos un Mercedes plateado para la novia y un pequeño avión privado para el novio, obsequio de Don Santadio.
La ceremonia religiosa fue muy breve y sencilla. Cuando los invitados regresaron al recinto de los Santadio, la orquesta ya estaba tocando. Las mesas de la comida y los tres bares estaban protegidos por dos carpas, una de ellas decorada con escenas de cazadores que perseguían jabalíes, y otra con altos vasos de bebidas tropicales con cubitos de hielo.
Los novios abrieron el baile con solemne esplendor. Bailaron protegidos por la sombra de la carpa mientras el rojo sol del desierto asomaba por las esquinas e iluminaba su felicidad, y ellos agachaban la cabeza bajo las manchas de luz. Estaban tan visiblemente enamorados que los invitados batieron palmas y prorrumpieron en vítores. Rose Marie estaba guapísima y Jimmy Santadio parecía más joven que nunca.
Cuando la orquesta dejó de tocar, Jimmy sacó a Pippi al centro de la pista de baile y lo presentó a los más de doscientos invitados. Éste es Pippi de Lena —dijo—, el que ha entregado a la novia en representación de la familia Clericuzio. Es mi más querido amigo. Sus amigos son mis amigos. Sus enemigos son mis enemigos. —Después levantó la copa—. Vamos a brindar todos por él. Será el primero en bailar con la novia.
Mientras bailaba con Pippi Rose Marie le preguntó en voz baja.
—Tú unirás a las dos familias; ¿verdad, Pippi?
—Dalo por hecho —contestó Pippi mientras evolucionaba con ella por la pista.
Pippi fue el asombro de la fiesta por su simpatía y su jovialidad. No se perdió un solo baile, y sus pies parecían mucho más ligeros que los de otros invitados más jóvenes que él. Bailó con Jimmy; después con sus hermanos Fonsa, Italo, Benedict, Gino y bailó también con los niños y con las mujeres de edad. Bailó vals con el director de la orquesta y cantó con los miembros de la orquesta picantes canciones en dialecto siciliano. Comió y bebió con tanta despreocupación que se manchó el esmoquin con salsa de tomate, zumo de fruta y vino. Después jugó a las bochas con entusiasmo tal que la pista se convirtió en el centro de atención de toda la fiesta durante una hora.
Cuando hubo terminado, Jimmy Santadio habló aparte con Pippi.
—Cuento contigo para que todo se arregle —le dijo—. Si nuestras dos familias se juntan, nada nos podrá detener.
—Tú y yo —añadió Jimmy Santadio, echando mano de todo su encanto.
Pippi hizo acopio de toda la sinceridad que le quedaba.
—Lo haré —contestó—. Lo haré.
Se preguntó si Jimmy Santadio era tan sincero como parecía. Para entonces ya debía de haberse enterado de que alguien de su familia había cometido el asesinato.
Jimmy pareció leer sus pensamientos.
—Te lo juro, Pippi —dijo—, yo no tuve nada que ver con lo que ocurrió.
Tomó la mano de Pippi entre las suyas.
—Nosotros no tuvimos nada que ver con la muerte de Silvio. Nada. Te lo juro sobre la cabeza de mi padre.
—Te creo —dijo Pippi, estrechando sus manos.
Tuvo un momento de duda, pero ya era demasiado tarde. El rojo sol del desierto cedió el paso a las sombras del crepúsculo y entonces se encendieron las luces en todo el recinto. Era la señal de que estaba a punto de iniciarse la cena. Todos los hermanos, Fonsa, Italo, Gino y Benedict, propusieron un brindis por los novios, por la felicidad del matrimonio y las excepcionales dotes de Jimmy, y por Pippi de Lena, su nuevo y gran amigo.
El anciano Don Santadio estaba demasiado enfermo como para poder abandonar su lecho pero envió a los novios sus mejores deseos, mencionando el aparato que le había regalado a su hijo mayor, lo cual suscitó entusiastas vítores por parte de los invitados. Después la novia cortó un buen trozo de la torta nupcial y ella misma en persona lo llevó al dormitorio del anciano. Don Santadio estaba durmiendo. Rose Marie le entregó el trozo de torta a la enfermera, la cual prometió dárselo cuando se despertara.
La fiesta terminó hacia la medianoche. Jimmy y Rose Marie se retiraron a su habitación nupcial, diciendo que iniciarían su viaje de luna de miel a Europa a la mañana siguiente y que necesitaban descansar. Los invitados empezaron a abuchearlos en broma y a hacer comentarios subidos de tono. Todos rebosaban de euforia y buen humor. Los centenares de automóviles abandonaron el recinto de la casa en dirección al desierto. Las furgonetas de la empresa de catering recogieron la vajilla y la cubertería, el personal desmontó las carpas, recogió las mesas y las sillas; retiró el estrado e incluso efectuó un rápido recorrido por el jardín para asegurarse de que no quedara ningún desperdicio. Al día siguiente los criados terminarían de recogerlo todo.
A petición de Pippi se había preparado una reunión ritual con los cinco hermanos Santadio después de la retirada de los invitados. En su transcurso, todos se intercambiarían regalos y celebrarían la nueva amistad entre las dos familias.
A medianoche todos se reunieron en el gran comedor de la mansión Santadio. Pippi llevaba una maleta llena de relojes Rolex (auténticos, no de imitación). Había también un precioso kimono japonés con un estampado de escenas de amor orientales pintadas a mano.
—¡Vamos a llevárselo a Jimmy ahora mismo! —gritó Fonsa.
—Demasiado tarde —replicó Ítalo entre risas—. Jimmy y Marie ya van por el tercer asalto.
Todos se rieron alegremente.
La luna del desierto aislaba el recinto de la mansión con su blanco y gélido resplandor. Los farolillos chinos que colgaban de los muros dibujaban unos círculos rojos en los blancos rayos luna. Un camión de gran tamaño con la palabra CATERING pintada con letras doradas en su costado se aproximó ruidosamente a la verja del recinto.
Uno de los guardias se acercó al camión y el conductor le dijo que tenían que recoger un generador que se habían olvidado.
—¿A esta hora? —preguntó el guardia.
Mientras hablaba, el conductor descendió del vehículo con ademán de acercarse al otro guardia. Los dos guardias estaban un poco adormilados debido a la comida y la bebida del banquete de bodas.
En un solo movimiento sincronizado ocurrieron dos cosas, el conductor bajó la mano hacia su entrepierna, sacó un arma con silenciador y disparó tres veces contra el rostro del guardia. El ayudante del conductor sujetó al otro guardia con una llave de lucha y le cortó la garganta de un rápido tajo con un enorme y afilado cuchillo.
Los dos hombres quedaron muertos en el suelo. Se oyó el zumbido de un motor cuando se abrió la gran plataforma metálica de la parte posterior del vehículo, y por ella bajaron a toda prisa veinte soldados de los Clericuzio. Con los rostros cubiertos con medias, vestidos de negro y provistos de armas con silenciador, se distribuyeron por todo el recinto, encabezados por Giorgio, Petie y Vincent. Un equipo especial cortó los cables telefónicos. Otro equipo se desplegó por el recinto para controlarlo. Diez de los enmascarados irrumpieron en el comedor con Giorgio, Vincent y Petie.
Los hermanos Santadio, con las copas de vino en alto, se disponían a brindar por Pippi. Éste se apartó de ellos. No se pronunció ni una sola palabra. Los invasores abrieron fuego y los cinco hermanos Santadio quedaron destrozados por una lluvia de balas. Uno de los enmascarados, Petie, se acercó a ellos y les dio a los cinco el tiro de gracia con una bala bajo la barbilla. En el suelo brillaban los fragmentos de las copas de cristal. Pippi, todavía desarmado, acompañó a Giorgio, a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio del Don Santadio. Empujó la puerta.
Don Santadio se había despertado y se estaba comiendo el trozo de la torta nupcial. Echó un vistazo a los cuatro hombres, se santiguó y se cubrió el rostro con una almohada. El plato del trozo de pastel resbaló al suelo.
La enfermera estaba leyendo en un rincón de la estancia. Petie se abalanzó sobre ella como un gigantesco gato e inmediatamente la amordazó y la ató a la silla con una cuerda de nailon.
Fue Giorgio quien se acercó a la cama. Alargó pausadamente la mano y retiró la almohada que cubría la cabeza de Don Santadio. Vaciló un instante y efectuó dos disparos, el primero en el ojo y el segundo levantando primero la calva cabeza, en sentido ascendente bajo la barbilla.
Después, todos se reagruparon. Finalmente, Vincent le entregó un arma y una larga cuerda plateada a Pippi.
Pippi encabezó la marcha, abandonó el dormitorio del viejo, bajó por el largo pasillo y subió hasta el segundo piso donde se encontraba el dormitorio nupcial. El pasillo estaba lleno de flores y cestas de fruta.
Pippi empujó la puerta del dormitorio. Estaba cerrada. Petie se quitó un guante y sacó una ganzúa, con la que abrió la puerta sin la menor dificultad, y la empujó hacia dentro.
Rose Marie y Jimmy estaban tendidos sobre la cama. Acababan de hacer el amor y parecía que sus cuerpos hubieran adquirido una consistencia casi líquida tras haber desahogado el apetito sexual. El camisón transparente de Rose Marie estaba enrollado hasta la cintura, y los tirantes habían resbalado sobre los brazos, dejando al descubierto sus pechos. Su mano derecha descansaba sobre el cabello de Jimmy, y la izquierda sobre su estómago. Jimmy estaba completamente desnudo pero se incorporó de un salto en cuando vio a los hombres e inmediatamente cogió una sábana para cubrirse. Lo comprendió todo.
—¡Aquí no, fuera! —les dijo, acercándose a ellos.
Durante una décima de segundo, Rose Marie no entendió nada; cuando Jimmy echó a andar hacia la puerta trató de retenerlo, pero él se zafó de su presa. Cruzó la puerta rodeado por Giorgio, Petie y Vincent.
—Pippi, Pippi, por favor, no lo hagas —dijo entonces Rose Marie. Sólo cuando los tres hombres se volvieron a mirarla, ésta se dio cuenta de que eran sus hermanos—. Giorgio, Petie y Vincent, no. ¡No, por favor!
Fue el momento más difícil para Pippi. Si Rose Marie hablara, la familia Clericuzio estaría perdida. Su deber sería matarla. El Don no le había dado instrucciones precisas, ¿cómo hubiera podido perdonar el asesinato de su hija? ¿Obedecerían los hermanos? ¿Cómo había descubierto Rose Marie que eran ellos? Tomó una decisión. Salió al pasillo con Jimmy y los tres hermanos de Rose Marie, y cerró la puerta a su espalda.
En eso el Don había sido muy explícito. Jimmy Santadio debería ser estrangulado. Tal vez por compasión, el Don decidió que en su cuerpo no hubiera agujeros por los que tuvieran que llorar sus seres queridos. Quizá fue la tradición de no derramar la sangre de un ser querido sentenciado a muerte. De repente Jimmy Santadio dejó caer la sábana al suelo y arrancó la máscara que cubría el rostro de Pippi. Giorgio le agarró un brazo y Pippi el otro. Vincent se arrodilló en el suelo y le inmovilizó las piernas. Después Pippi le rodeó el cuello con la cuerda y lo obligó a agacharse en el suelo. Jimmy esbozó una torcida y curiosa sonrisa de compasión mientras clavaba los ojos en el rostro de Pippi; pensaba que aquel acto sería vengado por el destino o por un Dios misterioso.
Pippi apretó la cuerda, Petie alargó los brazos para aplicar presión y todos se arrodillaron en el suelo del pasillo, donde la blanca sábana recibió el cuerpo de Jimmy Santadio como si fuera un sudario. En el interior del dormitorio nupcial, Rose Marie se puso a gritar…
El Don había terminado de hablar. Encendió otro puro italiano y tomó un sorbo de vino.
—Pippi lo planeó todo —dijo Giorgio—. Nos retiramos sin el menor incidente y los Santadio fueron borrados de la faz de la Tierra. Fue una brillantísima operación.
—Y lo resolvió todo —dijo Vincent—, no hemos tenido ningún problema desde entonces.
Don Clericuzio lanzó un suspiro.
—La decisión fue mía y me equivoqué. Pero ¿cómo hubiéramos podido saber que Rose Marie se volvería loca? Estábamos en crisis, y aquella era nuestra única oportunidad de asestar un golpe decisivo. En aquel entonces yo aún no había cumplido los sesenta y estaba muy pagado de mi poder y de mi inteligencia. Pensé que sería una tragedia para mi hija, pero las viudas no se pasan toda la vida llorando, y además ellos habían matado a mi hijo Silvio. ¿Cómo podía yo perdonar eso, por mucho que tuviera que sufrir mi hija? Pero he aprendido. No se puede llegar a una solución razonable con personas estúpidas. Los hubiera tenido que eliminar a todos al principio, antes de que los enamorados se conocieran. Hubiera salvado a mi hijo y a mi hija. —El Don hizo una breve pausa—. Así que Dante es el hijo de Jimmy Santadio, y tú, Cross, compartiste un cochecito infantil con él cuando los dos erais pequeños durante tu primer verano en esta casa. A lo largo de todos estos años he tratado de resarcir a Dante de la pérdida de su padre y he intentado ayudar a mi hija a recuperarse de su dolor. Dante ha sido educado como un Clericuzio y será mi heredero, junto con mis hijos.
Cross trató de comprender lo que estaba ocurriendo. Todo su cuerpo se estremeció de repugnancia al pensar en los Clericuzio y en el mundo en que vivían.
Pensó en su padre Pippi, interpretando el papel de Satanás y seduciendo a los Santadio para matarlos. ¿Cómo era posible que hubiera tenido por padre a semejante hombre? Pensó en su amada tía Rose Marie, que había vivido todos aquellos años con el cerebro y el corazón rotos, sabiendo que su marido había sido asesinado por su padre y sus hermanos, y que su propia familia la había traicionado. Incluso se compadeció un poco de Dante, ahora que su culpabilidad ya no ofrecía ninguna duda. Pensó en el Don. No era posible que se hubiera tragado la historia del atraco sufrido por Pippi. ¿Por qué razón parecía aceptarla, él que jamás había creído en la casualidad? ¿Qué mensaje encerraba aquel hecho?
Cross nunca había conseguido entender a Giorgio. ¿Se creía lo del atraco? Estaba claro que Vincent y Petie sí. Ahora comprendía el estrecho vínculo que unía a su padre con el Don y sus tres hijos. Todos habían participado como soldados en la matanza de los Santadio. Y su padre había perdonado la vida a Rose Marie.
—¿Y Rose Marie nunca ha hablado? —preguntó Cross.
—No —contestó el Don en tono sarcástico—. Hizo otra cosa mejor. Se volvió loca. Hubo cierta nota de orgullo en su voz. La envié a Sicilia y la mandé volver justo a tiempo para que Dante naciera en territorio estadounidense. Quién sabe… puede que algún día llegue a ser presidente de Estados Unidos. Soñaba otras cosas para mi nieto, pero la combinación de la sangre de los Clericuzio con la de los Santadio ha sido demasiado para él.
—¿Y sabes lo peor de todo? —añadió el Don—. Tu padre Pippi cometió un error. Jamás hubiera tenido que dejar con vida a Rose Marie, aunque yo le agradecí que lo hiciera. Don Clericuzio lanzó un suspiro, tomó un sorbo de vino, y mirando a Cross directamente a los ojos le dijo:
—Ten cuidado. El mundo es lo que es, y tú eres lo que eres.
Durante el vuelo de regreso a Las Vegas, Cross pensó en el enigma. ¿Por qué motivo el Don le había contado finalmente la guerra de los Santadio? ¿Para evitar que él visitara a Rose Marie y ésta le contara otra versión? ¿Acaso le había querido hacer una advertencia, diciéndole que no vengara la muerte de su padre pues Dante estaba mezclado en ella? El Don era un misterio, pero de una cosa Cross estaba seguro. El que había matado a su padre era Dante, y por tanto Dante lo tendría que matar a él. Y no cabía duda de que Don Domenico Clericuzio también lo sabía.
* * *
Dante Clericuzio no necesitaba que le contaran la historia. Su madre Rose Marie se la había susurrado a su pequeño oído desde que tenía dos años, siempre que sufría uno de sus ataques; siempre que se afligía al recordar el amor perdido de su marido y de su hermano Silvio, siempre que la vencía el terror que le inspiraban Pippi y sus hermanos.
Sólo cuando sufría sus peores ataques acusaba a su padre Don Clericuzio de la muerte de su marido. El Don siempre negaba haber dado la orden, del mismo modo que negaba que sus hijos y Pippi hubieran llevado a cabo la matanza. Sin embargo, tras haber sido acusado por ella por dos veces consecutivas, el Don la mandó encerrar un mes entero en una clínica. A partir de entonces Rose Marie se limitó a despotricar y desbarrar, pero jamás lo volvió a acusar directamente.
Sin embargo Dante siempre recordaba sus comentarios en voz baja. De niño quería a su abuelo y creía en su inocencia, pero siempre maquinaba intrigas contra sus tres tíos, a pesar del cariño que éstos le profesaban, y soñaba especialmente con vengarse de Pippi. Por más que sus sueños sólo fueran fantasías, se recreaba en ellos por amor a su madre.
Cuando se encontraba en condiciones normales, Rose Marie cuidaba del viudo Don Clericuzio con el máximo afecto. Se preocupaba fraternalmente por sus hermanos, y con Pippi se mostraba distante.
La delicadeza de sus rasgos le impedía expresar los malos sentimientos de una forma convincente. La estructura de los huesos de su rostro la curva de su boca y la dulzura de sus bellos y diáfanos ojos castaños contradecían su odio. A su hijo Dante le manifestaba toda la abrumadora necesidad de amor que jamás le hubiera podido inspirar un hombre.
Lo inundaba de regalos y de afecto, como también hacían su abuelo y sus tíos aunque por motivos menos puros, por un afecto teñido de remordimiento. En estado normal, Rose Marie jamás le contaba a Dante la historia.
Sin embargo, cuando sufría los ataques, empezaba a soltar palabrotas y maldiciones, y su rostro se convertía en una máscara de furia.
Dante siempre se mostraba perplejo. Cuando tenía siete años le entró una duda.
—¿Cómo supiste que eran Pippi y mis tíos? —le preguntó a su madre.
Rose Marie estalló en carcajadas. Dante la miró, pensando que parecía una de las brujas de sus libros de cuentos de hadas.
—Se creen tan listos —le dijo—, que todo lo planifican con máscaras, trajes especiales y sombreros. ¿Sabes qué es lo que se les olvidó? Pippi aún no se había quitado los zapatos de bailar de charol con cordones negros. Y tus tíos siempre se agrupaban de una manera especial. Giorgio siempre delante, Vincent a su espalda y Petie siempre a la derecha. Y además por la forma en que miraron a Pippi, para ver si les daba la orden de matarme, porque yo los había reconocido. Titubearon y estuvieron casi a punto de echarse atrás. Pero me hubieran matado, vaya si lo hubieran hecho mis propios hermanos.
Entonces se puso a llorar con tal desconsuelo que Dante se aterrorizó.
A pesar de que sólo era un niño de siete años, Dante siempre trataba de consolarla.
—Tío Petie jamás te hubiera hecho daño —le decía—, y el abuelo los hubiera matado a todos si lo hubieran hecho.
No tenía las ideas totalmente claras con respecto a su tío Giorgio ni a su tío Vincent, pero su corazón infantil jamás podría perdonar a Pippi.
A los diez años Dante ya había aprendido a identificar el comienzo de los ataques de su madre, y cuando ella lo llamaba por señas para volver a contarle la historia de los Santadio, se la llevaba rápidamente a la seguridad de su dormitorio para que su abuelo y sus tíos no la oyeran.
Al Llegar a la edad adulta, su inteligencia no se dejó engañar por ninguno de los disfraces de la familia Clericuzio. Tenía una personalidad tan burlona y perversa que había conseguido darles a entender a su abuelo y a sus tíos que conocía la verdad, y se daba cuenta de que sus tíos no le tenían demasiado aprecio. Querían prepararle para que entrara a formar parte de la sociedad legal y quizá para que ocupara el lugar de Giorgio y aprendiera todas las dificultades del mundo financiero; pero él no sentía el menor interés por todo aquello. Incluso había provocado a sus tíos, insinuándoles que le importaba un bledo la faceta afeminada de la familia. Giorgio lo había escuchado con una frialdad tan grande que por un momento su juvenil corazón de dieciséis años se llenó de terror.
—Bueno, pues allá tú —le dijo tío Giorgio con una cierta tristeza levemente teñida de cólera.
Cuando abandonó los estudios secundarios sin terminar el último curso, Dante fue enviado a trabajar en la empresa constructora de Petie en el Enclave del Bronx. Trabajaba muy duro, y debido al esfuerzo que tenía que hacer en las obras se le desarrollaron enormemente los músculos. Petie lo hacía trabajar con soldados del Enclave del Bronx. Cuando tuvo edad suficiente el Don decretó que se convirtiera en soldado a las órdenes de Petie.
El Don lo decidió así tras haber recibido unos informes de Giorgio sobre el carácter de Dante y sobre ciertos actos que había cometido.
El joven había sido acusado de violación por parte de una bonita compañera de clase, y de agresión con una pequeña navaja por parte de otro compañero de su misma edad. Dante les suplicó a sus tíos que no le dijeran nada al abuelo y ellos prometieron no decírselo; pero inmediatamente informaron al Don. Las acusaciones se resolvieron con la entrega de elevadas sumas de dinero antes de que se celebraran los juicios.
Los celos que Dante tenía a Cross de Lena se intensificaron cuando alcanzaron la adolescencia. Cross se había convertido en un agradable joven, muy alto y apuesto. Todas las mujeres de la familia Clericuzio lo adoraban y revoloteaban a su alrededor. Sus primas coqueteaban con él, cosa que jamás hacían con el nieto del Don. Dante, con sus gorros renacentistas, su sarcástico sentido del humor y su pequeño musculoso cuerpo, les daba miedo. Y Dante era lo bastante listo cómo para haberse dado cuenta.
Cuando lo llevaban al pabellón de caza de la Sierra, disfrutaba más cazando animales con trampas que disparando. Cuando una vez se enamoró de una de sus primas, cosa muy frecuente en la familia, sus requerimientos amorosos fueron tan directos que provocaron el rechazo de la joven. Además se tomaba familiaridades excesivas con las hijas de los soldados de los Clericuzio que vivían en el Enclave del Bronx. Giorgio, que hacía las veces de severo progenitor encargado de su educación, acabó por ponerse en contacto con el propietario de un lujoso burdel de Nueva York para que se calmara.
Su insaciable curiosidad y su sutil inteligencia lo convirtieron no obstante en el único miembro de su generación que estaba al corriente de las verdaderas actividades de los Clericuzio. Al final decidieron someterlo a adiestramiento operativo.
Conforme pasaba el tiempo, Dante se sentía cada vez más aislado de su familia. El Don lo quería tanto como siempre y le había manifestado claramente su voluntad de convertirlo en heredero de su imperio, pero ya no lo hacía partícipe de sus pensamientos y no le daba consejos ni le impartía lecciones de sabiduría. Además no soportaba sus sugerencias ni sus ideas a propósito de la estrategia a seguir.
Por otra parte, sus tíos Giorgio, Vincent y Petie ya no le manifestaban el mismo afecto de antaño. Cierto que Petie más parecía un amigo que un tío lo cual era comprensible pues era el hombre que se había encargado de su adiestramiento.
Dante era lo bastante inteligente como para pensar que tal vez la culpa era suya por haber revelado lo que sabía sobre la matanza de los Santadio y de su padre. Incluso había llegado al extremo de hacerle preguntas a Petie acerca de Jimmy Santadio, y su tío le había comentado el gran aprecio que todos le tenían a su padre y lo mucho que habían lamentado su muerte.
Nunca se había reconocido ni dicho nada abiertamente, pero Don Clericuzio y sus hijos sabían que Dante conocía la verdadera historia y que Rose Marie, en el transcurso de sus ataques, le había revelado el secreto.
De ahí que quisieran resarcirle de los daños y lo trataran como a un pequeño príncipe.
Sin embargo, el elemento que más había contribuido a la formación del carácter de Dante era el amor y la compasión que sentía por su madre. Durante sus ataques, Rose Marie avivaba el odio de su hijo hacia Pippi de Lena pero disculpaba a su padre y a sus hermanos.
Todas esas cosas indujeron a Don Clericuzio a tomar una decisión final pues el Don podía leer los pensamientos de su nieto con tanta facilidad como las páginas de su libro de oraciones. El Don pensaba que Dante jamás podría participar en el paso definitivo de la familia a la sociedad legal. La sangre de los Santadio que corría por sus venas y también la de los Clericuzio (el Don era un hombre justo) constituían una mezcla demasiado violenta. Dante tendría por tanto que incorporarse a la sociedad de Vincent y Petie, de Giorgio y de Pippi de Lena. Todos ellos combatirían la última batalla juntos.
Dante demostró ser un buen soldado, aunque tremendamente indomable. Su independencia llevaba a saltarse las normas de la familia, y algunas veces incluso se permitía el lujo de no cumplir las órdenes recibidas. Su crueldad resultaba muy útil cuando algún bruglione descarriado o un soldado indisciplinado rebasaban los límites impuestos por la familia y tenían que ser enviados a otro mundo menos complicado. Dante sólo estaba sometido al control del Don, quien por misteriosas razones se negaba a castigarlo personalmente.
El joven estaba preocupado por el futuro de su madre, y el futuro dependía del Don. Dante se había dado cuenta de que a medida que aumentaba la frecuencia de los ataques el Don se mostraba cada vez más impaciente, sobre todo cuando Rose Marie se retiraba majestuosamente, trazando un círculo en el suelo con el pie y escupiendo en su centro, y proclamaba a gritos que jamás volvería a entrar en la casa. En tales ocasiones, el Don la enviaba unos cuantos días a la clínica.
Dante intentaba calmarla por todos los medios y hacía todo lo posible para que recuperara su natural dulzura y su afecto pero temía que al final ya no pudiera protegerla; a no ser que alcanzara un poder tan grande como el del Don.
La única persona del mundo a quien Dante temía era al viejo Don. Su sentimiento arrancaba de sus experiencias infantiles con su abuelo, y también de haber constatado que sus tíos temían al Don tanto como lo amaban, cosa que sorprendía mucho a Dante. El Don tenía ochenta y tantos años, carecía de fuerza física, raras veces salía de casa y su importancia se había reducido considerablemente. ¿Qué razón había para temerle?
Cierto que comía con gran apetito y que su aspecto físico era impresionante. El único estrago físico causado por el tiempo en su cuerpo era el reblandecimiento de la dentadura, que lo obligaba a seguir una dieta a base de pasta, queso, verduras estofadas, sopas y carne picada con salsa de tomate.
Pero el viejo Don no tardaría mucho en morir y entonces se produciría un cambio de poder. ¿Y si Pippi se convertía en la mano derecha de Giorgio? ¿Y si Pippi se hacía con el poder mediante el uso de la fuerza?
En caso de que ello ocurriera, el ascenso de Cross sería imparable, sobre todo teniendo el cuenta la enorme riqueza que había adquirido con su participación en el Xanadu.
Los motivos que hacían aconsejable una acción, pensó Dante, no eran sólo el odio hacia Pippi de Lena, que se había atrevido a criticarle ante su propia familia, sino también razones de índole práctica.
Dante había establecido inicialmente contacto con Jim Losey en el momento en que su tío Giorgio había decidido cederle algunas parcelas de poder, confiándole la tarea de pagarle a Jim Losey el sueldo que éste percibía de la familia.
Como era de esperar se habían tomado toda suerte de precauciones para proteger a Dante en caso de que Losey se convirtiera en traidor.
Para ello se firmaron unos contratos según los cuales Losey trabajaba como asesor de una empresa de seguridad controlada por la familia Clericuzio.
En los contratos se especificaba el carácter confidencial que debería presidir todas las actuaciones de Losey, y se establecía que éste debería cobrar en efectivo; aunque en las declaraciones de la renta de la empresa el dinero se incluía en la partida de gastos y se utilizaba como perceptor a un testaferro de la empresa.
A lo largo de varios años, antes de establecer con él una relación más estrecha, Dante había efectuado varios pagos especiales a Losey. No se sentía intimidado lo más mínimo por su fama y le tenía simplemente por un hombre dispuesto a acumular los mayores ahorros posibles con vistas a la vejez. Losey tenía la mano metida en casi todo. Protegía a los traficantes de droga, cobraba de los Clericuzio para proteger el juego e incluso ejercía extorsión sobre varios destacados comerciantes para que le pagaran cuotas adicionales de protección.
El joven hacía todo lo posible por causar una buena impresión a Losey, y éste a su vez se sentía atraído no sólo por su taimado y perverso sentido del humor sino también por su desprecio de todos los principios morales. Dante escuchaba con sumo interés las amargas historias que él le contaba sobre su guerra contra los negros que estaban destruyendo la civilización occidental. Él en cambio no tenía prejuicios raciales. Los negros no ejercían la menor influencia en su vida, y en caso de que la hubieran ejercido los hubiera eliminado sin piedad.
Dante y Losey tenían un poderoso instinto en común. Ambos eran muy presumidos, cuidaban mucho su aspecto y experimentaban el mismo impulso sexual de dominio sobre las mujeres. No obstante, semejante impulso era más una expresión de poder que una manifestación erótica.
Durante el período que Dante había pasado en el Oeste, ambos se habían acostumbrado a ir juntos a todas partes. Salían a cenar y recorrían las salas de fiestas, pero Dante jamás se había atrevido a llevar a su amigo a Las Vegas ni al Xanadu porque tal cosa no le hubiera sido útil para sus propósitos.
Dante se complacía en contarle a Losey los pormenores de sus actuaciones sexuales, en las que primero se dejaba dominar abiertamente por el poder de las mujeres y después las obligaba mediante el hábil manejo de aquel poder, a colocarse en una posición en la que no podían evitar entregarse involuntariamente a él. Por su parte, Losey, que despreciaba un poco los trucos de Dante, le contaba de qué forma dominaba desde un principio a las mujeres con su sola presencia de macho y después las humillaba.
Ambos afirmaban que jamás hubieran obligado a mantener relaciones sexuales con ellos a ninguna mujer que no hubiera respondido favorablemente a sus galanteos. Y ambos estaban de acuerdo también en que Athena Aquitane hubiera sido un preciado trofeo en caso de que les hubiera dado alguna oportunidad. Recorrían juntos los clubes de Los Ángeles, elegían a las mujeres que más les gustaban y después comparaban notas y se burlaban de aquellas insensatas que creían poder llegar al límite máximo y negarles después el acto final. Las protestas de las mujeres eran a veces tan vehementes que Losey no tenía más remedio que enseñarles la placa y amenazarlas con detenerlas por prostitución, y puesto que casi todas ellas eran prostitutas a ratos perdidos, la amenaza daba resultado.
Juntos pasaban noches de alegre camaradería organizadas por Dante. Cuando no contaba historias de negros, Losey se dedicaba a definir las distintas variedades de putas.
Primero estaban las prostitutas totales, que alargaban una mano para recibir el dinero y con la otra te agarraban la polla. Después estaba la prostituta a ratos perdidos, que se sentía atraída por ti y follaba amistosamente contigo, pero que antes de que te marcharas te pedía un cheque para que de este modo la ayudaras a pagar el alquiler.
Después estaba la prostituta a ratos perdidos que te quería, pero también quería a otros y establecía relaciones a largo plazo, cuajadas de regalos de joyas para celebrar todas las fiestas, incluido el Primero de Mayo.
Después estaban las que trabajaban por libre, las secretarias de nueve a cinco, las azafatas de líneas aéreas y las dependientas de elegantes establecimientos, que te invitaban a su apartamento a tomar un café, tras haber cenado contigo en un restaurante de lujo, y después pretendían echarte a la puta calle con una patada en el culo sin hacerte tan siquiera una paja. Ésas eran sus preferidas. Follar con ellas resultaba emocionante y era una experiencia llena de dramatismo, lágrimas y ahogadas peticiones de paciencia y tolerancia, todo lo cual daba lugar a un acto sexual mucho más satisfactorio que el amor.
Una noche, después de cenar en Le Chiois, un restaurante de Venice, Dante propuso a su amigo dar una vuelta por el paseo marítimo. Se sentaron en un banco para contemplar el tráfico humano, guapas chicas con patines, rufianes de todos los colores que las perseguían con sus requiebro y prostitutas a ratos perdidos que vendían camisetas con frases incomprensibles para ellos; Hare Krishnas con sus cuencos de pedir limosna, conjuntos de barbudos cantantes con guitarras, grupos familiares con cámaras fotográficas y, reflejándolos a todos cual si fuera un espejo, el negro océano en cuyas arenosas playas numerosas parejas aisladas permanecían tendidas bajo unas mantas en la creencia de que éstas disimulaban su fornicación.
—Yo podría detenerlos a todos por presuntos delincuentes —dijo Losey, riéndose—. Menudo zoo.
—¿Incluso a las niñas de los patines? —preguntó Dante.
—Las detendría por andar por ahí con unos coños más peligrosos que un arma de fuego —contestó Losey.
—No se ven muchos negros por aquí —dijo Dante—. Losey se acercó a la playa.
—Creo que he sido demasiado duro con mis pobres hermanos negros —dijo imitando el acento sureño—. Es lo que dicen siempre los liberales, todo se debe a su antigua condición de esclavos. Dante esperó el final del chiste.
Losey entrelazó los dedos de las manos en la nuca y se abrió la chaqueta para dejar al descubierto la funda de la pistola y pegarle un susto a cualquier imbécil que se atreviera a acercarse. Nadie le prestó atención. Se habían dado cuenta de que era un policía nada más verle aparecer en el paseo marítimo.
—La esclavitud —dijo Losey—. Era algo desmoralizador. Era una vida tan cómoda para ellos que los convirtió en unos seres demasiado dependientes. La libertad era muy dura. En las plantaciones tenían quien cuidaba de ellos, tres comidas al día, vivienda gratuita, vestido y excelente atención médica dada su condición de objetos de valor. Ni siquiera tenían que responsabilizarse de sus hijos. Imagínate. Los dueños de las plantaciones follaban con sus hijas y después daban trabajo a los niños para el resto de sus vidas. Es cierto que trabajaban, pero se pasaban el día cantando, lo cual quiere decir que no lo pasaban muy mal. Apuesto a que cinco blancos hubieran podido hacer el trabajo de cien negros.
Dante lo miró con curiosidad. ¿Hablaba Losey en serio? No importaba. En cualquier caso estaba expresando un punto de vista que no era racional sino emocional. Lo que estaba diciendo expresaba lo que efectivamente sentía.
Estaban disfrutando de la cálida noche, y el mundo que los rodeaba les producía una reconfortante sensación de seguridad. Toda aquella gente jamás constituía un peligro para ellos.
De pronto Dante le dijo a Losey:
—Tengo que hacerte una importante propuesta. ¿Qué te interesa conocer primero, las recompensas o el riesgo?
—Primero las recompensas, como siempre.
—Doscientos mil en efectivo —dijo Dante—, y dentro de un año un trabajo como jefe de seguridad del hotel Xanadu, con un sueldo cinco veces superior al que ganas ahora. Con cuenta de gastos, un coche impresionante, habitación en el hotel, mantención y todas las tías que te puedas follar. Examinarás los antecedendes de todas las coristas del hotel, percibirás gratificaciones extraordinarias como ahora y no tendrás que correr el riesgo de pegar directamente el tiro.
—Me parece demasiado —dijo Losey—, pero habrá que pegarle un tiro a alguien. Ése es el riesgo, ¿verdad?
—Para mí —dijo Dante—. Yo seré el que dispare.
—¿Y por qué no yo? —preguntó Losey—. Dispongo de una placa que me permite hacerlo legalmente.
—Porque después no vivirías ni seis meses —contestó Dante.
—Entonces, ¿qué tengo que hacer yo? —preguntó Losey—. ¿Hacerte cosquillas en el culo con una pluma?
Dante le explicó toda la operación. Losey soltó un silbido para expresar la admiración que había suscitado en él la audacia y el ingenio de la idea.
—¿Y por qué Pippi de Lena? —preguntó Losey.
—Porque está a punto de convertirse en traidor —contestó Dante.
Losey tenía sus dudas. Sería la primera vez que cometiera un delito de asesinato a sangre fría.
Dante decidió añadir algo más:
—¿Recuerdas el suicidio de Boz Skannet? —le preguntó—. Cross dio el golpe, aunque no personalmente sino con la ayuda de un tal Lia Vazzi.
—¿Qué pinta tiene? —preguntó Losey.
Cuando Dante se lo describió, cayó en la cuenta de que era el hombre que acompañaba a Skannet cuando él le había cerrado el paso en el vestíbulo del hotel.
—¿Y dónde puedo encontrar a ese Vazzi?
Dante se pasó un buen rato dudando. Estaba a punto de hacer algo que quebrantaba la única regla sagrada de la familia, una regla del Don, aunque quizá con ello consiguiera quitar de en medio a Cross, que se convertiría en un peligro a la muerte de Pippi.
—Nunca revelaré a nadie cómo lo he averiguado —dijo Losey. Dante vaciló un instante antes de contestar.
—Vazzi vive en un pabellón de caza que tiene mi familia en la Sierra, pero no hagas nada hasta que terminemos con Pippi.
—De acuerdo —dijo Losey, pensando que haría lo que le diera la gana—, pero supongo que los doscientos mil los cobraré enseguida, ¿no?
—Sí —contestó Dante.
—Me parece muy bien —dijo Losey—. Una cosa, como los Clericuzio vayan por mí te delato…
—No te preocupes —dijo Dante jovialmente—. Como me entere, primero te liquido yo a ti. Ahora sólo tenemos que elaborar los detalles.
Todo se desarrolló según lo previsto.
Cuando descerrajó los seis tiros contra el cuerpo de Pippi de Lena y éste le dijo en un susurro “Maldito Santadio”, Dante sintió un alborozo que jamás en su vida había sentido.
* * *
Lia Vazzi desobedeció deliberadamente las órdenes de su jefe Cross de Lena por primera vez en su vida.
Fue inevitable. El investigador Jim Losey había efectuado otra visita al pabellón de caza y le había vuelto a hacer preguntas sobre la muerte de Skannet. Él negó conocer a Skannet y afirmó que se encontraba casualmente en el vestíbulo del hotel en aquel momento. Losey le dio una palmada en el hombro y un ligero cachete.
—Pues muy bien, conejito, pronto vendré por ti.
Entonces Lia firmó mentalmente una sentencia de muerte contra Losey. Ocurriera lo que ocurriese, y a pesar de que su futuro corría peligro, él se encargaría de Losey, aunque tendría que andarse con mucho cuidado. La familia Clericuzio tenía unas normas muy estrictas.
Lia recordó haber acompañado a Cross a su reunión con Phil Sharkey, el compañero retirado de Losey. Jamás había esperado que Sharkey guardara silencio a cambio de los futuros cincuenta mil dólares que le había prometido Cross. Estaba seguro de que Sharkey había informado a Losey sobre aquella reunión y que probablemente lo había visto a él esperando en el coche. En caso de que hubiera sido así, tanto él como Cross correrían un gran peligro. Discrepaba esencialmente de la opinión de Cross. Los oficiales de la policía se mantenían tan unidos como los mafiosos, y tenían su propia omertà.
Lia utilizó a dos de sus soldados para bajar desde el pabellón de caza a Santa Mónica, el hogar de Phil Sharkey. Pensaba que le bastaría hablar con Sharkey para saber si el hombre había informado a Losey sobre la visita de Cross.
La parte exterior de la casa de Sharkey estaba desierta. Sobre el césped del jardín sólo se veía un cortacésped abandonado, pero la puerta del garaje estaba abierta y dentro había un coche. Lia subió por la calzada de cemento hasta la puerta y llamó al timbre. No hubo respuesta. Siguió llamando. Examinó el tirador y vio que la puerta no estaba cerrada bajo llave. Tenía que tomar una decisión, entrar o retirarse inmediatamente. Con el extremo de la corbata limpió las huellas digitales del tirador y del timbre. Después cruzó la puerta, entró en el pequeño recibidor y llamó a gritos a Sharkey. No hubo respuesta.
Lia recorrió la vivienda. Los dos dormitorios estaban vacíos. Miró en el interior de los armarios y debajo de las camas. Después se dirigió a la sala de estar y miró debajo del sofá y de los almohadones. Entró en la cocina y vio sobre la mesa del patio un envase de cartón de leche y un plato de papel con un bocadillo de queso a medio comer, pan blanco con mayonesa deshidratada en los bordes. En la cocina había una puerta de listones de color marrón. La abrió y vio un pequeño sótano situado sólo dos peldaños más abajo, una especie de segundo nivel sin ventanas.
Bajó los dos peldaños y miró detrás de un montón de bicicletas usadas. Abrió un armario de grandes puertas. Dentro había un uniforme de policía colgado, unos sólidos zapatos negros en el suelo, y encima de ellos una gorra de policía con trencilla. Nada más.
Se acercó a un baúl y abrió la tapa. Era sorprendentemente ligera. El baúl estaba lleno de mantas de color gris cuidadosamente dobladas. Volvió a subir, salió al patio y contempló el océano. Enterrar un cuerpo en la arena hubiera sido una temeridad, e inmediatamente descartó la idea. A lo mejor alguien había liquidado a Sharkey y se había llevado el cadáver, pero el asesino hubiera corrido el riesgo de que lo vieran. Además no hubiera sido fácil matar a Sharkey. Si el hombre estaba muerto, tenía que encontrarse en la casa. Volvió a bajar al sótano y sacó todas las mantas del baúl. Y allí, en el fondo, encontró primero la gran cabeza y después el delgado cuerpo. En el ojo derecho de Sharkey había un agujero cubierto por una fina costra de sangre reseca parecida a una moneda de color rojo. La amarillenta piel del cadavérico rostro estaba constelada de puntitos negros. Lia, que era un hombre cualificado, comprendió exactamente su significado. Alguien de confianza se había acercado a él lo bastante como para pegarle un tiro a bocajarro en el ojo, y aquellos puntitos eran marcas de pólvora.
Dobló cuidadosamente las mantas, las volvió a colocar sobre el cadáver y salió de la casa. No había dejado huellas digitales, pero sabía que algún minúsculo fragmento de las mantas habría quedado adherido a su ropa. Tendría que destruirla por completo, y los zapatos también. Ordenó a los soldados que lo llevaran al aeropuerto, y mientras esperaba el avión que lo conduciría a Las Vegas se compró ropa y zapatos nuevos en una de las tiendas del aeropuerto. Después compró una bolsa grande y guardó la ropa vieja en su interior.
Al llegar a Las Vegas, se instaló en una habitación del Xanadu y dejó un mensaje para Cross. Se tomó una ducha y se volvió a poner la ropa nueva. Después esperó el mensaje de Cross.
Cuando recibió la llamada le dijo a Cross que tenía que verle enseguida. Subió con la bolsa de la ropa vieja.
—Te acabas de ahorrar cincuenta mil dólares —fue lo primero que le dijo.
Cross lo miró sonriendo. Lia, que normalmente vestía muy bien, lucía una camisa floreada, unos pantalones azules de tejido grueso y una chaqueta ligera también de color azul. Tenía toda la pinta de un vulgar buscavidas de casino.
Lia le contó a Cross lo de Sharkey. Trató de justificar su comportamiento, pero Cross rechazó sus excusas con un gesto de la mano.
—Estás metido en eso conmigo, tienes que protegerte, pero ¿qué es lo que significa?
—Muy sencillo —contestó Lia—. Sharkey era el único que podía establecer una conexión entre Losey y Dante. Con su desaparición, cualquier cosa que se diga será una afirmación sin fundamento. Dante ordenó a Losey matar a su compañero.
—¿Y cómo es posible que Sharkey fuera tan tonto? —preguntó Cross, Lia se encogió de hombros.
—Debió de pensar que primero cobraría dinero de Losey y después los cincuenta mil que tú le habías prometido. El dinero que tú le habías entregado le hizo darse cuenta de que Losey estaba apostando muy fuerte. Al fin y al cabo llevaba veinte años trabajando como investigador y no le era difícil imaginarse este tipo de cosas. Jamás pensó que su viejo compañero Losey pudiera matarlo. No contaba con Dante.
—Se han pasado —dijo Cross.
—En esta situación no te puedes permitir el lujo de que haya un jugador de más —comentó Lia—. Me sorprende que Dante haya visto ese peligro. Debió de convencer a Losey, que probablemente no querría matar a su viejo compañero. Todos tenemos nuestras debilidades.
—O sea que ahora Dante controla a Losey —dijo Cross—. Pensé que Losey era más duro.
—Estamos en presencia de dos clases distintas de animales —dijo Lia—. Lo sé y es extraordinario, y Dante está loco.
—O sea que Dante sabe que yo sé —dijo Cross.
—Lo cual significa que tenemos que actuar con la máxima rapidez —dijo Lia.
Cross asintió con la cabeza.
—Tendrá que ser una comunión —dijo—. Tendrán que desaparecer.
Lia soltó una carcajada.
—¿Tú crees que eso engañará a Don Clericuzio? —preguntó.
—Si lo planificamos bien, nadie nos podrá echar la culpa de nada —contestó Cross.
Lia se pasó los tres días siguientes revisando los planes con Cross. Durante ese tiempo, él mismo quemó con sus propias manos su ropa vieja en la incineradora del hotel. Cross hacía ejercicio jugando en solitario dieciocho hoyos de golf, y Lia lo acompañaba con el carrito. Lia no comprendía la popularidad del golf en todas las familias. Aquel juego era para él una pintoresca aberración.
La noche del tercer día se sentaron en la terraza de la suite de la última planta del Xanadu. Cross había sacado el brandy y los puros habanos. Estaban contemplando el gentío que se apretujaba en el Strip de abajo.
—Por muy listos que sean, mi muerte tan poco tiempo después de la de mi padre pondría en entredicho a Dante ante los ojos del Don —dijo Cross—. Creo que podemos esperar.
—No demasiado —dijo Lia, dando una calada a su puro—. Ahora saben que hablaste con Sharkey.
—Tenemos que liquidarlos simultáneamente a los dos —dijo Cross—. Recuerda que tendrán que ser comuniones. Sus cuerpos deberán desaparecer.
—Estás empezando la casa por el tejado —dijo Lia—. Primero tenemos que asegurarnos de que podemos liquidarlos.
Cross lanzó un suspiro.
—Va a ser muy difícil. Losey es un hombre muy peligroso y precavido.
—Dante puede luchar. Tenemos que aislarlos en un lugar. ¿Se puede hacer en Los Ángeles?
—No —contestó Lia—. Es el territorio de Losey. Allí es demasiado poderoso. Tendremos que hacerlo en Las Vegas.
—Y saltarnos las reglas —dijo Cross.
—Si es una comunión, nadie sabrá dónde los mataron —dijo Lia—. Y ya habremos quebrantado una regla matando a un oficial de la policía.
—Creo que ya sé cómo atraerlos simultáneamente, a los dos a Las Vegas —dijo Cross.
Le expuso el plan a Lia.
—Tendremos que utilizar más cebo —dijo Lia—. Tenemos que asegurarnos de que Losey y Dante vengan aquí cuando a nosotros nos interese.
Cross apuró otra copa de brandy.
—De acuerdo, utilizaremos más cebo —dijo mientras Vazzi asentía con la cabeza—. Su desaparición será nuestra salvación, y engañará a todo el mundo.
—Excepto a Don Clericuzio —dijo Lia—. Es el único a quien hay que temer.